La vida es sueño... Eso dijo un gran escritor en su obra teatral. Para él era una metáfora, pero no para ella.

La vida de Madotsuki eran miedo y sueños, mezclados en una marea que arrollaba a la muchacha, cada segundo de su vida.

Al principio, los sueños eran su mundo. La vía de escape de un lugar en el que no deseaba existir. Pero ella sabía que nada era duradero ni permanente desde que atravesaba las puertas que la hacían libre. Siempre volvía la vigilia, y con ella, el miedo.

En su mundo onírico, sin embargo, vivía sus aventuras (qué sin duda muchos catalogarían de siniestras). Encontró amigos en las oscuras criaturas que allí habitaban, e incluso conoció lo que el amor era, de parte de un extraño astronauta pianista. Sí, Madotsuki era feliz en la arropadora oscuridad de su alma.

Pero un día, ella se dio cuenta de que nada era real. Se dio cuenta de que las sonrisas de Poniko y las caricias de Masada desaparecían en cuanto abrían los ojos... Ese día, la ira envolvió a la joven onironauta. Decidió que si nada era real, de todas formas, era mejor acabar con todos ellos. Por eso, en cuánto sus ojos se cerraron, atravesó las puertas, una por una, armada con el cuchillo.

La primera en caer fue Monoko, cuyo ojo fue atravesado por la impía hoja del cuchillo.

El segundo fue Masada, qué la miró con ojos dulces y tristes, tendido en el suelo, con el corazón atravesado por su amada.

La última fue Poniko. Yacía degollada en el suelo de la casita de la nieve. Al irse, Madotsuki apagó la luz... Y allí empezó la pesadilla. El ente nacido del frágil cuerpo de la joven la envió a un mar blanco de cielo negro, en donde un extraño ser vomitaba sangre.

Madotsuki se levantó bañada en sudor, aterrorizada...

Y a los pocos segundos, comenzó a llorar amargamente, sabedora de lo que había hecho.

Desde ese día, temió volver a quedarse dormida, porque estaría tan sola cómo en la realidad... En su mundo sólo quedaban seres tan muertos cómo el cadáver de la carretera lluviosa. Pasaron los días, y se mantenía despierta, llorando y recordando... Un día, el sueño la venció, y volvió a ver las puertas. Temerosa, recorrió el camino que llevaba al cohete del pianista.

Y allí estaba él. Acariciando las teclas de su piano.

"PeNsé qUe No VoLvErÍaS..."

Ella no dijo nada. Sólo corrió a abrazarle, pidiéndo perdón con sus lágrimas.

Y aquella mañana, cuándo sus ojos se abrieron y se encontró en la mal iluminada estancia en la que habitaba, supo exactamente lo que tenía que hacer.

Se levantó y caminó a la terraza.

Subió los escalones del altillo de madera y se sentó, contemplando la tarde hasta que el sol comenzó a caer, tiñendo el cielo de carmesí.

Se puso en pie y dio un sólo y firme paso... Y así, Madotsuki...

...nunca más tuvo que despertar...