Disclaimer: Todo es de Rowling. Yo sólo hago lo que me da la gana.

Como Ted y Andrómeda son amor y (casi) nadie escribe de ellos, pues he tenido que hacer algo para remediarlo. Tengo la intención de que sea un fic de pocos capítulos, unos siete, si no se me va de las manos.

I

Sangre sucia


1 de Septiembre, 1971

Ya está. Está hecho. Sin gritos ni portazos, sin tiempo para despedidas. Porque de todas formas Andrómeda lleva tanto tiempo lejos que ya ni siquiera hacen falta. Sin espacio para recriminaciones por parte de su madre, ni lágrimas de su hermana Narcissa. Sin maldiciones de Bellatrix y sin pararse a ver la mirada acusadora de su padre.

Se acabó.

Ha salido por la puerta de atrás, con discrección, la cualidad que en su familia tanto han alabado siempre.

Es curioso, piensa. En cierto sentido le parece la decisión más cobarde y más valiente que ha tomado nunca. Una contradicción digna de Andrómeda Black.

No, se corrige. Sólo Andrómeda. Ya no hay nada en el apellido Black con lo que se identifique, no hay nada en esas cinco letras que la aten. Ahora sólo será un futuro borrón en el tapiz que es el orgullo de sus padres, una mancha en su impoluta sangre.

La traidora.

La palabra la estremece más que la brisa fría que recorre las calles de Londres. Y duele, un poquito, porque no es fácil, pero sí es lo correcto. Porque sobre todo ya no es Andrómeda Black enamorada de un sangre sucia, pues eso está mal. Ahora es Andrómeda enamorada de Ted Tonks, y eso siempre será mucho mejor.


19 de Junio, 1964

-¡Basta, Bella! ¡Basta! ¡Le estás haciendo daño!

Andrómeda se esforzó por contener el inminente sollozo que pujaba por escapar de su garganta, completamente horrorizada ante la escena. La cara le ardía y los ojos le picaban, a duras penas consiguió reprimir las lágrimas que querían descender por sus mejillas.

Su hermana Bellatrix esbozó una sonrisilla de medio lado, girando con estudiada lentitud para poder mirarla. Aunque aún mantenía la varita agarrada entre sus blancos y largos dedos, estos ya no pulsaban con fuerza sobre el cuello del aterrorizado elfo doméstico.

Andrómeda comprendió, no sin cierta consternación, que Bellatrix se estaba divirtiendo.

-Creí que querías que te demostrara lo que aprendemos en el colegio-se burló, dejando entrever en su tono un deje de socarrón desacuerdo-. No seas histérica, sólo es un estúpido elfo-le recriminó, con más brusquedad.

Andrómeda desvió la vista hacia una de las paredes de la cocina, en un vano intento de tranquilizarse. Sabía que si algo odiaba Bellatrix con todas sus fuerzas era la debilidad, en cualquiera de sus formas, pero sobre todo si ésta provenía de alguien que portaba su misma sangre.

Fue probablemente impulsada por ese mismo sentimiento que Bellatrix se acercó a ella, acortando las distancias, tanto que Andrómeda se vio obligada a enfrentarse a los ojos negros de su hermana cuando ella la obligó a alzar la mirada. Bellatrix contorsionaba sus bonitas facciones en una mueca de total desagrado.

-¿Es que piensas echarte a llorar? ¿Qué tienes, cinco años?-escupió-. Sé consecuente, Andrómeda, tú me pediste que lo hiciera.

Aquello no era cierto. No del todo, al menos. Esa misma mañana, mientras desayunaba, la carta de Hogwarts para Andrómeda había llegado. Aunque no había sido ninguna sorpresa, Andrómeda se encontró ilusionada ante la perspectiva de ingresar por primera vez en el colegio del que tanto había escuchado hablar. Por eso mismo le había pedido a Bellatrix, que le llevaba dos años, con la más sana de las curiosidades, que le enseñase un par de conjuros. En ningún momento creyó que su hermana usaría al elfo de la familia como conejillo de indias.

Andrómeda quería decir algo, cualquier cosa, pero las palabras se le habían atragantado en la garganta.

-Yo... Yo no quiero que le hagas daño-murmuró, armándose de valor-. Eso... Eso está mal, Bella.

