** MIMADOS Y CONDENADOS **
Por. JulietaG.28
Disclaimmer: Los personajes de Candy Candy no me pertenecen. Todo es propiedad de Kyoko Mizuki y Yumiko Igarashi.
=1. Primer encuentro =
Diciembre. Londres, Inglaterra.
Según el reloj digital que pendía de la blanca pared frente a él, faltaba poco para que dieran las 4 de la tarde, del primer lunes del mes y el día que —con creses— más ansiaba que llegara, desde hacía semanas. Justo después de que hubiera recibido esa gran noticia que —según su hermana— lo había mantenido los próximos 15 días contando los números en el calendario, aguardando el momento en que pudiera salir en pos de su alegría.
A su alrededor, eran varios los personajes que aguardaban el arribo del vuelo L—23, procedente de Nueva York, Estados Unidos que según el boletaje habría de llegar en punto de las 4 menos cinco. Padres, madres, esposas, hermanos, y amigos, la variedad de personas que miraban tan ansiosas como él, los números indicados en el reloj, parecía haberse unido a esa ansiedad que desde hacía un rato lo consumía y no parecía tener ganas de irse. «¿Cuántos habrán esperado tanto como yo, por este momento?» se preguntó.
La voz automática que hablaba por los altavoces se hizo escuchar, el avión acababa de aterrizar y en breve, el desembarque comenzaría. Las puertas de la sala se abrieron momentos después y el tumulto de gente se arremolino en torno a los recién llegados del nuevo continente. Entre todos, el rubio ojiazul de cincuenta y dos años cumplidos evadió las aglomeraciones haciéndose a un lado y aguardo ansioso desde el fondo a que sus vivarachos orbes celestes, dieran con la causante de su visita al aeropuerto.
— ¡Candy!— exclamó con una sonrisa grabada en los labios, justo cuando al dejar pasar a una joven pareja de americanos, la chica que esperaba se dejó apreciar. Habían pasado meses desde la última vez que la había visto en persona e incluso entonces había sido poco el tiempo que su estancia lo alegró.
Haciendo esfuerzos por no dejar caer la maleta y el bolso que llevaba como equipaje de mano, la recién llegada pegó un brinquito en su lugar y sonrió ampliamente al encontrarse con el rubio. El tiempo fuera de Londres la había hecho crecer, pues aún con botines su altura variaba a la que el caballero recordaba y su cuerpo mostraba las curvas típicas de quién se ejercita. Con todo y todo, aquellos ojos verdes esmeralda —por herencia materna— no habían perdido ni un poco de su brillo peculiar y las decenas de pecas que cubrían el rostro de la chica parecían seguir intactas.
— ¡Papá!— exclamó la chica, justo antes de que su padre llegara a ella y la envolviera en ese abrazo típico que los progenitores brindan. Cálido, protector, amoroso. La colonia a menta fresca que tanto había amado su madre la llenaron al instante y la sensación de estar de vuelta en casa, se hizo presente con alegría.
— Mírate nada más, has crecido tanto. Estás hermosa, mi pequeña princesa—
— ¿Esperabas que me afeara en Nueva York?— cuestionó la pecosa con ese mohín que había aprendido a hacer a los ocho años y que jamás la había abandonado desde entonces. Con una melodía tan cantarina como alegre, Albert Andrey acomodó un mechón de cabellos rubios detrás de la oreja derecha de su única hija y negó con la cabeza.
— Claro que no. Es solo que me sorprende la hermosura de mi propia hija— aseguró. Complacida y enternecida, la rubia rápido se prensó del brazo de su padre y comenzó la marcha con rumbo a la banda de llegada para recibir el equipaje que había tenido que documentar. Dos maletas completamente rebosantes después, ambos se dirigieron a la salida del aeropuerto para abordar el viejo auto de Albert y volver a casa.
— ¿Qué tal la escuela, pequeña?— cuestionó el caballero apenas hubo arrancado el auto.
