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Se dirigía hacia Teleftaia, el último planeta conquistado por el Cuarto Gran y Generoso Imperio Humano. Estaba situado en el puesto número cinco del top para los viajeros intergalácticos exigentes – estaba emocionado por llegar.

Apenas hacía unos días que había dejado a Donna en la Tierra y a Rose con su otro yo. Se sentía tan sólo que tenía que llenar su tiempo con algo. Por su cabeza habían pasado cientos de posibilidades; crear un nuevo color, visitar a un par de antiguos amigos, deprimirse en la biblioteca con montones de chocolate y helados (al puro estilo humano), y finalmente se había decidido por hacer lo que siempre hacía; seguir adelante. Había cogido una revista al azar de un estante en el satélite tres y había resultado ser Para el exigente viajero intergaláctico. Una página al azar; el top de los mejores destinos. Los dados habían hecho el resto.

Giró la palanca de la derecha, dio un par de golpes y tras girar la manivela puso la conducción automática, dispuesto a relajarse con las suaves embestidas de la nave cuando sintió la vibración del móvil en su bolsillo. Fastidiado, lo sacó esperando cualquier tipo de publicidad – desde que se había suscrito a esa dichosa revista no paraban de mandársela – pero estaba equivocado; era un mensaje dirigido a él específicamente.

«Doctor, necesitamos tu ayuda. Importante. Omega51.»

El Doctor lo pensó un momento. Un mensaje repentino, cargado de urgencia, una promesa de nuevas y excitantes aventuras con las que distraerse... sonaba prometedor. Además, él nunca se negaba a ayudar a quien le pidiese ayuda.

—Vamos a hacerles una visita, sexy —le dijo a la TARDIS, acariciando el panel de mandos con cariño antes de cambiar el rumbo hacia Omega51.

La TARDIS se quejó, dando varias sacudidas antes de estabilizarse.

¿Con qué poco grata sorpresa le estarían esperando? ¿Un volcán de hielo? ¿Una tempestad marina en un planeta cubierto completamente de agua?¿O tal vez un terremoto provocado por termitas come-tierra gigantescas? Eso hubiera dicho Donna... No podía dejar de pensar en ella, y curiosamente tampoco en catástrofes naturales. Quizá fuera porque se la habían quitado repentinamente, sin aviso alguno. Ya había perdido compañeros más veces.

Aún así, ésta vez era diferente.

Con el suave sonido característico de la TARDIS, que avisaba a todos de su llegada, aterrizó en la superficie (o el agua, todavía no podía estar seguro) del planeta Omega51. Ahora que tenía algo en lo que entretenerse sería mucho más fácil sobrellevar el día.

Abrió la puerta contento dispuesto a lo que fuera. No pudo dar un paso; dos hombres, vestidos como los SWAT de la Tierra en la época de Donna y Rose– no pudo evitar acordarse – le cogieron por los brazos y le alejaron de su cabina de policía.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Vengo en son de paz! —exclamó un poco extrañado por el comportamiento de aquellos que le habían suplicado ayuda.

Se trataba de un complejo completamente ascéptico, de largos y amplios pasillos blancos, con corredores que se perdían a dos kilómetros de su entrada y giraban, giraban y giraban hasta morir en otro corredor aún más largo.

Sí, había escuchado hablar de aquél planeta, pese a no haber recordado su nombre en un principio. Se trataba de un planeta artificial, ni siquiera estaba conformado de piedra. Lo habían puesto en órbita por pura chiripa.

Seguro que sólo tienen un problema con la instalación de cañerías y quieren que un tipo tan genial como yo se lo arregle, pensó con un sonoro suspiro, mientras le llevaban rudamente hacia cual fuera su destino.

Poco a poco empezó a ver más gente, la mayoría soldados, que iban y venían muy atareados. Algunos escoltaban personas, otros iban a descansar, otros estaban nerviosos por algo que callaban al verle pasar...

Pero la gente... ellos eran diferentes. Los autóctonos del planeta eran extraños incluso para él. Altos, larguiruchos, de orejas pequeñas y redondeadas... Lo normal para la especie, salvo por el color de la piel. ¡Todo el arcoiris! Verdes, morados, azules, rojos... En todo el viaje no consiguió ver dos colores iguales entre ellos.