Bellatrix la soltó, como si el simple hecho de seguir tocándola pudiese quemarla. Andrómeda, lejos de sentirse ofendida, se vio invadida por una ola de alivio.

Su hermana la miraba incrédula.

-¿Mal? Es un elfo-repitió, lentamente, como si Andrómeda fuese una niña especialmente estúpida-. A él no le importa, ¿verdad?-siseó entonces, entrecerrando los ojos.

El elfo se precipitó en una exagerada reverencia ante ella, dejando que su narizota diera contra el suelo. Aún así, para Andrómeda fue más que evidente el estremecimiento de sus piernas temblorosas.

-No, ama Bellatrix-dijo, dócilmente-. Pimpi está aquí para cumplir las órdenes de la noble y ancestral casa de los Black y todos sus habitantes-recitó, de carrerilla.

Andrómeda comprendió, repentinamente, que lo que estaba a punto de ocurrir ahí no tenía nada de noble, aunque por supuesto sí podía considerarse un rito ancestral. Las paredes de la casa de sus tíos Orion y Walburga eran testigo.

Aún así, no dijo nada.

Bellatrix esbozó una sonrisa triunfante.

-Ya le has oído. ¡A él no le importa que sigamos!-agitó su larga melena negra en el aire. Y con absoluta presteza para tener a penas trece años, Bellatrix agitó la varita, como el maestro que dirige a la banda de música, grácil y elegante. Y lanzó otro maleficio-. Este es realmente útil cuando alguien se interpone en tu camino. ¡Volatio!

Pimpi se agitó en el aire, rebotando contra todas las paredes con violencia. Casi al mismo tiempo que el elfo dejaba escapar un gemido de dolor, Andrómeda gritó.

-¡Cállate de una vez, tonta!-la riñó Bellatrix, en un furioso susurro-. ¿Es que pretendes que madre despierte?

Andrómeda titubeó cuando su hermana volvió a encararla. Bellatrix le apretaba con demasiada fuerza la muñeca, pero no era eso lo que le hacía presentir que se avecinaba tormenta, sino la manera en la que su ceño se fruncía con furia contenida, como una pantera que está preparándose para atacar. La mayor parte del tiempo Bellatrix era rebelde y divertida, imponente con su presencia desde que eran pequeñas, ese tipo de personas que no deja indiferente a nadie. Lo que un Black debe ser. Sin embargo existían momentos así, en los que la intensidad y vehemencia de Bellatrix la asustaba. Quemaba.

-Lo siento-se precipitó a decir, incómoda.

Bellatrix se suavizó un poco, como siempre pasaba, cambiando su estado de ánimo en a penas segundos.

-Claro que lo sientes-le dijo-. Sólo es un elfo roñoso, no tienes por qué ponerte así. Es inferior a ti, no tienes que preocuparte de las cosas que no están a tu altura. ¿O a caso te preocuparías por un troll o un muggle? ¿O un estúpido sangre sucia?

-No, claro que no-concordó rápidamente Andrómeda-. Ha sido una tontería. Soy tan tonta a veces. Pero ahora, por favor, Bella, deja que se vaya-murmuró, con suavidad-. Padre siempre dice que no debes usar la varita fuera de Hogwarts. No quisiera que te riñeran por mi culpa.

Eso era mentira y ambas lo sabían. Sin embargo, Bellatrix, quizás ya aburrida de la situación, acabó cediendo.

-Espero no volver a verte llorar.

-No, Bella.

-Hablo en serio-refunfuñó su hermana-. No llores nunca delante de nadie. ¿Quieres que piensen que eres una debilucha?

-No, Bella.

-Eres una Black. Las Black no lloran-concluyó, como si de una verdad irrefutable se tratase. Andrómeda sabía que así era.

-Lo sé. Lo siento.

Bellatrix se echó a reír, de improvisto. Le acariciaba la melena castaña con algo parecido a la ternura.

-Tranquila-susurró, con una suavidad impropia de ella-. Puedes irte, elfa.

-Gracias, Bella-dijo Andrómeda.

Bellatrix dejó desenredó su mano del cabello, bajándola en una caricia por su hombro, hasta agarrar posesivamente su mano.

