Disclaimer: Hetalia y sus personajes le pertenecen a Himaruya Hidekaz, así como la canción Scarborough fair es parte del folklore inglés.

Advertencia: Intento de fic histórico


Are you going to Scarborough Fair?
¿Estás yendo a Scarborough Fair?

Inglaterra se sentía agradecido con los Tudor. Enrique, a pesar del desorden en el que había convertido su vida, lo había hecho crecer y es por ello que su devoción y fidelidad hacia la Casa Regente eran incuestionables. Ya no tenía que darle cuentas a un estúpido mortal que se hacía llamar "vicario de Cristo", que no era mucho más que él o que alguien de su casa. Le debía a Enrique no seguir siendo uno de los idiotas que aún seguía besando el piso por el que ese humano caminaba y se lo agradecía con el alma.

Era soberbio y Enrique VIII le había dado razones para serlo. Ya no tenía la apariencia del pequeño niño que tenía que correr a esconderse de sus hermanos. Era un hombre ahora, uno que podía tener el mundo entero a sus pies si así lo deseaba.

Parsley, sage, rosemary and thyme.
Perejil, salvia, romero y tomillo.

Una vida de excesos tenía sus consecuencias y los humanos no gozan de la inmortalidad que él poseía, aunque hubiesen movido cielo y tierra por obtenerla. La salud del rey se agravaba, y era solo cuestión de tiempo para que la vida del monarca se escurriera entre sus manos.

Inglaterra tenía miedo.

¿Quién, sino Enrique, podría continuar? ¿Eduardo sería capaz? Tenía que serlo, era un Tudor y Arthur no iba a dejar que el azar estuviese a punto de decidir por él y su gente.

El día vigésimo-octavo del primer mes vino para llevarse el último aliento de Enrique y, antes de los treinta días, Eduardo VI fue coronado. Era protestante como su padre, pero aún era un niño de diez años y el Consejo fue quien asumió el control del reino. El traidor de Escocia se había aliado con Francia haciendo que la situación para su casa se complicara, por lo que Arthur, atado de manos, decidió adoptar a Eduardo como su protegido y encargarse de su formación, tomando el puesto a su lado en las reuniones, como su tutor. El joven Rey era brillante y fue solo cuestión de tiempo para que terminara ganándose al Consejo entero. Y así, al cumplir dieciséis, el Consejo lo declaró mayor de edad y pudo asumir, ahora con autonomía, la corona de Inglaterra.

Tal vez el único defecto del niño era ser joven e inocente, convirtiéndolo en una presa fácil para que los lobos con piel de cordero del Consejo se repartieran sus carnes a la más mínima oportunidad que se les presentara. Eso… Y su salud.

No había transcurrido mucho tiempo desde aquel día y ya estaba al borde de la muerte. Arthur le había desarrollado afecto al niño, para bien o para mal, y ahora la única opción que tenía entre manos era verlo morir frente a sus ojos, sin más ni menos. Eduardo, siendo tan cercano a él como podía serlo, se las arregló para fijar una línea sucesoria en la que no incluía a su hermana católica, como un último regalo para su tutor.

Arthur iba a verlo en persona cada día, con el único propósito de cuidar de él en su lecho haciendo oídos sordos a los cuchicheos del Consejo. Un día de esos, uno de los tantos que ya habían transcurrido, abrió la puerta de la recámara y encontró a Eduardo recostado en la cama, agotado, como si el peso de su propia existencia hubiese caído sobre el rostro y los ojos de aquel humano en lugar del suyo, y supo entonces que el momento había llegado. Titubeó por unos segundos antes de avanzar hasta que, haciendo acopio de toda su fuerza, continuó y se sentó al lado de la cama, sosteniendo las manos frías de un niño que no llegó a ser hombre y él no pudo evitarlo.

Eduardo, en un susurro, le agradeció por todo como si fuera una de esas pequeñas conversaciones que sostenían en sus visitas; le pidió perdón por no haber sido lo suficientemente capaz de seguir mientras las fuerzas se le iban de las manos... Pero estaba seguro de haber hecho una última cosa buena antes de irse, la misma que le hacía convencerse de que dejaba el cargo a alguien capaz de seguir con Arthur, a su lado.

Cuánto deseaban ambos que la historia fuera otra.

"…Y si este es el final, que sea sólo mío. No morirás, te lo prometo, pero me temo que ya no puedo más… ya estoy cansado."

"Señor, ten piedad de mí y toma mi espíritu."

