Palabras: 1,987.
Advertencias: Abuso psicológico.
Disclaimer: Evidentemente, los dioses griegos no me pertenecen.
A la reina de los cielos le descubren el pastel:
Unas alegres campanas repiqueteaban en algún lugar, y el sonido reverberaba contra las húmedas paredes de la cueva, mil veces repetido y cada una más irritante que la anterior, lo cual sacaba de quicio a su silencioso ocupante. Cualquiera diría que no debía importarle, que acostumbrado como estaba al golpeteo regular de su propio martillo contra el metal le resultaría inofensivo, algo que se fundía con el ambiente, pero nada más lejos de la realidad. Las campanas le recordaban a Hefesto lo apartado que estaba de todo y de todos y, siendo sincero, ya no le hacía ninguna gracia, y estaba muy impaciente. Bajo la clara luz que le aportaban varias lámparas de fabricación propia, trabajaba sin interrupciones, esperando pacientemente a la llamada de unos dioses en concreto. Alguien que supiera de su existencia. Porque sí, había gente que sabía de él... Muchos más de los que habrían debido.
Así era como tenía que ser cuando se era el secreto mejor guardado de la reina de los dioses. Su nacimiento había estado cubierto por un velo de misterio necesario y, como todo lo que hacía la diosa, lleno de envidia. Debido a que Zeus se había tragado a Metis y la había retenido en su estómago, del más brillante pensamiento de su padre nació Atenea, lista para luchar. Hija de la titánide más sabia y el dios más poderoso, la guerrera estaba destinada a hacer cosas impresionantes. Hera, ciega de ira por que su marido contara con semejante arma de destrucción y, más que eso, que ella no hubiera tenido nada que ver con ello, decidió hacer lo mismo, sin ayuda de otro ente, ni divino ni mortal. Aquella no sería la versión que Hefesto conocería, sino una en la que Atenea era un demonio maldito y su madre lo había creado a él para competir contra ella, pero la había decepcionado. Nadie sabía con exactitud cómo había podido engendrar a un hijo por su cuenta, pero el día de su alumbramiento, lo primero que vio el pequeño Hefesto fue la cara de horror de su madre.
Los siglos deberían haber enterrado la desagradable memoria, pero él nunca podría olvidar el enfado en sus luminosos ojos castaños, las dolorosas lágrimas que barrían todas las esperanzas que había puesto en él, el asco que la hacía fruncir el ceño y los labios, manteniéndolo lejos de ella con mucho cuidado, para no tocarlo más de la cuenta. Lo había arrojado sin ningún cuidado a su cuna y el bebé, golpeado y triste por verla así, comenzó a llorar con todo lo que daban sus pequeños pulmones, retorciéndose y golpeando los barrotes, inconsolable. Sin un segundo de vacilación, su madre había puesto la grácil mano contra su boca, con una fuerza exagerada y furiosa, haciéndole daño incluso, y se había inclinado para susurrar unas palabras que sólo entonces comprendía:
- Silencio. No debo dejar que nadie sepa que estás aquí. Jamás.
La resolución que había impregnada en su voz denotaba que así habría sido... De no ser por ella. Cuando su talento como herrero ya había despuntado y se había convertido en un adulto silencioso y taciturno, escuchó unos pasos apresurados y el sonido de una armadura hacia la entrada de la cueva. Madre se las había ingeniado para que contara con una puerta pequeña y oscura, que no llamara la atención, con muchísimos cerrojos exteriores que sólo conocía por el sonido que hacían al descorrerse, como en ese mismo momento. Pero no parecía ella. Nunca habría estado tan ansiosa por verlo, ni vendría armada. Lo cual significaba que algo había pasado, algo malo. Otros pasos seguían los primeros, más delicados, los que sí identificó como familiares. Los reconocería en cualquier parte, como aquella voz imperiosa que, pese a su tono bajo y discreto, sonaba majestuosa:
- Te he dicho que te vayas ahora mismo. No hay nada que te incumba.
- ¿Quién te crees para encerrar a un dios? Sabías que ella nos lo dijo. Ni tú puedes ser tan estúpida. Abre la puerta si no quieres que se lo diga a Zeus, Hera. Para ti soy una bastarda, pero sabes que él es de otro parecer.
