Mi joven amo, Sebastian Phantomhive.
by Silenciosa
Disclaimer: : No me pertenece Kuroshitsuji, por supuesto. Todo lo que escribo lo hago sin ánimo de lucro, solo para el disfrute de mi maldita imaginación y la de aquellos que me leen, nada más.
Advertencias: Referencias a hipótesis y spoilers referentes al manga.
«No intentes enterrar el dolor; se extenderá a través de la tierra bajo tus pies; se filtrará en el agua que hayas de beber y te envenenará la sangre. Las heridas se cierran, pero siempre quedan cicatrices más o menos visibles que volverán a molestar cuando cambie el tiempo, recordándote en la piel su existencia y con ella, el golpe que las originó. Y el recuerdo del golpe afectará a decisiones futuras, creará miedos inútiles y tristezas arrastradas, y tú crecerás como una criatura apagada.»
Fragmento extraído de Beatriz y los cuerpos celestes, por Lucía Etxebarría.
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Rojo carmesí.
Angelina quedó conmocionada, resquebrajada su garganta por gritos de dolor, nada más hubo contemplado el ardiente color que teñía sus huesudas y blanquecinas piernas. Las sirvientas corrían a su alrededor, en torno a la enorme cama, con baldes de agua limpia y sábanas blancas. La partera seguía entre sus piernas hurgándola como si solo fuese un agujero obstruido que debía destupir antes de que la hemorragia se la llevara al otro mundo.
Y allí estaba ese hombre, observándola sin tan siquiera demostrar algo en el semblante. Angelina alzó una mano temblorosa hacia él con la esperanza de que la tomara.
—Vincent —lo llamó de nuevo, ya apenas sin voz—. Vincent, tome mi mano. En el nombre de Dios, lo suplico.
El conde Phantomhive no se movió ni un ápice. Permaneció de pie y con los brazos cruzados, junto a la ventana, acompañado por un hombre vestido completamente de negro que, al parecer, nadie más en la habitación advertía su presencia, salvo ellos. Angelina desconocía quién era este hombre. Cubierto su rostro entre una mata espesa de cabellos canosos como la mortecina luz de la luna, era imposible saber si la miraba o no.
El rojo siguió emergiendo lentamente de ella, de entre sus piernas, durante toda la noche.
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Al amparo de los primeros albores diurnos, cuando en las calles los perros abandonaban su lar y los vagabundos sus cajas de cartón, las inútiles oraciones de Angelina ascendían al cielo, suplicando por unos minutos más de vida. Mientras, en el sucio y neblinoso Londres los piadosos habitantes comenzaban otro frío día de diciembre con preces a Dios para concluir con la vicisitud de que les concediera a cada cual el merecido pan de cada día. La capa de nieve en las afueras de la ciudad se prolongaba y semejaba una sábana blanca para los niños; llena de arrugas como cuevas ocultas, en las que, a pesar del riesgo, las alimañas se ocultaban. A través de colinas blancas y árboles de ramas desnudas, el curso del río Támesis todavía no había congelado del todo y, denso como la resina recién sesgada, bordeaba la tierra con desencuentros teñidos por la contaminación humana y el propio devenir moderno.
Esta es la imagen del próspero Londres industrial, un gran mercado de compraventa, de hombres, mujeres y niños que se venden, muertos de hambre, a cambio de un puñado de monedas; el campesino —el que otorgaba desde tiempos inmemoriales vida a la tierra— ya no era nadie en la sociedad. La tierra había sido medida y repartida entre los más ricos, ni a Dios ni al Diablo les perteneció nada. Hectáreas y parcelas distribuidas en herencias eran la tierra la medida de todo; todo subdividido, vallado, en estado silvestre de súbito estéril entre mansiones lujosas construidas a las afueras. El comerciante, ahora llamado burgués, aspiraba a más vanidad mezclándose con rancias familias nobles a fin de alcanzar algún título nobiliario. Religiosos y jueces ponían precio a su dignidad. Para sobrevivir, había que apestar a libras esterlinas.
La vida seguía en Londres con vistas a un futuro a pesar de haber sido levantado —al igual que la vieja Roma— sobre cimientos hechos a base de sangre y muerte. Cuanto mayor sea el dolor en el que se ha alzado una ciudad, mayor será el mal que se cernirá sobre ella.
Así transcurría el tiempo con la llegada del amanecer, lento y sin piedad, ajeno a las súplicas de la pequeña Angelina. Por mucho que gritara, nadie podría escuchar su lamento. Los habitantes ricos paseaban por las estrechas calles, esbozando una falsa sonrisa, saludando a los de su rango en un interminable intercambio de mentiras y conspiraciones, mientras que los pobres solo podían limitarse a escoger dos simples acciones, servir o morir.
