Sabes, aún recuerdo aquellas noches oscuras, las cuales estaban iluminadas por bengalas y fuego enemigo. No podías dormir con el ruido de la artillería que disparaban por doquier, esperando encontrar un blanco invisible. Yo seguía escondido en mi hoyo, intentando encontrar la posición más cómoda posible. Hacía mucho frío, sentía como todo mi cuerpo se entumecía lentamente y mis ojos se cerraban por el cansancio acumulado. Noté como alguien se acomodaba a mi lado, tapándonos a ambos con una manta que suponía que debía protegernos del frío, suponía.

Abrí los ojos con pereza y encontré el rostro de Bill Guarnere. Su cara mostraba cansancio, igual que todos los que estaban en ese infierno helado.

Guarnere me sonrió y deseó una feliz navidad para los dos. Yo simplemente le dije que mi único deseo era volver vivo a casa y poder dejar atrás esa maldita guerra. Bill se rió sin alzar mucho la voz ya que podríamos ser acribillados por tal gesto, me deseó buenas noches y cerró los ojos. Yo hice lo mismo. Me era imposible dormir con todas las ametralladoras disparando y sabía que mi compañero de hoyo tampoco.

Los rayos de sol que se filtraban por los congelados árboles empezaron a hacer mella en mi sueño. Desperté con lentitud, sintiéndome tan cansado como la noche anterior, pero a la vez reconfortado de ver a un compañero y amigo a mi lado. Bill seguía durmiendo y era normal por la hora. Empecé a sacudirlo con un poco de brusquedad para despertarlo y dejar de escuchar aquellos horribles ronquidos. Después de un gran esfuerzo y paciencia lo conseguí con maldiciones y groseros insultos.

Ambos salimos del hoyo y nos arrastramos por la tierra hasta llegar a uno más grande: el puesto avanzado. Saludamos a todos y cambiamos las posiciones para relevar a los compañeros que habían estado toda la noche de guardia. Pasamos la mañana en ese hoyo con una taza de café instantáneo que sabía a agua y un plato de sopa que debería estar caliente, pero no lo estaba.

El cielo estaba nublado y por esa maldita razón no podíamos recibir ninguna provisión del aire. Sólo nos aprovisionábamos por la destruida ciudad de Bastogne pero no era suficiente. La munición era escasa, faltaba comida y no teníamos ropa de abrigo. En pleno invierno, en el bosque de las afueras de Bastogne, el ejercito alemán nos tenían rodeados por todos los flancos sin dejarnos recibir ayuda de nadie.

En ese momento no estaba seguro si volvería a casa y si lo haría vivo. Recuerdo que mi compañero de hoyo de aquella noche, Bill Guarnere, volvió a casa, pero con la pérdida de una pierna. Perdí muchos compañeros en ese bosque.

-Papá¿Hechas de menos a tus compañeros? – pregunto un hombre de unos veinte años.

-Sí, hijo. No hay día en que deje de pensar en ellos – respondió el anciano con una sonrisa melancólica.

-Papá, yo me alegro de que estés aquí – anunció el hombre abrazando a su padre.

-Y yo también hijo. No hay noche en que no recuerde a mis compañeros y lo que vivimos en ese bosque. Y no hay noche en que agradezca estar vivo en casa.

George Lurz sonrió a su hijo y junto a él y su familia se dirigieron a cenar, está vez sopa caliente, en su hogar y con su familia.