Disclaimer: Naruto y compañía pertenecen a Masashi Kishimoto.
Summary: Cuando Hinata, la hija de un general, decida salvar a un esclavo herido, su vida da un giro inesperado.
A la orilla del río.
Capítulo 1
Hinata
Mientras escuchaba las palabras de su padre, sólo podía pensar en lo infeliz que era.
Estaba encerrada todo el tiempo, y aquello la tenía agotada. No podía escribir, leer o siquiera asomarse por las ventanas. Su único contacto con el mundo exterior eran las pláticas que tenían con sus dos damas de compañía, quienes muy apenas y podían verla a los ojos.
Se acababa de enterar de su próximo matrimonio, y aquello fue lo que realmente la hizo sentir desdichada.
Su padre, Hiashi, líder del clan Hyūga y el daimio de la región, así lo había decidido.
A veces, sólo a veces, quería salir corriendo. Su vida era tan monótona y aburrida, lo único que solía hacer era estar encerrada en su recámara, esperando a que las estaciones pasaran una tras otra.
¿Por qué nació siendo hija de un hombre rico? Renegaba tanto de su posición.
Cuando era pequeña, su padre solía decirle todo el tiempo lo avergonzado que estaba de que su primogénito no fuera un varón. El hecho de que su madre sólo pudiera engendrar a dos mujeres, lo convirtió en una persona fría y sin corazón, al punto que se obsesionó a casarla con alguien que fuera de una posición social similar, o que pudiera brindarles algo de provecho.
Y finalmente lo había logrado.
Hinata apretó los labios, sintiendo una gran impotencia. ¿Su único papel en la vida iba ser brindarle bienes a Hiashi?
El hombre seguía hablando sobre el matrimonio y las ventajas de éste, pero ella estaba algo ausente. Al darse cuenta de esto, el líder del clan Hyūga llamó su atención.
—¿Has escuchado todo lo que dije? —le preguntó.
La chica, quería decirle que no, y que realmente no le importaba, porque como quiera él haría lo que le pareciese, pero se quedó callada. Seguía inclinada, con las manos apoyadas en el piso de madera, y viendo al suelo, tal y como le habían enseñado que era la manera más educada de hablar delante de los mayores.
Se dio cuenta de que el tatami estaba frío, ¿acaso nevaba afuera? Ese invierno había llegado con mucha fuerza a comparación con otros años, debido a esto, cada día llegaban quejas tras quejas de parte de los pueblerinos de la villa, por la falta de comida, los campos y ríos congelados, o las familias enteras que se encontraban atrapadas en sus cabañas gracias a las fuertes tormentas.
Aquello la entristeció, porque su padre no atendía aquellos llamados, estaba más preocupado por ganar territorios y llenar de armas a sus soldados.
La muerte le era insignificante. Cuando su madre había muerto justamente cinco inviernos atrás, Hiashi simplemente se limitó a mandar incinerar su cuerpo, y tirar las cenizas al río, como si aquellos no fueran los restos de su esposa. Dos años después, su hermana menor también había fallecido gracias a una epidemia que azotó la provincia, decían que cuando el líder del clan Hyūga se enteró del fallecimiento de Hanabi, parecía más aliviado que triste.
Para él, nada tenía valor si no le podía sacar provecho.
—Yoshimashi-dono ha sido el seleccionado para ser tu marido —dijo.
Hinata pocas veces se sorprendía, había aprendido con el tiempo a controlar sus emociones, tampoco hablaba mucho, era como una pequeña muñeca de porcelana. Ser dócil y sumisa era lo único a lo que una mujer de su categoría podía aspirar.
Su único papel en la vida era buscar un marido para poder tener hijos, y que fueran varones, de preferencia, como si ella pudiera elegir eso.
Sin embargo, al escuchar las palabras de su padre, sintió cómo el estómago se le revolvía, despegó la mirada del suelo, y vio a Hiashi a los ojos. Esos ojos que eran parecidos a los suyos, pero más fríos y cubiertos de arrugas.
¿Cómo era posible?
Yoshimashi Kou, el dueño de un ochenta por ciento de las tierras del este, gran estratega militar, conocido por los múltiples asesinatos que había cometido para apoderarse de todos esos terrenos. Un hombre de sesenta años, robusto, cubierto de canas, tan viejo podría ser su abuelo.
Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza.
