Nota: Los X-Men son propiedad de Marvel (por si no lo sabíais) y yo los uso en esta humilde historia mía sin ánimo de lucro (lo cual, espero, temple al Juez). Los hijos de la Patrulla-X y Timmy Edwards, por otra parte, son míos (dicho con voz de Gollum).
Por cierto, las loas, alabanzas, sacrificios de niños en mi honor y críticas (constructivas) son bien recibidas.
CAPÍTULO 1
El Internado Charles Xavier (el original y auténtico, no una de las cientos de sucursales repartidas por el mundo) seguía un estricto régimen de horarios y su toque de queda, impuesto a partir de las 10:00 p.m., se cumplía a rajatabla.
Bueno... En realidad, eso era antes.
Desde hacía un tiempo, cada día, a la madrugada, Jean Grey-Summers se despertaba al escuchar el piano con sus oídos y un característico caos de pensamientos con su mente.
Podía dejar u ordenar a cualquiera que hiciera acostarse al insomne, pero se tomaba este caso de forma personal, así que cogía su bata y bajaba hacia el salón, murmurando algo sobre cadenas y el supuesto oficio de la madre de Chopin.
Por entonces era otoño, lo que en el Estado de Nueva York equivale a un clima más bien "fresco", y como a Jean siempre se le olvidaba ponerse las zapatillas y las mansiones neoclásicas están específicamente construidas para que sean incapaces de guardar ni un ápice de calor, avanzaba dando saltitos en una vaga imitación de danza india que Dani Moonstar hubiera calificado como "peculiar". Pero su imagen personal no corría peligro, porque los pasillos de la Mansión solían estar desiertos. La semana que pasó Timmy Edwards limpiando los platos (sospechosamente tras haber salido de su cuarto y ver a Jean en todo su esplendor de bata rosa llena de bolitas y pelos dispuestos en todas direcciones) convenció a los alumnos de que la Directora Grey-Summers debía ser evitada como Medusa a partir de la hora de dormir.
Cuando llegaba al salón, casi siempre se golpeaba la espinilla con algún objeto colocado de forma homicida y necesitaba varios minutos para que su vista se acostumbrara a la oscuridad.
"El pequeño bastardo" (no, no era Napoleón) podía tocar el piano en plena oscuridad; poseía un don extraordinario.
Aquel día, en cambio, Jean estaba de suerte: alguien, probablemente Hank, había estado leyendo a la luz de la chimenea y había sufrido el santo despiste de no apagarla. De modo que un suave resplandor ígneo bosquejaba las formas del salón de lectura y punteaba como una pequeña constelación la espigada figura del pianista en pleno recital.
Jean se apoyó en el respaldo de la butaca, cruzó los brazos sobre el pecho y esperó, con esa paciencia somnolienta que las mujeres aprenden cuando se convierten en madres. Y por mucho que la sorprendiera a veces, lo era. No sólo de sus hijos, sino de todos los chicos de la Escuela y, en general, de todos los mutantes. Si se lo hubieran dicho cuando tenía quince años... De hecho, ya le pateó las pelotas a Bobby por comentarlo al comenzar a salir con Scott.
Jean hizo una pausa mental. Un momento por los caídos. Un momento por todos los que amábamos y ya no están aquí.
Sigilosos como Logan, los recuerdos la llenaron. Es curioso cómo la más nimia de las sensaciones puede evocarte un pasaje de tu vida. El leve crujir de los maderos en el fuego o el suave tacto del cuero viejo; suavidad sólo interrumpida por una marca de mordisco en un lado del respaldo. Pequeñas cosas que hablaban de veladas charlando sobre banalidades, de fiestas de fin de curso, de reprimendas del Profesor Xavier, de palabras de amor furtivas... de toda una vida impresa en aquellas paredes. Toda una vida entrando por la puerta entornada de los sentidos.
