Prefacio.
Mis padres habían muerto en un accidente ocasionado por un coche y no tenía a nadie que se hiciera cargo de mí, por lo que no tuvieron más remedio que emanciparme. Pero eso no se quedaba ahí, al finalizar el entierro de mis padres, al cual solo había asistido yo, ya que mis padres no tenían amigos ni familiares, una mujer mayor se me acercó. Ella llevaba gafas grandes y cuadradas que dejaban entrever unos ojos verdes, vestía una túnica verde oscura que le llegaba hasta los pies y su cabello negro estaba escondido tras un gorro puntiagudo, no obstante se podía apreciar que lo llevaba recogido en un moño hecho cuidadosamente. En ese momento me pareció una bruja sacada de un cuento infantil, no imaginé nunca que mi descripción se asemejara si quiera un poco a la realidad.
Permítame presentarme, mi nombre es Minerva McGonagall – dijo la mujer- y usted debe ser Clett Alvor, ¿me equivoco?-
Así es, pero ¿cómo es que sabe mi nombre? – respondí yo perpleja-
Creo que será mejor que busquemos un lugar más privado y cómodo para hablar señorita Alvor, lo que le tengo que decir es algo que conviene estar sentado al oírlo.
Lo único que pude hacer fue asentir y seguir a esa mujer, por alguna razón desconocida esa persona me inspiraba confianza, así que hice caso a mi corazonada y continué caminando hasta que ella se paró en una cabina telefónica y me indicó que pasara, yo me quedé parada enfrente de la cabina y grité:
¿¡A esto se refería usted con un lugar privado y cómodo!? – exclamé señalando la cabina.
La señora McGonagall me miró durante unos segundos detenidamente, yo no sabía lo que aquella mujer tramaba, estaba demasiado ocupada pensando en ¡cómo coño íbamos a mantener una conversación cómoda en una cabina telefónica si apenas cabíamos las dos en ella! Finalmente, McGonagall me sonrió, ante este gesto yo me quede completamente perpleja, y dijo con una voz apacible pero a la vez severa:
Usted tan solo entre y coja el teléfono.
Hice lo que me pedía, al hacerlo noté que empezaba a dar vueltas y después de unos segundos me percaté de que ya no me encontraba en esa cabina, sino que estaba en una sala circular llena de libros y retratos de personas, en ese momento creía que me estaba volviendo loca, pues las personas que estaban en los cuadros se movían e incluso hablaban entre sí. McGonagall se debió dar cuenta de que estaba con los ojos como platos, ya que me explicó que no tenía alucinaciones ni nada por el estilo.
Señorita Alvor, si hace el favor de sentarse, –dijo mientras señalaba dos pequeños sillones marrones- le podré explicar el motivo por la que la he buscado.
Asentí con la cabeza y me encaminé hacia los sillones. McGonagall se sentó justo después que ella, cuando cogió asiento saco una varita de su túnica, dijo unas palabras y de repente apareció una bandeja con una tetera, dos tazas y algunos bollitos. Para cuando McGonagall guardó la varita yo aún seguía con la boca abierta, no podía creer lo que acababan de presenciar mis ojos.
McGonagall me explicó porque me había llevado hasta allí, cuando terminó de contarme todo, me quedé sentada y sin pronunciar palabra, realmente no sabía que decir.
La mujer después de cinco minutos de silencio me condujo hasta un dormitorio, me despedí de ella y me tumbé en la cama quitándome antes los zapatos. Me quedé mirando al techo intentando digerir toda la información que la profesora me había dado. Miles de preguntas surcaban mi mente en ese instante, ¿por qué mis padres nunca me dijeron que eran magos o que incluso yo misma lo era? ¿Por qué fingieron que se habían muerto en un incendio en el mundo mágico? ¿Por qué me apartaron de ese mundo? ¿Por qué no me dijeron nada? ¿¡Por qué!? ¿¡Por qué!? ¿¡Por qué!? Mientras intentaba encontrar respuestas a mis preguntas, me quedé dormida.