¿Ese era su futuro? ¿Estar acompañando a un anciano, para que cuando muriera, todas sus tierras y riquezas pasaran a manos del clan?
Apretó fuertemente su kimono, sentía cómo su corazón latía acelerado, como si quisiera salírsele del pecho.
—P-padre —susurró, pero se escuchó más como una protesta.
Hiashi frunció el ceño con desagrado.
—Tus modales, Hinata —sentenció. Ella, al darse cuenta de su atrevimiento, cerró los ojos y volvió a inclinar su cabeza—. Yoshimashi-dono está más que de acuerdo con el matrimonio. Somos dos de las familias más importantes del país, este compromiso significaría unir nuestras fuerzas, y poder derrotar a esos bastardos del norte.
Cuando escuchó a aquello, sintió ganas de reír. Dentro de su corazón, sabía que sus palabras eran verdad. ¿Qué más podía hacer ella, una simple princesa, en contra de una batalla que se aproximaba? Tal vez su padre no era el mejor daimio de la provincia, pero por lo menos trataba de buscar la manera de evitar la guerra, tal vez estaba consciente de que, si ésta sucedía, acabaría no sólo con la gente del pueblo, si con ellos también.
Al final, ella sólo debía cumplir con su deber, y buscar lo mejor para las personas que se partían el lomo a diario trabajando, que pagaban sus impuestos, y vivían humildemente bajo el yugo de una sociedad que exigía cada vez más.
Con los rostros de toda esa gente clavados en su cabeza, se resignó.
—Entendido, padre.
—La boda se celebrará en dos meses —dijo el hombre, para después marcharse.
No se atrevió a moverse hasta que su padre desapareció de la recámara.
Cuando levantó la cabeza, se dio cuenta que estaba reteniendo las lágrimas, mas no lloró, porque no había motivo, desde muy pequeña sabía que ese era su destino.
Sin embargo, sentía cómo el pecho se le estrujaba. Dolía imaginarse un futuro tan desolador, dolía el saber que su madre y Hanabi no estaban ahí para apoyarla.
Hinata apretó tanto sus puños, que las uñas se le encajaron en las palmas, y las hizo sangrar.
¿Qué iba a ser de ella?
Cuando se reunió con Yoshimashi-dono, lo primero que sintió fueron unas inmensas ganas de salir corriendo.
Ya lo había visto un par de veces antes, su padre, él y otros comandantes se juntaban para hablar sobre los batallones, le solía parecer un hombre honrado y capaz. Pero el saber que ahora era su prometido, hizo que cambiara su opinión.
Aquel que se atrevía a tomar a una jovencita como esposa sólo para fortalecer sus alianzas, no podía valer ni un costal de arroz.
Su padre y él se habían reunido para arreglar los detalles del futuro compromiso, y sobre una batalla que librarían en unos días, en la provincia.
Hinata no quería estar ahí, prefería mil veces seguir encerrada en su recámara.
Se dio cuenta que empezó a desarrollar una extraña repulsión hacia Yoshimashi.
—¿Y qué opina, Hinata-sama? —preguntó el anciano, probablemente refiriéndose a la conversación.
Levantó la cabeza, y educadamente puse mis manos sobre mi regazo.
—Creo que Yoshimashi-dono tiene un punto de vista muy interesante —dijo en un tono muy neutral.
Nadie pareció darse cuenta de que ni les había prestado atención.
Para su sorpresa, Yoshimashi soltó una carcajada, mientras volteaba a ver a Hiashi con gran alegría.
—Tu hija es muy hermosa, y educada, será una fantástica esposa.
—Muchas gracias por sus palabras, Yoshimashi-dono —su padre hizo una reverencia, y Hinata lo imitó.
—Nos esperan grandes cosas, Hiashi —sus ojos del tamaño de una pasa se estrecharon aún más.
—Así lo creo.
Ambos se dieron un apretón de manos, mientras la pelinegra me limitaba a sonreír educadamente. Cuando la llamaban para atribuir a la conversación, soltaba comentarios que aumentaban el ego de ese hombre.
¿Qué más podía hacer?
El resto de la conversación continuó sin ningún percance. Para cuando la reunión terminó, estaba verdaderamente agotada.
Mientras se despedían, Yoshimashi-dono se acercó a ella, y le dio una grande caja, éste le explicó que se trataba del kimono que usaría el día de la boda.
Le agradeció inmensamente, como si aquello la hiciera feliz.