— ¿Es que me ves a diario? Volví luego de meses y ya has comenzado con esos temas— se quejó la pecosa.
— Bueno, estuviste en América por que estabas estudiando, no es raro que te cuestione— explicó Albert, afable— Pero si así lo quieres, entonces creo que el tema puede esperar. Por ahora, ¿hay algo que quieras hacer? Quizás… ¿algo especial para la cena de esta noche?—
Pronto, la escuela y sus calificaciones pasaron al olvido, la cena y los regalos de bienvenida comenzaron a ser listados como prioridad y entre risas y la inmensa alegría de un viejo padre que se reencuentra con su tesoro más grande, el viaje se volvió ameno. Más tarde, Candy Andrey —la hermosa pecosa de papá— pensaría en una buena excusa para no charlar sobre los avances de la escuela y las notas tan bajas que había obtenido aquel trimestre, el penúltimo de su carrera.
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— ¡Idiota!— exclamó Richard, completamente fuera de sí. En su mano, sujetaba con fuerzas el portafolio que llevaba al trabajo y la bufanda que esa mañana se había puesto para acudir a visitar a su hijo al lujoso hotel dónde se refugiaba. Su mente y sus nervios se habían preparado desde temprano para lidiar con la holgazanería de su único varón, más no así para lo que encontró apenas cruzó la puerta de entrada de la habitación.
A su lado, la mujer que lo había acompañado por años en su matrimonio, suspiró aparentemente resignada. El joven caballero que había permanecido ajeno a su llegada, despertó al fin, ante la atronadora voz de su iracundo padre. Su desnudez había quedado oculta solo por esa fina sábana que le cubría y que ungió como enredadera al rodear sus piernas y hacerlo caer de la cama cuando pegó un brinco de la impresión.
— ¡Auch!— se quejó el chico, visiblemente adolorido, al tiempo que su padre recorría furioso la recámara y abría de par en par cada cortina que cubría las ventanas. Fuera, el medio día ya había pasado, la hora de la comida ya había pasado y pese a ser invierno la estación actual, las nevadas se habían retrasado y un cálido sol brillaba tenue en el cielo. El deslumbrante tono de la luz, logró su cometido, pues desde el suelo, el caído se volvió a quejar.
— ¡Oh, lo siento! ¿Es que nuestro príncipe ha despertado con resaca?— gruñó Richard, con voz severa y sarcástica.
— Papá…
— ¡Nada de papá!— cortó el caballero, antes de que el chico pudiera envolverlo en un rollo de esos muchos que se podía inventar y que tarde que temprano —casi siempre más temprano de lo esperado— lograría sacarlo de sus casillas y hacerlo derramar más bilis de la que debería— ¡Estoy harto, Terry! ¡Estoy cansado de tus cuentos y tus mentiras!—
— Cariño…— fuera lo que fuera que Eleonor, intentó decir, pasó al olvido cuando el hombre se volvió y arremetió contra ella.
— Ni siquiera intentes defenderle, no cuando lo ves como yo lo veo. Un bueno para nada.
— Richard, yo…
— No, Eli, no. ¡Míralo!— con desprecio, el hombre señaló al suelo, dónde su hijo, ya había comenzado a ponerse de pie— Durmiendo hasta pasado el mediodía, yendo y viniendo de fiestas descontroladas, gastando las libras como si fueran agua, bebiendo, fumando… Como si no fuera suficiente con ser un desertor— un carraspeó llamó su atención y al volverse, un par de ojos zafiro lo miraban, indignados.
— Si hablarás de mí como si no estuviera presente, lo que me gustaría agregar, no es de caballeros, al menos sé honesto. No deserté, me echaron, que es muy distinto— el tono cínico de su voz, colmó la paciencia de su padre, que sin más, negó con la cabeza y dejó la habitación.
