Gota a gota. Así se estaba apagando dejando una estela rojiza tras sus tambaleantes pasos. Ningún órgano vital, pero sí el líquido vital brotando de las heridas, robándose el calor y la luz. Estaba bien, estaba listo. Había pasado por tanto que una muerte tranquila era un consuelo muy dulce. Al menos había acariciado la idea de una vida mejor. Al menos había acariciado la esperanza de poder empezar de nuevo. Quizá ese era el último sacrificio, su propia vida. Arrugó los papeles entre sus manos al respirar con mayor hondura, queriendo irrigar más oxígeno ante la falta de presión. Podía saber que estaba muriendo. Podía sentirse fluyendo hacia ese lugar que tantas veces ansió, hacia esa promesa de paz. Sus pasos iban zigzagueando más erráticamente a medida que avanzaba. Un reflejo destelló en su vista, haciéndolo mirar hacia arriba al cielo. Un pajarillo estaba haciendo su nido y aquello que brillaba era una tira dorada de basura. En lo más alto de un árbol.
Arrugó los papeles contra su herida, como si esas palabras dulces y amorosas pudieran detener el sangrado. No. No estaba listo. No podía morir sólo visualizando la cima, necesitaba pisarla. Necesitaba aferrarse a ella para poder gritar con toda la rabia contenida de tantos años, de tantas heridas que esta vez no sólo había sobrevivido. Estaba viviendo e iba a aferrarse. Esta vez iba a aferrarse aunque significara primero una cosa tan odiada.
Ceder.
Avanzó con dificultad hacia la recepción de la biblioteca, sintiendo cómo sus músculos perdían su flexibilidad pero no iba a rendirse, no podía justo ahora. Tan cerca. Atrajo la atención de la recepcionista que miró su rostro pálido con una mueca de preocupación.
-Por favor, necesito ayuda- susurró con la voz ronca por el esfuerzo que requería siquiera hablar en ese estado- acabo de ser asaltado y me apuñalaron- bendita su mente agudísima a pesar de todo, más despierta que nunca. La mujer lo miró con horror notando la sangre. Por un momento se intuyó siendo arrojado a la calle, siempre rechazado, siempre negado a la compasión al verla llamar a seguridad y tomar el teléfono de recepción. Al menos lo había intentado. El hombre llegó en segundos, al igual que las miradas de los alarmados curiosos que comenzaban a pulular sin intervenir. Clavando sus ojos en él, susurrando. Otra vez la rabia, otra vez la violenta marejada de ardor al ver que ni el final de su vida podía dejar de ser un espectáculo para aquellos malditos ojos depravados.
-Descuida, cariño, la ambulancia ya viene en camino. George, por favor ayúdame a llevarlo- sintió el brazo del hombre en sus hombros ayudándole a caminar, con un gesto pacífico.
-Tranquilo, hijo, no tarda en llegar la ayuda¿ Puedes recordar el rostro de los asaltantes?- su voz se iba diluyendo con el lejano sonido de las sirenas mientras se permitía ceder a la inconsciencia.
Abrió con lentitud los ojos. Se tomó el tiempo de no preocuparse de nuevo por sus dormidas piernas. No podía acostumbrarse todavía. Respiró, mirando hacia la ventanilla, al claro de luz que iba rompiendo las nubes. Estar en las alturas era su elemento, sabía moverse ahí. Pero al tocar tierra firme se desmoronaba, parecía no encajar en la realidad del suelo. No sin Ash, al menos. Su querido lince indomable no era más que un niño perdido. Un rayo de luz atrapado en las bóvedas. Si tan sólo estuviera ahí para mirar el espectáculo de los husos horarios, de cómo el día y la noche se unen en un mismo cielo, comprendería lo que sus torpes palabras no habían sabido transmitirle. Qué importaba si venían de mundos distintos, si la realidad no los había tratado con la misma mano. Qué importaba si debían empezar día a día otra vez como el primero, de nuevo y de nuevo. Él estaba dispuesto a quedarse a su lado, a sanar cada pequeño agujero abierto en su alma, a sacudir todo lo que le hicieron creer que era hasta derrumbarlo. No importaba si gota a gota, él iba a renovar su propia sangre si era necesario. No iba a rendirse, no iba a abandonarlo. Una leve sonrisa se asomó en sus labios al mirar sus dedos. Sí existían los lazos del destino, pero debían ser forjados con sangre. Se acurrucó de nuevo contra la almohada, cerrando los ojos.
Aunque sea perfecto, un sueño no es más que un sueño. Y aunque sea así de doloroso, a veces despertar es lo único que queda. Con las lágrimas todavía cayendo por sus mejillas, comprobó que estaba ahí. Vivo. Demasiado débil para tomar en ese segundo el vuelo a Japón, pero vivo. Lo suficiente consciente para mirar a Sing dormido en la silla de visitas, babeando y murmurando cosas como un bebé. Rió apenas como un tosido, lo suficiente alto para que el chico despertara y avergonzado, se limpiara las comisuras de los labios. Avergonzado, con la cabeza agachada.
-Lo lamento tanto, Ash, no sabía que mi hermano me estaba siguiendo. Fue mi culpa que-
-Gracias a ti recibí esa carta, no hay nada más que un rasguño por lamentarse- sentenció con una media sonrisa, oculta por las mascarilla de oxígeno.
-Dicen que te vas a poner bien muy pronto, estás hecho de acero, maldito bastardo con suerte- ambos rieron y después un silencio donde el rubio no encontraba las palabras fue comprendido por Sing- llevas un par de días aquí. Eiji no debe tardar en llegar. No quería perder el boleto así que le llamé sólo para pedirle que cambiara la fecha pero ya sabes que es un maldito sabueso, enseguida supo que algo no estaba bien y nada lo convenció de no venir-
Los ojos verdes de Ash se iluminaron. Sinceramente como siempre que se trataba de Eiji, de su golpe de suerte, de su único y sincero " eres amado" de su lugar impenetrable.
Sí su corazón no hubiera estado tan exhausto, sin duda hubiera comenzado una frenética marcha triunfal en su pecho al escuchar los toques en la puerta porque sabía quién estaba del otro lado. Porque sabía qué estaba del otro lado.