En una de las enormes salas que pasaron algo llamó su atención. Un brillo rojo que le había deslumbrado, el de una melena al ondear. Miró hacia el techo, con todas aquellas pasarelas suspendidas molestando a la vista, esperando verla. No era Donna, sabía que no era ella. Además, no podía serlo; ésta tenía el pelo corto.

En uno de los puentes, al fondo, aquella mujer era escoltada por otros dos guardias. Caminaba detrás de ellos con bastante desgana, como si estuviera deprimida. Le miró una milésima de segundo, casi con soslayo, antes de apresurarse detrás de los soldados.

Interesante... murmuró para sí mismo.

—Señor, le traemos a otro Doctor. ¿Es nuestro Doctor? —preguntó el soldado a su derecha.

Sentado en una plataforma se hallaba un hombrecito azul de cráneo alargado y fea complexión, bastante regordete y, al parecer, pro-vida sedentaria.

El Doctor le reconoció enseguida.

Se trataba de un abogado de Jolco Moxx de Balhoon. Para más señas, era el abogado que había estado junto a él y a Rose en el final de la Tierra, mucho tiempo atrás. Se movía en una silla antigravedad de rápido movimiento debido a una enfermedad que había paralizado sus piernas. Además, el dispositivo cambiaba sus fluidos corporales cada poco tiempo, aproximadamente veinte minutos, para que no sudara ácido glaxic tóxico.

Pero era imposible que estuviera ahí, ¡había muerto cuando Cassandra, la última humana, disminuyó los filtros solares!

—Tú no deberías estar aquí... —susurró el Doctor suspicazmente, soltándose de los irrespetuosos hombres que le habían llevado—. Moriste, y ésa ha sido la única vez que te he visto antes. Ooooh, pero tú estás aquí por lo de tu enfermedad, ¿verdad? ¡Claro! —exclamó, girando sobre sí mismo y alzando los brazos, bastante enfadado—. ¿Qué ibas a hacer sino en ésta chatarra planetaria? ¡Jugar con la genética! ¡Ja! Me habéis llamado buscando ayuda, ¡pero no veo ningún problema más que el de...!

—No es él. No es el Doctor —dijo Moxx, haciendo un aspaviento.

De repente, el planeta dio una sacudida.

—Uooh... ¿qué ha sido eso? No lo sé —preguntó y se respondió el propio Doctor. Cómo echaba de menos a sus companions—. ¡Un momento! ¡Sí que soy el Doctor!

—Llevadle a la Sala de Relax —dijo una voz por megáfono, y así lo hicieron.

La Sala de Relax. Un jardín enorme entre cuatro paredes dispuesto como una celda colectiva, con el aire mezclado en gases ligeramente inhibidores para evitar los conflictos. Éso le hubiera dicho a quien le hubiera preguntado.

—¡Exijo volver a mi TARDIS!

—Está siendo analizada. Esperará aquí hasta que termine.

—¿¡Qué le estáis haciendo a mi nave! —gritó pataleando—. ¡Exijo una explicación!

—La Doctora vendrá enseguida. No se preocupe —le soltaron en aquél paraíso artificial, pero él trató de salir—. Lo sentimos, No-Doctor. Todavía no.

—¡Ahora no es momento para ser educados! ¡Exijo mi TARDIS! ¡AHORA!

—No.

—Doctor —alguien le llamó. No sabía quién era, pero le resultaba familiar.

—¿Quién eres? —se dio la vuelta bastante molesto, mientras las puertas del basto jardín se cerraban a sus espaldas.

—La Doctora.

—Dios, ésto es irónico —suspiró—. ¿Qué Doctora?

—Doctora, sólo éso. Doctora —contestó la pelirroja que había visto minutos atrás.

—Una versión de mí italiana, genial. ¿Dónde está la TARDIS-a? Tal vez así pueda descubrir qué demonios pasa aquí —gruñó pasando por su lado. Ella se apartó rápidamente de su camino, como si fueran dos imanes del mismo polo.

—No la encontrará aquí, Doctor —dijo ella educadamente—. No las encontrará en ninguna parte.