Anuncio de responsabilidad: Todos los personajes pertenecen a Andrew W. Marlowe, a pesar de que han encontrado su propio camino a mi corazón.


Era agradable, por una vez, llegar pronto a casa y poder disfrutar de algo de tiempo con Castle y…

El loft estaba oscuro; todas las luces estaban apagadas excepto una sobre la encimera de la cocina. Todo estaba también extrañamente silencioso.

—¿Rick? —llamó Beckett, su voz haciendo eco entre las paredes de la gran sala de estar. Nadie contestó.

Se encaminó hacia el despacho de Castle, dejando su bolso y abrigo sobre el sofá a su paso, pero a un metro de la puerta de la oficina una risa distante le llegó a los oídos. Había venido de arriba. Kate ascendió las escaleras hasta el primer piso y cuando llegó al rellano superior giró hacia el corredor, también sumido en la oscuridad. Se escuchaban salpicaduras que provenían del cuarto de baño al final del pasillo. La puerta estaba ligeramente entreabierta y una fina línea de luz se colaba por ese par de centímetros y se proyectaba sobre el suelo. La detective recorrió el pasillo, empujó la puerta hacia dentro y asomó la cabeza en el interior del baño.

—¡Eh! —exclamó Castle—. ¡Mirad quién está aquí!

Kate no pudo evitar sonreír ante tan encantadora y hogareña estampa. Los tres estaban sentados dentro de la bañera, rodeados de espuma y burbujas que llegaban hasta arriba y desbordaban por el canto redondeado, y sus caras y cabezas estaban cubiertas de jabón.

—¡Mama! —la voz aguda de su hijo la llamó, con una gran sonrisa en su rostro—. ¡Tengo una barba!

—Ya lo veo —rió Beckett.

Al verla, la bebé en brazos de Castle le dirigió una sonrisa deslumbrante, exponiendo dos diminutos dientes blancos en la encía inferior. La espuma sobre su cabeza la hacía parecer un tiburón. Kate se acercó a ellos, fijándose en dónde pisaba para no resbalar sobre los azulejos mojados del suelo, y se arrodilló junto a la bañera. Alargando la mano, le quitó la barba de jabón a su hijo de tres años y luego se inclinó por encima del borde para besarle sus pequeños labios rojos. Después fue el turno de la niña de nueve meses. La cara de Kate quedó mojada por las húmedas mejillas de la pequeña. El último en recibir un beso fue Castle, quien se echó hacia delante con cuidado de no dejar caer a la niña que sostenía en los brazos, y presionó sus labios a los de ella. Entonces, la mano libre del escritor se movió hasta la parte posterior del cuello de la detective y la mantuvo pegada a él. Cuando la soltó, su mujer estaba toda cubierta de espuma.

—¡Castle! —se quejó ella, limpiándose la cara y sacudiéndose las burbujas blancas del pelo y la ropa, pero los niños estallaron en risas por lo que Kate no pudo permanecer enfadada por mucho tiempo.

Castle le dedicó una gran sonrisa triunfal.

—Déjame ver tus manos, cariño —Beckett le pidió a su hijo.

Él rápidamente lanzó los brazos al aire, salpicando agua hacia su madre sin querer.

—Ups —el niño se encogió de hombros de forma inocente.

Kate le cogió las manos y las sostuvo entre las suyas, estudiando las pequeñas palmas y dedos arrugados, y luego levantó la vista hacia Castle.

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —exigió saber, frunciendo el ceño. Sin darle a su marido la oportunidad de responder, Kate continuó—. ¡Parecen niños de 90 años!

Todavía fijando una mirada de desaprobación sobre el rostro de Castle, Beckett notó cómo su hijo le cogía la cara entre sus manos mojadas y le giraba la cabeza para poder mirarla a los ojos, verde avellana a verde avellana.

—¿Juegas con nosotros, mama? —le preguntó. Y, por mucho que lo intentara, Kate no podía negarle nada a esa dulce e inocente mirada. Su hijo quizás hubiera heredado su color de ojos pero tenía la misma habilidad para poner ojos de cachorrito como su padre.

La detective fingió que reflexionaba por un momento, frunciendo los labios hacia un lado. Sosteniendo la cara de su madre cerca de la suya, el niño esperaba ilusionado y esperanzado.

