La primera vez que me confundieron con Paul McCartney fue en el otoño de 1962. Él acababa de publicar con los Beatles su primer sencillo, Love me do. Por mi parte, yo ya llevaba varios meses trabajando en la tienda de electrodomésticos de mi tío. Un buen día, en el camino de vuelta a casa desde el trabajo una joven de unos diecisiete años se me quedó mirando muy fijamente. Mi primera reacción fue pararme y mirarla con la misma atención, pues supuse que si me observaba de esa manera tal vez nos conociésemos. De repente, ella esbozó una sonrisa que interpreté como una confirmación de su sospecha y acto seguido, se avalanzó sobre mí. Mis continuos fracasos con las mujeres hicieron que no pusiera yo obstáculo alguno a su efusividad y que la abrazase como habitualmente las chicas no me dejaban. Para cuando empezó a besuquearme, yo ya había abandonado la tarea de localizar en mi memoria a mi repentina conquista. Por si me quedaba alguna duda de que aquella muchacha estaba en un lamentable error, ésta desapareció por completo cuando empezó a gritar ¡Paul, Paul!" Ni me inmuté. Mi orgullo sí lo notó un poco más, pero en cualquier caso merecía la pena. En la mayoría de las ocasiones la humillación era aun mayor y yo no era ni de lejos besado y manoseado de aquella manera. Pero claro, poco dura la felicidad en la casa del pobre. Inmediatamente fui reprendido por la Sra. Helen Clodish, una cliente habitual. Al verme en una actitud semejante, no dudó en reclamarme, en azotarme con su bolso y, por supuesto, en pronunciar mi nombre a voces: "¡Billy!".
Disuelta la indecencia, la Sra. Clodish abandonó la escena del crimen con aire de orgullo por el deber cumplido y dejándome a solas con aquella chica y con una mentira al descubierto. Aquella situación no la había vivido antes. Decidí entonces aguantar el chaparrón y recrearme, antes de que desaparecieran en la contemplación aquellos labios que yo acababa de saborear. Para mi sorpresa, cuando volví a mirarla descubrí en su cara un gesto más cercano a la incredulidad y a la duda que al enfado o al resentimiento. "¿Eres Paul?", me preguntó. Seguir con la farsa me pareció cruel. Muchas veces había sido yo humillado sin piedad, pero entendí que aquella muchacha, que no me regateó ni un ápice de su cariño, no debía ser objetivo de mi venganza. "No, no soy ese tal Paul. Soy un tipo llamado William Campbell, Billy, si quieres". Mi confesión no pareció sacarla del estado de estupor en el que entró al verme. "¿No eres Paul McCartney?", insistió. Por aquel entonces mi relación con los Beatles se limitaba al par de veces que había escuchado Love me do por la radio, por lo que aquel nombre no me dijo nada. La chica entonces me contó quién era Paul McCartney y que éramos dos gotas de agua. A duras penas conseguí convencerla de que yo no era quien ella deseaba, que no es que se me hubiese subido la fama a la cabeza y pretendiese escabullirme, que mi mayor logro musical hasta ese momento era el haber vendido dos radios en el mismo día.
En días sucesivos, confusiones como ésta se fueron convirtiendo en habituales. Yo seguía la corriente o no según me interesase, aprovechándome de fama ajena. Llegó un momento en el que me vi carente de recursos para
sostener mi patraña, es decir, concluí que si quería ligar vía Paul McCartney ya no me era suficiente con saber que era uno de los integrantes de un grupo musical llamado los Beatles. Por tanto, no dudé en comprar el sencillo, recopilar todo recorte de prensa por irrelevante que pudiera parecer y escuchar todo programa de radio que, aunque fuera de pasada, mencionara a mi doble.
Siguiendo el plan, una mañana me ausenté un rato del trabajo para ir a la tienda de discos de Frankie Adams. Fue ahí donde entendí toda la retahíla de confusiones que me venía persiguiendo, donde tomé conciencia de "El milagro de los peces y los McCartneys", como lo bautizaría John Lennon años más tarde. Mirar la portada y mirarme a mí mismo era como esos pasatiempos en los que tienes que descubrir siete errores. Volví apresuradamente al trabajo para poder examinar con tranquilidad la portada en la trastienda. Una vez de vuelta, no tardé en encontrar matices distintivos. En principio me decepcionaron tales diferencias pero las terminé juzgando como positivas, pues me daban argumentos cuando no me interesase la confusión. En tales casos, solía hacer notar mi cicatriz en el labio superior, mi nariz más respingona o mi frente más ancha. De todas maneras, intuí (acertadamente) que mi vida iba a experimentar un cambio radical, sobre todo en lo referente a mi relación con el sexo opuesto.
Mi éxito con las mujeres fue creciendo de forma proporcional a la fama y reputación de los Beatles. Llegó un momento incluso en que tuve que cambiar el trabajo en la tienda por otro que pudiera ejercer sin estar de cara al público, ya que corría el riesgo de ser reconocido mientras suplantaba a Paul McCartney. Pero mi éxito iba inexorablemente acompañado del suplicio que era para mí escuchar todas y cada una de las canciones del grupo. Algunas de ellas incluso las memorizaba y las cantaba para consolidar mi mentira. También aprendí a tocar un poco la guitarra. Empecé tocándola con la derecha hasta que una tarde una chica me descubrió y me informó que Paul era zurdo, así que tuve que aprender a tocar con la izquierda. Al principio, todo aquello me divertía y realmente merecía la pena, pero con el paso del tiempo se convirtió en una estúpida obligación auto impuesta que no resultaba tan entretenida. Todas las chicas de Darlington y la mayoría de las del condado conocían ya a "Peter McCarthy, el falso Beatle", por lo que mi parecido con Paul McCartney terminó siendo motivo de mofa. En ese punto, decidí ampliar horizontes y objetivos. Resolví trasladarme a Londres, donde nadie me identificaría, y utilizar mi parecido no sólo para jugar los fines de semana. Cansado de tararear las mismas canciones a una chica tras otra y de ser en ocasiones objeto de burla, me propuse ser yo quien tomara el pelo a los demás. En Londres asistiría a fiestas y exposiciones haciéndome pasar por Paul McCartney, firmaría autógrafos y, por supuesto, seguiría ligando todo lo que pudiera.