Remember me to one who lives there
Recuérdale a alguien que vive allí.

Estaba dolido profundamente. Al primer día, el luto se había instaurado en la Corte y los nobles lloraban al rey muerto; al segundo, el cortejo fúnebre fue cambiado por un debate sobre el siguiente en el trono y al tercero, la hija de lady Brandon ya había sido informada que sería la siguiente reina, tal como Eduardo había expresado antes de morir. Con el amanecer del cuarto día, por fin se hizo pública la muerte de Eduardo al resto del pueblo y al instante, Jane Grey era proclamada Reina de Inglaterra e Irlanda, como si nada hubiese pasado.

¿O fue acaso él quien se había convertido en el endeble al sentirse ultrajado?

Y la muchacha… Recuerda que Eduardo le habló de ella, introduciéndola ante él antes de que se fuera. Jane era una de las mujeres más inteligentes de la Corte a dicho de muchos y desgracia de otros, y por eso Arthur respetaba a la joven reina, mas no confiaba en ella.

¿Por qué Eduardo no eligió a las otras Tudor? Entendía lo de la hija de la española, y hasta lo de Estuardo ¿Pero Elizabeth?

A medida que pasa tiempo con ella, lo fue notando: Jane era una mujer culta, inteligente, virtuosa y tenía un espíritu rebelde. Era prometedora y, eventualmente, sus ojos cada vez se fijaban más en ella y su propio hablar cambiaba, dejando la reserva de lado e intentando conciliar por el bien de ambos. En tanto la reina, que nunca había deseado serlo, conocía la desconfianza que el rubio sentía y el piso quebradizo sobre el que andaba y ahora se convertía en su reino; no era tonta, no cuando conocía perfectamente su lugar en la línea de sucesión y su propio matrimonio arreglado, tomando una salida que el Consejo ni Arthur esperaron, pero el último había aplaudido cuando se enteró por boca de ella y escándalo del regente: no nombraría a su marido Rey de su casa.

Y ahora más que nunca podía dar fe de los rumores que envolvían a su nueva reina, aunque, a fin de cuentas, el esfuerzo haya sido totalmente en vano.

Jane sólo tuvo la corona nueve días, cortesía de los seguidores de la mayor de las hijas de Enrique al estallar la rebelión y la nación, teniendo sentimientos divididos, decidió hacerse a un lado. Arthur le había jurado lealtad a Jane, pero no podía negar la voluntad del país que exigía a María Tudor como Reina de Inglaterra e Irlanda, una Tudor que llevaba la sangre de Enrique corriendo por sus venas, algo que él mismo anhelaba desde que Eduardo partió y una extraña ocupó su lugar. Jane fue capturada y juzgada por alta traición a la legítima sucesora del Reino siendo sentenciada a la pena de muerte por decapitación… y él prefirió mirar hacia un lado y apartarse. Esto no era con él o, al menos, fue lo que quiso creer en ese momento.

Arthur estaba de pie, cerca al patíbulo. Veía a la joven de dieciséis con la mirada en alto, firme y fuerte, aceptar con serenidad su sentencia recalcando esa imagen que creó Eduardo en cada conversación donde la mencionaba, la que él vio a lo lejos y corroboró estando cerca. Jane, haciendo lo impensado, reafirmó su inocencia mientras miraba por última vez a la personificación de su reino a los ojos. La muchacha tomó un pañuelo y lo ató cegándose al mundo y Arthur pudo verla sucumbir ante el terror de la proximidad de la muerte por mucho que la mujer haya intentado ocultarlo, y pudo entender que ella no era la culpable y éste, mucho menos, el final que una reina de su talla merecía.

¿Quién, sino él, podría saber lo que ese sentimiento significaba?

Él se acercó, tomó sus manos y la guio en una última señal de respeto que ella misma se había ganado y lloró en silencio. Lloró por ella, por él, por Eduardo y por repetir la misma historia nuevamente.

Dos reyes que él mismo entregaba a la muerte.

"Gracias, Arthur."

Levantó la mirada y la observó tan pequeña como era, siendo más grande de lo que él mismo aspiraba a ser. Jane soltó sus manos y sólo así él dio un paso atrás de regreso a su sitio, viendo cómo el verdugo tomaba el arma y la muchacha, con la edad en la que Eduardo se fue, se inclinaba exponiendo su cuello sobre la pieza de madera.

"Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu."

Un solo golpe y casi las mismas palabras.

Retrocedió, se apartó del gentío y se perdió por los pasillos de la Torre, dándose cuenta de lo que había hecho.