Cada uno tiene su propia magdalena, algo que desata un torrente de memorias y cada uno tiene su manera de hacerles frente.
No sabía si tocar el piano era una forma de combatirlos o si, por el contrario, su intención era resucitarlos. Tal vez fueran ambas, una especie de retroalimentación. Intentar aclarar las cosas a través de la convulsión mental del chico frente a ella no ayudaría nada. Parecía imposible que con tal caos pudiera tocar una pieza lenta, como quien poda bonsáis. Había, sin embargo, algo mecánico en su ejecución. Marfil sobre marfil, una máquina bien engrasada. Sus largos dedos recorrían seguros las teclas, siguiendo un camino impuesto por años de ensayos, mientras pensamientos de absenta le hacían inclinarse hacia delante, en una vaga imitación de una figura doliente.
Siempre había habido algo de mártir en él, una especie de determinación al sufrimiento que susurraba a través de cada una de sus delicadas facciones. No, delicadas no, frágiles. Aquel rostro alargado parecía de porcelana, capaz de romperse si esbozaba una sonrisa excesivamente abierta o cualquiera de sus cejas tomaba un arco más pronunciado del habitual. Demasiado guapo para ser un chico, demasiado guapo para ser humano. Más bien era un elfo, bello y artístico, poco terrenal. Nada podía tocarle y, sin embargo, había sido herido infinitas veces.
Jean suspiró y se despegó del sofá impulsándose con los riñones. La centésima de segundo que duro la ardiente punzada de dolor que le atravesó la espalda le recordó que ya no tenía edad para estupideces. También recordó que era de madrugada y que debía dar clase aquella misma mañana.
Puso una mano en el hombro del chico. Al momento sintió el calor humano envolver su piel, las fibras del trapecio haciendo todo tipo de extensiones y distensiones y tuvo que elevar un muro telepático para evitar ser engullida por el maremagno de pensamientos que saltaron hacia ella.
El adolescente dejó de tocar, de repente, produciendo una desagradable nota disonante. Se quedó encorvado un rato, como si la cabeza le pesara demasiado, pero luego se irguió. Con la celeridad de la sobriedad.
Jean sintió una centella de suspicacia, pero fue inmediatamente borrada por una boscosa mirada. Poseía esa clase de ojos que uno no puede dejar de mirar, la clase de ojos que por su tamaño y color sólo pueden quedarle bien a cierto tipo de facciones. Como todo en él, su mirada sombreada por largas pestañas podría calificarse como "delicada". Podría, y sería falso. Había un punto de hosquedad en ella, el brillo irregular de un prisma fracturado. Así debía de mirar Luzbel.
'Mira cuántas veces me han golpeado, Jean, y cuántos de esos golpes han sido culpa tuya.'
Ella le envió el equivalente telepático de una colleja.
El muchacho tuvo la decencia de bajar la cabeza, aunque sólo simulara avergonzarse.
- Jamie -le llamó, encontrando al fin su voz en el fondo de aquellas ciénagas.
James Thierry LeBeau asintió, en silencio, porque hay cosas que no necesitan decirse. Extendió el brazo y braceó. Jean le ofreció el hombro y reprimió un juramento en arameo cuando el chico apoyó todo su peso en él. A pesar de su esbeltez, medía 1'82 metros, con lo que los huesos ya pesaban lo suficiente. Jean siempre había sido bajita comparada con la pléyade de "gigantas" que servían en los X-Men y ahora, a ello se le sumaba un par de añitos (sólo "un par"). Jamie se derrumbó sobre ella cuando sus rodillas se medio doblaron al cuarto paso.
Sintió la boca de él a la altura del cuello. Le llegó un hedor mezcla de escoceses muertos y piratas desaseados. Pero los labios parecían terciopelo.
- Jamie, quítate de encima -rogó, con la urgencia provocada por un pecado inminente.
