¡Hola! Quinientos años después volví con otra historia. Esta vez sobre lo que le sucedió a Seneca después de que finalizaran los 74° juegos del hambre (escena agregada de la película).

Ni Seneca Crane ni su genial barba me pertenecen. Son creación de Suzanne Collins.

¿Qué necesitarán de mí? pensó Seneca, al tiempo que se levantaba del asiento, medio obligado por los agentes de paz.

Comenzó a caminar.

Al llegar frente a una habitación las puertas se abrieron de par en par, empujadas por los agentes.

Delante de él se encontraba un aposento que nunca, en sus tres años de organizador de los juegos, había visto. Éste tenía paredes oscuras, decoradas con algunas lámparas y rosas blancas. El olor le provocó arcadas. La primera impresión que tuvo fue que estaba vacía, pues así se encontraba, excepto por una mesita dorada colocada en el centro de la habitación.

Seneca observó, confundido, a su alrededor. Las puertas se cerraron tras él, de golpe, dejándolo solo dentro de la habitación. Desconocía el por qué de estar ahí.

Giró sobre sí, frunciendo el ceño, y se dirigió hacia las aberturas que acababan de cerrarse. intentó abrirlas y falló en el intento. Tiró nuevamente de la manija sin éxito alguno.

Se dio vuelta, devolviendo la atención a la extraña mesa que se encontraba a unos pocos pasos de distancia. Avanzó lentamente hacia ésta y notó que sobre ella se encontraba un tazón transparente, decorado con un borde dorado. Extrañado, observó el contenido de ese objeto. Un escalofrío le recorrió la espalda.

Jaulas de noche. Las bayas que había utilizado la tributo del 12 para desafiar al Capitolio.

Ya había entendido el por qué de estar ahí. Querían terminar con él. Matarlo por no poder controlar a un par de niños.

Tomó una gran bocanada de aire. No podía rebelarse contra el Capitolio. Contra quien lo había alimentado. Cerró los ojos por un momento y tomó unas bayas.

Con un ligero movimiento se las metió en la boca. Y así, bajo la mirada atenta del presidente Snow, esperó su final.