Disclaimer: Attack on Titan pertenece a Hajime Isayama
Prólogo
"¿Por qué a mí?"
Lo ha preguntado durante varias horas, una y otra vez: una por cada salto del vehículo inservible, una por cada sollozo a su alrededor, una por sus propios jadeos vacilantes. Su mente, normalmente llena de bondad y comprensión, se hunde en un maremoto interminable de angustia representado con diligencia en tres palabras:
"¿Por qué a mí?"
Mantiene la cabeza gacha, pues en aquella espesa negrura su visión resulta inservible. Juega con sus dedos con la esperanza de que aquello la abstenga de pensar en algo más.
Todos a su alrededor rezan con voz ahogada y ella, más por inercia que por fe, lo hace también.
"¿Por qué a mí?"
Toca su rostro, tal vez buscando infundirse valor a través del manchón oscuro que cubre su ojo izquierdo, a juego con el labio roto que, apenas esta mañana, ha comenzado a sanar.
Pese a que siente como la herida late bajo el vacilante roce de sus dedos, el dolor no la hace estúpida: sabe que, comparado con los horrores que presenció en medio de su frenética huida, un par de golpes en el rostro son, de hecho, un castigo benévolo o el blasfemo equivalente de una caricia gentil.
Las heridas traen dolor, y el dolor trae las lágrimas. Quiere llorar pero le es imposible, todas sus lágrimas se agotaron hace días, frente a difusos horrores que aún le cuesta distinguir. Los recuerda a todos, recuerda a niños, mujeres y ancianos; todos huyendo del pandemónium, todos cayendo ante él.
Tantas personas, tantos muertos. Tantos inocentes que no merecían morir.
Marco, un chico que conocía y apreciaba, era uno de ellos…
"¿Por qué a él?" Se pregunta inconsciente.
Deja de jugar con sus dedos pues, cuando sus pensamientos llegan a este punto, cualquier distracción resultará inútil. Mientras sus secos sollozos hacen eco en las paredes del camión, una parte de ella, la más oscura quizá, pregunta en silencio si todo esto realmente vale la pena; asiente en la oscuridad sin pensarlo dos veces. Sí, todo ha valido la pena.
Piensa en su padre (o la persona a la que solía llamar "padre"), piensa en su amiga Sasha, de la que no tiene noticia alguna, piensa en sí misma y en lo que, a partir de ahora, debe hacer.
Comienza a temblar pero no a temer. El miedo ha estado a su lado desde que la puerta de su hogar fue derribada; lo que sea que sea el miedo, se ha fundido en su interior como un parásito detestable. No tiene miedo. Toda ella es miedo.
-¡Bajen, basuras!- Levanta la vista, sólo para encontrar otra decena de miradas que observan a su alrededor con odio y con miedo. No sintió el camión detenerse, no sintió sus ojos fuertemente cerrados hasta que se vio obligada a abrirlos otra vez -¿No me escucharon? ¡He dicho que bajen!
El soldado golpea el costado del vehículo con fuerza, pero los presos, ahora sollozando en voz alta, no mueven un músculo, convirtiendo a la chica en la única con la suficiente voluntad para mirar a su alrededor y preguntarse qué está pasando. Con dificultad, acostumbra sus ojos a la tenue luz de un día nublado, acomodando un mechón de cabello rubio tras su oreja y posando sus brillantes orbes azules en el joven soldado cuya silueta corta la claridad.
Éste, para su sorpresa, no infunde el miedo que había esperado: rubio y de semblante hosco, sus manos tiemblan contra su voluntad.
Lo conoce, lo recuerda. Nunca lo olvidará. No cuando fue él quien la apartó de aquellos hombres que la atacaban en las calles y que, de no haber llegado a tiempo, le habrían hecho mucho, mucho más.
"Está bien" Traga saliva y, con algo de alivio, se dispone a encarar al hombre que, irónicamente, ha salvado su vida. "No me hará daño..."
