André no soportaba más. Aún recordaba los tibios labios de Oscar en aquel beso furtivo, robado una noche mientras Oscar yacía inconsciente en sus brazos luego de protagonizar una gresca descomunal en una taberna de Paris.
Ese beso dulce, robado en la oscuridad, había sido su único contacto íntimo con la mujer que amaba desde niño. Su sangre hervía cada vez en que pensaba en aquella noche, aun cuando Oscar jamás se enteró de que sus labios fueron tocados por el hombre que creía su compañero y amigo de andanzas, pero que al fin y al cabo, era su criado… ¿jamás, dije? André ignoraba que Oscar sí supo de ese beso, que no estaba realmente inconsciente mientras la cargaba en sus brazos.
Desde entonces sufría en secreto por un amor no correspondido, por un amor que la sociedad no aceptaría, pues en la corte de Luis XVI sólo era privilegio de algunos nobles tener aventurillas con alguna de sus criadas, al amparo de su poder. Sólo ellos podían tomar a las muchachas del pueblo para su diversión… sólo para eso… Era imposible pensar que podría amar públicamente a Oscar… un lacayo no podía aspirar a tal privilegio… Nadie lo aceptaría… No le quedaba otro camino que olvidar sus sentimientos… sublimarlo con el servicio incondicional a Oscar… por ella sería capaz de todo.
André, desde que llegó a la casa de los Jarjayes, nunca había abandonado a su amada Oscar. Él había sido el único capaz de vislumbrar bajo el uniforme militar y la rudeza de su carácter, el corazón cálido y sutil de esta mujer educada como un varón desde el día de su nacimiento. Reconocía que si Oscar fuese distinta, si no tuviese el temperamento fuerte y decidido que la caracterizaba, no la amaría tanto como lo hacía ahora… Su fascinación por Oscar residía en su mirada fiera, en la pasión que colocaba en cada uno de sus actos, en su paso decidido, su carácter autoritario…
Pero no debía mentir… Adoraba también su cuerpo: sus ojos de un azul profundo y penetrante, sus cabellos rubios que caían como una cascada dorada por su espalda; sus labios finos y a veces crueles, su ceño fácil de fruncir ante cualquier disgusto… Amaba su talle delgado, sus manos de dedos largos y sus pies pequeños pero de andar firme… Amaba esos pechos incipientes ocultos bajo la guerrera… Ah! Como deseaba tomarla por la cintura y besar nuevamente sus labios cálidos, suaves, sintiendo el soplo tibio de su respiración en su boca… Deseaba sentir su cuerpo palpitante en contacto con el suyo. Deseaba tomarla y sentirla mujer… su mujer.
Tendido en su cama, André divagaba, sufría de Amor, de rabia, de impotencia. Las punzadas en su ojo derecho interrumpieron sus cavilaciones… Un par de días atrás visitó en secreto al médico y la sentencia fue terrible: el esfuerzo que realizaba con su ojo sano era tanto que pronto colapsaría… la ceguera total era inminente…
- Oscar – suspiraba André – No me importa vivir sumido en las tinieblas el resto de mi vida si no puedo tenerte… Tú eres mi luz… Sin ti, el resto del mundo no tiene forma ¿De qué me sirve la vista? ¿Sólo para ver cuánto amas a Fersen?
Esa tarde Hans Axel von Fersen había visitado a Oscar, mientras practicaba esgrima. Los celos corroían silenciosamente el alma de André cada vez que observaba esa mirada velada por el amor que el amante de María Antonieta le inspiraba a Oscar… ¡Voto a Satán! Sin dudarlo vendería su alma al diablo para que Oscar le prodigara esa mirada, aunque fuese por una sola vez.
Como de costumbre les sirvió vino… pero no permaneció con ellos… Le partía el corazón ver el sufrimiento de Oscar, ver esos ojos enamorados que brillaban pese a que trataba de ocultar sus sentimiento con un semblante impasible... pero sus ojos la delataban como a un bandido que ha cometido un crimen! ¿Por qué le amaba tanto? ¡Mil veces maldito, Fersen! ¿Por qué volvió de Norteamérica? Sólo para que Oscar se atreviera, incluso, a vestir de mujer para bailar con él…
¡Maldito, Fersen! ¡Había estrechado en sus brazos a Oscar, la había cogido por el talle, había sentido su aliento en su cuello, había tomado su mano, la había ceñido contra su cuerpo! ¿Quién sabe lo que ocurrió realmente esa noche, si Oscar jamás dijo una palabra sobre aquello, como si no hubiese existido?
Con furia golpeó con el puño la cama, arrancó el cobertor y lo lanzó contra la mesa de noche. Cayeron las rosas blancas del florero que adornaba la habitación, el que se quebró estrepitosamente.
Se levantó y paseó por la habitación. El dolor volvió a punzar el ojo con mayor fuerza. Con amplias zancadas deba vueltas como un león enjaulado sin importarle pisar las rosas y pulverizar los trozos de cristal del piso, mientras con la mano se presionaba el ojo, mascullando improperios como tratando de exorcizar el dolor y los malos pensamientos.
Algo había pasado en el despacho entre Fersen y Oscar esta noche… ella salió corriendo luego de un ensordecedor ruido de muebles y vidrios rotos. Fersen corrió tras ella. Desde la ventana, André observaba la escena: Oscar lloraba de espaldas a Fersen, mientras éste permanecía de pie con actitud de impotencia o incomodidad. Intercambiaron algunas palabras… Hubiese dado la vida por saber qué se dijeron… Luego de esto, Fersen se alejó con paso rápido y abandonó la propiedad. Luego de un rato, Oscar volvió… Con los ojos llenos de dolor se dio a la tarea de recoger del piso los restos de los vasos y la botella diseminados por la alfombra. André le ofreció ayuda, pero Oscar la rehusó.
