CAPITULO 1
Los rotores del helicóptero rugían sobre sus cabezas como si fuera un animal enjaulado. Aún llevando puestas las protecciones sobre los oídos, aquel ruido era insoportable y le hacía estragos en el estómago. Pero ni eso ni nada más podía empañar la sensación de júbilo y expectación que sentía en el pecho. Raleigh Becket volteó la cabeza, sonriente, y encontró el rostro de su hermano mayor, Yancy, mirando por la ventana, hacia la enorme extensión de agua que discurría bajo ellos.
Le palmeó la rodilla, intentando llamar su atención. Yancy giró de inmediato la cabeza.
—¿Qué quieres? —le preguntó con voz en grito a través del micrófono que llevaba incorporado a su casco. Encogió los ojos e intentó acercarse a él.
Raleigh lo miró y, con una sonrisa aún más radiante, todo dientes y hoyuelos, alzó ambos pulgares ante sí.
—¡Eres un idiota! —gritó de nuevo Yancy, aún cuando no pudo evitar corresponder con una sonrisa, no tan amplia, no tan luminosa, pero una sonrisa al fin y al cabo.
Se sentía pletórico. Acababan de abandonar el PPDC. Su formación como rangers había concluido sólo dos días atrás y, antes de recalar en la que sería su base definitiva, en Anchorage, él y su hermano iban a pasar un tiempo, aún sin especificar, en el Shatterdome de Los Ángeles. Si había algo mejor que aquello, él no lo conocía. Se moría de la impaciencia por llegar.
Nunca habían estado tan al sur. Se habían criado en Alaska, donde todo era frío y helado. Allí era donde habían crecido, felices y protegidos por sus padres. Pero aquella infancia despreocupada había quedado atrás en cuanto su madre falleció y su padre se largó sin mirar atrás, dejándolos solos a su suerte. Fue entonces cuando ambos acordaron dejar los estudios y alistarse en el PPDC para entrar a formar parte del programa de pilotos Jaeger.
Miró por la ventanilla. El cielo era de un azul radiante, sin una sola nube en la lejanía y tan brillante que tenía que encoger los ojos debido al resplandor. Bajo ellos se extendía el Océano Pacífico, haciendo honor a su nombre. El agua estaba en calma y el brillo de la superficie se reflejaba como cristal pulido. Si no fuera por el hecho de que en sus profundidades dormía el mayor peligro que había conocido el planeta, Raleigh podría decir que aquel era el paisaje más bello que había visto nunca.
Regresó su mirada de nuevo a su hermano, que continuaba observando a través de la ventanilla, con la vista ausente en el horizonte. Palmeó su rodilla para captar su atención.
Yancy se giró hacia él.
—¿Qué quieres ahora, niñato? —dijo, alzando la voz para hacerla audible sobre el ruido que los envolvía.
Tanto como le permitieron los cinturones de seguridad, Raleigh resbaló su cuerpo por el asiento, sentándose en el borde e incorporándose hacia adelante.
—¿Cuánto crees que tardaremos en llegar? —le preguntó, acercándose todo lo que pudo a su hermano. Yancy se encogió de hombros.
—¡Ni idea! Llevamos bastante tiempo volando. No creo que deba quedar mucho.
Raleigh apretó los labios y asintió.
—¡Estoy deseando llegar! —y le golpeó sobre sus rodillas, un par de toques, enfatizando así el estado de nerviosismo en el que se sentía.
Suponía que la vida en un auténtico Shatterdome sería muy diferente a la que habían llevado en la Academia en donde se habían preparado. Allí se habían dedicado a estudiar, entrenar y aprender en un simulador a ser uno con el que sería su copiloto cuando tuvieran su propio jaeger: su hermano. Juntos habían aprendido lo que era la deriva, a dejar entrar en sus pensamientos y en su mente a Yancy y a aprender a pelear con él. Junto a él. Se habían preparado a conciencia, duramente. Nunca nada les había importando tanto como aquel programa. Sentía que estaban hechos para eso. Ahora, lo que le esperaba en el Shatterdome era desconocido para él. Pero esperaba que hubiese acción. Mucha. Quería enfrentarse a un kaiju, pues para eso se había alistado en el PPDC y para eso se había entrenado. Quería mandar a aquellos feos monstruos hijos de puta al boquete del que salieron.
—Señores, nos aproximamos al Shatterdome de Los Ángeles. Estaremos allí en un tiempo aproximado de diez minutos —escuchó decir de repente al piloto a través de sus auriculares.