Quería llevárselo. Esa mujer quería apartarlo de su madre, la única persona que cuidaba de él. Cierto era que allí se encontraba un poco solo, pero había tomado la soledad como intrínseca a su vida. Se la merecía por ser tan horrible y haber truncado todas sus esperanzas, y con esa excusa, se hacía más llevadera. Al fin y al cabo, Madre era amable con él. Le llevaba comida, lo vestía y proporcionaba lo necesario para que pudiera tener una vida normal a pesar de sus graves deformaciones. Le daba metal para trabajar, todos los materiales que necesitaba, a veces hasta libros, si alguna de las joyas o armas que modelaba la complacían, y él se sentía muy agradecido. Le había dado una educación, y lo protegía del mundo exterior, cruel y despiadado, donde todos se burlarían de él y lo apedrearían en cuanto vieran lo diferente que era. "¿Un dios feo? ¿Dónde se ha visto eso? Nunca encajarías", le decía, "Yo soy la única en la que puedes confiar, recuérdalo, Hefesto", repetía sin cesar, como una nana que se metía en su cabeza y lo hacía asentir y aceptar sus palabras como verdades absolutas. Era un monstruo terrible, y no tenía derecho a relacionarse con los otros dioses.
Escuchó un forcejeo y el tintineo de unas llaves, y miró a su alrededor, angustiado. Debía esconderse, pero la cueva estaba desnuda. Paredes combadas con lámparas pequeñas de aceite sin ninguna otra decoración. No podía meterse debajo de su jergón, el bulto resultaría demasiado evidente. Tampoco debajo de la mesa, no tenía mantel, sólo herramientas apiladas en perfecto equilibrio. ¿Entre los libros? ¿Tras una montaña con todos sus proyectos? Se le ocurrió una idea mejor. Abrió la enorme compuerta metálica del horno y saltó a las brasas encendidas, que no le quemaron en lo más mínimo, cerrándola tras de sí, acomodándose como podía. Agradecía ser el hijo de Madre. Seguro que era gracias a ella que él había sacado algún don excepcional como ese. Lo agradeció más aún cuando la hoja de madera se abrió y un par de ojos grises examinaron su habitación. Rodeado de calor, Hefesto tembló. Si había creído que los ojos de Madre eran luminosos era porque nunca había visto a la intrusa. Era bella de una manera serena y decidida, y el dios la asoció al mercurio. El líquido era un espectáculo, pero sus vapores eran tóxicos y muy peligrosos. Penetró en la habitación lanza en ristre, como si ese fuera su lugar, y examinó todo con ojo crítico, acercándose a los escasos muebles, tocándolos como si quisiera sentir su energía.
- ¿Es que no lo ves, Atenea? No hay nadie.
Pero la diosa de la sabiduría no podía ser engañada con argumentos tan banales como los de su madrastra. Las miradas de ambos se cruzaron, la de la mujer quebrada momentáneamente por la consternación, y la del hombre, llena de ingenuo terror. Atenea, el demonio que se hacía llamar Atenea, aquella a quien él habría estado destinado a derrotar si no hubiera sido tan inútil. ¿Venía porque conocía su destino? Madre afirmaría con toda seguridad que iba a acabar con su vida, pero él no estaría tan seguro. Se la veía demasiado compasiva, como si le apenara profundamente que estuviera allí. Precisamente por éso, no presionó la mano contra la compuerta para que se fundiera, encerrándolo dentro. Por éso y porque estaba casi seguro de que a la mujer no la detendría nada ni nadie. Su mano brilló, y cuando la luminiscencia se disipó, llevaba un guante aislante hasta el codo, con el cual lo arrastró fuera de las llamas con la ropa medio consumida. Sus ojos claros estaban fijos en Madre, acusadores, y de nuevo volaron hacia los suyos.
- Todo está bien ahora. He venido para liberarte.
El guante desapareció en silencio, y le ofreció su palma abierta y pálida, dispuesta a sacarlo de la cueva. Se notaba que pensaba que era lo mejor para él por la confianza que exudaba. Hasta su propia mano receló, dudosa como todo él. Madre había dicho que quedarse no era la mejor alternativa ni la peor, sino la única que había para él. Y que el mundo era engañoso, cruel, que no lo aceptarían. Pero, ¿y si se había equivocado? Atenea no lo miraba con miedo, ni con asco. Madre se le acercó y, como si lo hiciera cada día, se colocó ante él y lo abrazó, apoyando el rostro en su espalda abultada. Sorprendido sería un eufemismo para describir cómo se sentía. Ella no le tocaba desde que no fue necesario ponerle más pañales, literalmente. Había hecho de él una persona muy autosuficiente, y sin nada que compararlo, lo veía normal, pero sentir la calidez de otro ser humano, lo que parecía cariño maternal, despejó todas las dudas de su mente, y negó con vehemencia, aguantando los ojos de Atenea.