¿Qué había pasado entre ellos? ¿Qué cosas se dijeron? ¿Hubo alguna declaración?
Continuaba André dando vueltas por la habitación, su encono crecía cada vez más, aumentado por las inclementes punzadas de su ojo. Lágrimas de dolor físico y espiritual corrían por sus mejillas, mientras una mueca de desesperación se dibujaba en su rostro…
¿Por qué Fersen?
Tomó su chaqueta y salió.
Llegó a París muy entrada la noche. El viento calaba los huesos…. Necesitaba ahogar el dolor, embotar sus sentidos, enajenarse, aunque fuese por un segundo, y olvidar el amor que sentía por Oscar.
Entró en una taberna popular…. Pese a que André no era un noble, nunca se sintió a gusto en las tabernas de los barrios bajos de París, le desagradaba el olor a vino rancio, a cuerpos sudorosos, a alientos insanos. Sin embargo, esta vez quería desaparecer, confundirse entre la plebe, ser uno más de los tantos desgraciados que ahogaban sus penas frente a una botella de vino barato en la sucia barra de un bar de mala muerte.
Pidió una botella y se instaló en un rincón del bar… el tabernero intentó trabar algún tipo de diálogo con él, pero André no tenía ganas de hablar… Rápidamente apuró el contenido de la botella… no se sentía mejor con eso, aún estaba lúcido… pidió otra botella y se la bebió con la misma rapidez… El vino no parecía hacer efecto… su corazón y mente seguían atormentados… Oscar y Fersen… ¿Qué ocurrió en aquel baile? ¿Qué había pasado esta tarde entre ellos? Ni siquiera le importaba el hecho de que quedaría ciego…
Le intranquilizaba el saber que Fersen había bailado con ella, sobre todo después de haberla visto, tan hermosa, tan radiante, con el rubio cabello tomado, acentuando su cuello alto, su nuca despejada, con el cuerpo ceñido por el corsé que hacía resaltar su cintura estrecha y, en el escote del vestido, asomaban sus pechos pequeños e inmaculados, blancos como el resto de su piel…
Golpeó el mesón con el puño… pidió una botella… ¿Por qué para Fersen? ¿Por qué?... Otra botella más en la barra… Poco a poco sus sentidos comenzaban a embotarse.
De otro extremo del bar un gran grupo de soldados celebraba entre risas, gritos y bromas de grueso calibre. Las carcajadas alcoholizadas de los hombres resonaban en la taberna. Uno de los soldados se le acercó y le invitó a participar. André le miró con los ojos extraviados: era un hombrón grande de hombros anchos y pecho fuerte… portaba el uniforme de un regimiento de París, de hombres simples, hijos de familias humildes de los barrios más populosos… los que se encargaban del trabajo sucio en una ciudad alzada por la mala situación económica y la pobreza extrema que afectaba a sus habitantes. André aceptó a regañadientes la invitación cordial de Alain. Rápidamente entró en ambiente, el grupo estaba tan animado que André olvidó sus preocupaciones: Cantó, bailó, rió como nunca… e incluso se trenzó a golpes, pues como dijo Alain, todo esto era parte de la diversión que una vez al mes tenían los soldados cada vez que recibían su salario.
Después de la riña, los soldados abandonaron la taberna, apoyándose unos contra otros, más ebrios que heridos y más amigos que antes que comenzaran a pelearse. Las últimas risas de André se apagaron cuando Alain abandonó el lugar y él nuevamente quedó solo con sus pensamientos.
Aunque el tabernero estaba a punto de cerrar, igual le sirvió una última botella, al fin y al cabo, André le pagó el doble por ésta. Una de las chicas que rondaba la taberna cada noche, se le acercó. Fue una de las pocas que no se fue con los soldados, desde que André llegó lo miró con interés, pues su halo era distinto al resto de los parroquianos que frecuentaban ese sitio. Ella era hermosa… una flor que creció en el arrabal. De cabellos oscuros recogidos desordenadamente con algunos bucles cayéndole indolentemente en la frente amplia; sus ojos negros tenían un dejo de soñolencia generado por el efecto licoroso que evidenciaba su aliento, sus labios pequeños estaban groseramente pintados de carmesí… Sin embargo, era hermosa.
-¿Me invitas un vaso de vino? – Preguntó mientras se dejaba caer en un taburete junto a André – Me llamo Martine, si quieres puedo acompañarte a tu casa… claro, por unas pocas monedas…
André la miró. De pronto se sintió lúcido. Él estaba solo y, sin duda era una bella joven… no tendría más de diecisiete años y su cuerpo ya había sido recorrido por numerosas manos… Probablemente esa hubiese sido la suerte de Rosalie si Oscar no la hubiese rescatado de las calles de París…
Ah… Oscar… nuevamente Oscar…
André dejó su vaso y la botella de vino íntegra, que no había tocado. Sacó una moneda de su bolsa y se la dio. La tomó de la barbilla y atrajo su rostro hacia él… ella cerró los ojos expectante…
- Es tarde, eres muy joven, Martine, deberías estar en tu casa… En otra oportunidad puede que acepte tu oferta…
Salió de la taberna… A pesar de lo mucho que bebió sentía su mente clara y despejada… Montó su caballo. En el horizonte la luz del amanecer comenzaba a perfilar pálidamente los techos de Paris, haciendo aparecer la miseria que se ocultaba en el velo de las tinieblas…
Ya era hora de volver… de retornar junto a la que amaba, junto a Oscar.