Eduardo había elegido sabiamente y él, por una vieja ilusión, perdió por segunda vez.

for she once was a true love of mine.
Que ella una vez fue mi verdadero amor.

María exigió innumerables veces el trono que le correspondía por derecho desde que fue llamada una ilegítima y apartada de la línea de sucesión, cuando la echaron de su lugar de nacimiento y la mandaron lejos de casa. Y ahora que no tenía piedra alguna en su camino, el pueblo estaba de su lado dándole la espalda a la niña que Eduardo había puesto antes que ella. Ella merecía a Inglaterra desde su nacimiento y, ante la usurpación de la traidora, sus seguidores la proclamaron reina en Norfolk el mismo día que la Reina de los nueve días era coronada y esto, indiscutiblemente, marcó el inicio de la guerra entre ambos bandos resultando en su victoria.

Cuando Jane murió, se deshizo de la mayor amenaza para su reinado y sólo entonces pudo asumir el trono a cabalidad con su coronación en la Abadía de Westminster, como su padre y el padre de éste, los reyes legítimos de Inglaterra. Arthur, por otro lado, aún seguía descolocado por lo sucedido con Eduardo y Jane, pero una parte de él era incapaz de negar esa alegría naciente que sentía al ver a la hija mayor de Enrique VIII en el poder.

Los preparativos para la Ceremonia de Coronación se estaban dando y él se sabía las pautas de memoria ¿Cuántas veces no lo había hecho ya? Las ceremonias, cuando el futuro Rey era un varón, eran bastante protocolares, pero con una mujer resultaban bastante más personales.

Jane Grey había sido la segunda mujer en tomar el trono, es cierto, pero las cosas eran bastante diferentes con Maria. Arthur, al final, estuvo a favor de la coronación debido a lo que ella era, mientras el sentir del pueblo de Inglaterra la llamaba reina por lo que María representaba, traduciéndose en una unión completa y sólida por parte del pueblo y su representación.

El día había llegado y, como era de esperarse, la Abadía de Westminster sólo contaba con la gente más importante de toda Inglaterra, Gales e Irlanda. Maria ya había sido vestida con la túnica del sudario, la túnica superior y la capa y estola reales, recibiendo el orbe y cetro. Arthur se acerca hasta ella y, como parte de la ceremonia, se hinca y es él mismo quien coloca el anillo en su dedo en representación al matrimonio que desde ahora en adelante los unirá en un lazo superior al que puede existir entre los humanos. María jura ante los presentes y ante Inglaterra el compromiso con su país reafirmando los votos que tomó. Arthur toma distancia y observa el momento en que la corona se ciñe sobre la sien de María I de Inglaterra, hincándose junto con todos los presentes como uno más de ellos en el momento en que ella se reafirma como su reina y soberana.

"Dios salve a la Reina."

Tell her to make me a cambric shirt.
Dile que me haga una camisa de lino

María era católica, cosa que había dejado en incertidumbre a la Inglaterra protestante que Enrique, Eduardo y Jane habían protegido a su manera. Liberó a la parte del clero que había sido encarcelada en los reinados anteriores aferrándose a la fe católica de su madre y tan pronto tuvo el poder absoluto, se enfrentó a la separación de la Iglesia que su padre propició alguna vez y que ella misma había condenado desde su exilio. Por otro lado, tomó la tarea de buscar un esposo haciendo caso omiso a las recomendaciones de la Cámara de Comunes que le sugerían elegir a un inglés. Ella, sin embargo, volcó su interés en la nación que le dio cobijo y alguna vez fue la aliada de su ahora reino, España.

Para entonces, Arthur había decidido apoyarla ciegamente, mucho más después de la coronación. Confiaba en ella, en su Casa y en sus promesas, y aunque el resto de la monarquía estuviera en contra, estaría del lado de María por sobre todas las cosas por promesa y convicción.

Parsley, sage, rosemary and thyme.
Perejil, salvia, romero y tomillo.

La reina al final se decidió por un esposo español. Se casó con Felipe, hijo de Carlos V y heredero a la corona del Reino de España e, inmediatamente, los consejeros se opusieron por el temor que Inglaterra se volviese dependiente del país ibérico y el pueblo, haciendo eco de lo mismo, se puso en contra sabiendo que asumirían una guerra que no les correspondía: la de Francia y España.