-¿Sabes que haremos? Cuando madre despierte iremos al Callejón Diagón y compraremos tu varita.

-No creo que madre vaya a querer...

-¡Claro que querrá!-exclamó Bellatrix, soltándola-. Mañana es tu cumpleaños y madre te dará cualquier cosa que pidas-le aseguró-. Así, ya que tanto te molesta, no hará falta que llame al elfo para practicar. Podré mostrarte a ti lo que sé.

Andrómeda abrió los ojos como platos, recordando lo que el elfo había vivido a penas unos minutos atrás, y aterrada ante la posibilidad de que Bellatrix se plantease, en serio, hacérselo pasar en su propia piel. Sin poder evitarlo, sintió cada músculo de su cuerpo tensarse. Y Bellatrix pareció notarlo, porque reanudó la caricia sobre su pelo, curvando sus labios en una sonrisa leve.

-¿Tienes miedo?-se rió-. No deberías, aunque a veces seas una Black tan rara, yo nunca te haría daño. Nunca, Meda.

Y la abrazó. Ahí, entre los brazos de su hermana, Andrómeda se sintió segura. Ninguna podía imaginarse que Bellatrix no cumpliría su promesa.


28 de Agosto, 1964

Andrómeda intentaba, con todas sus fuerzas, no perder la calma, pero con cada minuto que pasaba la tarea se volvía más y más difícil. La habían perdido. O se había perdido ella sola, era un detalle que aún no tenía claro. Sólo sabía que un momento antes caminaba por el Callejón Diagón con sus hermanas y su madre y luego ya no. Estaba sola.

Todo había sido por culpa de ese bonito gato de la tienda de animales, todo pelo blanco y esponjoso. Lo había visto al pasar y la tentación de no pararse frente al cristal para observarlo más de cerca había sido demasiado grande como para ignorarla.

Su madre, por supuesto, no se había percatado. Druella Black no era de las que miraban atrás, demasiado ocupada vigilando a Bellatrix y arrastrando a una enfurruñada Narcissa con ella (¡pero me prometiste una túnica nueva, mamá!, había gritado) Todo eso la había impedido percatarse pronto de que su otra hija no andaba cerca. Se suponía que Andrómeda era la única lo suficientemente responsable y sensata como para no perderse por ahí.

Una suposición errónea, como tantas otras.

Andrómeda, aunque se sabía de memoria cada tienda del callejón, se debatía internamente entre echar a andar con la esperanza de encontrarlas o esperar en el sitio a que su madre volviese tras sus pasos. Su sentido común le dictaba que la segunda opción, aunque infinitamente más tediosa, era la más prudente también. Aún así estaba segura de que le caería una buena regañina, por no hablar de las burlas de Bellatrix.

(¿Es que madre también debería llevarte a ti de la mano?, le diría)

Con un suspiro hastiado, Andrómeda se apoyó contra el cristal de la tienda, importándole bien poco que pudiese ensuciarse su bonita túnica de bordados plateadeos. No era como si fuese la más bonita que tenía, o la más cara. Su reflejo le devolvió una imagen lamentable, el de una Black apoyada contra una costra de suciedad, apestando a animales y con la cabeza hundida entre los hombros. Una imagen que haría que todos sus ascentros se revolviesen en sus tumbas.

(Alza el mentón, camina recta, no mires al suelo. ¡Por Merlín, Andrómeda! Casi podía escuchar el discurso de su madre retumbando en su cabeza)

Pero ella no está, pensó en un arrebato de rebeldía. Ella no está porque se ha olvidado de mí. Y lo peor es que no era la primera vez.

Ya había sucedido antes, Andrómeda estaba ligeramente acostumbrada. Sus padres ya tenían suficientes preocupaciones con sus otras dos hijas, tan intensa una y tan caprichosa la otra, como para prestar más atención de la necesaria a la taciturna Andrómeda. Ellos confiaban en que Andrómeda, correcta como siempre había sido, no diese problemas. Y Andrómeda confiaba en poder mantener esa confianza.

Tan sumida se encontraba en sus pensamientos, que no vio llegar al chico de pelo rubio y ensortijado hasta que este le tocó el hombro. Andrómeda no pudo evitar sobresaltarse.

