En Revolución

Parece que morir es encontrarse

desnudo, derramado en un estío

de distancias y gritos y dulzuras.

Parte I.

Me gustaría comenzar por aclarar –aclararme a mí mismo, aclararle a la audiencia de este lamentable espectáculo que es la agonía de un hombre solitario entre sudores, fiebres y espuma de saliva- que jamás he sido un hombre de sentimentalismos, de espejismos dulces y cristalinos de aquellos a los que la gente insiste en llamar tontamente románticos y que, como es de esperarse, la demostración de éstos siempre me ha parecido cuando menos patética; una absurda comedia mezcla de debilidad e insensatez que no hace más que rebajar al actor al nivel de una marioneta de trapo. Pero he de enfrentarme al hecho irrevocable de que estoy muriendo solo de poderosos venenos, de que estoy en efecto débil y delirante, y de que, junto a la viscosa sustancia mortal, se va abriendo paso entre mis venas una tímida ternura mezclada con el tinte azul-violeta de la melancolía, y entonces me permito sin culpa alguna morir pensando en ella, convertido en no más que un pobre títere exánime en medio de una madeja de brillantes hilos castaños.

Sé que estará por ahí, recorriendo polvorosos pasillos y escaleras con un nudo en la garganta y en la frente una infantil esperanza de que lo que sucederá no suceda. Sé también que ella sabe tan bien como yo que no hay remedio posible, y que en algún momento se morderá el labio inferior y se aferrará a las mangas de Potter o se tirará al cuello de Weasley y sollozará entonces por el gran hombre, por el héroe-asesino, y no por los dedos que no volverán a acariciar furtivamente una rodilla. Por supuesto que no habrá súbitos arrebatos pasionales, no habrá despedida ni último beso sobre los labios blanquecinos del moribundo, ni se tirará sobre mi tumba gritando que me amaba frente a toda la gente que estará en mi funeral y que quizá ni siquiera conocí. La muerte es terrible por hipócrita y canalla, y no por otra cosa, y ella no llorará por el amante hasta que hayan concluido las ceremonias y los llantos sociales, hasta que, lejos de todo esto, se encuentre sola en un cuarto muggle que jamás conocí y, abrazando un muñeco de felpa, o enterrando la cara y mordiendo una almohada, llore en silencio hasta quedarse dormida, soñando quizá con lo que yo pienso ahora, quizá también muriendo un poco todo lo suyo que tenía que ver con lo mío.

De mi muerte sólo me duele su dolor, y sin embargo sé que estará bien; sé como todos sabemos que terminará con Weasley, y sé también agradecerle a él la certeza que tengo de que sabrá hacerla, a su modo tan simple, feliz. Compartirán un reconocimiento mutuo y apacible, noches de pies fríos, una casa con jardín, cenas con el matrimonio Potter, visitas a La Madriguera, sexo sosegado y ocasional, pura zona de confort. Quizá tengan un hijo o dos, desparpajo total con cabellos castaños –espero- o rojos –en el peor de los casos-, caprichosamente Gryffindors de cuna, menos inteligentes que ella, infinitamente más que él. Serán unos Arthur y Molly mucho menos prolíficos, pero igualmente felices, y yo sólo un recuerdo lejano, un leve vuelco en el corazón cuando alguien pronuncie mi nombre recordando la batalla que marcó su juventud, un punto de comparaciones que espero que jamás haga, porque tan sólo si…

Pero por su felicidad espero que no. Porque el si… ha sido siempre imposible, lo sabía desde el principio, pero tan sólo si… un hijo, sólo uno, como fuimos nosotros (qué palabra tan lejana), cabellos negros y ojos castaños, inminentemente brillante –sus genes y los míos, una maravilla Gryffindor o Slytherin, ambos dispuestos a aceptar la posibilidad-, apasionantes pláticas de madrugada, la cama siempre revuelta, las duchas compartidas, el deseo al triplicado: el intelecto, el alma, el cuerpo. El cuerpo, el alma, el intelecto. El alma, el cuerpo, el intelecto, el cuerpo, el cuerpo, el intelecto; el deseo en sus más puras vertientes, Granger; somos deseo en movimiento. Pero el destino. Por eso el "si…" es un placer permitido sólo a los moribundos, porque no hay "si…" posible cuando el destino había decidido de antemano que terminarías con él y no conmigo, y mi muerte –lo sé- es intrascendente en ello, por eso me resulta tranquilizadora su imperiosidad; los "si…" son únicamente dolorosos para los vivos. Por eso te lo pido, Granger: no lo pienses jamás.