Él se atrevió a rozar su cuerpo con el de ella, muy suave, pero de forma lo suficientemente sugerente como para evocar a Edipo.
Jean sufrió una reacción hormonal inconsciente e incluso giró la cabeza para que su nariz hiciera amistad con la mejilla de Jamie. Admiró la suave curva de aquella mandíbula de cristal, heredada de su madre, como la mayoría de sus rasgos. Y entonces volvió a sus cabales, porque imaginó a la madre del chico, delante suyo, espetándole con la mirada si eso lo consideraba "cuidar de él", cariño.
- Quítate de encima, hueles a rayos.
Él obedeció, estirándose hacia el otro lado hasta que estuvo a punto de darse contra el marco de la puerta. Ella le cogió de la cintura y fue guiándolo hacia las escaleras. Hubiera sido más fácil llevarle al ascensor, pero estaba tan cabreada que decidió hacerle subir peldaño a peldaño hasta el piso de arriba, aunque tuvieran que estar toda la noche.
En total, sólo tardaron un cuarto de hora, muy poco tiempo si consideramos que la técnica consistía en dejar que el chico se apoyara como pudiera en el pasamanos mientras ella le movía telekinéticamente cada pie.
Cuando llegaron al ala este, las habitaciones de los chicos, Jean empujó a Jamie hasta que se sostuvo de pie con la espalda contra la pared; estilo "post-it".
- Supongo que ya puedes ir solito.
Él meneó la cabeza, en un vago gesto que tanto podía decir "sí", como "no", como "tengo tortícolis, dame un masaje".
- Qué voy a hacer contigo -suspiró Jean, colocándole un mechón de cabello detrás de la oreja.
Jamie hizo mohines. Ella sonrió, a su pesar.
- No puedes seguir así, Jamie. Sabes que no es bueno para ti. Y tampoco da buena imagen. Recuerda que estamos en una escuela.
Él pareció encogerse de hombros. Ella volvió a suspirar, consciente de que tenerle algo bebido, pero ileso, en casa era la mejor de las situaciones posibles, tomando en consideración que lo había sacado de un sanatorio mental. No podía esperar convertir a un Lobezno en un Scott en tan poco tiempo.
- Más vale que te vayas a dormir. Tienes clase y hoy ya he llegado al límite de mi paciencia.
Jamie miró hacia el final del pasillo, lo que Jean tomó como "ahora mismo voy a catre, no te preocupes".
- Buenas noches, zascandil. - Le acarició la mejilla con el dorso de la mano, dudó un momento, y luego le dio un casto beso.
Cuando estaba a punto de tomar la curva para dirigirse a su habitación, escucho un quedo sonido.
Se dio la vuelta. El muchacho seguía apoyado en la pared, con una pierna adelantada haciendo de soporte. Lo curioso era que por su posición y su estado de embriaguez aparente, tendría que haberse caído. Jean, sin embargo, esperó a que hablara sin soltar prenda.
- Gracias -susurró Jamie, un punto de ternura en sus ojos vidriosos.
Por un momento el lado pelirrojo de la Directora Grey-Summers estuvo a punto de tomar el control y retorcerle una oreja, porque el muchacho seguía manteniendo el equilibrio la mar de bien. Pero decidió ser paciente y zanjar la situación con un amable:
- Para eso estamos.
Una vez se hubo marchado, Jamie esperó un tiempo prudencial y suspiró. Muy sutilmente despejó su mente y ordenó el caos que poblaba su cabeza. Poco a poco, no fuera que alertara a tía Jean. Se alejó de la pared, espió ambos lados del pasillo y, cuando se aseguró de que no había moros en la costa, anduvo hacia su cuarto con el paso firme y la postura erguida de un hombre más sereno que Gandhi.
Antes de llegar a la habitación, la puerta se abrió y una enérgica cabeza de ébano se asomó desde el marco.
- ¿Se ha ido?
- Sí, ya se ha largado a dormir.