Aún así se recuperó pronto, aprovechando el involuntario respingo para alzarse en toda su altura, cuadrando los hombros.

Mucho más digo de una Black, dónde iba a parar.

-¡Oh, lo siento! ¡No quería asustarte!-exclamó el niño, un poco apenado.

-No me has asustado-repuso ella, rápidamente, un poco herida en su orgullo-. Pero es de muy mala educación hacer eso.

-¿Qué?

El niño pestañeó un par de veces, de una manera que a Andrómeda le pareció tan boba como inocente. Tenía los ojos de un color marrón muy clarito, mucho más que los suyos, enormes y expresivos. A Andrómeda le recordó un poco a un cachorrito desvalido.

Sin poder evitarlo, dejó escapar un bufido.

-Acercarte a la gente por detrás, sin avisar. Además, no se toca a las señoritas sin su consentimiento.

-Ah, ya veo. ¿Y eso por qué?

-Pues porque no es correcto-Andrómeda, que había esperado una disculpa, se irritó-. ¿Te conozco?

-No, creo que no.

-¿Y acostumbras a saludar siempre a desconocidos?

-No, pero estabas sola y parecías disgustada-le dijo, como si fuese lo más obvio del mundo-. Y mi padre siempre dice que no se deja solas a las damas que parecen necesitar ayuda. Eso no es lo que hacen los caballeros.

Andrómeda chasqueó la lengua, disgustada.

-En realidad, lo primero que hace un caballero es presentarse-repuso, con cierta pomposidad.

El niño la miraba divertido. Hizo una absurda reverencia ante ella, y se echó a reír.

-Mis disculpas, señorita.

Andrómeda, que tenía la vaga idea de que el chico estaba riéndose de ella, frunció el ceño.

-¿Qué te hace tanta gracia? A mí también me gustaría reírme-gruñó, de una forma tan poco femenina que hasta ella misma se escandalizó-. Es una norma básica, no es que me la haya inventado yo, ¿sabes? No es mi culpa que tu padre no te enseñe lo verdaderamente importante.

El niño alzó las manos en señal de paz, esbozando una sonrisa amable.

-Eh, perdón, perdón. No te enfades, ¿vale? Mi madre siempre dice que soy un bocazas, está claro que tiene razón-suspiró, rascándose el cabello de la nuca-. Podríamos empezar de nuevo... Soy Ted, encantado.

Andrómeda miró durante unos segundos la mano que él le tendía, un poco reticente.

-Yo soy Andrómeda Black-respondió al final, estrechando su mano. A Andrómeda le pareció que Ted la sostenía más de lo políticamente correcto, como si estuviera admirando el curioso contraste que había entre su mano blanca estrechando la morena de él.

Fue ella quien rompió el contacto, un poco aturdida. Ted, que parecía repentinamente cohibido, se sonrojó. A Andrómeda le hizo mucha gracia, pues hasta aquél mismo instante podría haber jurado que los chicos no se sonrojaban. No al menos los que ella conocía. Ese Ted era un chico muy raro.

-Vaya, tienes un nombre realmente raro-fue todo lo que él dijo.

Andrómeda había visto muchas expresiones diferentes cada vez que pronunciaba su apellido, pero todas ellas iban de la mano del más absoluto reconocimiento. No obstante, Ted no parecía en lo más mínimo afectado por estar hablando con ella. Sintió la imperiosa necesidad de indignarse, como habrían echo por ejemplo sus hermanas, y segura de que era eso lo que debía hacer, pero ahí frente a ella, Ted le parecía tan inocente, tan incapaz de hacer nada con mala intención, que Andrómeda se resignó a suspirar.

-Es el nombre de una constelación-le explicó-. En mi familia es muy común.

-Oh. Los magos sois realmente extraños-se rió-. Sois de lo más estrafalarios, mi madre se ha quedado alucinada cuando hemos empezado a comprar el material del colegio. ¿Escribir con plumas, en serio? ¡Con lo cómodo que es un boli! Supongo que voy a tener que empezar a practicar ya, porque bueno, la verdad es que soy un poco torpe. Eso también lo dice mi madre. Mi madre es que nunca para de hablar, ¿sabes? Si quieres puedo presentártela. Seguro que le caes bien, a ella le cae bien todo el mundo. Como a mí, dice mi padre. Está por aquí cerca, en el banco. Gremmlin se llama, o algo así, creo... O quizás es Graigons...