Granger.

Trato de pronunciarlo en mi delirio y me sabe un poco a graznido y mucho a tos y a saliva. Supongo que intento pronunciarlo porque todos los moribundos necesitan asirse a aquello que amaron en vida y porque Hermione es un nombre mucho más difícil de decir, pero al tiempo me cosquillea en la boca como una mariposa amarilla. Jamás lo diría, sin embargo, ni siquiera en mi agonía, porque Hermione es un secreto que sólo compartíamos ella y yo bajo ciertas circunstancias; jamás fuera de mis habitaciones, jamás cuando tenía puesto el uniforme escolar. Entonces era Granger, o señorita Granger, o niña-mujer Granger, pero Hermione era la rotundidad de su desnudez cuando era mía, mía desde la exhalación de sus primeras letras, desde los labios tocándose por un breve instante (M, Hermione, de mía) antes de que la punta de la lengua tocara levemente el cielo de la boca, antes de suspirar la última de tus letras, Hermione. Y sin embargo comenzaste siendo Granger, sólo Granger, como un gruñido en la penumbra de la sección prohibida de la biblioteca (lo cual debió haber sido una señal, un curioso presagio de lo que se avecinaría), sin recordar por qué, quizá sin haberlo sabido jamás, pero pudiendo regodearme eternamente en cada pequeño detalle del cómo.

Era temprano para que yo comenzara mis rondas nocturnas, y sin embargo era tarde para volver a las mazmorras; me dirigí a la biblioteca. Madame Pince me explicó -sin que yo se lo preguntara- que estaba ya por cerrar, pero que todavía quedaba ahí un alumno al cual tenía que esperar. Me ofrecí a cerrar por ella, y ella no puso ninguna objeción. Era tarde para que hubiera estudiantes en la biblioteca. Era tarde para que tú estuvieras ahí, una mano apoyada en la estantería y la otra intentando alcanzar un libro de la parte más alta, parada sobre las puntas de tus pies, provocando que tu falda se levantara varios centímetros por encima de la parte posterior de tu rodilla, dejando ver una fracción de los muslos morenos que después conocería tan bien. Si entonces me demoré más de la cuenta con la visión de tus piernas no fue por tener interés alguno en ti; en realidad, era una actividad común que algunos varones aprovecharan una blusa precariamente abotonada o una pierna cruzada al descuido para comprobar si debajo de la ropa ocultabas atributos comparables a los que mostraste en aquel baile enfundada en ese vestido rosado que te sentaba tan bien. Sé que notaste mi descarado escrutinio de tus piernas porque al girarte estabas sonrojada y tu saludo ("Profesor", me llamaste) salió ligeramente atropellado. Sé también que al segundo siguiente te sentiste ridícula de haber siquiera pensado que había hecho lo que yo en realidad había hecho, y es que la gente como yo aprende el curioso arte de la inexpresividad como un reflejo nato; así pues, ni siquiera me llegó la sonrisa a los labios a pesar de haber encontrado extraordinariamente divertida tu turbación, y Severus Snape, paradigma de la indiferencia, se limitó a acercarse sin pronunciar palabra para alcanzarte el libro sin que tú te movieras un centímetro, quedando atrapada entre mi cuerpo y los libros como un animalito asustado. Ese fue tu primer error. Murmuraste un quedo "gracias, profesor", haciendo énfasis en mi rango como si yo no lo supiera, pero seguiste ahí, completamente inmóvil, mirándome a la cara como intentando adivinar algo. Fue ahí cuando noté por primera vez la naturaleza felina de tus gestos, de tus ojos forzados a mirarme hacia arriba (no había notado lo pequeño que es tu cuerpo en comparación al mío). También por primera vez me intrigó lo que estarías pensando.

(Quien me conozca bien sabrá que jamás me ha importado demasiado aquella barrera moral que la gente llama escrúpulos. Sabrá también de la implacable curiosidad de mi esencia. Y, sobre todas las cosas, sabrá que soy un experto en legeremancia. Quizá sabrá también que ocultar los pensamientos, por otra parte, es un talento difícil de adquirir; requiere una alta capacidad de concentración, un conocimiento profundo del funcionamiento de la mente humana y, por supuesto, la habilidad para reconocer cuando una mente está siendo leída por un intruso, sobretodo cuando éste es tan silencioso como yo. No es sorprendente, entonces, que la mente de una jovencita desconcertada sin experiencia en oclumancia se abriera ante mí como un libro revelándome un torbellino de ideas que a la larga terminó por turbarme a mí también).