Raleigh se removió en su asiento, nervioso. Miró a derecha y a izquierda, a través de las ventanillas, de manera alternativa hasta que sus ojos se toparon con él, a lo lejos, alzándose en la línea de la costa, desafiante y orgulloso. Contuvo la respiración cuando lo vio: El Shatterdome de Los Ángeles.
Le habían hablado de él los últimos días en que estuvieron en la academia Jaeger. Los Ángeles era el más novedoso y reciente de los bastiones erigidos por el PPDC para intentar contener la amenaza Kaiju. Estaba enclavado cerca de la Base Naval del Condado Ventura y era el encargado de vigilar la costa que se extendía entre Canadá y América Central. Poco más le habían explicado. Tampoco necesitaban mucho más para que ambos se pusieran en marcha. Él y Yancy habían cogidos sus petates y estuvieron preparados para cuando les dijeron que su helicóptero estaba listo para partir.
El aparato se acercaba con rapidez, enfilando hacia el enorme complejo que tenían enfrente. Raleigh se deslizó en su asiento en dirección a la ventanilla, puso la mano derecha sobre el cristal de la ventana y pegó la nariz tanto como pudo, temiendo que, si pestañeaba, aquella visión se esfumaría ante sus ojos. Era algo imponente y sobrecogedor. Los muros lamían la costa, adentrándose en el agua y alzándose cientos de metros sobre el nivel del mar. Acero y cemento pulido abrazando las aguas celestes del Pacífico. El edificio central, un bloque trapezoidal, tenía una gran compuerta. Y sobre ella, grabado sobre el metal, el símbolo propio del Shatterdome, que se asemejaba al del PPDC: un águila enorme con sus alas desplegadas.
Si el Shatterdome de Anchorage era conocido como The Icebox, al de Los Ángeles se le conocía como Shield.
El piloto, con gran precisión, hizo descender el aparato en el centro del helipuerto. Raleigh y Yancy notaron cuando los patines del helicóptero tocaron el suelo. Las aspas comenzaron a girar a menor velocidad y las revoluciones del motor descendieron. Casi se habían detenido cuando ambos oyeron por sus auriculares la voz del hombre que los había llevado hasta allí.
—Pueden abandonar el transporte.
Raleigh miró a Yancy y, con una enorme sonrisa prendida en su rostro, se desembarazó del cinturón de seguridad con rapidez y abrió la compuerta.
El olor a salitre le inundó la nariz y el viento le azotó el rostro, despeinándolo. El helipuerto estaba ubicado en una de las esquinas de una gran explanada, delante de lo que parecía el acceso principal al edificio. Raleigh pasó el petate con sus pertenencias de una mano a otra y paseó la mirada a su alrededor. Se extendía frente a ellos, del tamaño de un campo de fútbol, gris y sin césped. Casi un centenar de personas iban y venían, ajetreadas en Dios sabía qué y sin prestarles la más mínima atención. El brillo del cálido sol de California sobre la cubierta del helipuerto le hacía daño en los ojos. El cielo sobre ellos continuaba azul, sin ninguna nube que hiciese más llevadero aquel resplandor. Sacó del bolsillo de su cazadora sus gafas oscuras y se las puso. Yancy se detuvo a su lado, despeinado como él y llevándose una mano a la frente, a modo de visera.
—¿Nadie va a venir a darnos la bienvenida? —le preguntó a su hermano, mirando a un lado y a otro y elevando el tono. Las aspas del helicóptero aún no se habían detenido y el ruido en aquel lugar era considerable.
—¿Quién te crees que somos? —respondió Yancy, arrugando la nariz con desafecto—. ¿El mismísimo Mariscal Pentecost?
Del rostro de Raleigh se borró todo rastro de la sonrisa que había estado dibujada en ella hasta hacía un momento. Se encogió de hombros.
—Eh… no claro. Entonces, ¿qué hacemos?
Yancy miró a un lado y a otro antes de contestar.
—Creo que deberíamos dirigirnos hacia el edificio principal y darnos a conocer.
Antes de que pudieran ponerse en camino, de entre la multitud apareció una mujer, con andares elegantes, segura de sí misma. Los brazos, pegados a ambos costados, casi no se movían mientras avanzaba hacia ellos. Mantenía la cabeza levantada y la barbilla erguida hacia el frente, de manera autoritaria. Algunos hombres y mujeres de los que había en aquel lugar la saludaron con aire marcial, a lo que ella respondió del mismo modo, sin quitar la vista de su objetivo final. El pelo, liso y negro, le llegaba a la altura de sus hombros, y que el viento marino se encargaba de despeinárselo.