Sus piernas tiemblan. Con su pequeña estatura se las arregla para pasar entre los prisioneros; el soldado, que desvía la mirada al reconocerla, ofrece una de sus fuertes manos para ayudarla a bajar, de forma brusca, pero no sin cierta gentileza paradójica que logra desconcertarla.
Abre sus labios, pero ningún sonido sale de ellos; ni siquiera las anheladas gracias que tan entusiasmada había formulado en su cabeza y su corazón.
-Camina de una buena vez, niña- Le ordena el hombre rubio, señalando con la mirada el camino a seguir -No tenemos tiempo que perder.
Asiente incapaz de hablar. Es ella quien no tiene tiempo que perder.
Apenas abandona la temblorosa mano del hombre, sus pesadas botas hacen eco sobre el sucio sendero de grava suelta: rumbo a la gran formación de prisioneros que crece con cada respirar.
-¿Puedes verla?- Murmura alguien a su izquierda.
-¿Cómo podría no verla?- Responde una voz distinta en la misma dirección -Es casi una diosa.
-Lo es- Afirma la primera voz -Apuesto que será mía antes del anochecer.
-¿Bromeas?- Se sobresalta una tercera voz desconocida- El sargento te hará pedazos si te le acercas, sabes que siempre se guarda las mejores para él.
-Que ese bastardo se quede con su maldito burdel; ésta nos pertenece.
Aun sin saber porque, sus pálidas mejillas se tiñen de rojo; las miradas se clavan en su espalda, en su rostro y en sus pechos, las voces de los soldados se intensifican y, por mera intuición, sabe que hablan sobre ella.
-¿Que dices? ¿Turnos?
-Por mi está bien.
Todos esos murmullos le asustan e incomodan. Si bien, ella siempre ha sido muy hermosa (O eso es lo que todos a su alrededor suelen decirle), se pregunta si son sus rasgos completamente arios, o el hecho de que no sea judía, lo que atrae las miradas de los hombres que resguardan el campo de trabajo de Dachau.
Corre el año de 1938, en el que el régimen Nacionalsocialista, al mando de Adolf Hitler, toma fuerza y las revueltas civiles en defensa de la supremacía alemana comienzan a gestionarse una tras otra, cada una más violenta y descontrolada que la anterior. Es en una de ellas, que más tarde se conocerá como La Noche de los Cristales Rotos, donde ella, Christa Renz, legitima ciudadana del imperio alemán, es apresada por las autoritarias fuerzas de su propia patria.
¿De qué es culpable, más que de mantener su cordura cuando todo a su alrededor ha comenzado a decaer? ¿De proteger a unos niños indefensos? ¿De eso es culpable?
"Lo soy" Se dice a sí misma, ganando fuerza para continuar "No me arrepiento de nada."
Entonces, mientras camina sin descanso, el misterioso estruendo perfora sus oídos.
-¡Anda, viejo del demonio!
Christa gira la mirada en busca del sonido. Uno de los soldados, un delgado hombre de expresión burlona, había arrastrado a un anciano herido fuera del vehículo de carga, y éste, al no poder mantenerse en pie, cayó de costado al suelo, produciendo el ruidoso crujido que había llamado su atención.
-¡Camina, maldición!
Por un momento, su mente se nubla; piensa en correr, en auxiliarlo de inmediato, pero ese soldado, el soldado rubio que parece tener una especial simpatía hacia ella, sujeta su brazo con fuerza, lastimándola con su poderosa presión.
-Recuerda porque estás aquí...- Le susurra con cuidado. Ella asiente y seca las lágrimas que creía no poder derramar -Buena chica.
Él tiene razón. El impulso de defender lo indefendible la había arrastrado a esa prisión, su costumbre de pensar en los demás le había negado todos sus privilegios raciales; pero no lo malentiendan, no se arrepiente de nada, así es Christa Renz.
Una diosa dispuesta a sacrificarse por sus fieles. Así la llamó Sasha luego de que convenciera al señor Braus de que había sido ella, y no su glotona hija, la que devoró las piezas de pan destinadas a ser la cena de tres noches. Una diosa. Un ser divino que vigila a sus siervos desde las alturas celestiales de un paraíso cuya existencia siempre ha dudado; Christa, en aquel entonces, se ruborizó como el infierno, mientras la inocente Sasha comenzó a reír.
