Ante mí, ella. Desnuda, fría, angelicalmente hermosa. Muerta. ¿Muerta? Sí, muerta. Sus ojos, abiertos de par en par, como lienzos blancos, ya no me devolvían la mirada. Acaricié suavemente sus dorados cabellos y susurré palabras de amor a su oído, una vez más. Dando media vuelta, me dirigí a la cocina, con paso lento, para no resbalar sobre la sangre recién derramada sobre el suelo. El cuchillo, mi cuchillo favorito, mi amigo y mi condena, descansaba sobre la mesa, tan quieto y frío como el cadáver que aguardaba en la otra sala. Sonriendo, cerré mi mano en torno a él y esperé. Esperé para degustarme con el trabajo de mi propio corazón, para rebañarme en la sensación de mi alma corriendo por las venas de mi cuerpo. Esperé al monstruo, presa del éxtasis. Finalmente, decidiendo que todo debía acabar en aquel lugar, volví al salón y me acerqué de nuevo a ella, que seguía esperando.

Sosteniendo el cuchillo con la mano izquierda, acaricié con la otra su cuello, sus hombros, la protuberancia de sus clavículas y me detuve en el pecho. No, no deseaba tocar aquello. La sola idea de tocar uno de sus pechos muertos de marfil, me repugnaba. Volví a inclinarme sobre ella y le dije al oído que yo no era esa clase de hombre, que yo no era un pervertido. Le dije que la quería, que la amaba, pero como a un ángel, intocable, puro, asexual.

En aquella posición, hundí la hoja en la carne, en el blando vientre y tiré hacia abajo. Pero cuando intenté sacar de allí el cuchillo, noté su mano fría sobre mi brazo. Me aparté de un salto, impresionado por aquella sensación. Era la mano de ella la que sostenía ahora el mango del cuchillo, la superficie sobre la que caía la sangre, sobre la que se desparramaban de manera imposible las entrañas. Estaba muerta, ella estaba muerta. Le había sostenido la cabeza mientras se ahogaba en la bañera, había notado sus músculos relajarse en la lucha por la vida, la había desnudado, sentado en la silla, había visto como su piel cambiaba de color. Había cortado sus piernas antes de aquello, no era posible que siguiera con vida después de la pérdida de sangre, después del ahogamiento…

La vigilé desde el suelo, la observé desde la última línea que cruzaba mi cordura, pero ella no se movió. Su mano siguió sobre el cuchillo, sus entrañas cayendo como una cascada desde la herida. Oí un ruido a mi espalda y me giré instintivamente. Las piernas, las que había cortado hace un momento no estaban donde yo las había dejado. Aquello no era posible. Las piernas no podían moverse solas. Me levanté del suelo, presa del pánico e intenté correr de vuelta a la cocina. ¿Qué podía hacer en aquella situación, que debía hacer cuando no sabía que estaba pasando?

Entonces, alguien habló dentro de mi cabeza.

"Escucha la voz del ángel"

Nuevamente, me giré hacia ella, hacia su cadáver. Vi como su mano soltaba el cuchillo y caía como un peso muerto al lado del cuerpo. Mi amigo, mi condena cayó al suelo. Los soles azules, que eran sus ojos, rotaron nuevamente hacia el lienzo y se quedaron allí, observándome. Descubrí entonces dónde estaban sus piernas: habían vuelto a ella, pero no a su posición original. Se habían… pegado a su espalda. La parte de los muslos, sobre la que yo había cortado, parecía haberse fijado a la parte posterior de sus hombros y ahora aquellas piernas se abrían hacia los lados del torso, como las alas de un ángel macabro.

Y ella se levantó. El ángel había vuelto a la tierra (¿O esto era la penumbra?) y se dirigía ahora hacia mí, con sus alas extendidas, su piel fría y su vientre rajado. Su boca, antes perfectamente cerrada, parecía luchar por volver a cerrarse, sin éxito. La mandíbula de abajo subía y volvía a caerse de forma violenta, rápida, como si ella estuviera intentando decirme algo. Ella se acercaba, yo me puse en pie. Pensé en huir, en salir corriendo, pero de pronto ella estaba ante mí y, sin yo saber cómo, me acariciaba el rostro.

Las alas del ángel se abrían y cerraban a su espalda, las rodillas permitían que se estirasen y se recogiesen con facilidad. Volví a oír una voz dentro de mi cabeza. El ángel me hablaba.

"Bajo la piel"

Vi cómo acercaba una de sus manos a mi rostro, pero no pude hacer nada. Entre su dedo índice y su pulgar, pinzó una pequeña parte de piel de mi cara y lentamente, tiró hacia abajo (yo también había tirado hacia abajo en su vientre). La piel se desprendió con facilidad. Ella empezó a pelarme la cara… como si pelara una naranja.

De allí donde caía la piel, brotó un torrente de negras cucarachas.

La piel siguió cayendo, las cucarachas siguieron corriendo…

Brad Trewick, periodista de carrera poco brillante, terminó de leer aquellas palabras. Al parecer, Jason Bana, un antiguo compañero de Universidad, se las había arreglado para conseguir y traer hasta su despacho el diario de uno de los criminales más mediáticos y misteriosos del país

-¿Has leído lo de las cucarachas? –preguntó Jason cuando el otro levantó la mirada del relato –Me han dicho que el tipo cree en serio que tiene bichos debajo de la piel. Que los nota correr por ahí, dice. Por lo visto el otro día intentó quitarse la piel de la cara con las uñas.

El rostro de Brad no mostró emoción ninguna ante aquello. Sus labios se limitaron a moverse para preguntar:

-¿No debería tener esto la policía?

-Pensé que querrías tenerlo tú –respondió Jason, sonriendo ligeramente –Esto puede ser una buena historia… Lee lo que pone al final de la página.

Brad obedeció. Escrito en una tinta diferente, el dueño del diario había escrito:

"Silent Hill"

-¿Reconoces el lugar, Braddie?

Brad suspiró. Claro que conocía aquel lugar. Era un hervidero de leyendas urbanas.