Pensabas, y pensabas mucho y pensabas muchas cosas. Me maravilló por un momento el contraste entre un cuerpo tan pequeño y una mente tan grande que podría extraviarme en ella (el tiempo me enseñaría después que era también posible hacerlo en su cuerpo). Sin embargo me intrigaba sobretodo lo que estarías pensando en esos momentos. Te preguntabas si Potter y Weasley estarían preocupados, qué tan tarde sería, cuántos puntos te quitaría por estar en la biblioteca a esa hora, por qué te miraba de esa forma (a decir verdad, nunca supe de qué forma), si estaba pensando en besarte. Tonterías solamente, aunque me inquietó violentamente el que te plantearas la posibilidad de que fuera a besarte, porque Merlín sabe que jamás fue esa mi intención, y que lo único que quería era sólo incordiar un poco. Pero la duda estaba ahí instalada en tu mente: ¿te iba a besar? Fue tu culpa que la cuestión se instalara también en la mía, haciendo que me preguntara por qué te besaría, y la respuesta llegó a mí al tiempo que mi vista se enfocó en tu boca encontrando una razón suficiente, pequeña, roja y jugosa como una fruta fresca. Te besaría por tu boca. Debiste haberlo notado, porque en un instante surgió de tu mente un pensamiento nuevo, una certeza aplastante: Va a besarme, y parecía que no te importaba, y te mojaste los labios con la lengua en un gesto de infantil inconsciencia, y tu boca parecía una cereza ensalivada, y la mía comenzaba a quedarse seca cuando surgió de ti una última duda que me cortó la respiración… ¿Cómo se sentiría…?

¿Cómo se sentiría, Hermione? Eras mi alumna y yo era tu profesor, y cuando una alumna y un profesor comparten una duda, sólo resta aclararla. Me lancé a una investigación de campo sobre tus labios, y se sentían blandos y calientes bajo los míos, y exhalaste contra mi boca un vaho cálido con sabor a jugo de manzana entreabriendo un poco los labios, lo suficiente como para que la punta de mi lengua recorriera su línea interior y se topara sorprendida con la tuya, que la provocaba tímidamente descansando sobre tus dientes, dudosa hasta que yo ahogué un suspiro de sed y de gusto y fuiste tú quien profundizó el beso en un gemido ronco que abrió el paso a la batalla entre nuestras lenguas, y fuiste tú quien se paró de nuevo sobre las puntas de sus pies y descansó las manos sobre mis hombros dejando caer el libro al suelo mientras yo te sostenía por una cintura mucho más estrecha de lo que pude haber imaginado. ¿Cómo se sintió, Hermione, cuando tu espalda chocó contra la estantería, cuando tus dedos se enredaban en mi cabello y yo te mordía la base del cuello?

"Vaya a su torre, Granger", te dije intentando encontrar mi voz, separándome de ti antes de que las cosas pudieran salirse aún más de control, porque habías gemido y yo me había vuelto loco. Tú me miraste jadeante, con las mejillas arreboladas y los labios hinchados por los besos, y algo en mi se infló como un globo al notar cierto brillo de desilusión en tus ojos antes de asimilar por completo lo que acababa de pasar. "Sí, profesor", dijiste con más templanza de la que yo me sentía capaz, llamándome así de nuevo casi con cinismo, como si dos minutos atrás las manos de tu profesor no hubieran estado a punto de meterse bajo tu blusa, mientras arreglabas tu falda que había quedado completamente girada en torno a tu cintura. Y tras recoger el libro que yacía abierto y ofendido en el suelo, te fuiste caminando por el pasillo con el paso antinaturalmente lento. Supe después que no ibas más rápido para dejarme en claro que no huías, que no estabas asustada. Las rodillas te temblaban casi imperceptiblemente, y sólo te giraste un momento para mirarme de forma indescifrable antes de doblar a la izquierda. Opté, por mi salud mental, no averiguar lo que pensabas ahora, porque a mí sí me asustaba. Jamás volví a meterme en tu mente de nuevo.