A Arthur le afectó más de lo que imaginó en un inicio. Después de sus diferencias, de la cuestión real y el propio trato a Catalina y a su hija ¿iba a establecerse en matrimonio con España nuevamente? ¿Era siquiera posible? No tenía que ser un genio para saber que Antonio se jactaría de esto hasta el final de sus días.

Tragarse su orgullo y mirar nuevamente al español a la cara como un igual, como si nada entre ellos hubiera pasado era imposible. Lo sabía.

María lo había buscado hasta hacer que la escuchase, prometiéndole que las cosas estarían bien, que las reformas eran necesarias, que esto era necesario para todo el pueblo. Trató de convencerlo y usó cuanto pudo para hacerlo. Tomó la mano de Arthur y lo miró a los ojos, pidiendo el apoyo que él mismo le había prometido.

"¿Tú también me darás la espalda, Arthur?"

Arthur titubeó y ella vio su oportunidad. La reina levantó el anillo que la ataba a Inglaterra con un fino movimiento, obteniendo la atención de los ojos verdes que la miraban con duda y resistencia. El rubio apretó la mandíbula rendido, agachó la cabeza y asintió.

Después de todo, cualquier cosa era un buen pretexto para patear a Francia ¿no era verdad?

María le sonrío y colocó su palma en la mejilla del inglés, susurrando en un tono dulce y suave, lo suficiente para que llegase sólo a sus oídos y se convirtiera en un secreto entre los dos.

"Amo a mi reino más que a nada. Por sobre todas las cosas, amo a Inglaterra."

Arthur cerró los ojos sintiendo el tacto, disfrutando del calor y el consuelo que le brindaba.

Él también la amaba.

Without no seams nor needlework
Sin costuras ni finos bordados

Ella se lo había pedido y Arthur, tragándose el orgullo y todo el amor propio que sentía, había accedido. La miraba una vez más y sabía que si ella se lo pedía, él iría contra el mundo y todo aquel que se cruce ante la voluntad de su reina.

Maria había iniciado negociaciones secretas con el Papa Julio III inmediatamente después de ser elevada al trono, cuyo resultado fue el envío de un legado pontificio. Felipe y María, ya casados, buscaron la forma en que Inglaterra se reconciliaría con la Iglesia Católica logrando que el Parlamento aprobara casi con absoluta unanimidad la "Súplica" al poco tiempo, rogando el perdón al Papa y a la Iglesia junto a la petición de conciliar con Roma y el catolicismo.

La petición formal había llegado y la comitiva inglesa estaba presente, en tierras de la Iglesia. Arthur sufría por dentro sintiéndose cada vez menos capaz de dar un paso adelante. María se veía radiante junto a su esposo y Antonio, quien caminaba erguido a su lado, ralentizó sus pasos hasta alcanzar al inglés con una sonrisa socarrona en sus labios.

"¿Dónde está tu protestantismo ahora, Inglaterra? ¿Acaso tu gente ya se dio cuenta del destino que les espera de seguir con la vida pagana que llevan? El que tú no tengas un alma que salvar no hace que tu pueblo sea igual."

"Todo en esta vida se regresa, Arthur. Todo."

Levantó la cabeza sólo para verla y se mordió la lengua, dispuesto a callarse. España lo provocaba, tenía que ser más inteligente que eso... Pero algo de razón debe tener Antonio. Los deseos de María eran puros, por eso él estaba allí, eso es lo que ella le había dicho.

Ella quería lo mejor para él y eso bastaba.

El salón era grande y el jefe de la Iglesia Católica se levantó al verlos llegar. Italia Veneciano y Romano estaban acompañándolo, uno con una sonrisa sincera en el rostro mientras que el mayor tenía un gesto triunfante en la cara. Los saludos de rigor se dieron, María se arrodilló rogando por el perdón de Su Santidad y su reincorporación a la religión verdadera, pero los ojos de todos fueron a parar a quien iba tras ella, al centro del verdadero espectáculo. España sonreía con suficiencia, Romano aguantaba las carcajadas y Feliciano lo miraba suplicante. Arthur estuvo a unos segundos de irse y mandar al diablo a los miserables que se regocijaban viendo su humillación cuando sintió la mano de su reina tomando la suya y se arrodilló con ella.

Le dolía, como nunca lo había experimentado. Un dolor que no era físico, pero sí más grande y profundo, destruyéndolo por dentro.

Arthur renegó de su fe de rodillas frente a todos, de Enrique VIII y su descendencia entera, renegó de lo que había logrado y del estilo de vida que había llevado. Suplicó perdón, suplicó hasta que las lágrimas de rabia empezaron a salir. Sentía los ojos del mundo sobre él y no pudo hacer nada más que aferrarse a evitar que su voz se quiebre y darles la maldita victoria completa.