Raleigh miró de reojo a su hermano mayor. Yancy tenía la mirada puesta en la mujer que venía hacia ellos. Se acercó hasta él y le susurró al oído.
—¿Está buena, eh?
Yancy lo miró, sorprendido, haciendo un mohín de disgusto con los labios y encogiendo la nariz, como si estuviera oliendo algo verdaderamente desagradable.
—Tú eres tonto, ¿verdad?
Raleigh no pudo evitar reírse. Como no podía evitar incordiar a su hermano cada vez que tenía oportunidad. Eso era lo que hacían los hermanos, ¿no era cierto? Y él llevaba esa regla fraternal a rajatabla. Volvió la vista al frente en el momento justo en el que la mujer llegaba hasta ellos.
Unos ojos azules e inmensos, enmarcados en un bello rostro, los miraron inquisitivos, alzando una ceja al hablar.
—Son ustedes los hermanos Becket, ¿no es cierto?
Yancy se adecuó el petate en el hombro derecho y se adelantó a contestar, asintiendo con la cabeza.
—Así es, señora.
La mujer les obsequió una media sonrisa que no llegó hasta sus ojos.
—Bien. Mi nombre es María Hill y seré la encargada de llevarlos hasta el Shatterdome para que se instalen antes de presentarles al oficial al mando.
La mujer giró sobre los talones de sus botas militares y emprendió el camino de regreso por donde había venido.
Antes de ir tras ella, Raleigh volvió su mirada hacia su hermano, que miraba cómo la mujer se alejaba. Le colocó una mano sobre el hombro y apretó.
—Si no estás de acuerdo conmigo en lo buena que está es que, hermanito, el tonto eres tú.
Todo lo que consiguió Raleigh por parte de su hermano fue un codazo en las costillas y una mirada de advertencia. Sin poder evitarlo, soltó una carcajada que le contrajo el abdomen y que hizo caer su cabeza hacia atrás. Cuando se recuperó, un par de segundos después, Yancy había emprendido camino tras la hermosa señorita Hill. Raleigh se colocó la bolsa al hombro y aceleró el paso para alcanzar a su hermano, dispuestos a atravesar aquella extensa planicie.
Una puerta lateral mucho más pequeña, a los pies del gigantesco portón, se abrió cuando la mujer llegó hasta ella. Raleigh notaba las gotas de sudor correr por su espalda bajo la camiseta y la cazadora de cuero, que estaba muy bien para el clima de Alaska, pero que allí era un auténtico estorbo y algo inútil. Entraron tras ella y, de repente, el ambiente cambió.
Raleigh y Yancy se detuvieron justo al traspasar la puerta y miraron a su alrededor. El techo se levantaba a más de un centenar de metros sobre sus cabezas y casi no podían vislumbrar dónde terminaba. Proyectores enormes y luces halógenas colgaban de él, iluminando el inmenso lugar. Columnas de acero, como dedos huesudos, se elevaban, sosteniendo una cúpula central. De unos cables colgaba un gran panel luminoso, de unos tres metros de largo, mostrando un contador de tiempo progresivo: el tiempo que llevaban sin un ataque kaiju. Algo más de cinco meses. Para ser más exactos, ciento cincuenta y ocho días, tres horas y veinticuatro segundos. Veinticinco…
Aún cuando los ataques eran espaciados y no había amenaza aparente, la actividad allí dentro era vertiginosa y frenética. Nunca se sabía con aquellos bichos del demonio, convino Raleigh, mirando a su alrededor, girando sobre sus talones, para tener una visión global de todo el lugar. El espacio estaba bien aprovechado, y a ambos lados de la cúpula se levantaba lo que parecía el esqueleto de sendos edificios, sólo sosteniéndose en pie por el armazón de hierro, abiertos a la cúpula, en donde trabajaban decenas de personas. En algún lugar de esos pisos, las chispas de un soplete saltaron y el olor de metal y gas quemado llenó el ambiente.
Mirando a su alrededor, con la boca abierta y los ojos como platos, Raleigh dio un paso al frente, y luego otro, sin tener muy claro si sus piernas obedecían a una orden suya o ellas solas habían tomado el mando.