Si pudiera plasmar estas memorias en papel (cosa que no haría aunque no estuviera en este momento demasiado ocupado muriendo; me las llevo conmigo, saboreándolas entre la lengua y el paladar), y si estas memorias llegaran a manos de algún mutuo conocido no le sorprendería, como a mí, enterarse de que ella fue siempre más valiente que yo, al menos en lo que respectaba a lo que en ese entonces era tan sólo un encuentro febril e inexplicable en un pasillo prohibido, doblemente prohibido de la biblioteca. Los días, las semanas subsecuentes a ese encuentro ambos nos observábamos intrigados, intentando acaso encontrar alguna explicación a lo que había pasado. Ella lo hacía con total descaro, como si fuera dueña y señora de la situación, sin importarle que me diera cuenta y que se cruzaran por un instante nuestras miradas (yo, prudentemente, era quien la retiraba), preguntándome por qué con los ojos muy abiertos mientras desayunaba en el Gran Comedor, mientras dictaba clase en las mazmorras, por qué. Tal era su naturaleza. Yo, por mi parte, me limitaba a observarla en total discreción sin esperar razones a cambio, porque sería sencillo encontrarlas si tan sólo me atreviera a volver a leer su mente, pero mi decisión era firme, y limitándome a mirarla a la distancia reparé al tercer día en el lunar detrás de su lóbulo izquierdo (era lunes, hacía calor y llevaba el cabello alzado en un desordenado moño), memoricé a la semana la curvatura del huesillo que coronaba su muñeca, y encontré entre las pecas de su mejilla izquierda y la Osa Mayor semejanzas impresionantes. Descubrí también, a la tercera semana y mientras me maravillaba el hallazgo de un nuevo lunar (esta vez en la comisura derecha de su boca; mi lengua había estado ahí y la certeza me dio un vuelco en el estómago), que mis exploraciones secretas jamás lo fueron para ella, que siempre estuvo consciente y que me dejaba deliberadamente examinarla a la distancia sin ponerme ningún obstáculo, como si de un juego se tratara, porque mientras yo descubría su lunar ella leía un texto sobre pociones avanzadas, y sonrió de pronto como quien comete la mejor de las travesuras, falsamente concentrada en el libro, y sin emitir sonido alguno sus labios sonrientes articularon dos palabras: "¿por qué?" Tragué saliva y evité a toda costa volver a mirarla hasta aquel día.

(Me gustaría reiterar mi aclaración inicial; no soy un hombre de sentimentalismos ni de idealizaciones. Sí uno que sabe apreciar la belleza, y la suya radica en sus detalles, en la forma que toma su boca cuando algo la frustra, en la pequeña cicatriz perlada en la parte posterior de su rodilla izquierda, en el discreto equilibrio entre su boca y su nariz pequeñas y sus ojos inmensamente castaños. Por lo tanto no diré que en ese entonces había surgido en mí o en ella algo remotamente parecido al afecto; en ese momento, de hecho, no había entre nosotros sino una curiosidad inquieta y el secreto de aquel error en la biblioteca. Supongo que su curiosidad nació ahí, porque ella no sabe que la besé incitado por sus propios pensamientos –que es donde nace mi propia curiosidad-, y supongo también que su curiosidad –y su sensación de dominio- se avivó al saberse contemplada por mí, pero para ella era apenas una especie de juego, una confianza impropia nacida de aquel pasillo oscuro, porque sólo nosotros sabíamos lo que había pasado y eso nos hacía cómplices de lo mismo. Merlín sabe qué pensaría ella en aquellos momentos, porque yo no quise saberlo. La curiosidad es un fuego peligroso. Por eso aquel día…).

O noche, porque nuestros tiempos se midieron siempre en noches, y aquella noche entraste en mi despacho sin siquiera llamar antes, como si tuvieras algún privilegio por dejarte besar o como si de pronto no existieran jerarquías y yo no fuera tu profesor y tú no fueras mi alumna. Quizá en otros tiempos hubiera hecho algo más que levantar una ceja y mirarte esperando que me explicaras qué mierda hacías ahí, pero me encontraba con el orgullo herido al haber sido sin saberlo partícipe de tu juego de miradas, invadido en mi privacidad, y sobre todo abrumado por el hecho de que estábamos solos y no había una sola forma digna de evitar mirarte a los ojos mientras caminabas hacia mí. "Profesor", me saludaste al detenerte frente a mi escritorio. "Granger", y seguí calificando ensayos como si no estuvieras ahí. "Quiero una explicación, profesor", dijiste, con un poco menos de aplomo del que tenías al entrar a mi despacho tras un minuto de silencio incómodo. Indiferencia pura de dientes para afuera. "Conoce bien el horario de asesorías, señorita Granger, así que haga el favor de retirarse a su torre". "Es sobre lo que pasó la otra noche, profesor… en la biblioteca, ¿recuerda?".