Solo cuando el portazo en la entrada se hizo escuchar, Eleonor se volvió y descargó un fuerte manotazo en el hombro del castaño frente a ella. Aún con la sábana enredada en la cintura y sin intenciones de cubrirse con algo más, el chico se quejó antes de desplomarse en la cama una vez más.
— ¿De qué te quejas? Te lo has ganado y lo sabes— le retó su madre— ¿Crees que hablando así a tu padre lograrás que te perdone?
— No, pero tampoco podía permitir que difamara la verdad. Lo que pasó en la escuela…—
— Tú padre tiene razón, Terry, ya basta de cuentos— zanjó la dama y sus cabellos rubios, se agitaron cuando se dio la vuelta para recoger ropa del armario y arrojarla a la cama— Vístete, tenemos que hablar.
— ¿Es necesario? Si no te importa, me duele la cabeza y quiero dormir. Si no tardarás, volveré a la cama y lo haré sin ropa— espetó el castaño, quitado de la pena. Eleonor resopló.
— ¿Hasta cuándo seguirás creyendo que puedes seguir así?— le cuestionó— Lo sabes como yo, tú padre no quiere que vuelvas. No hasta que corrijas tu vida, pero eso parece no importarte ni un pepino— explicó, desesperada— Si quieres quedarte aquí, al menos intenta mantener el sitio en orden, Terry. ¡Ya no eres un niño!
— Pues no es así como me tratas. Si ya no fuera un niño para ti, dejarías de intentar castigarme de esa forma. El sitio es un desastre porque ordenaste a las mucamas no asear esta recámara y yo no lo he hecho porque volví tarde anoche gracias a tu idea de quitarme el auto— algo en la voz del chico parecía estarle reprochando y la otra parte intentado restarle importancia a un asunto, que fuera como fuera no acababa por importarle.
Frente a él, Eleonor se preguntó, cuando se había equivocado criando a Terry. Si bien, el castaño de ojos azules, nunca había sido un completo santo, su actitud y su rebeldía no habían pasado factura a sus padres, hasta que cumplió 14. Entonces había empezado a desviarse y con su infinito amor, su paciencia y su sentido de la protección, su madre había hecho todo por volverle a encarrilar.
Años después, con un hijo de 24 años cumplidos —que muy pronto serían 25—, expulsado tanto de la escuela de medicina como de la casa de sus padres, bebedor, narcisista y mujeriego, Eleonor había comenzado a darse cuenta que nada podría cambiar a su hijo, nada excepto quizás, la máxima responsabilidad.
— Ya sabes que hacer. La casamentera ha encontrado candidata y te espera mañana para tomar el té con ella. No puedes negarte y no puedes faltar. No si quieres de vuelta tu precioso auto— sin más, Eleonor abandonó el lugar, presa de esa culpa tan grande que la acometía cuando plantaba cara a su adorado hijo mayor.
— ¿Candidata para qué?— se preguntó el chico en voz alta, cuando se halló de nuevo solo en aquella cómoda suite de hotel.
Sus ojos azules refulgieron de picardía al caer en la cuenta de lo que su madre había querido decir y una sonrisa burlona surcó sus labios. Hacía tres años de que hubiera sido expulsado —deliberadamente— de la escuela de medicina y desde entonces, su ya de por sí complicada relación de familia se había torcido aún más. Sus tendencias a las compras, las fiestas y los placeres que ofrecían algunas sustancias poco saludables, no habían logrado sino, dar más de que acusarle y darle motivos a su madre, para creer que si lograba casarle, le haría entrar en razón.
— ¿Qué será ésta vez?— se preguntó divertido, mientras se tumbaba en la cama, con intenciones de volver a dormir.
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Habían pasado solo tres días desde su regreso a Inglaterra y con eso había bastado para decidir que prefería con creses permanecer lejos. Tan lejos como fuera necesario para escapar del drama permanente con que vivía su tía.