Cosa que era mentira, sólo contaba los segundos para que se fueran, y la dejaran sola. Sentía las mejillas tensas de tanto sonreír, y le dolía las rodillas.
Cuando el hombre se fue, Hinata finalmente pudo ponerse de pie, ¿cuánto tiempo había pasado? ¿Dos horas?
Soltó un suspiro.
Lo mejor era retirarse a su recámara, y descansar. Tomó la caja con el kimono, y la observó, ¿debería abrirlo? Sin embargo, el sólo pensar que esa sería la prenda que usaría el día de su boda, le produjo un escalofrío, estuvo a punto de lanzar el regalo al suelo, cuando escuchó los pasos de su padre acercándose.
—Bien hecho, Hinata —por primera vez en años, Hiashi lucía complacido.
Hizo una reverencia en repuesta.
—Gracias —apretó fuertemente la caja con el kimono que tenía en las manos—¸ ¿Yoshimashi-dono estuvo satisfecho?
—Sí.
Lejos de responderle, sintió cómo se le estrujaba el estómago. Debía ser algo bueno para que su padre se regresara a felicitarla por sus buenos modales.
Qué irónico.
—Padre, ¿puedo pedirle algo? —susurró. Si viviría el resto de sus días enjaulada, ¿podía por lo menos tener algo de libertad?
Hiashi frunció el ceño, no muy convencido
—¿De qué se trata?
Hinata se arrodilló, dispuesta a rogar si era necesario. Necesitaba que le diera su consentimiento, de otra forma, ¿cómo iba a salir? El castillo estaba completamente rodeado por guardias y sirvientes que se encargaban de tenerla vigilada todo el tiempo.
—Q-Quisiera… —tomó una bocanada de aire—. Quisiera pedirle su permiso para poder salir a caminar fuera del palacio. Necesito aire fresco.
Hiashi se sorprendió ante su petición.
—¿Por qué deseas eso?
Si él no fuera tan frío, probablemente le hubiera dicho la verdad.
Los únicos recuerdos felices que tenía, eran de cuando su madre llevaba a Hanabi y a ella a una vieja cabaña que eran parte de las tierras del clan. La cabaña estaba a unos cien metros del palacio, justamente a las orillas del río.
Hasta cuando creció entendió que aquello era el único tipo de libertad que Hana, su madre, había podido brindarles.
Pero ahora que ellas estaban muertas, y tenía un matrimonio en puerta. Quería guardar esas memorias fuertemente en su corazón.
—Quiero recordar estas tierras para siempre, después de todo, aquí crecí —dijo con sinceridad—, ¿podría concederme mi petición, padre?
El líder del clan Hyūga no le respondió, mientras consideraba las palabras de su hija.
Hinata sabía que era un atrevimiento pedir algo así. ¿Con qué derecho? Las mujeres no tenían ninguno, su único deber era tener hijos y complacer a sus esposos en todo.
Como si estuvieran hechas de barro. Sin corazón.
Pero ella tenía un corazón. Y antes de que éste se marchitara, quería sentirse libre.
—Sólo será cuando acabes con tus tareas, y debes regresar antes del atardecer. Si desobedeces, te encerraré hasta el día de tu boda —dijo finalmente, aunque no del todo convencido—. Puedes salir a cualquier parte siempre y cuando sea dentro de mis tierras, ¿me escuchaste?
Hinata parpadeó sin poder creerlo. Casi parecía un sueño. Trató de leer el rostro de su padre para buscar un indicio de porqué le estaba dando aquel permiso. Pero no había nada.
La emoción la embargó y una leve sonrisa se pintó en su rostro. Emocionada, hizo una reverencia.
—Gracias, muchas gracias —murmuró.
Hiashi no le respondió, se quedó mirándola unos segundos, casi arrepintiéndose de su decisión. Finalmente, suspiró y sólo salió de la recámara, dejándola sola.
Al comprender que realmente le habían dado permiso, la Hyūga soltó una risita, y caminó rápidamente hacia su recámara, bastante emocionada.
No le importó que algunos sirvientes la miraran con desaprobación.
Nada podía quitarle la felicidad.
Por primera vez en sus dieciocho años, tenía libertad. Aunque fuera limitada, no importaba, la aprovecharía.
Nunca antes había corrido con tantas ganas. Ni siquiera esperó a que la institutriz le diera el visto bueno sobre la costura que había hecho, simplemente dejó el pedazo de tela sobre el suelo, se puse otro kosode encima, y salió del castillo.