La Academia Jaeger era muy distinta a aquello. Aquel había sido un ambiente más erudito y que él, por supuesto, había odiado. Se consideraba un hombre de acción, si se podía referir a sí mismo como hombre pese a que acababa de cumplir los diecinueve años. Él y Yancy se habían alistado en el PPDC para pilotar Jaegers, no para seguir estudiando. Su paso por el instituto no era uno de sus recuerdos más preciados. Y repetir la experiencia, aunque fuese en la Academia Jaeger, no había sido algo que había digerido con gusto. Que necesitaban la formación, era cierto; que él lo que realmente quería era pilotar uno de esos gigantescos mecanos y patearles el culo a algún Kaiju, puedes apostar por ello. Pero lo que más diferenciaba a la Academia del Shatterdome de Los Ángeles era el Jaeger que se encontraba bajo la cúpula, como un silencioso dios de metal. Yancy se colocó a su lado, imitándolo, con la cabeza alzada hacia aquel gigante y la boca medio abierta, mirándolo con fijeza, estupor y mucha, mucha admiración.
El Romeo Blue era un Jaeger Mark I, el segundo desarrollado tras el Brawler Yukon, el Jaeger que se guardaba en el Shatterdome de Anchorage. Sus tecnologías eran parecidas, con corazón de plutonio y con casi ochenta metros de alto. Era una mole de casi ocho mil toneladas y, a juicio de Raleigh, una bestia parda.
—Impresiona, ¿no es cierto?
Raleigh no se molestó en girar la cabeza hacia donde procedía la voz de Hill y asintió sin más.
—Pues más va a impresionar el nuevo que estamos construyendo —añadió la mujer. Aquellas palabras fueron suficientes para sacar a Raleigh de su ensimismamiento.
—¿Dónde está?
La mujer se giró sobre sus talones y señaló con la cabeza a un punto frente a ella. Allí, entre tantas personas trabajando, a un lado de la cúpula, se podía ver lo que sería el futuro Jaeger, que aún no era más que un chasis de titanio.
Yancy dio unos pasos en dirección hacia el nuevo Jaeger y Raleigh lo siguió.
—Mammoth Apostle – comenzó diciendo la mujer—. El primer Mark 4 que se está desarrollando. Aún queda mucho trabajo para que esté listo.
El armazón del Jaeger estaba rodeado por varios pisos de andamios y grúas, ensamblando y soldando las chapas que conformarían el cuerpo del coloso. Al ver a todas aquellas personas trabajando unidas en el jaeger, dándole forma, deseó estar en el Shatterdome de Anchorage, la que sería su base definitiva. Allí estaban construyendo su futuro Jaeger, el que Yancy y él pilotarían, que ya tenía un nombre. Uno precioso además: Gipsy Danger. No veía la hora de regresar para ver como andaba su hermosa máquina.
—¡Dos Jaegers! —Raleigh se giró hacia Hill con una sonrisa de oreja a oreja, los ojos brillantes y la mirada de un niño en la mañana de Navidad. – Tenemos suerte de que nos hayan enviado aquí. Vale, sí, técnicamente aún sólo está operativo uno de ellos pero esto… —dijo, señalando con su dedo hacia la máquina a medio montar—… esto es impresionante.
La mujer le sonrió, complacida.
—Tres Jaegers.
Raleigh parpadeó, sin estar muy seguro de si había escuchado bien.
—¿Cómo dice?
—Tenemos un tercer Jaeger. Mark 2. Me encantaría mostrárselo en este momento pero tengo que enseñarles aún sus habitaciones y, después, llevarlos antes el oficial en jefe. Y eso es algo que no puede esperar.
Impaciente, Raleigh anduvo un par de pasos hacia la mujer para desandarlos a renglón seguido, de nuevo en dirección al Jaeger en construcción.
—¿Está segura de que no podemos verlo ahora? —le preguntó con una expresión de fastidio dibujada en su juvenil rostro.
María Hill asintió con seguridad.
—Completamente. Y nos estamos retrasando. Si son tan amables de seguirme, señores.
Sin esperar respuesta alguna por parte de los hermanos, Hill dio media vuelta y emprendió el camino hacia el fondo de la enorme sala.
Yancy caminó un par de pasos en pos de la mujer, deteniéndose cuando se dio cuenta de que Raleigh no lo seguía.
—¿Te vas a quedar aquí? —le preguntó su hermano, con la frente fruncida y ambas manos en las caderas.
Una respuesta, que de antemano sabía incorrecta, fue lo primero que a Raleigh se le vino a la mente. No, quería ir a ver el Jaeger. Pero no tenía más remedio que seguir a la señorita Hill. Ahogó una maldición y, apretando los puños de pura frustración, se encaminó hacia su hermano.