Ella no es una diosa. No salva vidas, no escucha plegarias, no es nada parecido a Dios; pero ahora, en una situación tan lamentable, esta diosa se preocupa más por sus fieles que por sí misma.
Mira hacia atrás disimuladamente. Conoce al anciano, le basta una mirada para reconocer en él a uno de sus vecinos, un profesor jubilado, alemán de nacimiento y judío por convicción. El soldado alemán le propina una serie de violentos puntapiés y cada uno de esos golpes duele en el fondo de su alma; antes de que todo empeore, tal como lo hizo momentos antes de su captura, debe actuar.
Estruja la tela de su otrora blanca camisa, buscando el valor que le hace falta para que sus cansados músculos dejen de temblar; en sus ojos se refleja aquella mirada audaz que solo surge de vez en cuando, cuando la seguridad de alguien más amerita su preocupación; observa las tropas a su alrededor, observa al soldado a su lado y ve una oportunidad.
¿Qué pasaría si, de pronto, le arrebata el arma al distraído hombre que la escolta?
¿Les daría a los prisioneros suficiente tiempo para escapar? Posiblemente, posiblemente no. Es una apuesta de todo o nada.
-Así son las cosas- Le comenta el fuerte hombre entre susurros -Si sabes cómo comportarte, todo estará bien.
"Así es" Afirma mentalmente "Todo estará bien"
Mira al hombre, a su cintura, donde el arma reglamentaria se balancea gentilmente al ritmo de su caminar. Mira a su rostro, encontrando en ellos la ausencia que todas sus acciones necesitan. Solo debe actuar. Solo debe tener el valor para hacerlo.
"Debo hacerlo" Camina a su lado, respirando con lentitud, intentando guardar la calma "Debo"
Desliza su mano en dirección al arma, mira a su alrededor, buscando en vano la mirada indiscreta de un testigo inoportuno: nada. El sudor recorre su frente, mientras su ahora estoica mano roza el metal.
Se acerca un poco más y cree que aquello está a punto de terminar…
"Solo un poco más" Se dice a sí misma, mientras las yemas de sus dedos acarician el metal "Casi lo tengo"
Entonces, cuando cree que la suerte ha estado de su lado, la cabeza del anciano estalla.
-¿Qué...?- Susurra Reiner, pero ella no puede escucharlo ya. El uniforme de los soldados que rodean al viejo se impregnan de sangre y pequeños trozos grises que arrancan de Christa un grito ahogado de horror; los prisioneros judíos gimotean desesperados mientras buscan, torpemente, protección contra las balas.
"No" Sus labios tiemblan, sus dientes castañean a tal punto que no se siente capaz de controlarlos. ¿Qué ha pasado? ¿Qué diantres ha pasado? "No puede ser"
Retrocede. La mirada decidida con la que moldeaba sus planes se quiebra en un cuadro de pánico y angustia, cae de rodillas y todo su cuerpo comienza a temblar, observando los restos sanguinolentos de lo que alguna vez fue un dulce anciano.
-¿Qué haces?- Pregunta el gran hombre rubio al acuclillarse a su lado -Levanta, debemos seguir.
No merecía esto. Nadie merece esto. Nadie merece morir...
No siente los pasos acercándose a ella con andar felino, no siente el brazo desconocido rodeando su cintura, alzándola para ponerla de pie y, por supuesto, no siente el cañón del arma hasta que esta roza su sien.
"¿Eh...?"
Siente algo húmedo recorriendo su oreja (una lengua, supone), un escalofrío sube por su cuerpo a través de su espina dorsal.
-Oh…- Escucha tras ella – Tus prisioneros son interesantes, Reiner - Una mano cubierta por un guante de cuero acaricia su vientre, el arma recorre el camino desde su sien a su mejilla – Tener las agallas para robarle el arma a un miembro de la SS no es algo convencional…
La voz es ronca y potente, mordaz y maliciosa como ninguna que haya escuchado jamás. Le es difícil relacionar ese sonido tan ambiguo con un género en especial, así que, por sus acciones, asume que se trata de un varón.