Tantos años sin salir de esas puertas, que parecía un sueño que finalmente pudiera hacerlo.
Corrió antes de que alguno de los sirvientes la siguiera. Aún recordaba el pasillo por el que su madre solía llevarla para evitar que los otros habitantes del palacio se dieran cuenta de las salidas.
Cuando finalmente llegó a la puerta trasera del castillo, que daba directamente a la pradera que rodeaba el río, Hinata sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
¿Cuánto tiempo había pasado?
¿Cinco años? No lo sabía, pero parecía una eternidad.
Hacía cinco inviernos que su madre había muerto y tres que Hanabi ya no estaba.
Aún tenía el recuerdo de su hermana clavado en la mente, con el rostro pálido, y todas sus ropas cubiertas de la sangre que vomitaba. Antes de morir, le había pedido insistentemente que la trajera a la cabaña a la orilla del río, pero falleció antes de que pudiera cumplirle su petición.
Ahora que estaba a unos cuantos pasos de ahí, no pudo evitar llorar.
—Hanabi, mi adorada hermana, finalmente estoy aquí —susurró al viento helado.
Se dio cuenta de que el paisaje frente a ella era muy distinto de lo que recordaba. La pradera, se había convertido en un campo de nieve, cualquier rastro de verde había desaparecido.
Antes de avanzar más, se quitó las zōri, sólo se dejó las medias. Al sentir la nieve casi en contacto directo con sus pies, le envió un fuerte estremecimiento por todo el cuerpo.
Por primera vez, después de tantos años, se sentía viva.
Empezó a correr hacia la cabaña. El frío le calaba los huesos y podía ver el vaho de su respiración.
Pero nada importaba.
A pesar de que llevaba cinco años vacía, la vieja casa de madera lucía igual. Nunca estuvo en buen estado, así que no se sorprendió de verla deteriorada. Era un milagro que con los cambios tan bruscos de la región siguiera en pie.
Cuando su madre le casó, le rogó a Hiashi que se la construyera como regalo de bodas. Ella venía de una isla lejana, sus padres la habían vendido al clan Hyūga como esclava, pero su padre, quien era mayor por cinco años, la tomó como concubina y después de esposa.
Según Hana, la cabaña fue su refugio, porque era igual a la casa en la que vivió en su infancia en la isla.
Hinata sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. La extrañaba cada día. Antes, eran Hana, Hanabi y ella contra el mundo. Ahora estaba sola.
Caminó hacia la puerta, con la vieja llave oxidada en su mano. Sin embargo, para su sorpresa, ésta no estaba asegurada.
Extrañada y algo nerviosa, empujó lentamente la puerta. ¿Su padre había mandado a alguien? Entró con cuidado, tenía los pies húmedos debido a la nieve y el frío se colaba bajo sus ropas.
Se asomó con cautela y fue ahí cuando se dio cuenta de la situación.
Había un chico, acurrucado en una esquina de la cabaña, envuelto en dos viejas mantas.
En ese mismo instante se congeló.
Alguien… alguien estaba viviendo en la cabaña de su madre. Por Kami-sama.
Su primer impulso fue darse la vuelta en silencio, ir al palacio y llamar a un guardia. Era obvio que ese chico llevaba varios días ahí, el fogón tenía cenizas recientes y había restos de comida en una mesita.
Se estremeció, al mismo tiempo que el miedo la invadía. Retrocedió en silencio, con cuidado de no hacer ruido, el chico estaba dormido.
Estaba preparándose para huir, cuando lo escuchó gritar. Un grito desesperado.
Algo le estaba causando dolor.
Por un momento, recordó las pláticas que había escuchado de sus damas de compañía, donde relataban a detalle sobre cómo los vándalos secuestraban a las mujeres, para después violarlas sin piedad. No, necesitaba irse.
¿A ella qué le importaba si estaba herido o algo?
Tal vez había sido mala idea salir sola del palacio.
Cuando iba a emprender su camino de regreso, oyó otro grito, seguido de unos cuantos gemidos de dolor.
No supo por qué, pero decidió quedarse. Entró a la cabaña e inspeccionó el lugar, en busca de algún arma o algo con que pudiera hacerle daño, aunque viéndolo como estaba, era casi imposible que la lastimara.
Con extremo cuidado se acercó al muchacho, quien se removía incómodo bajo las mantas.