—Voy.
Tuvieron que acelerar el paso para darle alcance a la mujer. Ella no miró hacia atrás ni una sola vez para asegurarse de que la seguían. Yancy y Raleigh se miraron el uno al otro y sonrieron, mientras se esforzaban por ir tras ella.
Abandonaron aquella zona por un pasillo que murió ante una gigantesca puerta doble de hierro pintado. Junto a ella, en la pared de la derecha, un panel numérico con una pantalla sucia que evidenciaba el mucho uso que se le daba. Hill tecleó una secuencia de números. Inmediatamente se escuchó el sonido neumático de los engranajes de la puerta.
Cuando la enorme compuerta se apartó en su totalidad, Raleigh y Yancy se quedaron parados, sin atreverse a cruzar. Miraron a su alrededor, despacio y boquiabiertos. Shield se parecía a Icebox como se puede parecer un coche de carreras a un utilitario. Sí, tenían cuatro ruedas y un volante. Para de contar. Incluso en eso los coches podían ser distintos.
El Shatterdome de Anchorage había sido construido para proteger las costas noroccidentales del Pacífico y allí, durante el invierno, había mucho frío y nieve. Los días eran muy cortos y, a menudo, el cielo estaba cubierto de nubes. Podían pasarse meses sin casi ver la luz del sol. En cambio, el Shatterdome de Los Angeles estaba bañado de luz. Un resplandeciente sol entraba por los gruesos cristales de seguridad que conformaban una sólida claraboya en el pasillo de entrada a la estación. Los rayos del sol bañaban el amplio espacio, proporcionando un brillo y una luminosidad especial, todo tintado de dorado. Instintivamente, Raleigh sonrió. Le gustaba el sol. Estaría bien poder olvidarse de aquella pesada cazadora de cuero que vestía. Sin poder aguardar más, se deshizo de ella y la hizo un ovillo, colocándola bajo el brazo. Le iba a gustar estar allí.
—Si quieren seguirme, les enseñaré primero sus habitaciones.
Raleigh estaba tan entusiasmado mirando todo a su alrededor que Hill tuvo que carraspear para poder llamar su atención. Azorado, el muchacho se volteó con energía y con una expresión azorada en el rostro.
—¡Lo siento! – y miró de nuevo hacia el inmenso pasillo—. Todo es tan… tan…
Yancy le palmeó el hombro con fuerza.
—Tan elocuente como siempre, hermanito —y miró a la mujer con una sonrisa de oreja a oreja, que ella retribuyó en parte.
Hill hizo un gesto con la cabeza y pasó junto a ambos hermanos. Se cruzaron con personas, trabajadores del Shatterdome, que saludaron a la mujer con cortesía y educación y que les dedicaron a ellos miradas de soslayo. Raleigh no podía dejar de sonreír. Miró a su hermano, que andaba a su lado con la mirada puesta en la mujer que los precedía. Yancy tenía un corazón enamoradizo, pensó. No era la primera vez que veía aquella mirada en los ojos de su hermano. Cuando conocía a una chica, siempre creía que era la definitiva, con la que se casaría y sentaría la cabeza. Y la chica lo era… hasta que ella le daba calabazas, cosa que ocurría en casi todas las ocasiones. Yancy no tenía suerte con las mujeres.
Dejaron atrás un enorme espacio, repleto de gente que charlaba animadamente. Por el rabillo del ojo vio una cantina y una barra de bar. Y un montón de mesas con gente sentada en ella, comiendo con cordialidad. Le gustaba aquel ambiente.
Se adentraron en un pasillo, y luego en otro más. Traspasaron controles y compuertas de acero y hormigón, hasta que entraron en un corredor que le recordó a un hotel. Estaba todo embaldosado. Las paredes, pintadas de blanco inmaculado, reflejaban la luz del techo. Había puertas a izquierda y derecha. María Hill se detuvo ante una de ellas, tecleó en el panel numérico y una pequeña luz verde destelló. Hill abrió la puerta, se giró hacia ellos, tendiéndoles una pequeña tarjeta de plástico blanco y dejó que ambos hombres pasaran ante ella.
—Su código para entrar en la habitación —les dijo, mientras Yancy tomaba la tarjeta de manos de la mujer. Ella añadió—: Acomódense. Volveré dentro de cinco minutos para ir a presentarles al oficial al mando.
Raleigh sonrió como muestra de agradecimiento a la mujer. Pero la puerta que se acababa de cerrar no fue capaz de retribuirle la cortesía.