Y cómo olvidarlo, si aún ahora la boca me sabe a jugo de manzana y se me eriza el vello de la nuca al remembrar el eco agitado de tu respiración, la violenta emoción de descubrir por vez primera el secreto del olor, del tacto, del sabor de una boca o de una piel. "No pensé que necesitara explicárselo, Granger, pero puede pedirle a su amiga Weasley que lo haga por mí; yo tengo mejores cosas que hacer" (aquella semana encontré a la chica Weasley besuqueándose de forma mucho menos decorosa con un Ravenclaw pecoso detrás de una armadura; seguramente habría corrido a contárselo, porque frunció el ceño ante la alusión antes de seguir insistiendo). "Sé perfectamente qué pasó, profesor. Sólo quisiera saber por qué pasó". Y fue por tu boca, o porque tú querías saber cómo sería, o por cualquier cosa de la que tú fueras culpable, pero yo no te lo diría y preferí levantarme y caminar hacia ti, y no tuve que leer tu mente para darme cuenta de que pensaste que te besaría de nuevo, y esta vez tampoco te moviste un solo centímetro ni te inmutaste cuando mi mano se poso en tu hombro con más firmeza de la necesaria. "Le sugiero que olvide lo que pasó y que me deje terminar mi trabajo, Granger", te dije mientras te guiaba hacia la salida; no estaba para esas estupideces y era verdad que tenía cosas que hacer, pero eres persistente –a veces demasiado persistente-, y a dos pasos de llegar a la puerta te giraste hacia mí, repentinamente intentando bloquearme el paso, y chocamos de frente tu cuerpo y mi pecho, y hubieras caído hacia atrás si yo no te hubiera sujetado por los hombros y tú no te hubieras aferrado a mi cintura. "No", dijiste, y ninguno intentó moverse aunque el calor de tu respiración filtrándose por la tela de mi túnica comenzaba a inquietarme y a ti te temblaban las manos. "Granger –te dije, y algunos cabellos castaños se removían perezosamente en tu cabeza al ritmo de mis palabras-, estoy dispuesto a pedirle una disculpa si es lo que quiere, estoy dispuesto incluso a extraerle el recuerdo si eso necesita para dejarme en paz". "No" volviste a decir casi en un susurro, esta vez alzando el rostro y la mirada hacia mí, "No quiero olvidarlo", y ahora mirabas mis labios y supe lo que era estar en tu lugar, porque en ese momento a mí me hubiera encantado saber cuál era tu razón para querer besarme, porque sabía que intentarías hacerlo tan bien como sabía que hubiera bastado ejercer suficiente presión sobre tus hombros para plantarte en el suelo e impedir que te estiraras de puntitas hasta rozar mis labios, pero yo no lo hice y tú sí, apenas un roce, un tímido intento de ver si te correspondería o te rechazaría, y no fue ni una cosa ni la otra, porque te dejé rozarte a tu antojo contra mi boca, los ojos entrecerrados y las mejillas encendidas, yo inmóvil observando cada uno de tus movimientos. Suspiraste quedamente antes de darte por vencida y separarte de mis labios, pero no alcanzaste siquiera a plantar los pies en el suelo cuando una fuerza furiosa y violenta me hizo asirte por los hombros y regresarte a mi boca que te esperaba hambrienta, y tú respondiste con la misma sed colgándote de mi cuello, y entonces me abracé a tu cintura y te estreché contra mi cuerpo por primera vez.

Aquella noche fue el verdadero inicio de todo. Fue un solo beso furioso, voraz, imperioso. Aún se aferraba a mi cuello y yo acariciaba su cintura cuando le dije que no volviera a pedirme explicaciones y le ordené volver a su torre. Ella asintió dócil ante ambas peticiones, y susurró un "Buenas noches, profesor" húmedo y lento antes de desaparecer por la puerta. Comenzó entonces el ritual, el acuerdo tácito: ella venía, al principio por cualquier excusa, y fingía que tenía problemas con una poción o que tenía dudas con el proceso de una raíz; yo fingía un quieto interés por la preparación de la felix felicis o por la manera correcta de pulverizar asfódelo en el mortero hasta que llegaba el momento necesario de sus labios sobre los míos y mi lengua en su boca; luego le ordenaba irse a su torre, y engrandecía como un guerrero victorioso ante la ilusión de saberme al mando. Las excusas se le terminaron una noche y se presentó de todas formas, y ya no había preludio necesario porque ambos sabíamos lo que tenía que pasar. Así pasaron varias semanas; ella venía cuando quería y se marchaba cuando yo lo ordenaba. Me di cuenta de que en aquel juego perdía yo cuando cada día me encontré deseando más que viniera y cada noche menos que se fuera. Entonces el agigantado guerrero se convirtió en un muñequito de miga deshaciéndose entre sus dedos.