Fue cuando se dio cuenta que había sangre.
En todas partes. El piso de madera estaba cubierto de manchas rojizas, algunas recientes y otras más viejas.
Ni pensó dos veces en lo que iba a hacer, a pesar de estarse jugando el pellejo.
Primero se arremangó el kimono, y después con muchísima precaución, decidió acercarse y quitarle las mantas. Sí, era una completa tontería, ¿pero ¿cómo podía dejar a una persona en ese estado?
Y ahí estaba, un chico, joven, tenía el cabello rubio corto y sucio, además de unas marcas extrañas en las mejillas. Por sus ropas, Hinata supo que se trataba de un esclavo.
Uno muy herido.
El muchacho se dio la vuelta, dándole la espalda y temblando de frío. Hinata, con cuidado, puso su palma en su frente y se dio cuenta de que estaba ardiendo en fiebre.
—¿Cómo puedo ayudarlo? —preguntó, angustiada. Pero obviamente no obtuvo respuesta.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos al verlo retorcerse de dolor. Había escuchado hablar de los azotes alguna vez, pero jamás en su vida había visto las heridas al rojo vivo, sin embargo, ahí estaban; tenía la espalda destrozada. Las heridas se entremezclaban entre ellas. Hinata alcanzó a contar, por lo menos, quince surcos sangrientos e infectados.
Necesitaba ponerle algo para ayudar a cicatrizar, pero no tenía nada a la mano.
Entonces recordó algo que había aprendido en sus clases. Durante el invierno, en esa región, solía crecer una pequeña flor amarilla que tenía propiedades cicatrizantes.
¿Pero dónde encontraría una con todo cubierto de nieve?
Sin pensárselo dos veces, salió de la cabaña y se adentró al bosque. Empezó a escarbar en diversas partes en las que la espesura de la nieve no era tanta. Después de más de quince minutos de buscar, y de tener las manos congeladas, finalmente encontró a la dichosa flor.
Corrió de regreso hacia donde se encontraba el muchacho herido.
Se le acercó cuidadosamente, y aún con algo de miedo, le quitó la tela que le cubría a la espalda. No le costó mucho trabajo, y él no opuso resistencia.
Cortó los pétalos de la flor y los puso sobre las heridas abiertas, notó que el chico fruncía el ceño, probablemente le ardía.
Al ver que necesitaba mantener aquello en su lugar, se quitó su kosode, y le cortó una manga, para después formar un largo pedazo de tela que le serviría como venda.
Él seguía murmurando cosas sin sentido y temblando de frío. La fiebre alta. Hinata buscó con la mirada algo en qué juntar algo de nieve, pero sólo encontró un viejo tazón de madera. Salió con rapidez, llenó el tazón y regresó, sentándose al lado del chico enfermo.
Cortó otro pedazo de su kosode y lo metió dentro del tazón con nieve, esperando a que se humedeciera. Después se lo puso en la frente.
Con lo que quedó de sus ropas, le cubrió la espalda y volvió a echarle encima las mantas.
Se dejó caer a su lado, mientras abrazaba sus rodillas. ¿Estaba el chico solo como ella?
Probablemente.
—¿Qué estás haciendo, Hinata? —se susurró a sí misma.
No supo cuánto tiempo estuvo al lado del desconocido, cambiándole la compresa improvisada y verificando que respirara.
Sin embargo, después de un rato, lo escuchó respirar con más facilidad y la fiebre bajó. Sintió que se llenaba de alivio.
Odiaba ver a la gente sufrir. No lo toleraba. Hanabi había muerto así, con fiebre, delirando y cubierta de la sangre que vomitaba.
La cuidó durante sus últimos días como su madre lo hubiera hecho y aun así murió.
Hinata observó cómo los ojos de su hermana estaban clavados en el techo y sonreía levemente.
Estaba delirando.
—Es un jardín muy bonito, tienes rosas… —escupió algo de sangre. Hinata la limpió con delicadeza.
—Tranquila —susurró, conteniendo el llanto. Que tomaran su vida, pero no la de Hanabi.
—Hay rosas… —murmuró la menor y después dejó de respirar.
Había lágrimas corriendo por sus mejillas.
Todavía dolía.
Suspiró y se puso de pie, dándole un último vistazo al pobre esclavo, quien parecía estar en un sueño bastante profundo.