Las gruesas paredes de la segunda mansión Phantomhive instalada en la urbe amortiguaban su última oración entre jadeos de dolor, cual vetusto maleficio, debilitando la estridencia de su voz, pero en ese preciso instante en que parecía difuminarse su alma con el aire, comenzó a intensificarse y proliferar el dolor de su vientre, empañando las sábanas en otro embate de rojo profundo, símbolo del sacrificio hecho por amor. Empujó una vez más lo mejor que pudo hasta sentir que sus fuerzas comenzaban a dejarla.
Este amor, su amor, era uno del que no tenía cabida tras las doradas puertas del Reino de los Cielos ni tampoco en las entrañas mohosas del Averno; un amor lacerioso y puro al mismo tiempo, hermoso y aterrador; la idílica visión de una sutil rosa de pétalos rojos recubierta por afiladas y venenosas espinas. A la vista de todos los presentes, sus oraciones eran desoídas, invitadas en el encantamiento de lo invisible y a no ser más que el eco de un objeto. Sin voluntad, había sido usada como un mero recipiente, el cual acogía lo más valioso que podía poseer el joven conde. Ella no era más que una malograda vasija de barro en cuyo interior guardaba una piedra preciosa. Vincent esperaba que este ansiado tesoro fuese sacado de la vasija estrecha, aunque tuviera que exigir que la rompiesen en mil pedazos a fin de conseguirlo.
Angelina quedó después en silencio, sin dejar de remitir el dolor y la afluencia de sangre de su interior, esperando ser respondida por la benevolencia del Altísimo. Agudizó los oídos y sonrió jadeante al escuchar el fuerte llanto de un bebé y decir de la partera que había dado a luz un varón. Pensó en lo inmensamente feliz que sería su querida hermana en cuanto lo viera.
Cortado el cordón umbilical, el niño fue envuelto en una manta gruesa para cobijarlo del frío. El sacerdote que trabajaba para la noble familia le colocó al bebé una pequeña cadena de filigrana de oro en la que pendía una pequeña cruz. El recién nacido fue entregado a su progenitor. Nadie de los presentes pareció interesarles en ese instante la salud de la debilitada madre.
—Dejadme sostenerlo entre mis brazos unos segundos. Es..., es mi bebé. —Al no ser correspondida su petición, Angelina intentó a duras penas incorporarse de la cama para ir en pos del bebé que había salido de sus entrañas. No lo logró y comenzó a llorar en silencio. Un nuevo ramalazo de dolor la derrumbó por completo—. ¡Es mi...!
Ella supo que el recién nacido nunca sería suyo. Desde que decidió acceder al pacto y convertirse en el ansiado juguete de su amado conde, sabía que tarde o temprano esto ocurriría. No sería ella la madre del pequeño, y lo peor de todo era que pronto ni siquiera lo sabría.
†††††††††
—Rachel no puede tener hijos.
Angelina bajó la mirada y la clavó en el suelo. Si estar en presencia del apuesto Phantomhive en su despacho y a solas ya le provocaba un incontrolable nerviosismo, que ese hombre le hiciera conocer tal funesta noticia no le produjo otra cosa sino un fuerte estado de shock. Nadie mejor que Angelina sabía el deseo de su querida hermana por tener al menos un hijo y perpetuar así el apellido de la familia de su esposo.
Vincent era el único hijo varón y en él recaía el destino de los Phantomhive. Según había escuchado en las típicas tertulias sacadas durante las ceremonias de la temporada alta, el antiguo conde Phantomhive fue realmente una mujer. La condesa Claudia Phantomhive nunca pasó por el altar. En cambio, sí tuvo una hija de una relación amorosa que ni las más chismosas y emplumadas damas del alto círculo social pudieron conocer con detalles. De este primer embarazo, la condesa tuvo una hija, Francis Phantomhive. Años más tarde, en 1851, e igual de soltera que antaño, Claudia dio a luz a Vincent Phantomhive, el cual se convertiría en el heredero titular de la familia. En 1866, Claudia Phantomhive murió inesperadamente. A Vincent le fue heredado el título nobiliario de su madre siendo todavía un adolescente.
Fue en 1874 cuando Angelina Durless, de quince años, vio por primera vez al conde Phantomhive en la mansión de sus padres. Un par de meses más tarde su hermana mayor, Rachel Durless, contrajo matrimonio con con aquel joven atractivo e influyente del que Angelina se había enamorado perdidamente.