Con el tiempo me di cuenta de que mi ansia por ella radicaba en una adolescencia que pasó en mí con más pena que gloria, y que de ahí mismo nacía la increíble precisión con la que se entendían nuestras bocas. Porque nuestros encuentros no eran distintos a los de cualquier joven pareja atendiendo a una nueva necesidad que se les desborda por los poros; ella descubría su adolescente sensualidad a la par que yo reclamaba, tardía, la mía. Porque en mi juventud, no me avergüenza reconocerlo, no hubo besos furtivos ni encuentros a escondidas, y entonces quien la besaba con los ojos cerrados y la respiración agitada era un visceral e inquieto Severus Snape de 17 años de edad que desaparecía cuando abría los ojos y me encontraba a mí mismo con mis más de 33 acariciando a una Hermione que apenas había dejado los 15. Sólo entonces renunciaba a la idea de seguir avanzando, consciente pese a todo de que todavía era una niña, y me propuse en silencio limitarme a besar y a acariciar sólo las porciones de piel que asomaban de su uniforme escolar. Supe que había descubierto mi manda la noche que se presentó con tres botones de su escote sin abrochar y un pálido encaje azul asomando tímidamente desde el nacimiento de dos perladas turgencias que parecían querer desafiar al mundo. Yo hundí los labios en sus celestes ondulaciones como haría en el agua un condenado a morir de sed.

Conforme pasaban las semanas fue convirtiéndose, sin advertirlo, en mi vaso, en el recipiente de mis temores y mis frustraciones, de mis tristezas y de mis contadas alegrías. No intercambiábamos una sola palabra, y ella cumplió infalible la promesa de no pedirme explicación alguna cuando la recibía con boca y dientes furiosos y la presionaba contra las paredes si algo había salido mal con la Orden, si mi labor como espía estuvo a punto de ser descubierta. Jamás me cuestionó cuando la recibía con ansia y la besaba infinitamente sobre el escritorio si habíamos logrado algún avance importante, si sentía que estaba consiguiendo dar algo bueno de mí. No preguntó nada cuando me limitaba a sentarla en mi regazo y acariciarle lánguidamente la espalda y el cabello mientras ella me abrazaba y besaba fugazmente mi pecho si un mal día me preguntaba qué hubiera sido de mi vida de haber seguido otro camino, qué sentido tendría ahora sin mi labor en la Orden del Fénix. Y sin embargo me sentía llanamente comprendido, reconfortado, partícipe de un entendimiento mudo y sutil hilvanado en un lenguaje mucho más poderoso que las palabras. Comencé a dormir tranquilo, libre de pesados bagajes emocionales que se traducían en pesadillas e insomnios. Y aún así no me daba cuenta de que comenzaba a necesitarla. Ni siquiera cuando la vi partir hacia el Expreso de Hogwarts aquel Diciembre y ella se giró a mirarme durante un apremiante instante como si hubiera querido decirme algo, no sé a ciencia cierta qué, antes de que Potter y Weasley la apuraran a abordar.

Sin embargo, aquellos días pasaban como semanas, y me sorprendí varias veces esperando que entrara a mi despacho mientras adelantaba las clases de Enero, mientras clasificaba ingredientes en el armario del fondo, mientras leía una y otra vez su ensayo sobre la esencia de díctamo imaginando su voz en cada palabra. Así que preferí dormir por no esperarla, y dormir comenzó a resultar imposible porque las pesadillas habían vuelto y una angustia desconocida me borboteaba en la boca del estómago, angustia que la invocaba a entrar en mis sueños, y entonces despertaba jadeante y entre sudores porque en mis sueños ella se giraba y me decía "Voy a extrañarlo, profesor", y luego el fatal impacto de un Avada salido de la varita de Bellatrix Lestrange contra su pecho. Por eso aquella noche decidí esperar despierto a que llegara el domingo, y con él los estudiantes que habían pasado las fiestas fuera del colegio. Por eso se me revolvió el estómago al no ver su cabeza castaña entre los estudiantes de Gryffindor que entraban por el portal. Por eso algo en mi pecho se oprimió dolorosamente cuando en la cena le pregunté a Minerva por qué Dumbledore no nos acompañaba y ella respondió: "Al parecer Hermione Granger tuvo un problema que requería su presencia".

