Eridan Ampora y el primer día
Mocasines. Pitillos a cuadros. Camisa de vestir violeta. Cardigan gris. Ningún collar porque eso estropearía la perfecta imagen de su cuello masculino. Una bufanda caída (por el motivo anteriormente mencionado) de cuadros y con flecos a juego con el pantalón. Trece anillos, ni uno más ni uno menos, distribuidos armoniosamente en sus dedos para darle un toque perfecto a sus manos ya suficiente perfectas. Unas gafas de pasta negras enmarcando su cara. Un cabello tan bien estilizado que hasta el mismo Schwarzkopf moriría de asombro tan solo con verlo de lejos. Un bolso de ante marrón que contenía exáctamente un iMac, un iPod, un iPhone, su colonia preferia, las llaves de su coche y una cartera con más dinero del que podría contar en cualquiera de los bolsillos de los estudiantes que tenía alrededor.
Perfecto.
Eridan Ampora, dieciocho años, mucho talento y ambiciones, recién matriculado en la licenciatura de historia, preparado para sacar matriculas de honor y dejar a las mujeres embelsadas con su porte. Guapo de nacimiento, talentoso en cualquier cosa que se le pusiera por delante, ligón por excelencia y típico estudiante responsable y social al que todos piden consejo.
En realidad la cosa era más bien algo distinta, aunque Eridan no quisiese admitirlo.
Eridan Ampora, dieciocho años, con ganas de saber historia pero sin ganas de estudiar, solo ha tenido una novia sin mucho éxito y todo lo que quiere es llegar a su habitación y tirarse en la cama hasta el día siguiente.
La residencia universitaria le parecía un asco, o al menos eso era lo primero que había pensado nada más entrar por primera vez. Los pasillos estrechos y las habitaciones demasiado cercas unas de las otras no le inspiraban ni confianza ni privacidad. Era un hombre de independencia y tranquilidad, y lo último que quería aguantar era a los grupos de amigos que se reunían en una habitación a montar fiestas o a una pareja montándoselo todo el día. Pero aquella universidad no era lugar de clases sociales, así que todos los estudiantes tenían las mismas habitaciones, con las mismas condiciones y con las mismas prestaciones. Y eso era terrible.
Con un aire algo desanimado deambuló por los pasillos hasta dar con la puerta que marcaba el número 22. Pues nada, ya estaba allí.
Entró en la habitación y dejó su bolsa sin mucho cuidado sobre la cama. Agradeció interiormente que su compañero de habitación no hubiese dado señales todavía de existir para poder tomarse la libertad de pasar los primeros momentos allí a solas. Tal y como había planeado, se dejó caer (no libremente, su pelo peligraba si lo hacía) en la cama dejando la vista caída sobre la ventana.
Hacía sol fuera. Mucho sol, más del que le gustaría... Pero no iba a levantarse a cerrar las persianas. Suspiró.
Así que allí empezaba su vida universitaria, por fin. No se había matado durante años estudiando para sacar las jodidas mejores notas de la clase para acabar en un trabajo cualquiera en una tienda de poca monta. No. Él tenía grandes aspiraciones laborales y de futuro, y por ello tenía que estar allí. Pero las ganas de estudiar y de ser el mejor se le habían desvanecido con el tiempo, cuando se había dado cuenta de todo lo que había dejado pasar en su adolescencia.
No había sido un chico de muchos amigos, y mucho menos de parejas. Había tenido suerte si había conseguido a una novia en toda su vida (la cual le había durado lo justo para tres mimos, una noche y veinte discusiones), y en general pasaba el tiempo en su casa encerrado en sus propios hobbies.
Había sido un interesado de la historia bélica desde muy jóven, prácticamente obsesionado con las armas y con otras cosas que suelen parecer igual de inútiles. Sin embargo, con el tiempo había conseguido enfocar sus intereses hacia algo con una salida aprovechable, y poco a poco había ido especializándose en la historia en general hasta acabar allí.
Una licenciatura en historia, vaya. Sabía que llegaría a la universidad, pero hasta hacía unos meses no tenía muy claro qué iba a hacer con su vida. Tenía buenos contactos sociales por parte de su familia, un buen caudal económico, unas buenas notas de acceso para cualquier cosa que quisiese hacer y una buena presencia. Todo debería irle sobre ruedas. Debería.
-Menuda pérdida de tiempo... -susurró para si mismo.
Se incorporó y se sentó en el borde de la cama, mirando a la nada.
No se sentía bien. Le faltaba algo dentro que no tenía muy claro qué era, aunque podía sospecharlo. Sin haber vivido experiencias, sin haber salido con gente, sin haber socializado más allá de las reuniones que hacía su padre con gente relacionada con su empresa o sus compañeros de clase, seguramente era normal que se sintiese así. Siempre había estado solo y había acabado por asumir que así seguiría, y sin embargo no podía evitar la ansiedad y la necesidad de tener a alguien. Cerca. Para él.
El torrente de pensamientos fue interrumpido inmediatamente por el sonido de la puerta de la habitación. Como sacado de un trance, Eridan levantó la cabeza con pesadez y cierta incomodidad por el corte de intimidad que había tenido.
En el marco de la puerta había un chico, seguramente de su edad. Vestía con pantalones grises (y horribles) hasta las rodillas, una sencilla camiseta de tirantes oscura y unas gafas de sol que parecían haber cruzado el mundo de lo maltrechas que estaban. En su mano descansaba una bolsa deportiva bastante más grande de lo que Eridan sería capaz de cargar y que este llevaba con tanta naturalidad como si fuese un saco vacío.
-Disculpa mi repentina intrusión -el chico parecía tener una voz algo grave y gastada que no acompañaba del todo a su aspecto, como si hubiesen cogido la voz de un cincuentón fumador y se la hubiesen puesto a aquel pobre chico de pelo largo y grandes músculos-. Supongo que serás mi compañero de cuarto, ¿me equivoco?
Eridan no respondió, pero echó un vistazo fugaz a su bolsa y a la llave de la habitación que descansaban a su lado, como dando a entender que aquello era más que suficiente para responder afirmativamente a su pregunta.
El pequeño culturista terminó de entrar en el lugar y depositó la bolsa junto a la cama. De ella sacó una toalla blanca y se empezó a secar el sudor del pecho y el cuello con calma, como si fuese un ritual diario (cosa que pensaba que sería cierta). El olor llegaba hasta el otro lado de la habitación.
-Mi nombre es Equius Zahhak -aquella voz seguía pareciéndole antinatural para aquel chico y le hacía sentir incómodo-. Voy a empezar primer año para profesor de eduación física en la facultad de motricidad humana y deportes. Es aquel edificio azul -señaló por la ventana el conglomerado de edificios que había cruzando la avenida. Eridan le prestó más bien poca atención.
El gesto no pasó desapercibido para Equius, quien le miró expectante esperando obviamente algún tipo de respuesta por parte del otro. Resignado, Eridan se levantó de la cama con pesadez y se acercó al chico, extendiéndole la mano con una media sonrisa mayormente fingida debido al cansancio.
-Eridan Ampora, encantado.