Buscó a Yancy. Éste había arrojado su bolsa sobre una de las dos camas que, junto con un pequeño escritorio y una mesa de noche, conformaban el único mobiliario de la habitación. Funcional y austero. Tampoco necesitaban más, se dijo. No habían ido allí de vacaciones, habían ido a trabajar. Él se conformaba con una cama para poder descansar por las noches y una ducha.
Dejó su petate sobre la cama que Yancy le había dejado y se sentó en el borde.
—¿Qué te parece?
Su hermano lo imitó, sentándose al filo del colchón y, con pesadez, se dejó caer de espaldas sobre él. Colocó ambas manos sobre su estómago y cerró los ojos.
—Esto es muy chulo. Me va a gustar estar aquí…
—No te hablo del Shatterdome. Te hablo de la señorita Hill.
Yancy, con esfuerzo, levantó la cabeza con cara de no comprender nada. Raleigh lo miró y le sonrió, mostrándole los dientes exageradamente.
—Tío, ¿tú de qué vas? —preguntó el mayor de los hermanos, alzando una ceja.
La sonrisa se desvaneció como por encanto del rostro de Raleigh. Parpadeó un par de veces antes de encogerse de hombros.
—No sé. He visto cómo mirabas a Hill.
—¡Claro que la he mirado! Iba delante de nosotros, Raleigh, ¿dónde cojones querías que mirara?
Raleigh le guiñó un ojo.
—Le mirabas el culo. Admítelo.
A tientas, Yancy buscó la almohada que estaba sobre su cama, un poco más arriba de su cabeza. Cuando la alcanzó se la colocó sobre el rostro para, a continuación, incorporarse y atizarle con ella a su hermano en la cara. Acertó de lleno.
Yancy se dejó caer de nuevo con pesadez sobre el colchón.
—Eres una pesadilla, hermanito.
Raleigh palmeó sobre la pierna de su hermano antes de levantarse con agilidad.
—Y vas a tener que soportarme en tu cabeza —le respondió con una amplia sonrisa que le iluminó el rostro.
A dura penas, el mayor de los Becket incorporó el torso, con la cara ligeramente roja, el cuello hinchado del esfuerzo y conteniendo la respiración por la extraña postura. Los ojos se le pusieron en blanco al mirar hacia el techo.
—Aún estoy a tiempo de decir que no.
El semblante de Raleigh cambió de inmediato, desvaneciéndose la sonrisa perenne que en él había.
—Eso no lo dirás en serio, ¿verdad?
Yancy lo miró con seriedad durante unos instantes para, a continuación, reemplazarla por una amplia sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.
—Es muy fácil picarte, idiota.
Los hombros de Raleigh se relajaron de inmediato. No se había dado cuenta de que había contenido la respiración al escuchar las palabras de su hermano y se había agarrado a la colcha de la cama con fuerza. Mascullando una maldición, se levantó, irguiéndose en toda su estatura ante su hermano. Le tendió la mano, que Yancy aceptó de buen grado.
—Venga. Tenemos que conocer a quien quiera que dirija esto.
Cuando abrieron la puerta para salir al pasillo, María Hill estaba a solo un paso de alcanzar la entrada. La mujer se paró en seco cuando vio a los dos muchachos salir de ella.
—¿Están listos? —preguntó, parándose ante ellos y uniendo ambas manos delante de sí.
Raleigh miró a Yancy por el rabillo del ojo y sonrió al ver la cara de cachorro de su hermano al mirar a aquella mujer. Yancy no tenía remedio. Era un alma enamorada. Con más vigor del necesario, le dio con el codo en un costado, atrayendo así su atención.
—¿Qué haces? – inquirió su hermano entre dientes, con el rostro lívido y mirando de reojo a Hill.
—Nos ha preguntado si estamos listos.
Yancy se giró despacio hacia su hermano, con un rictus congelado en el rostro y movimientos mecánicos.
—La he oído.
Raleigh sonrió abiertamente e hizo un ademán con la cabeza en dirección a la mujer.
—La ha oído.
La mujer los miró a ambos, con los párpados ligeramente entornados, los labios apretados, los brazos cruzados ante su pecho y sosteniéndose sobre sus piernas separadas.
—Entonces —comenzó diciendo, dando un paso hacia atrás—, si son tan amables de seguirme.
María Hill giró con elegancia sobre los tacones de sus botas militares y emprendió el camino de regreso hacia el corazón del Shatterdome, mientras la coleta en la que ahora recogía su pelo oscuro se balanceaba a cada paso que daba.