Había pasado de la media noche y yo había ya mermado seriamente los contadores de cada casa, castigado a cuatro alumnos y dado mil y una vueltas por mi despacho como una serpiente enjaulada cuando la puerta se abrió y entraste tú, vestida con unos jeans muggles viejos y una sudadera tan rosada como tus mejillas, copos de nieve adheridos a tu cabello y una sonrisa tímida en el rostro. No pude pensar siquiera en contenerme, y por primera vez fui yo quien acortó las distancias, y te estreché contra mí sintiendo cómo lentamente me regresaba el alma al cuerpo; tú te abrazaste a mi cintura y hundiste el rostro en mi pecho. "Fui a Portugal con mis padres –susurraste-… nuestro vuelo de regreso se retrasó y no pude tomar el tren; tuve que enviarle una lechuza al director para que me ayudara a llegar…". Yo asentí en silencio tragando saliva; "Pensé que habría pasado algo malo". Tú negaste con la cabeza contra mi túnica. "Estoy bien", dijiste suspirando antes de alzar el rostro y depositar un breve beso, apenas una ligera caricia sobre mis labios. "Estoy perfectamente bien".

Y permanecimos así de pie, abrazados en medio de mi despacho hasta que no pudiste disimular un bostezo y muy a mi pesar te separé de mí. "Será mejor que vayas a tu torre". Tú asentiste levemente sorprendida por la cercanía del tratamiento antes de dirigirte hacia la salida. "Hermione" y te detuviste sin girarte hacia mí, con una mano en el pomo de la puerta semiabierta. "Descansa". Y antes de que la puerta se cerrara tras de ti, pude ver que sonreías.

Evité tener contacto alguno con ella los días posteriores a su regreso, dolorosamente consciente del significado que había cobrado su presencia en mi vida, porque no podía, no debía ser. Porque cuando ella se fue del despacho aquella noche y pude fríamente racionalizar su ausencia y aquellas horas de incertidumbre, una certeza terrible cayó sobre mi espalda como una lluvia de granizo: ella me importaba, me importaba de una forma que me hacía rememorar a Lily, que me hacía aterrarme y me daba ganas de llorar de pura rabia, porque cada día, cada minuto de mi vida después de Lily lo pasé tratando de evitar que un sentimiento similar volviera a tener cabida en mí, porque cada paso que había dado desde entonces había sido sólo para alejarme de cualquier posibilidad de que algo así pasara de nuevo, porque crecí condenándome por ello y renunciando voluntariamente a compartir mi vida, mis momentos con alguien. Porque cuando Lily yo no pude importarle como ella me importaba a mí. Porque cuando Hermione habían pasado ya demasiados años, demasiados errores, demasiadas cicatrices como para acariciar siquiera la posibilidad de importarle del modo fatídico en que ella comenzaba a importarme. Entonces opté por odiarla, odiarla un poco cuando reía con Potter durante las cenas en el Gran Comedor, odiarla más cuando buscaba mi mirada durante las horas de clase en las mazmorras, odiarla hasta el hartazgo cuando cada noche se presentaba en mi despacho y esperaba una hora exacta antes de suspirar y regresar a su torre, porque todo el tiempo yo permanecía tras la puerta que comunica el despacho con mis habitaciones, sentado en un sofá como un niño asustado, y sin embargo, a punto de salir: a veces a besarla, a castigarla contra la pared de piedra, a veces a gritarle que se largara, que me dejara en paz de una puta vez, siempre a punto de cruzar pero jamás con el valor de hacerlo, porque el valor es característico de un Gryffindor y no de un Slytherin, porque no sería yo quien diera ese paso, porque…