—Está bien… —aceptó Beckett finalmente—. Diez minutos.

Se quitó la ropa rápidamente y se metió en la bañera con ellos; por suerte era lo suficientemente grande para acomodarlos a los cuatro. El niño inmediatamente se sentó sobre el regazo de su madre y apoyó la cabeza contra su hombro. La niña extendió sus brazos regordetes hacia ella y Kate la cogió. En un abrir y cerrar de ojos, Castle se encontró totalmente solo en un extremo de la bañera.

—Así que, ¿eso es todo? ¿Mama llega a casa y a mí me abandonáis? —Castle lloriqueó fingidamente y una pequeña risa escapó de los labios de su hijo—. ¿Acaba de reírse? —preguntó el escritor con exagerado asombro.

—Creo que sí —respondió Kate con neutralidad, intentando que su sonrisa interna no se filtrara a su cara.

Castle se inclinó hacia ellos y le dirigió una mirada seria a su hijo.

—¿Acabas de reírte de la miseria de tu padre?

El niño negó enérgicamente con la cabeza, manteniendo las manos presionadas sobre su boca y sus ojos entornándose con la sonrisa que trataba de ocultar.

—Creo que ya sabes lo que eso significa —dijo Castle.

Más rápido que un rayo, cogió al niño entre sus brazos, lo equilibró en el aire, y le hizo una pedorreta en la barriga.

—¡No, papa! —el pequeño gritó con voz aguda pero a la vez estalló en carcajadas, pateando sus piernas y enviando agua y espuma en todas direcciones, mojando a todo el mundo. El escritor siguió soplando pedorretas en la barriga de su hijo—. ¡Para! —chilló el niño, jadeando.

La bebé empezó a reír también y enseguida se puso roja.

—Castle, ya es suficiente —Kate se rió—, Van a ahogarse.

Accediendo a los deseos de la detective, Rick terminó de torturar a su hijo y le sentó sobre sus piernas. Ambos niños jadeaban, faltos de aire, y sus ojos brillaban intensamente, llenos de lágrimas de alegría. Al cabo de un minuto, cuando sus respiraciones volvieron a la normalidad, la boca del niño se abrió en un gran bostezo y su hermana le imitó involuntariamente.

—Hora de dormir —anunció Beckett.

Entregándole el bebé a Castle, se levantó y salió del agua. Se puso una bata, cogió un par de toallas y envolvió una alrededor de la niña que el escritor le volvía a ofrecer. Éste también salió de la bañera, se enrolló una toalla en torno a la cintura y sacó a su hijo del agua.

—¿Por qué no los metes tú en la cama, Kate? —sugirió Castle mientras le entregaba al pequeño—. Yo limpiaré este desastre.

—De acuerdo.

Castle les dio un beso de buenas noches a sus hijos en la frente antes de que Beckett se los llevara. La detective se dirigió al dormitorio de la pequeña, cargando con ambos niños en sus brazos. Dejó al mayor en el suelo y sentó a la niña sobre el cambiador.

—Mama, ¿puedo dormir con ella? —preguntó el pequeño mientras Kate le secaba la piel a su hija y le ponía el pañal.

Beckett suspiró; le llevaba pidiendo lo mismo desde hacía ya tres días.

—No, tesoro. Lo siento, pero es demasiado pequeña —le respondió, vistiendo al bebé con el pijama.

—Pero no le haré daño —el niño empezó a llorar.

—Cariño, cuando estás dormido, no sabes lo que haces y podrías rodar sobre ella sin querer —le explicó Beckett en un tono suave.

Kate cogió al bebé del cambiador y cruzó hasta la cuna. Llorando desconsoladamente, el niño la siguió, arrastrando por el suelo la gran toalla en la que estaba envuelto. Beckett acostó a su hija, besándola en la frente. Los párpados de la pequeña ya estaban medio cerrados, ocultando sus grandes ojos azules.

—No le haré daño —dijo el niño otra vez entre sollozos—. Yo la quiero.

Kate se arrodilló a su altura y le miró a la cara. Tenía los ojos enrojecidos y unas lágrimas gruesas le rodaban por las mejillas. La detective abrió los brazos y su hijo cayó en ellos. Al ponerse en pie, el niño envolvió sus cortos brazos alrededor de su cuello y apoyó la cabeza en su hombro. Ella lo abrazó contra su pecho y le acarició la espalda para tranquilizarlo; el pequeño empezaba a tener hipo de tanto llorar.