El Papa estiró su mano y la puso por delante de Arthur, ignorando completamente a María.

"Entonces, Reino de Inglaterra e Irlanda ¿juras fidelidad, obediencia y sumisión ante la Iglesia Católica y ante mí?"

Maria, que yacía a su lado, apretó la mano del inglés cuando no oyó una respuesta a la pregunta y sacándolo de sus propios pensamientos, hizo que se girara y la mirase a los ojos.

Ella contaba con él.

Podía hacerlo.

… Tenía que hacerlo.

"Sí, Su Santidad. Lo juro por el Dios vivo en el que creo y en el que deposito mi fe y la de mi pueblo"

then she'll be a true love of mine.
Y ella será mi amor verdadero.

¿Qué no había hecho ya por ella? Y, aun así, seguía sin ser suficiente.

Hizo cuanto María le pidió por voluntad propia, sin resentimiento, plenamente consciente de sus límites y doblegándolos a extremos que él mismo nunca había creído posibles, pero no podía perdonarle esto. Comenzó a privilegiar a los católicos que quedaban en su casa, incluso devolviendo los bienes confiscados por Enrique y Eduardo a ciertas órdenes religiosas. El pueblo se levantó y él no pudo tapar el sol con un dedo y, en cuestión de días, la rebelión estalló sin poder ser contenida.

La fe de María fue más lejos y perdió el control totalmente, condenando a los principales líderes protestantes en contra de su régimen a la hoguera; también envió espías a los lugares donde se habían refugiado protestantes ingleses, como en Dinamarca, y prohibió bajo pena de muerte la posesión de libros religiosos que no fueran los católicos. La reina pronto advirtió que estas medidas sólo creaban resentimiento e incitaban a la rebelión, de modo que puso sus esperanzas en engendrar un heredero que prosiguiese la conversión del país al catolicismo, uno que nunca llegó y Arthur no supo si debía alegrarse por ello.

Ella simplemente no era María, no la que conocía. No sin su comportamiento clemente ni su devoción por la tierra que él mismo había puesto en sus manos. Sintió ira, dolor y pena que prontamente se convirtió en un rencor profundo que empezó a devorarlo por dentro.

Arthur había llegado a sentir odio por ella. Todas y cada una de las noches en su cabeza se repetía una y otra vez el sonido de los gritos, los lamentos, los llantos y los quejidos de las víctimas de la mujer que había prometido ponerlo por sobre todas las cosas. El olor a carne quemada, los colores naranjas y carmesí de las hogueras...

María la Sangrienta se convirtió en la reina más sanguinaria que la historia de su gente alguna vez haya conocido. No obstante, el ahora rey de España y esposo de la mujer que llevaba su corona, había pedido la intervención británica en contra de los franceses a lo que Maria había respondido con financiamiento monetario y militar sin vacilar, haciendo que Inglaterra peleara una guerra que no le correspondía.

Ni siquiera tenía que estudiar la situación dos veces para darse cuenta que la mujer que había amado con locura ya no existía más.

La guerra con Francia le trajo sinsabores a él y a su propia gente y eso, claro estaba, fue sin contar la epidemia de gripe que se extendió por todo el país. Con todo esto, María se había apoyado en su esposo, Felipe II, pero éste se había ido a España para no volver, abandonándola por completo. La reina, al saberse sola, buscó desesperadamente a la única persona que había estado para ella incondicionalmente, a quién había humillado, lastimado y destrozado y cayó en cuenta de todo cuanto había hecho.

María lloró por Arthur, por el dolor que le causó, por las cosas que había hecho y, con toda el alma, trató de alcanzar su perdón.

❴ • - • ❵

Fueron años los que María intentó e intentó incansablemente. Arthur lo había notado y, durante el tiempo lejos de ella, comprendió que no era rencor lo que había resultado de su reinado, pero sí un dolor profundo que no podía perdonar ni hacer a un lado como si no hubiese sido más que un mal menor.

¿Ella acaso alguna vez pensó en lo que sentía?

¿Por qué él tenía que ceder, entonces?

La situación se había vuelto insostenible para el país y Arthur sabía a la perfección lo que tenía que hacer, por más que sus sentimientos dijeran otra cosa. Ya no podía seguir así y, finalmente, decidió hacerse a un lado y no volver a verla otra vez por su propio bien.