Al cabo de unos meses tras el casamiento, Angelina paseaba por el jardín de la mansión de sus padres en actitud concentrada. Hacía varios días que el ánimo de Rachel había decaído hasta el punto de adoptar una aptitud apesadumbrada y nerviosa. Angelina también se había fijado en que su hermana hablaba más con Francis que con ella, apartándola de sus conversaciones discretas como si estuvieran tratando un tema tabú en el que no podía intervenir. Que pensaran que ella era una cría le molestaba; tenía dieciséis, ya no era ninguna niña.
En tanto que vagaba sin sentido por entre los setos del jardín, dio con el banco en el que había tenido su primera conversación con su cuñado. Casi perdió la consciencia cuando se dio cuenta de que allí estaba sentado, en carne y hueso, el mismísimo conde Phantomhive, quien por lo visto había venido para hablar con su padre sobre asuntos de negocios.
Haciendo uso de su impecable sonrisa, la invitó a compartir asiento y ella aceptó. Angelina quiso que la tierra se la tragara cuando, en el mismo banco en que hablaron a solas por primera vez, Vincent le declaró que deseaba tener una conversación, en otro momento y a solas con ella, sobre un tema muy importante y sin que nadie de la familia lo supiera. Acordaron verse al día siguiente y se despidieron con un respetuoso saludo. La inocencia de Angelina le hizo pensar que Vincent estaría probablemente preparando algún tipo de fiesta sorpresa para levantar el ánimo de su querida hermana.
Por esa razón y por una más fuerte, por amor, Angelina aceptó la invitación. Llegó el día y, mientras Francis acompañaba a Rachel a la mansión de un doctor de renombre amigo de la familia, Angelina marchó con máxima discreción hacia la mansión Phantomhive a sabiendas de que el conde estaría esperándola. Nadie supo de ese encuentro para nada fortuito, y Angelina lo aceptó como el cactus que en el desierto recibe del cielo una mísera gota de lluvia.
—Rachel no puede tener hijos. —Un punzante dolor se clavó justo en el medio del pecho. Esto era lo que le había dado a conocer el conde; el motivo por el cual había concertado un encuentro con ella. Hecho que no se esperó y que auguraba desgracia y pesar en el noble corazón de su hermana mayor.
Durante un largo momento de estupefacción, con la mirada gacha, lo primero que pensó era el extraño actuar que había tenido su hermana Rachel en las últimas semanas, así como sus largas charlas con Francis y en las que no la permitían participar. No cabía duda de que esa era la causa que había generado aquel angustioso cambio emocional en Rachel. Luego no pudo pensar nada en absoluto. El temblor en su cuerpo desapareció, sustituido por el demencial aflujo de sangre que le inundó el cerebro. Sintió calor y luego frío. El aire a su alrededor se espesó hasta enrarecer el ambiente.
La puerta pesada de roble estaba cerrada tras ella, dejando fuera el resto del mundo.
Las ventanas del despacho del conde daban al frente, con vistas sobre el espléndido jardín trasero. El sol todavía intenso entraba directamente a raudales por los cristales de las ventanas y dibujaba rectángulos perfectos de cálida claridad en la enorme alfombra de Samarkanda, decorada con flores estilizadas y figuraciones geométricas sobre una base rojiza y bordeada por los cuatro tramos con un tono jaspeado.
Vincent Phantomhive permanecía al alcance de dicha luz que chocaba a sus espaldas y proyectaba su sombra en el suelo generando una relativa oscuridad. Tenía las manos apoyadas en el escritorio de caoba que había detrás de él y las largas piernas cruzadas en los tobillos. A despensas de esta oscuridad proyectada a contraluz en el conde, Angelina lo veía con claridad, como si un Apolo pintado por un artista del Renacimiento hubiera salido de un lienzo, vestido con ropas hechas a medida por una de las mejores sastrerías de Savile Bow y venido para presentarse ante ella.
Angelina intentó recuperar el control de sí misma. Se obligó a alzar el rostro en un intento de recuperar el decoro digno de una dama, y cruzó el despacho; bajo sus pies, la alfombra amortiguaba el sonido de sus pisadas. Fue directamente hasta él para demostrarle, o demostrarse tal vez a sí misma, que podía controlar dignamente sus emociones. Pero le era imposible. Vincent tenía poder sobre ella, un poder mucho mayor que el que le confería cualquier ley, bien sea religiosa o cívica.
