Malvaviscos
Las chispas de la fogata no dejaban de salpicarse amagando con ahuyentarles de su alrededor; mas era en vano, pues no lograrían hacerles apartar de aquel medio cálido que inevitablemente les brindaba.
Era una hermosa noche donde las nubes no parecían querer siquiera asomarse a ocultar la magnífica amplitud del oscuro cielo poblado de estrellas. Ambos lo estaban disfrutando; en especial el castaño, quien no había dejado de insistirle a Alemania para que fuesen a acampar de una vez por todas, tal como se lo había prometido una de esas tantas ocasiones en las que el ario necesitaba sacárselo de encima.
Y así fue como acabaron: reunidos bajo la espléndida noche, buscando refugio en la admirable hoguera que había armado hábilmente el fortachón hacía unos minutos antes. Mientras tanto, Italia sonreía, como de costumbre, abrazando sus piernas y apoyando su mentón sobre sus rodillas; observando como las llamas bailaban frente a sus ojos ámbar, haciéndoles brillar. Y claro, allí estaba el preocupado alemán que le echaba constantemente un vistazo de manera disimulada como preguntándose si no tendría frío, pero sin decir ni una palabra. A diferencia del latino, él se encontraba cruzado de brazos y con la seriedad cruzando por su rostro como si de una cicatriz se tratase.
― ¡Alemania! ¿Y los malvaviscos? ―profirió el italiano, exaltado, rompiendo con la tranquila (y extraña) atmósfera que se había formado. Aquel dulce era un detalle indispensable para un buen campamento, aseguraba el veneciano. Y Alemania no podía negárselo porque su Manual del buen campamento Tomo I estaba acorde a las palabras del castaño claro. Así que el rubio, exhalando un suspiro, revisó la mochila especialmente equipada para la ocasión y retiró de allí el paquete de malvaviscos y dos pinchos que servirían para asarlos correctamente―. ¡Woah! ¡Alemania, tú piensas en todo! ―halagó el latino, cuando el contrario le ofreció aquella vara. Inmediatamente, y siendo imitado por el germano, clavó el dulce en la pincho y lo acercó al fuego, con cuidado de no quemarse. Al poco tiempo, cuando estuvo listo –bien pegajoso y tostadito– lo sopló y comenzó a comerlo con alegría.
El alemán no podía dejar de pensarlo: el italiano era como un niño. Sabía que tenía que déjalo crecer, porque algún día quizás ya no estarían juntos… pero no podía dejarlo ir tan fácilmente. Inevitablemente, su corazón se había aferrado a aquel país sin que hubiese podido siquiera evitarlo. Italia siempre se ganaba el cariño de todos; por más tonto, vago, torpe o lento que fuese. Incluso de la nación más fría, seria y reservada, como lo era Alemania.
Italia tiritó de frío y el alemán regresó prontamente de sus pensamientos, preocupado:
― ¿Tienes frío, Italia? ―cuestionó gravemente, sin darle tiempo a responder. Rápidamente dejó aquel dulce a un lado y se deshizo de su chaqueta, para tendérsela al muchachito. Este último le observaba con una pisca de diversión y hasta cariño, se podría decir, reflejado en sus ojos.
―Ve… N-no hace falta, Alemania… ¡te enfermarás si no te abrigas! ―refutó el de sangre italiana, negando con su cabeza y sus manos efusivamente.
―No digas tonterías, Italia. A diferencia de ti, mi economía se mantiene estable y estoy a salvo de enfermarme; así que abrígate, antes de que te pongas peor… ¡Es… una orden! ―añadió, con tono autoritario, disimulando su rubor que acababa de ocupar sus mejillas al observar hacia el lado contrario. Italia, por su parte, se vio obligado a aceptar, haciendo un mohín.
―Alemania… ―llamó su atención en un susurro, una vez se hubo colocado la chaqueta del mencionado. El rubio volvió a dirigirle la mirada, topándose con el italiano reposando su cabeza en su hombro, sin que hubiese podido hacer nada por evitarlo… otra vez―. Grazie por preocuparte por mí y cuidarme… también por haberme acompañado hoy… ―murmuró, antes de aferrarse al musculoso brazo del ario con fuerza―. Ve… qué sería de mí sin ti, Alemania… snif, snif…
El susodicho se mantuvo con expresión inexorable, presa de la sorpresa; pero con su corazón latiendo a mil por hora, como una locomotora descontrolada. Aun así, al caer en cuenta de su reacción, y del significado de las palabras de su mejor amigo, su ceño se frunció y sus mejillas se tornaron rosadas nuevamente.
― ¡No digas tonterías, Italia! ―gruñó, cerrando sus ojos al hablar―. Te dije miles de veces que habrá ocasiones en las que no podré ayudarte o estar a tu disposición…
―Lo sé, Alemania ―lo cortó el de ojos ámbar―. Pero, aun así… siempre estás ahí para mí, para cuidarme, para protegerme y asegurarte de que esté bien… así sea por una cosa pequeña o algo muy grande… Por eso ti voglio bene, Germania.
Alemania boqueó varias veces, antes de responder, entre extrañado porque le había interrumpido y porque no sabía qué responde realmente: ―T-te dije que no sé mucho de italiano…
―Por eso ―respondió, riendo tontamente, y sin separarse de él ni por un instante.
―Tsk…
―Alemania…
― ¿Qué? ―dijo, seco.
― ¿Me asas otro malvavisco, per favore?
Alemania suspiró con aire de resignación, antes de coger otro malvavisco, pincharlo y acercarlo al fuego.
Quizás Alemania debería alejarse de Italia y dejarle madurar como era debido…
Pero mientras tanto, prefiere disfrutar de su compañía.