- No olvides este encuentro. Guárdalo para golpear. Puedes cambiar tu destino.
La sonrisa que esgrimió la diosa de la sabiduría parecía triunfante, y Hefesto no estaba seguro de por qué. Notó que los brazos de su madre se tensaron arededor de su torso, como si conociera lo que significaba esa sonrisa, pero él no, y simplemente la disfrutó. Atenea retrocedió unos pasos, concentrada en la pared a su espalda, y aguantó la lanza en su mano hasta que salió por la puerta, cerrándola con suavidad. El dios la echó de menos en el momento, porque parecía dispuesta a darle las respuestas que quería, y que había suscitado. ¿Cambiar su destino? ¿En qué podía alterar el futuro que hubiera venido a sacarlo? Además, lo de guardar sonaba muy raro... Madre, o Hera, como la había llamado Atenea, lo soltó al instante, y se lanzó a la mesa de herramientas, buscando como desesperada.
- ¿Qué pasa, Madre?
- ¡Cállate y busca!
¿Qué tenía que buscar? ¿Atenea había dejado algo? ¿Delante de su madre? Entonces lo vio muy claro. Él era el único que notaría rápidamente si había una herramienta de más, y debía anticiparse a ella. Cuando se dio cuenta de que había un pequeño martillo entre los otros, más limpio, se lo echó disimuladamente al bolsillo. Se sintió muy culpable al notar la agitación de la mujer, que levantaba telas y tijeras y llaves inglesas como si supiera qué buscar. Se dio por vencida una larga hora después, donde lo cogió por los hombros y se puso de puntillas para mirarlo a los ojos, tan parecidos a los suyos.
- Si encuentras algo fuera de lugar, cualquier cosa, ni se te ocurra tocarla. Te mataría. Espérate lo peor de Atenea.
Pero él había tocado el martillo y aún se sentía bien físicamente, con demasiada energía, tanta que le resultó muy difícil hacerse el contrariado y esperar a que se fuera. En cuanto lo hizo, esperó un rato, hasta que escuchó los pasos ligeros alejarse por el pasillo, para resoplar. Una voz en su cabeza le decía que había hecho lo correcto, y era peligrosamente similar a la de la diosa guerrera. "Guárdalo hasta que estés preparado para golpear." ¿Para golpear qué? ¿Había insinuado que debía gopear a su madre con el martillo? No la podría matar con una cosa tan diminuta... ¡Además, jamás la dañaría! Debía significar algo diferente. Pero ¿qué, exactamente? ¿Le había dejado otra pista? El pensamiento lo acompañó durante el trabajo de la tarde, hasta que le entró sueño y se acostó en el jergón, e incluso entonces, sus sueños estuvieron protagonizados por miles de ojos redondos de mercurio que goteaba como lágrimas y el murmullo de las plumas al agitar las alas.
¡Hasta ahí para el primer capítulo! He de decir que comencé escribiendo esto como un simple fic corto, de los míos, un AU del Jorobado de Notredame con pairing Hefesto x Aglaya, pero me fui liando y ya tengo escritos tres capítulos y medio. Tampoco es que vayan a ser más largos, aviso, ni que la historia se desarrolle de una manera super enrevesada. A mi parecer, es una descripción de las relaciones entre los dioses, para conocerlos un poco mejor, siempre desde mi punto de vista, por supuesto, pero puestos en un contexto que no consideraré AU del todo, porque al fin y al cabo siguen en el mismo universo.
Hera es quizás el personaje con el que menos satisfecha estoy de puertas hacia afuera, porque la he puesto completamente malvada, pero a mi entender, si tuvo la voluntad para tirar a su hijo del Olimpo para olvidarse de él, la tendría para encerrarlo. Seguramente haga un capítulo exclusivo para ella. No van a ser todos capítulos sobre Hefesto, ya he dicho que quiero mostrar las relaciones entre los dioses; algunos de manera más superficial, y otros más profunda.
Ahora bien, ¿qué piensas que Hefesto tiene que golpear? Díselo al pobre en los comentarios o le va a explotar la cabeza de darle vueltas él solo. ¿Qué os ha parecido la intervención de Atenea? ¡Apreciaré cada review! Si veo al menos un par, subiré pronto la continuación, no es cuestión de tener a alguien con la intriga.
Ay, cómo me extiendo. Sin nada más que añadir, ¡gracias por leer, nos vemos en el siguiente!
