Hey!
Nuevo longfic!
Puede que al principio se vea sin sustancia, pero aseguro que da para muchos capítulos, y aviso de que relleno habrá, pero relleno interesante.
Espero que os guste y que bueno, la temática resulte, por demás, interesante.
El por qué del título: no lo sé ni yo. Lo primero que se me ocurrió.
Disclaimer. Ni Kuroshitsuji ni personajes me pertenecen. Eso y todo lo relacionado con ello pertenecen estrictamente a Yana Toboso.
Al filo de la Medianoche
Al filo de la medianoche, el joven Conde había logrado conciliar el sueño. Últimamente le costaba mucho dormirse, y al menor ruido el pequeño se despertaba, siéndole después imposible volver a dormirse.
Aquella noche, Sebastian le había preparado una suave tisana para que el joven cayese rendido cuanto antes, siendo la única intención el ayudarle a dormir. A esto le añadió algún que otro truco que él ya conocía de sus muchos milenios de vida.
Y Sebastian estaba seguro de que aquella noche ni siquiera un trueno le despertaría. Pero, aquella noche, lo que despertó al Conde fue, precisamente, eso.
Un trueno.
El más silencioso que Sebastian pudiera imaginar siquiera.
Aquel trueno, que ni siquiera los gatos serían capaces de notar, se coló rápida y sutilmente a través del ventanal de su habitación. Haciéndole abrir un ojo al instante. Y a la misma vez que su ojos azul y púrpura se hicieron visibles- todo lo visibles que podían resultar en la oscuridad-, aferró la almohada con su mano derecha, arrugando la tela.
Sus labios, intranquilos, vocalizaron un "Sebastian" que sonó profundamente silencioso.
Al cabo de un exiguo momento, el rostro del sirviente asomó por la puerta, extrañado.
- ¿Está despierto?- se introdujo en el interior, llevando solo una pequeña vela en la mano.
Muy a su pesar, el pequeño Conde asintió con la cabeza. Los profundos ojos de Sebastian captaron rápidamente el movimiento.
Al oír su nombre siendo susurrado por los labios del joven, Sebastian pensó que quizás Ciel estaba soñando, y él aparecía en su sueño. Y simplemente se había presentado ante él para, efectivamente, corroborar si el niño se encontraba despierto o no.
¿Qué hacía despierto? ¿Se había desvelado?
Oh, pero para desvelarse, primero hace falta despertar. ¿Cómo había despertado, pues?
Pensó que todos aquellos remedios que probó con él- la tisana, la leche con miel, el masaje con aceite de lavanda, incluso ciertos remedios psicológicos de los que Ciel no se había dado cuenta…- lograrían que durmiera profundamente.
¿Qué, en ese mundo, había sido capaz de despertarlo?
Una simple cosa.
- Un trueno.- pronunció el niño, tras escuchar la correspondiente pregunta de Sebastian.
- ¿Un trueno?- repitió el mayordomo, desconcertado.
Ciel simplemente hizo un ruidito.
- Ya no tengo sueño.- se quejó.- Ya no puedo dormir.
El mayordomo arrugó el rostro y suspiró.
- ¿Y qué puedo hacer yo, Joven Amo? Ya he probado todo lo que sé para ayudarle a dormir.
- Me da igual, Sebastian. Haz lo que sea para ayudarme a conciliar el sueño.
Sebastian dio vueltas a varias ideas en su mente, hasta que dio con cierta cosa.
- ¿Le cuento una historia, Joven Amo?
El niño abrió los ojos sorprendido, abrazando la almohada.
- ¿De verdad me contarías una historia?- preguntó, desconfiado.
El mayordomo asintió.
- ¿No será ninguna historia macabra ni nada de eso?
Sebastian negó con la cabeza.
- Déjeme contarle una historia. Trata sobre los ángeles caídos, las criaturas que rechazaron el Cielo y se trasladaron al bando de Lucifer, el primero de ellos…
¡Brum!
Un trueno.
¡Brum!
Otro trueno.
¡Brum!
Y así, doce truenos que interrumpieron el relato que el mayordomo estaba dispuesto a contar. Ambos aguardaron, expectantes, a que sonara otro. Pero ya no hubo más. Sebastian soltó un largo suspiro y se volvió a mirar al joven.
- Puede que el cielo no quiera que le cuente esta historia.
El niño arrugó la nariz y chasqueó la lengua.
- ¿Pero qué tonterías dices, Sebastian? Además ya ha parado, ya puedes proseguir.
- Algo me dice que no voy a poder contarle la historia. Al menos no hoy.
- Acalla esas estupideces antes de que sigan saliendo por tu boca. Mientras tengas oportunidad, cuéntala. Ya no hay más truenos, no pretenden interrumpirte…
¡Brum!