-Gringotts-le cortó Andrómeda, rápidamente.

-¡Sí, eso!

-¿Cómo has dicho que te apellidabas?

Ted se mordió el labio inferior, un poco confuso.

-¡Oh, es que no te lo he dicho!-se rió-. Tonks. Soy Ted Tonks.

Andrómeda entornó los ojos, de repente sintiéndose desorientada. Repasó, como un rayo, todas las familias que conocía. Si no se equivocaba, ningún Tonks había entre ellas. ¿Sería posible que...? Observó a Ted más concienzudamente, alejándose de manera inconsciente de él unos pasos. Y fue entonces cuando comenzó a darse cuenta de los detalles que antes le habían pasado desapercibidos. La forma tan extraña en que iba vestido, sin túnica, la manera en la que se había acercado a ella, sin ningún tipo de preámbulo, la manera en la que siquiera había dado muestras de reconocer su apellido. ¿Y qué demonios era un boli?

La realidad la golpeó con fuerza. Andrómeda boqueó como un pez fuera del agua. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

-¿Tus...tus padres no son magos?-titubeó, aunque ya creía saber cual sería la respuesta-. ¿Son muggles?

-¿Muggles?-murmuró Ted-. Si te refieres a si no son magos. Pues no, no lo son. ¿Por qué...?

Pero Andrómeda ya no pudo escuchar nada más. Se alejó tanto de él como le fue posible, girándose rápidamente para echar a correr, lo más lejos posible de él. Por supuesto, ni siquiera se preocupó de parecer maleducada. ¡Era un sangre sucia! ¡Qué tonta había sido!

Lo último que pudo ver fue como Ted tropezaba con sus propios pies al intentar seguirla.

-¡Ay, mi rodilla! ¡Andrómeda, espera!

Como si se tratara de una respuesta a sus plegarias, Andromeda divisó la cabellera platinada de su madre entre la muchedumbre.

Y echó a correr.


1 de Septiembre, 1971

Ted llega puntual a la cita, como siempre. A pesar de que le haya mandado la lechuza a penas una hora antes. Andrómeda ya sabía que estaría ahí, porque Ted siempre ha estado, aunque tenga que dejar de hacer cualquier otra cosa por ella. Pero al contrario de tantas otras veces, él no sonríe al verla. Andrómeda puede ver en sus ojos que está preocupado. Ella también lo está. Y tiene mucho miedo. Por eso mismo, en cuanto él se acerca, Andrómeda no le deja hablar, sólo le abraza.

Y contra su pecho, murmura lo que Ted tanto ha ansiado escuchar, pero al mismo tiempo creyó que no escucharía nunca.

-Podemos estar juntos, Ted. Para siempre, te lo prometo.


29 de Agosto, 1964

-¿Es que tu madre nunca te ha dicho que no debes hablar con extraños, querida?

La tía Walburga la miraba con sus ojos grises, inquisidores, y Andrómeda no pudo evitar removerse inquieta en el sitio. La tía Walburga siempre conseguía ponerla muy nerviosa, además nunca podía evitar (ni quería, sospechaba ella) tirar alguna pulla directa a Druella Black. Andrómeda no era tonta y sabía que ninguna soportaba a la otra, la antipatía siempre había sido patente bajo la capa de estudiada cordialidad.

Al igual que había ocurrido la noche anterior en su casa, Andrómeda había tenido que relatar, una vez más, su encuentro con Ted Tonks cuando fueron a visitarla a Grimmauld Place. Andrómeda no tenía nada en contra de su tía, pero envidiaba a Bellatrix por no tener que estar allí en esos momentos.

Fue su madre quien respondió con ella.

-Por supuesto que lo sabe, querida-la imitó. Le lanzó una mirada acusadora a Andrómeda y suspiró, no sin falta de teatralidad-. Meda a veces es un poco despistada.

-No creo que esa cualidad la haya heredado de su padre-sonrió Walburga.

Andrómeda observó como el ceño de su madre se fruncía y sus elegantes manos de pianista se tensaban sobre su regazo. Sin embargo, tan rápido como la irritación llegó, se marchó.