Hinata tenía preguntas, por ejemplo, ¿cómo había logrado entrar a las tierras de su padre y refugiarse en la cabaña sin ser descubierto? Tenía que ser muy inteligente o tal vez desesperado por sobrevivir.
Sin embargo, era obvio que el muchacho no estaba en condiciones de responder.
Se puso las zōri de nuevo. Si bien el palacio no estaba lejos, ya era tarde y la temperatura estaba bajando.
Caminó hacia la salida y se giró por última vez hacia el pobre chico. No sabía qué más hacer por él.
—Realmente lo siento —susurró.
Regresó corriendo, y se aseguró de estar en su recámara mucho antes de que el sol se ocultara.
Esa noche no durmió mucho.
Hinata observó con aburrimiento el montón de comida que tenía delante de ella, estratégicamente colocada de forma en que pudiera probar los distintos manjares, que como princesa e hija del daimio podía permitirse.
Ese arroz, había sido cosechado por las personas de su pueblo, a base de sudor y lágrimas. Para luego ser vendido por unas cuántas monedas que no les alcanzaba ni para comprar gallinas para criar.
—Hinata, ¿has escuchado los rumores? —le preguntó Ino, la única persona que podía considerar como amiga o algo cercano a eso.
Era la hija de uno de los generales de su padre y estaba casada con el heredero de un clan importante, por lo tanto, se le permitía entrar al palacio y visitarla una vez cada dos semanas.
—No —se limitó a responder. Sus habilidades para conversar no eran las mejores, a decir verdad.
Ino se le acercó, dispuesta a contarle sobre el cotilleo de la villa.
—Miyazami-dono fue apuñalado por uno de sus esclavos —murmuró—. Dicen que está delicado de salud.
Hinata parpadeó y el recuerdo del rubio herido apareció en su mente. No se había parado por la cabaña en dos días.
Tenía miedo.
Miedo de que hubiera muerto.
Miedo de ver un cadáver nuevamente.
—¿C-Cómo…? —dejó la pregunta al aire.
—Pues, dicen que el esclavo le había robado cinco ryōs. Lo sacaron a la fuerza y lo azotaron, pero él se les soltó y entre el forcejeó, corrió directo a apuñalar a Miyazami-dono, justo en la garganta —Ino señaló el punto en su cuello.
El corazón se le aceleró.
Ese esclavo tenía que ser el mismo que estaba en su cabaña.
—¿Él…?
—Huyó. Después de eso huyó. Lo están buscando —se encogió de hombros—. Probablemente ya está muerto, le dieron como treinta azotes, nadie puede sobrevivir a eso.
Hinata sólo había contado quince.
Sabía quién era Mizayami, se trataba del anciano dueño de la única posada de la villa, tenía como cinco esposas, todas menores de veinticinco años y tantos hijos que ni él mismo sabía exactamente cuántos. Que Kami-sama la perdonara, pero no sentía ni la más mínima pena por el hombre.
Por otra parte, pensó en el chico herido, ¿arriesgarse a todo por cinco míseros ryōs?
No lo entendía.
Pero Hinata no podía entenderlo porque no sabía qué era el hambre. Jamás se había tenido que acostar con el estómago vacío y el cuerpo tan cansado de trabajar.
Ella no lo sabía.
—¿Hinata? —Sakura la sacó de la ensoñación.
—¿S-Sí?
—Yoshimashi-dono les ha dicho a todos en la villa sobre la boda. Parece muy entusiasmado, ¿y tú? —suspiró—. Mejor ni te pregunto —repuso.
Miró a su amiga con una mezcla de tristeza y conformismo.
Ino tenía suerte. Su padre la había casado justamente con el chico que ella quería desde la infancia, incluso ya tenía un hijo de un año.
—Tengo suerte de que alguien como Yoshimashi-dono muestre interés en mí —dijo automáticamente. Esa se había convertido en su frase representativa desde que el matrimonio había sido anunciado.
—¡No! ¡No digas algo tan repugnante! —sacó la lengua, mostrando su desagrado. Hinata soltó una risita. Sólo Ino podía hacer algo así—. Sabes que, sólo tienes que aguantar, cuando ese hombre se muera, todas sus riquezas serán tuyas. Podrás vivir junto con tus hijos sin preocuparte de nada.
Asintió, más por cortesía que por otra cosa.
El sólo pensar que tenía que pasar una noche con su prometido, hacía que el estómago se le retorciera.