María, al enterarse, quedó completamente destrozada, justo en el momento en que su salud empezó a deteriorarse hasta el punto de convertir la sucesión a la corona en un tema vital para Inglaterra. Se descartó de inmediato a Felipe quien, desde un inicio, no había sido aceptado por el pueblo y mucho menos lo sería ahora; además, Elizabeth, hermana de la reina, había empezado a ganar popularidad y la gracia del pueblo. Viendo que lo que se vendría era inevitable, María buscó la forma de conciliar y le pidió a la hija de Bolena, su sucesora, que se cambiara al catolicismo y que persistiera con su reforma, a lo que la otra Tudor había fingido aceptar en silencio, sin discutirlo.

Arthur, por su parte, se quedó callado, mirando desde la distancia cómo los encuentros de ambas se daban cada vez con más frecuencia, tomando puntos que él mismo había definido tiempo atrás. Ahora su fe descansaba en Elizabeth, a quien llevaba respaldando en secreto desde que la brecha con María se hizo imposible de zanjar.

❴ • - • ❵

Arthur llevaba minutos esperando frente a la habitación de la reina agonizante, con la espalda recostada en la pared y la cabeza en un lugar lejano, uno donde deseaba que el corazón no pudiera alcanzarle. Sus ojos se enfocaron directamente en la puerta cuando la oyó abrirse y vio a Elizabeth salir, dándole la oportunidad de verla una última vez. El rubio observó la entrada y dudó unos segundos. Elizabeth guardó silencio y se apartó dejándole solo y él, aferrándose únicamente a la razón que en un inicio lo trajo hasta Saint James, ingresó a la Recámara real sin saber exactamente qué esperar.

Cuando ingresó y la vio, su corazón se estrujó con dolor y lástima. La mujer en la cama no podía ser María, no cuando no era ni la sombra de la reina que había sido coronada en Westminster como ama y soberana de su casa. Su semblante enfermo, opaco, su dificultad para hablar y su poca fuerza no hacían referencia en nada a la mujer que todo su pueblo clamó como reina legítima de Inglaterra. Arthur se acercó al borde de la cama, con el respeto al que todo inglés tendría por su Reina, y tomó asiento en la silla apostada cerca de la cabecera, en completo silencio.

No supo qué decir.

—Han pasado muchos años, Arthur —susurró con una voz ronca y cansada.

—Sí, mi señora —respondió manteniéndose lo más impersonal posible, sin dejar que algo más que el compromiso pudiese verse a través de sus palabras.—. Y hubiesen sido muchos más si un condenado a muerte no hubiese pedido lo contrario.

María se desesperó y levantó la mano, temblorosa, buscando erráticamente la del rubio sin éxito alguno. Arthur la miró con pena y, finalmente, respondió sujetándola delicadamente mientras cerraba los ojos, intentando hacer que el dolor se desvanezca.

—Lo siento tanto —balbuceó con la voz quebrada—. Lamento todo, absolutamente todo. Lo siento, lo siento de verdad, Arthur. Como reina, como mujer, lo lamento tanto.

Arthur apretó los párpados, comprendiendo el terrible error que había cometido al venir. Abrió los ojos y la observó llorando, con la pena marcada a través de la mirada. Guio la mano de la mujer hasta su lecho y la dejó grácilmente sobre las mantas, con una devoción que nunca se había ido para desgracia suya y como última esperanza de la reina.

—Su Majestad, debería descansar. –apeló a la formalidad y a mantenerse firme, aferrado al protocolo, recordándose que sólo estaba allí por un último deseo: el de ella.

—¿Podrías al menos cumplir la voluntad de esta moribunda en su lecho de muerte? —Arthur bajó la mirada ante el golpe bajo—. Soy una mujer que cree en el cielo y el infierno. Sé lo que me espera una vez cierre mis ojos y todo se acabe para mí y por eso —tanteó nuevamente sobre las mantas y esta vez el inglés no tuvo la fuerza para apartarse—, quiero arreglar todo antes de partir.

El inglés tragó saliva, intentando no verla.

—Alguien como tú no necesita oír eso de mí, María —susurró débilmente, sintiendo el ligero apretón que la reina le daba en la unión de sus manos. Sabe bien que esto toma matices personales y no puede hacer nada contra ello a estas alturas. Es plenamente consciente que habla más por lo que es que por lo que representa y, simplemente, es eso lo que termina creando el quiebre a la muralla que él mismo ha construido durante todos estos años—. Tú que fuiste elegida por algo más grande que todos nosotros en esta tierra.