Aunque alcanzara el estandarizado metro sesenta y cinco de altura, Angelina no era muy alta. Se vio obligada a inclinar la cabeza hacia atrás para mirar al conde a la cara, situada a un buen puñado de centímetros más arriba. Lo miró carente de sagacidad, de manera ingenua, más preocupada por el devenir de su querida hermana que su encuentro con el conde. Los ojos de Vincent eran de un castaño muy desvaído, resinoso, como el ámbar traído del báltico ruso. Desde esa respetuosa distancia que mantenían, Angelina percibió su sutil perfume a sándalo y cítricos, un aroma que tiempo atrás había equiparado a la felicidad, y ahora al desamor. No llevaba la chaqueta puesta, por lo que era visible su camisa de fina batista, que lo envolvía amorosamente, acariciando hombros y brazos.
—Sé que ama a su hermana, milady, pero solo Dios sabe hasta qué punto sería capaz de hacer cualquier cosa por ella y por su felicidad —le dijo mirándola a los ojos, sin vacilar—. Así que iré al grano; la he hecho venir hasta aquí para que fijemos condiciones.
—¿Con-..., condiciones? —Angelina balbuceó insegura, nerviosa, muy torpe.
—Necesito un heredero. —Vincent se apartó del escritorio para quedar frente a frente—. ¿Sabe, querida? Yo bien podría adoptar a un bebé, uno de los tantos que acaba muriendo tirado en un basurero del East End porque su madre no puede hacerse cargo de él. Sin embargo, aquí lo que priva es la sangre, con lo cual esta es una opción que he de descartar. Tal y como preveo las circunstancias, me he visto obligado a tomar una terrible decisión que será crucial en cuanto se la haga saber —continuó, diciendo.
Angelina palideció y quedó paralizada. Sintió por primera vez cómo el conde estaba empezando a urdir sobre ella una enredadera de espinas. Esto trajo con ello cantidades enormes de incertidumbre... y deseo a su ávido corazón adolescente. ¿Por qué se sentía así? No lo sabía, pero Vincent estaba ahí, los dos solos, y tan cerca que sobrepasaba lo estrictamente formal.
—¿Piensa anular su matrimonio con mi hermana?
Vincent asintió con la mirada en un escueto abrir y cerrar de párpados.
—La función de una esposa es proporcionar hijos, así lo estipula la ley desde hace milenios. Al no poder Rachel dármelos, como hombre me veo en el derecho de separarme y contraer matrimonio con cualquier otra dama de distinguida familia; los Durless no sois ni de lejos la única familia influyente en este país. Aparte no creo conveniente mencionar la imagen que daría una mujer de alta alcurnia divorciada y estéril ante los ojos de la sociedad.
Si eso ocurriera, si el conde Phantomhive estuviese dispuesto a abandonar a su querida Rachel, no habría ningún tipo de futuro para ella, solo desgracia y soledad. Las mujeres que no podían dar hijos eran mal vistas, como si su incapacidad reproductora fuese un pecado. Las sagradas escrituras promulgaban que el don de dar la vida era fruto de la voluntad creadora de Dios, mientras que la esterilidad era producto del Mal, un castigo. Incluso, Angelina temía por la posición que adoptarían sus propios padres al respecto.
—Cabría la posibilidad de que yo desestime el divorcio si decidiera ayudarme, milady.
—¿Y qué podría hacer yo al respecto? —preguntó en latente estado de agitación.
—Le pido que tengamos un hijo. Esta sería la única manera de que yo no abandone a su hermana.
—Pero... —Angelina balbuceó. Deseó que en aquel instante su rostro quedase parcialmente cubierto por su antiguo fleco. Había perdido nuevamente toda confianza en ella; Vincent se la otorgó y se la estaba arrebatando sin medir el efecto que tendrían sus actos. Quería ocultar lo vergonzoso de su actitud, el albergar amor por su cuñado.
—Le prometo que ninguna persona lo sabrá. El niño no será denigrado cual bastardo, él será visto como el hijo legítimo de mi esposa. —Le explicó Vincent en un susurro, como si él quisiera responder a las preguntas que más falta hacían—. En su debido momento ni siquiera recordará haberlo tenido, cuñada. Confíe en mí si le digo que cuento con los medios necesarios para conseguir esto. Para el niño será su amada tía, y nada más.
Aún un sinfín de cuestiones pasaban como fogonazos por la cabeza de Angelina. Aquella lucha interna fue frenada al instante cuando Vincent la tomó de las manos y se le acercó hasta el punto de sentir su hermoso rostro descender y alcanzar la altura del suyo, quedando separados a la sazón de pocos centímetros.
—Piense, querida, que le estaría entregando a su hermana la demostración más grande del amor que siente por ella. De la decisión que ahora tome dependerá su felicidad.