Sí, era una Hyūga, más exactamente, la heredera. Todos la trataban con respecto, la peinaban y bañaban, estaba rodeada de riquezas y comodidades.
Pero en esos momentos, no se sentía más que un débil conejo, esperando a ser devorada por un viejo lobo.
Tuvo que esperar otro día más para poder llenarse de valor y volver a la cabaña. Necesitaba ver si el chico estaba muerto o no.
Hinata jamás había presenciado el dolor ajeno, a excepción de su madre y hermana en el lecho de muerte.
Llevaba toda su vida encerrada en una burbuja, donde tenía todo y a la vez nada.
Jamás se había preguntado sobre la vida de los esclavos que trabajaban para su familia. Ni una sola vez. Nunca se dio cuenta de las cicatrices en los brazos que tenía la mujer que le preparaba el baño, ni tampoco la cojera de la chica que le llevaba la comida, quien justo en ese momento le estaba acomodando los platillos y acompañamientos sobre la mesita de madera.
No tenía más de dieciséis años, estaba delgada y pálida. Su cabello largo atado en una coleta baja y los ojos fijos en el suelo. Se movía con rapidez, o eso intentaba, mientras entraba y salía cargando más platos.
—¿Qué…? —tragó saliva— ¿Qué te sucedió en la pierna?
La esclava se quedó estática justo en medio de su recámara, llevaba una jarra de cerámica con té.
Hinata intentó de nuevo.
—Tú… ¿estás bien? —preguntó con cautela. No debería interesarle la vida de la servidumbre. Pero por alguna razón su percepción de las cosas parecía diferente.
Si ella sentía que valía un pedazo de carne, los esclavos no eran más que migajas de pan.
La chica caminó con torpeza hacia la mesita y depositó el té con manos temblorosas. Pensó que no le respondería, pero para su sorpresa, lo hizo.
—No logré recoger el arroz suficiente —la vio mirar al suelo, casi podía jurar que tenía lágrimas en el rostro—. Fue mi pago —dijo, simplemente. Hizo una reverencia y salió de la recámara.
Hinata se quedó en silencio. Frente a ella un sinfín de platillos y postres. Casi nunca se comía ni un tercio de eso.
Pero de repente ya no tenía hambre.
Estaban en época de cosecha de arroz. Una de las muchas tareas de los esclavos de su familia era ayudar a la recolección de granos. ¿Quién había podido golpear a una pobre joven con tal fuerza para dejarla incapaz de caminar?
¿Cómo alguien…?
Se le revolvió el estómago.
Hinata siempre se había considerado a sí misma como inservible, por ser mujer. Sin embargo, era una Hyūga, además de la heredera. Aunque no tenía derecho sobre su vida, tenía ropas hechas de seda, comida extravagante y un lugar del qué refugiarse del frío.
Sí, era una mujer, una inservible y desdichada mujer.
Pero su vida valía más que la de la chica que le servía la comida. Se dio cuenta que sus problemas no se comparaban en nada a los de los pueblerinos que trabajaban para que ella se llenara de comodidades.
No probó bocado.
En su lugar, sacó un pañuelo grande y empacó toda la comida que pudo. También, tomó una manta.
Si ese chico estaba vivo, lo ayudaría.
¡Hola! ¡Lizy, aquí!
Bueno, primero que nada, ¡feliz año! Espero que esté 2019 esté lleno de cosas buenas. Ahora sí, hago mi aparición en Fanfiction con este nuevo short-fic. Sé que debería acabar mis historias pendientes, pero... cuando la inspiración llega, llega.
La buena noticia, como les dije en mi página de Facebook, es que ya tengo escrito este fanfic. Son tres capítulos cortos y el epílogo. Si todo sale bien, publicaré cada tres días (claro, que si veo buena respuesta, publico antes).
Ahora sí, sobre la historia. Siempre me quejo de que escribo clichés, bueno, éste es el rey de los clichés. Escribí la historia como en tres días, después de terminar un libro de ficción histórica de la época de la independencia estadounidense. Realmente no pensé mucho en la ambientación y esas cosas, así que puede que encuentren algunos detalles extraños. Este fic no pensaba publicarlo porque lo escribí para mí, pero una amiga me insistió bastante, así que aquí está.
Ojalá y lo disfruten como yo. Muchas gracias por tomarse el tiempo de leerme y los invito a dejarme un review, me harían inmensamente feliz.
Nos leemos en la próxima actualización.
Lizy.
26.01.19