Solo dos años menor que Albert, Elroy Andrey se caracterizaba principalmente por su trabajada capacidad para estar pendiente del mundo a su alrededor y por esa peculiaridad de vivir el día a día como si de una novela dramática se tratara. A su lado, los nervios de la señora Bennett parecían solo la punta de un inmenso iceberg que contaba con cientos de toneladas de hielo por debajo de la fachada. Pese a todo, Candy nunca había odiado la personalidad de su querida tía porque alcanzaba a comprender, el porqué de sus modos y su forma de vida.
Soltera por destino —abandonada por más de una docena de hombres en sus años dorados—, envuelta en soledad al perder a Rosaline White —amiga y cuñada— que había sido su único verdadero lazo de unión fuera de su hermano, Elroy habitaba la morada de los Andrey sin sitio alguno al que ir, solo cocinando y de vez en vez limpiando, intentado consentir a su amada sobrina al tiempo que ella misma era consentida por su perfecto hermano. Si la soledad y el poco charlar no la habían vuelto así, entonces Candy no encontraba un porqué, pero cierto era, que no le interesaba en demasía. Amaba a su tía, como había amado a su madre y como amaba a su padre. Ellos eran su familia y no tenía ni unas pocas ganas de entablar pleitos innecesarios con esas personas tan especiales.
Si acaso existía algo que verdaderamente no soportaba de su tía, eso era…
— Debes estar bromeando— suplicó Candy, con lo que esperaba, fuera una verdadera mueca de terror, surcando su precioso y pecoso rostro. Frente a ella, Elroy negó con la cabeza, sonriente y vivaracha.
— Pero claro que no, mi niña, nada de bromas— aseguró Elroy.
— Pero…— comenzó la rubia, sin dar crédito a lo que escuchaba.
— Escucha Candy, tal vez pueda parecerte una locura, pero lo cierto es que no lo es. Ahora que has regresado y antes de que vuelvas a América para poder graduarte…— se explicó Elroy, afable— Es necesario que encuentres marido. Un buen hombre que pueda asegurarte seguir en pasarelas y compras necesariamente excesivas…
— ¿No es por eso que yo estudié?— cuestionó la rubia, más confundida que segura de que aquella hubiera sido la razón por la que decidió estudiar Diseño de Modas en Nueva York.
— ¿Es así?— Elroy parecía sorprendida— Siempre creí que lo habías hecho para inmiscuirte en el mundo de las modas y ser una experta en cuanto a accesorios, telas, perfumes y demás— argumentó, risueña— Lo cierto es que el diseño podrá darte trabajo, pero los gastos diarios quizás no te permitan emplear el dinero a tu gusto. Un hombre si lo hará—afirmó, con una convicción que pocas veces se le escuchaba.
— ¿Y eso cómo será?
— Verás, mi dulce niña. Un hombre no es más que un vago cavernícola con hormonas lujuriosas. Hoy, eres una mujer bella y esplendorosa, pero mañana, quizás ese belleza termine y será cuestión de tiempo antes de que termines sola y sin posibilidades de subsistir correctamente. Por eso, es importante que te fijes en un buen hombre, lo envuelvas con tus encantos y finalmente no dejes que suelte el anzuelo, hasta el momento en que diga sí en un altar. Dinero, alimento y techo seguro. Gastos pagados y todo el dinero que tú generes completamente a tú disposición— la idea pareció destellar en la mente de Candy, al menos por un segundo. Un momento después, la duda volvió a resurgir.
— Pero… tú no tienes marido. Y realmente, ¿no la pasas mal, o sí?
— Bueno, eso es porque yo, cualquier día puedo conseguir hombre. Soy una mujer bella y mi belleza es de esas, que nunca pasan. Además, yo tengo a mi hermano. Ese fantástico hombre que llamas padre.
— Bueno… pero…— antes si quiera de poder terminar, Elroy pegó un brinquito, mirando por sobre el hombro de su sobrina el reloj que pendía de la pared.