De los bonitos ojos rubí de Angelina emergieron lágrimas que resbalaron por su rostro.
Ella asintió y respondió con un mero «sí». Cerró los ojos, sintiendo la calidez de unos labios besar sus lágrimas.
El contacto hizo que el amor que Angelina sentía se pudriera hasta el punto de convertirse en algo grotesco a ojos de Dios. La virtud se convirtió en pasión y Angelina supo que no podía ni quería escapar de ella.
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Vincent acunó a su retoño esbozando al mismo tiempo una sincera sonrisa paternal que nunca creyó tener. Finalmente, por muy alto que había sido el precio, tenía un sucesor. Un sano hijo varón le sucedería cuando la edad o la imprevista llegada de la muerte lo apartaran de este mundo. El destino de la familia Phantomhive ya no dependía de él, sino de este bebé quejumbroso que no cesaba con su primer llanto. Lo contempló con devoción, como su más venerada riqueza. El pequeño tenía el mismo rostro que la hermana pequeña de su esposa; delicadamente ovalado y lleno de expresión, la cual se dejaba entrever en la intensidad de aquel par de ojos grises típicos de bebé, muy claros, que muy posiblemente acabarían siendo azules. Vincent se preguntó a quién diablos podría sacar dicho color, aunque luego pensó en que lo heredó de los Durless, o incluso, de su difunta madre, Claudia Phantomhive. Al fin y al cabo, el bebé portaba los genes recesivos típicos de ambas familias. Lamentó que el pequeño no heredase el hermoso mirar rubí de su madre. Tal vez desear algo así solo acarrearía problemas en el futuro. Lo mejor que le podía ocurrir era que el bebé tuviese los ojos azules, así sería comparado con Rachel.
Había decidido comprar una mansión en la ciudad desde que Angelina quedó encinta y bajo el mayor secretismo posible. La chica permaneció encerrada allí durante los ocho meses de gestación. Había comprado esta residencia para mantener a Angelina apartada de su hermana. Tal y como le había pedido, Angelina mintió diciendo a su familia que había sido invitada por una fiel amiga a pasar una temporada en Rennes, Bretaña. Esta amiga suya existía y Vincent se las había arreglado para que esta, así como su familia, se prestaran a participar en el macabro juego de la mentira.
—Conduce, Señor, al renacimiento espiritual a este hijo tuyo. —El sacerdote extendió la señal de la cruz sobre la frente del lloroso recién nacido haciendo uso de varias gotas de agua bendita—. Cuyo espíritu responderá por el nombre de...
—Ciel —respondió enseguida Vincent—. Ciel Phantomhive.
—Ciel Phantomhive, al bautismo por la fe de la Iglesia, a fin de que alcance la vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
—Amén —susurró Vincent para alzar la vista y notar que la figura oscura no había dejado de observarle desde una esquina de la habitación, quien había aparcado su típica sonrisa sardónica.
Otro grito de dolor hizo que pusiera atención a la joven que aún se debatía, entre la vida y la muerte, sobre una cama empapada de sangre. Con su amado Ciel cargado cariñosamente en sus brazos, Vincent se aproximó y se colocó al lado de la partera quienes, asombrados, hallaron otra cabecita asomando ensangrentada por entre las piernas de la muchacha.
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Fin capítulo I.
Este pequeño fic fue un regalo para mi mejor amiga en estas pasadas fechas, que ama hasta la médula Kuroshitsuji desde hace años (y súper fan de Grell, además). Digamos que es un compendio de esas teorías que andan vagando por el fandom. Aprovechando estas vacaciones me he leído con ella, de un tirón, todo el manga y hemos hablado sobre todos estos temas. Ni qué decir que junto a Sebastian, mi otro personaje favorito es Angelina, no la ostentosa Madame Red, sino esa Angelina poco arreglada que lee un libro en el jardín y que vuelve la cabeza con aquel flequillo tapándole la cara y que tanto me recordó al protagonista. Y la intensidad de su mirada, sobre todo.
Como he dicho, es todo una suposición, las cual me tomo la licencia de tener un poco de libertad para recrear escenas no canon. Ni siquiera sé si ya habrán tratado este tipo de temas en algún otro fic por Fanfiction, que me imagino que sí. Con lo que he leído y me ha contado mi mejor amiga, he intentado plasmarlo en una historia de dos o tres capítulos que iré publicando en estos días.
Hacer mención a los temas Civilian de Wye Oak y Seven Devils de mi querida Florence ya que me han inspirado muchísimo a la hora de escribir el fic.
Un cordial saludo y gracias por leer^^.
Silen.
Lunes, 26 de Enero de 2015.