Los labios de la reina se contrajeron en una leve sonrisa.

—Arthur —el inglés la miró nuevamente oyendo la dulzura con la que ella pronunciaba su nombre, como antaño. Con el mismo timbre con el que le llamó horas después de la ceremonia de coronación, cada vez que estaban juntos en el palacio… Simplemente, no había forma en que pudiese negarse—, podré irme en paz y pagar por lo que hice si tan solo me perdonaras.

El corazón resquebrajado de Arthur se destrozó. Sus ojos miraban a la reina María, su esposa, como si el tiempo no hubiese pasado entre ellos y aquello que los separó nunca hubiese tenido lugar. La amaba y quiso desde el fondo de su alma responderle y decir que todo este tiempo la amó y eso fue lo que lo lastimaba aún más. No la odiaba ¿cómo podría? Todo este tiempo sabiendo que la engañaba y se engañaba a sí mismo. Todo este tiempo dejándose llevar por el sentimiento de su gente y no del propio, que era el que más debía importarle ahora.

Abrió la boca y movió los labios, preso de un cúmulo de sentimientos que no tenían un orden y peleaban todos ellos por salir a la misma vez. Su voz sonaba clara y limpia ignorando el temple que hace segundos había tomado… Pero nunca formuló lo que ambos esperaban oír.

Ask her to find me an acre of land.
Diganle que me encuentre un acre de tierra

Parsley, sage, rosemary and Thyme.
Perejil, salvia, romero y tomillo

Between the salt water and the sea strands,
Entre el agua salada y la arena del mar

then she'll be a true love of mine.
Y ella volverá a ser mi verdadero amor.

En un principio, María miraba extrañada a Arthur, pero, a medida que lo oía, todo tomaba sentido y las lágrimas comenzaban a descender por sus mejillas. Arthur se desesperó, intentó formular lo que su Reina quería y necesitaba oír en esos momentos, lo que su corazón le rogaba decir, pero su boca se negaba a obedecer, repitiendo el estribillo de esa canción.

María la conocía y Arthur, amargamente, sabía qué tan cierto resultaba para todo el Reino de Inglaterra.

La reina sintió cómo su última oportunidad se iba entre sus manos, acabando con la esperanza de conciliarse con la única persona que la había querido y respetado en toda la Corte y, probablemente, en toda su vida desde que nació en esa maldita cuna de oro y fue echada a los lobos. Comenzó a toser y luego a desestabilizarse, manchando las mantas blancas de un carmesí que hizo ponerse de pie al inglés sintiéndose el responsable. El médico de cabecera entró alertado por la guardia cercana y los quejidos de la reina, directamente hacia el lecho y tratar de recuperarla de las malditas garras de la muerte mientras Arthur, devastado, retrocedía con culpa viendo la escena.

Sus labios no dejaron de articular ni uno de los versos de aquella canción.

Salió de la habitación, corriendo por los pasillos del Palacio de Saint James, buscando el lugar más alejado del que tenía recuerdo.

No podía estar ahí.

No debía.

Are you going to Scarborough Fair?
¿Estás yendo a Scarborough Fair?

Parsley, sage, rosemary and thyme.
Perejil, salvia, romero y tomillo

Remember me to one who lives there
Recuérdale a alguien que vive allí.

for she once was a true love of mine.
Que ella una vez fue mi verdadero amor.

Y Arthur lloró. Comprendió todo y nada a la vez... y odió su existencia y todo cuanto era.

Arthur amaba a Maria y la perdonaba genuinamente. Era incapaz de verla sufrir y si hubiese existido una forma de detener su agonía, la tomaría, costara lo que costara. Se arrepintió de haberla dejado sola todos estos años y renegó de sus malditos errores, de ser quien la lastimara ahora como si intercambiase el dolor recibido con la agonía de esa mujer.

Inglaterra, por otro lado, el Reino de Inglaterra e Irlanda, aborrecía a la reina Maria I. El pueblo la odiaba, la quería muerta... quería cobrar el dolor que les había obligado vivir, la sangre que derramó durante todo su reinado y las vidas que se llevó por una estupidez que no tuvo ninguna razón de ser.

Ser la representación de un país era ser la representación del pueblo, aun si eso era algo que aborreciera. Nunca importó realmente lo que él como persona alguna vez haya sentido ni lo que alguna vez haya deseado. Si la voluntad del pueblo era una, por más que esté roto por dentro, obraría por ella, aunque el corazón le sangre y las lágrimas corrieran por sus mejillas… Porque así debió de ser, desde el inicio de todo.