La cabeza arqueó una ceja y salió al pasillo, dejando ver el escultural cuerpo de mujer que llevaba unido.
- ¿Sospecha algo?
Jamie suspiró agotado: la suspicacia endémica de su prima siempre le producía ese efecto.
- Lo dudo, Aisha. Está demasiado ocupada conmigo. Ni se imagina que vosotros estáis metidos en el ajo. Además, si sospechara algo ya me habría capado.
Aisha Munroe se encogió de hombros y decidió guardarse su opinión. No valía la pena mostrarse preocupada ante un Jamie "post sesioncita con Jean".
- A no ser que te siga el juego para pillarnos a todos -tartamudeó otra voz desde el interior de la habitación.
Jamie miró a Daniel Philip Summers-Grey como miraría un Alto Elfo a un enano tullido y tuerto.
- Teniendo en cuenta los escrúpulos de tu madre, si creyera que hay gato encerrado ya me habría sorbido los pensamientos, hecho una lobotomía y encargado hacer un bolso con mi piel.
Danny apretó las mandíbulas, pero no dijo nada: era mejor aguantar un insulto que estar castigado un mes por rebatirlo a base de puñetazos. Además, Jamie era más alto que él.
- Nuestra madre no sospecha nada, Danny -intercedió Sarah Summers-Grey, saliendo del cuarto de esa forma tímida que demostraba su poca compenetración con el largo cuerpo que le había tocado (y se desarrollaba viento en popa a toda vela en esos instantes de su adolescencia)-. Sus pautas mentales son normales. Cuando la escaneé ayer no percibí rutas de pensamiento encaminadas hacia nosotros. Sólo se preocupa por Jamie. Y tampoco sabe lo que está haciendo en realidad. -Mientras hablaba, era obvio que hacía un esfuerzo sobrehumano para no mirar a Jamie (quien sí le clavaba unos ojos felinos).
Aisha esbozó una medio sonrisa, más comprensiva que otra cosa. Sabios espíritus le susurraban que habría sufrimiento si seguían aquel sendero.
- No creo que discutir esto ahora sea conveniente. Ya hablaremos mañana, a la hora que acordamos -dijo, sabedora de que aunque Jamie lideraba el grupo de forma más o menos oficial, era ella quien tomaba las decisiones importantes-. Si no tenéis inconveniente, me voy a la cama.
Los demás asintieron en silencio. Ni siquiera Jamie discutió. Antes de entrar en su propia habitación dejó paso para que otras dos chicas salieran de él.
- Si queréis podéis quedaros.
Una de ellas, la rubia, tuvo la fuerza de ánimo para girar la cabeza y dirigirle una cuca sonrisa. En sus ojos se leía un brillante "no cambiarás". Pero, para su desgracia, no frenó el paso. Jamie, decepcionado, miró al chico alto como Torre de Babel que compartía su cuarto. Éste esbozó una sonrisa socarrona. Jamie casi podía escuchar el retintín en su respiración. También podía oír la suave risa de Aisha o el malhumorado mascullar de Daniel. Jamie poseía un portentoso oído.
Desgraciadamente, lo que no pudo percibir fue el sonido de las partículas de un campo de fuerza telekinético que sostenía a Jean en el aire, a unos metros de allí.
Jamie era demasiado orgulloso para sospechar que esta vez su actuación no había sido bastante para convencerla o para creer que Jean tendría la suficiente paciencia como para esperar a tener más información en vez de tirarse directamente a su yugular. Esa arrogancia le había sido útil durante tiempo, incluso le había permitido hacer heroicidades.
Sin embargo, existe una finísima línea entre la heroicidad y la imprudencia. De hecho, muchos pensadores creen que no existe tal línea en realidad. Es decir: heroicidad igual a imprudencia. Y ser imprudente siempre resulta muy peligroso, sobre todo si vives bajo el mismo techo que Jean Grey-Summers.