-Pero no es culpa de Meda, tía-intervino entonces Narcissa, con una encantadora sonrisa. Su hermana estaba sentada junto a ella, con sus túnica azul haciendo juego con sus ojos y una postura tan estirada que la hacía parecer una muñequita de porcelana-. Es culpa de los sangre sucias, que son una plaga.

Probablemente aquello Narcissa se lo había escuchado decir a su padre, o a Bellatrix, o alguno de los amigos de sus padres, pero eso no impidió que a pesar de no ser un pensamiento propio, saliendo de sus labios sonase con total convicción.

Tía Walburga cabeceó, de acuerdo.

-Cierto. Ya ni se puede pisar el Callejón Diagón sin cruzarte con uno de ellos-añadió, frunciendo la nariz como si estuviese oliendo algo realmente asqueroso-. Andan por ahí como si esto realmente fuese suyo. Ya tienen su estúpido mundo muggle, nos obligan a escondernos y sin embargo también quieren usurpar el nuestro. Inaceptable, completamente inaceptable...-el ruido de algo cayendo al suelo con estrépito la sobresaltó-. ¡Sirius!

Sirius era uno de sus dos primos, el más mayor, aunque aún así Andrómeda le sacaba casi seis años. Sirius se parecía mucho a su padre, delgado, con el pelo muy negro y muy liso y los rasgos elegantes en su cara aún redondeada de niño. Pero tenía los ojos de tía Walburga. A Andrómeda siempre le había parecido un niño muy guapo, aunque era bastante revoltoso y la agotaba tan sólo de mirarlo.

-Lo siento madre, Reg quería ver como sostenía el platillo con un dedo-murmuró Sirius.

-¿Y?

-Bueno, no lo conseguí-sonrió Sirius.

-¡Sirius!-murmuró su hermano, con advertencia. El pequeño Regulus parecía sentirse realmente culpable.

Walburga frunció los labios, disgustada. Bajo los pies de ambos, el platillo del té se esparcía en trozos irregulares por la inmaculada moqueta.

-Salid de aquí ahora mismo y llamad al elfo doméstico-les espetó, con frialdad.

Regulus asintió rápidamente.

-Yo les acompañaré, tía-se ofreció Andrómeda, deseosa de poder salir de la sala. Las cabezas de los elfos domésticos que colgaban de las paredes le ponían los pelos de punta, no podía evitar sentir sus miradas acusadoras sobre ella. Casi se sentía como si los hubiera decapitado ella misma. Nunca entendería por qué esa parecía ser la sala favorita de su tía.

-No tardes-le dijo Druella-. Nos iremos pronto.

Andrómeda asintió.

Una vez fuera, a penas dieron unos pasos, Sirius se echó a reír. Andrómeda le chistó, para que se callara, sabiendo que estando a pocos pasos de sus madres aún podrían escucharle. Aún así, la risa del niño era alegre y cantarina, contagiosa en toda su extensión, y Andrómeda se sorpendió a sí misma sonriendo abiertamente.

-Estás loco, Sirius-bufó Regulus, aunque él también sonreía-. Voy a ir a llamar a Kreacher, ¡no hagas que madre nos castigue!

Sirius se encogió de hombros, divertido. Y allí, en el pasillo, mientras veía a su hermano alejarse, fue cuando Sirius la miró, con la pura curiosidad que sólo podía tener un niño de seis años.

-Meda-le dijo-. ¿Es verdad que los sangre sucia tienen la sangre así... sucia?

Andrómeda se mordió el labio, indecisa. Un recuerdo, en principio vago pero que poco a poco fue cogiendo fuerza, acudió a su mente. Ted Tonks, pensó. Ted Tonks, torpe Ted Tonks, que había tropezado con sus propios pies al intentar seguirla. Y allí, donde sus pantalones habían estado remendados, justo en las costuras de las rodillas, una herida se había abierto. Fue justo ese el último vistazo que tuvo Andrómeda de él, el de su sangre.

-En realidad, Sirius, te voy a contar un secreto-dijo ella, muy seria, sintiéndose envalentonada de repente-. Los sangre sucia tienen la sangre tan roja como nosotros.

Y Sirius sonrió.


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