Beckett cruzó el pasillo, entró en la habitación de su hijo y se sentó en su cama. El niño temblaba ligeramente y apenas podía mantenerse en pie; se veía que estaba agotado. Kate le frotó suavemente con la toalla, le secó el pelo castaño y le limpió las lágrimas. Después le puso el pijama y lo metió bajo las sábanas.

—Mama, ¿podemos ver a Alexis mañana? —susurró él, ya más tranquilo.

—Bueno… Mañana es sábado, así que creo que podríamos llamarla para ver si está libre.

El niño asintió. Kate podía ver que cada vez le pesaban más los párpados, le costaba mantener los ojos abiertos. Le apartó el pelo de la frente y le dio un beso en la mejilla.

—Dulces sueños, mi amor.

Beckett lo arropó bien, ajustando las sábanas alrededor de su cuerpo para que no cogiera frío, y salió del dormitorio, dejando la puerta entornada. Cuando volvió la cabeza, vio que todavía había luz en el cuarto de baño así que se dirigió hasta allí para saber porqué Castle estaba tardando tanto, y cuando entró en el baño, vio por qué. El cuarto estaba iluminado por decenas de velas y el olor de lavanda flotaba en el caldeado ambiente. El escritor estaba dentro de la bañera, esperándola. Con una sonrisa pícara curvándole las comisuras de los labios, Kate soltó el nudo del cinturón y dejó caer la bata a sus pies. Los ojos de Castle recorrieron con avidez la longitud de su cuerpo. Ella se metió despacio en el agua y se acomodó entre las piernas de su marido, descansando la espalda contra su pecho. Él puso los brazos a su alrededor y ella apoyó la cabeza contra su hombro.

—¿Qué era todo eso? —preguntó Castle.

—Tu hijo, haciendo un berrinche —explicó Beckett, una pizca de diversión tiñendo su tono de voz—. Quería dormir en la cuna con el bebé.

—Somos afortunados, ¿verdad? —le murmuró él al oído. Ella ladeó la cabeza para mirarlo de reojo.

—Sí, lo somos —y luego presionó sus labios contra la barbilla de Castle.


La luz del alba despertó a Kate la mañana siguiente. Tomando una respiración profunda, se recostó sobre ambos codos y miró con ojos entornados hacia el reloj despertador. Algo parecía estar fuera de lugar. Era ya pasada la hora en que uno o ambos niños estaban despiertos y llenaban la casa con sus gritos o risas. La detective cogió el escucha bebés de la mesita de noche para comprobar que el aparato estuviera encendido y funcionara bien. Todo parecía correcto, pero al observar detenidamente la pantalla del pequeño monitor, vio algo extraño en la cuna del bebé. Salió de la cama de un salto y corrió escaleras arriba. Al llegar a la habitación de su hija, sin embargo, se detuvo en seco. Llevándose una mano a su acelerado corazón, entró en el dormitorio y se acercó en silencio hasta la cuna. Su hijo estaba metido en ella, tumbado junto a su hermana pequeña. Al verlos tiernamente acurrucados uno frente al otro, una sonrisa se dibujó en su rostro. Beckett alcanzó el vigila bebés de la estantería que colgaba cerca de la cuna y se lo acercó a los labios.

—Castle —susurró en voz baja, tratando de no despertar a los niños—. ¡Castle! ¡Tienes que venir a ver esto!

Tuvo que esperar un momento, pero luego su marido le respondió:

—¿Qué? —su voz sonó ronca y profunda por el sueño.

—Ven a arriba. Tienes que ver esto —murmuró Kate, y luego añadió—, Trae tu móvil.

Un minuto más tarde, Castle apareció en el umbral de la puerta con el pelo revuelto y cara de dormido.

—¿Qué... pasa? —preguntó con un bostezo, frotándose los ojos y arrastrando los pies hasta su lado—. Oh, vaya...

—Haz una foto —le susurró Kate.

Él cogió el teléfono y sacó un par de fotografías.

—Ya sabes lo que esto significa, ¿no? —Castle rió en voz baja cerca de su oído. Beckett le miró con una ceja arqueada y él continuó—, Va a colarse dentro de la cuna con el bebé todas las noches.


GRACIAS!