Arthur no dejaba de repetir una y otra vez el estribillo. Tiró de sus cabellos con la esperanza de que el sonido cesara y sus labios por fin se callaran, pero la letra se hacía cada vez más marcada y limpia, ahondando el dolor que tenía incrustado en el pecho. Intentó todo, pero no pudo hacer nada. Su corazón terminaba de romperse y en lo único que pensaba era en la mujer que había dejado en ese cuarto, en un estado mucho peor que en el que él se encontraba.

Pasaron horas que le supieron eternas antes de que la canción se terminara. Casi tan pronto como acabó, el sonido de su voz fue reemplazado por los gritos de algarabía que comenzaron a llenar las calles. Se puso de pie, se acercó al balcón y vio cómo la nación entera se regocijaba en la muerte de Maria y reclamaban a Elizabeth como su legítima reina.

Secó sus lágrimas, bajó las escaleras de la torre y se dirigió hacia el salón principal creando esa máscara de neutralidad que había aprendido a desarrollar en sus siglos de vida. Elizabeth, conocedora de lo que hubo alguna vez entre Arthur y su hermana, lo miraba con empatía y una sonrisa apagada, viendo más allá de lo que él deseó.

El inglés se acercó hacia la ahora Reina de Inglaterra, se arrodilló y presentó sus respetos en un acto sumiso, vacío, como debió haber hecho con todos sus reyes y reinas desde hacía casi un milenio. Elizabeth, en un acto imprevisto y ante el escándalo de los miembros del Consejo presentes, se arrodilló frente a él, limpiando sutilmente las lágrimas del inglés con las mangas de su vestido.

—No vuelvas a hacerlo —susurró en una voz suave, con el suficiente volumen para que sólo se mantengan en un secreto entre ambos—. Tu lugar no es a mis pies, sino a mi lado, Inglaterra.

Elizabeth se puso de pie y ofreció su mano a la representación de su nación, sin vacilar. Arthur la observó desde su lugar, mirándola con duda, sabiendo perfectamente lo que implicaba hacerlo y si esto no significaba cometer el mismo error otra vez. Le tomó unos segundos decidirse y, una vez lo hizo, tomó con fuerza la mano de Elizabeth y se levantó, recibiendo los aplausos de los presentes.

De esta forma, el derecho total de Elizabeth Tudor a la corona se respaldaba en la voluntad de todo lo que realmente era Inglaterra y, a su vez, se cimentaba el inicio de un nuevo reinado. Esta vez, con un pacto previo entre la Monarquía y la Nación.

Dios salve a la reina.


La canción es Scarborough fair y, en este caso, la letra es parte de la versión de Simon & Garfunkel. La canción en sí es parte del floklore inglés, específicamente de la Edad Media, y no tiene un autor conocido.

Como ven, trata sobre un hombre que tuvo un desengaño amoroso y pide cosas imposibles de tener si es que la chica quiere que él vuelva a creer en su amor. Por amor, por resentimiento, por dolor… Ah, es una de mis canciones favoritas y, aunque la letra es triste, es muy bonita ¿no creen?

Además, cabe resaltar que esta redacción es muy por el punto de vista de Arthur, parcializado, no como un juicio de valor de que los protestantes hayan sido los buenos y los católicos, los malos. De hecho, cometieron abusos igual, y… hmm, esto es parcializado, en otras palabras.

Referencias:

La Torre: La Torre de Londres

La hija de la española: María Tudor, hija de Catalina de Aragón –española- y Enrique VIII.

Colobium sindonis/Túnica del sudario: Túnica blanca sin mangas utilizado en la coronación de los reyes británicos Simboliza la transferencia de poder del pueblo hacia el soberano.

Supertunica/Túnica superior: Abrigo largo de seda dorada que llega a los tobillos y ancho de mangas.

Robe Royal/Capa real: Capa forrada en seda carmesí y decorada con coronas de plata, símbolos nacionales y un águila imperial de plata en cada una de las cuatro esquinas.

Stole Royal/Estola real: Complemento de la capa real.

La cuestión real: El largo intento de Enrique VIII por terminar su matrimonio con Catalina de Aragón recibe este nombre.

Las frases en cursiva, centrada y en comillas son adaptaciones de lo que se dice que los Reyes en cuestión pronunciaron antes de morir, obviamente cambiado por fines estéticos y que se acomoden al texto y otros, básicamente, fueron agregados para darle sentido a sus antecesores.