-¿De qué estás hablando?- Reiner, el soldado gentil, chasquea la lengua con molestia. Christa lo mira suplicante mientras el cañón del arma hace pequeños círculos en su mejilla. Por suerte para ella, el cañón abandona su puesto para señalarlo a él, a Reiner, más como un gesto distraído que como una amenaza real.
El lugar al que apunta es obvio: la funda de su arma.
-¿Ves alguna diferencia, idiota?– Si, incluso ella lo nota, en su intento de robar el objeto, lo había dejado ligera pero notoriamente fuera de su sitio original. Siente el frio sudor recorrer su rostro mientras la mano que se posaba en su vientre comienza a subir con extrema lentitud.
De pronto, esa mano se apodera de su seno derecho, lo aprieta y moldea con fuerza, con tanta que la inocencia de Renz la lleva a pensar que el objetivo de todo eso era arrancarlo brutalmente.
-La próxima vez, Reiner- Dice el soldado en tono mordaz, sin abandonar en ningún momento el jugueteo con sus pechos –Ponle más atención a sus manos que a su busto, o los altos mandos no estarán nada contentos contigo.
Antes de que el hombre tenga oportunidad de replicar, aquella persona de voz mordaz toma del brazo a la joven rubia para obligarla a seguir sus pasos.
Camina tras él (o lo que supone que es un él), camina a grandes zancadas que apenas y puede seguir. Lo observa con más detenimiento, es alto y esbelto, con una cabellera castaña ligeramente larga arreglada en una coleta. Sus pechos aun duelen y, el solo recuerdo de aquellos hombres que habían intentado agredirla el día de su captura, provoca que un terror desbordante haga añicos la poca compostura que intenta mantener.
Las lágrimas comienzan a caer por sus mejillas. No quiere sollozar, no quiere llamar su atención. Tiene miedo, más del que tenía hasta hace unos minutos mientras se encontraba inmersa en la oscuridad, suplicando a un Dios en que nunca ha creído.
Es ese miedo anormal lo que la obliga a emitir ese sonido que golpea sus propios oídos como una sentencia de muerte: un sollozo, un fuerte sollozo que todos a su alrededor pueden escuchar.
El desconocido se detiene, ella, llena de terror, también lo hace; cierra los ojos con fuerza, escucha los pequeños sonidos producidos por el roce de la tela que indican que el desconocido se gira para encararla. Esta cerca, siente su calor.
-Mírame- Una mano cubierta de un guante de cuero levanta su barbilla con cuidado. Es esa respiración acompasada, tan cerca de ella, la que la incita a obedecer –Bien hecho…
Esos orbes marrones la miran fijamente. Sin darse cuenta, sus lágrimas dejan de correr. Otra mano se dedica a limpiar los ríos que el llanto ha dejado en sus mejillas; siente un énfasis en aquella zona de su ojo izquierdo más oscura que el resto de su piel. Ve una pequeña sonrisa en aquel rostro frío cubierto de pecas y la comprensión que encuentra en ese gesto supera todas sus expectativas. Por un momento, mientras esos sentimientos encontrados se aglutinan en su interior, siente la necesidad de devolver la sonrisa.
Pero eso es demasiado bueno para ser verdad, ella lo sabe perfectamente.
-¡Ymir!- Escucha la voz de Reiner y, de inmediato, el semblante tranquilizador que observa se transforma en aquella fría máscara que se encargó de halar el gatillo del arma, y en la misma persona que había colocado esa arma sobre su sien -¿Qué le harás?
Sus ojos vuelven a encontrarse, pero los orbes marrones que se clavan en ella son distintos ahora. Es la mirada de un soldado. Cuando ve la esvástica en su brazo izquierdo, Christa Renz comprende que, sin haber dicho ni una sola palabra, su destino ha sido sellado, para bien o para mal.
Ymir sonríe.
-Lo que el Fuhrer desee…