— ¡Santo cielo! ¡Mira la hora! Se hace tarde, vamos, vamos, no podemos dejarlo esperando…— apresuró Elroy, al tiempo que iba de arriba abajo en busca de su bolso y un suéter para salir. Candy suspiró, cuando algo se metía entre ceja y ceja de su tía, era imposible hacerla desistir.
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Hacía años que Eleonor Grandchester le hubiera contratado. Sus servicios como siempre que los llevaba a cabo, habían sido bien pagados, incluso cuando los planes concertados no habían alcanzado a llevarse a cabo. Las primeras tres citas habían resultados desastrosas, aunque las últimas cuatro bien podían decir que pasaron del umbral de la imaginación pues aunque también culminaron estrepitosamente, al menos habían tenido sitio para vivir una primera y decente primera impresión.
Con algo más que nervios estrujándole la boca del estómago y esa mirada severa que aparecía en sus ojos cuando no deseaba delatar sus sentimientos, Miss. Gray —como gustaba ser llamada— echó un último vistazo a los registros que había recabado de la familia escogida para citarse con el heredero de los Grandchester.
Candy Andrey, había sido recomendada como candidata por su tía Elroy, quién había hablado muy bien de la pequeña familia Andrey. Según sabía, Albert laboraba en una empresa reconocida en el sector de imprenta y su puesto como vicepresidente le colocaba en la lista de buenas remuneraciones y buen estatus social. La madre de la chica había fallecido tras llevársela de súbito el cáncer, años atrás, cuando su hija pasaba por los ocho años. Y la misma tía, había participado y ganado el certamen Miss Universo, representado a Inglaterra, en una década en Gray no recordaba quién había ganado el concurso.
— ¿Ha pasado un tiempo?— cuestionó entonces, ligeramente afable a las damas frente a ella— De los concursos de belleza, quiero decir—
— Oh— Elroy no parecía sorprendida de recibir aquella pregunta, lo que le hizo creer que quizás sí que había sido Miss Inglaterra— Sí, en realidad, sí que ha pasado—
— ¿Y el diseño? ¿Algo nuevo para esta temporada?— preguntó entonces a Candy, como si realmente le interesara lo nuevo en la moda en vez del gran retardo que su citado estaba sufriendo. Un retraso de casi treinta y cinco minutos.
— Pues…— la mesera apareció, casi como si hubiera sido convocada, evitando con su presencia que la rubia se viera en la penosa necesidad de continuar con las vastas y elaboradas mentiras que Elroy había contado a la casamentera. Apenas fue servido el té, la chica del servicio desapareció y en su lugar el denso humear de las tazas se interpuso entre las mujeres.
— El joven Grandchester…— comenzó Elroy, visiblemente apenada. Más por el hecho de pensar que quizás el elegido para su sobrina no fuera a aparecer que por el tiempo de retraso que mantenían a Grey, alterada.
— Suele ser un muy puntual— se explicó la dama, visiblemente apenada— Supongo que algo se habrá atravesado para presentar tal retardo…—
— Oh, no, no, no se apure. Un chico tan exitoso y ocupado como él, es claro que debe estar ocupado— aseguró Elroy con una sonrisa de alivio en el rostro. Gray no agregó nada, se limitó a asentir con la cabeza y perderse en el humo de su té de limón.
Un momento después, la inconfundible presencia de Terry Grandchester se dejó apreciar. Gray pegó un brinco de alegría, mientras que Elroy pasaba por un pequeño infarto ante tan imagen. A su lado, Candy abrió la boca, formando una perfecta O. «¿Ese es el hijo e Richard Grandchester?» pensó, asombrada, pues el chico que se acercaba a ellas, no era para nada lo que esperaba.
Continuará…
Una historia dedicada a las Terrytanas y soñadoras.
Fic inspirado en el drama coreano de 2011, It's okay daddy's girl.
JulietaG.28