Por qué esa noche decidiste abrir la puerta sigue siendo un misterio para mí. Entraste sin llamar siquiera, sin pronunciar una sola palabra antes de plantarte frente a mí, hundido en el sillón como cada noche desde hacía tantos días, presionándome las sienes con los dedos para evitar que mi cabeza fuera a explotar, demasiado cansado como para siquiera mirarte a los ojos. Las manos te temblaban y las escondiste detrás de tu espalda como para que no me diera cuenta, y algo había en tu semblante que se asemejaba un poco al de aquel que está a punto de ser juzgado por un crimen que jamás cometió. Y comenzaste tu defensa sin necesidad de mi interrogatorio, la voz queda, temblorosa y enronquecida, y sin embargo un brillo de implacable decisión en cada una de tus palabras, Granger: "Yo quiero que sepa que no le voy a pedir nada, salvo que me escuche. Prometí no pedirle explicaciones, y no lo haré –y te pausaste por un momento como esperando que yo dijera algo, que replicara, pero yo permanecía con el rostro hundido en la palma de la mano como si no estuvieras ahí revolviendo mi vida entera a tu antojo; y continuaste, con la voz más débil, con la voluntad vacilante-… pero quiero que sepa que yo continuaré viniendo a su despacho… Y que voy a estar ahí por si usted quiere volver a verme… algún día", y tus últimas palabras sirvieron para tensarme como un hilo a merced de la incredulidad y la desesperación, porque para ti todo parecía tan sencillo como jugar a mirarnos a la distancia y encontrarnos a la sombra, porque no entendías las consecuencias que todo esto estaba teniendo en mí, porque te supe siempre más madura, más centrada, y porque eso abría una grieta en la armadura de mis dudas, porque quizá… y por primera vez en la noche te miré directamente a los ojos, porque quizá…

"¿Por qué, Granger?". Tú enrojeciste visiblemente mirando al suelo como si fuera la cosa más interesante que hubieras visto jamás, rehuyendo del escrutinio de mi mirada mientras balbuceabas de una forma apenas audible "Porque creo que lo quiero, profesor". "Cree", me limité a apuntar, incapaz de decir nada más porque de repente me faltaba el aire y me encontré mareado y perdido, aplastado bajo el peso de tus palabras, pero la observación pareció ofenderte profundamente, porque frunciste el ceño y me miraste a los ojos con la frente en alto, casi retándome con tu sentencia final: "Lo quiero".

Si pasaron segundos o vidas antes de que dejara tu mirada para sumir mis ojos en las brasas que ardían envueltas en llamas en la chimenea, lo ignoro. El tiempo parecía haberse detenido al mismo tiempo que mi corazón, que reanudó desbocado la marcha apenas cuando a lo lejos, como si de un sueño se tratara, oí tus pasos alejándose para luego abrir la puerta que conducía a mi despacho. "Granger –te dije temiendo profundamente algo a lo que no quise darle nombre, y te sentí detenerte y mirarme expectante-. Quédese". Y deshiciste tus pasos despacio, acercándote hacia mí, sentándote a mi lado sin que necesitara hacerte una invitación, sin permiso, insolentemente, insufriblemente rompiendo una más de mis tantas barreras, y te quedaste como hipnotizada observando el sinuoso movimiento de las lenguas de fuego mientras yo las veía bailar en tus ojos, y tus pecas parecían brillar con más fuerza que las pavesas y yo no pude evitar delinear con los dedos el resplandeciente montículo de una rodilla que escapaba de tu falda escolar, provocando en ti un ligero sobresalto que me hizo retirar la mano sólo un segundo antes de que tú la volvieras a colocar sobre tu pierna, entrelazando los dedos con los míos, acariciando con un minúsculo pulgar moreno el dorso de mi propia mano.

"Esto está mal, Granger", te dije en voz baja, y sin embargo dibujaba el borde de tu dedo meñique con la yema de mi pulgar, regodeándome en la forma en que la fina pelusilla dorada de tu antebrazo se erizaba ante mi leve caricia. Tú retiraste la vista del fuego y me miraste a los ojos limpiamente, sin un ápice de remordimientos o de culpas, parpadeando como si despertaras de un sueño. "Lo está, ¿cierto?" dijiste paseando libremente tu mirada por mi rostro, contemplándome sin reservas y haciéndome sentir completamente desnudo antes de detenerte en mis labios, antes de acercarte lenta, casi solemnemente a mi rostro. "Lo está", alcancé a responderte en un débil jadeo antes de que las bocas se unieran entreabiertas y húmedas, antes de que las lenguas reconocieran su tacto aterciopelado y que los dientes atraparan labios enrojecidos e inflamados de reclamar tantas noches, tantos besos pendientes.


En teoría esto sería un one-shot corto, pero mientras se escribía fue alargándose y aún quedan muchas cosas pendientes de escribir, así que estará dividido en tres partes. La historia está finalizada en mi mente, la segunda parte está en proceso de ser escrita, y yo no prometo actualizar pronto porque luego quedo muy, muy mal.

- S.