Decimotercer y último relámpago. Ya no sería eso lo que los interrumpiría.
Puede que otra cosa…
No, seguramente no. ¿Qué más podría interrumpirles a medianoche?
Ciel, irritado, abrió la boca para soltar otra queja, o estupidez, o lo que fuera. Pero antes siquiera de que pudiera hacerlo, el sonido de la argolla retumbó por toda la casa, llegando a oídos de Ciel, pero antes a oídos del mayordomo.
- Llaman a la puerta…- pronunció, sorprendido.
- Ni se te ocurra abrir, Sebastian.- amenazó el joven.
- Oh, vamos, Joven Amo. No pasará nada. Puede ser algún transeúnte que busque cobijo, o…
- ¡Me da igual!- espetó, aporreando la almohada.- No quiero que ningún extraño entre en…- se interrumpió cuando vio a Sebastian marchar hacia la puerta.
Lo que más le molestó no fue que el demonio le desobedeciera y que obviamente se dirigiera a abrir la puerta; lo que le molestó fue que hubiese interrumpido su relato. Aquella era la primera vez que Sebastian le contaba una historia- o al menos lo había intentado, pero la intención es lo que cuenta-, y el tema le había parecido interesante, porque, en cierta manera- muy cierta, por cierto-, los ángeles caídos estaban estrechamente ligados a los demonios. Y que el demonio hubiese nombrado a Lucifer le había llamado especialmente la atención. Durante esos cortos segundos de narración, Ciel no había apreciado ningún cambio en la mirada, la voz o la expresión del mayordomo que le indicara su apreciación o desagrado por los ángeles caídos o Lucifer. ¿Habría tenido Sebastian alguna vez relación o siquiera un mero contacto con Lucifer? Aunque también se le pasó por la cabeza que quizás el mismo Lucifer no existía, y que era una invención de los miembros de la Iglesia, o quizás de los propios demonios.
Afortunadamente, tenía a un auténtico demonio al que preguntárselo.
Sebastian terminó de bajar las escaleras, y cuando pisó por primera vez una baldosa negra, la puerta volvió a sonar con un eco insistente. Afuera se oía el sonido de la lluvia cayendo con fuerza, amortiguando los propios sonidos de la mansión.
Se detuvo frente al portón y alargó la mano hacia el picaporte, pero antes de que sus dedos pudieran rodearlo, algo le agarró una de las colas del frac.
Se dio la vuelta, sabiendo a quién iba a encontrar. Y efectivamente, su Conde, vestido con un traje azul oscuro, tenía agarrada una de las colas del atuendo de mayordomo de Sebastian.
- ¿Al final ha decidido venir a comprobar por usted mismo quién estaba llamando a la puerta?
Ciel hizo una mueca de disgusto y le susurró:
- Solo abre la puerta ya.
El mayordomo asintió, servicial, y abrió las puertas, que cedieron con una chirrido provocado por las bisagras, a las cuales, la humedad definitivamente no hacía ningún bien.
Ante ellos, amparados bajo la lluvia, se hallaban dos personas: una mujer de larga cabellera pelirroja, recogida en un moño deshecho y ataviada con un traje con motivo de cuadros de confección escocesa. Sus ojos claros escrutaban a ambos, mayordomo y Conde.
La otra persona, un hombre, era de corta cabellera negra y ojos profundamente azules y oscurecidos. Su definida pero elegante nariz portaba unas gafas igual de elegantes. Su traje también exhibía cuadros escoceses en tonos verdes.
Ambos, al ver que los habitantes de la mansión habían decidido abrirles la puerta, sonrieron de manera amistosa.
Sus ropas y sus cabellos goteaban, por supuesto por efecto de la lluvia.
- Por favor, pasen.- el mayordomo se hizo a un lado, permitiéndoles el paso.
La mujer mostró una sonrisa en agradecimiento y se introdujo en la mansión. Al ver que la otra persona no se movía, se dio la vuelta.
- Sylvain, querido, entra.
El hombre, que miraba algún punto encima de la gran puerta, parpadeó un par de veces y miró a la mujer.
- Disculpa, Theresa. Estaba admirando los excelentes motivos de la fachada. ¿Es piedra natural?
Ciel miró a Sebastian, interrogándole con la mirada. Tras un claro desconcierto de este, asintió indeciso con la cabeza.
Theresa rió, y su voz sonó clara y armoniosa como un río.
- Disculpen a mi marido, le encantan las rocas.- se dirigió ahora a Ciel.- Gracias por invitarnos a entrar, Conde Phantomhive.
- No ha sido nada…- sonrió amablemente, para después escrutar a la mujer con la mirada.- Disculpe, ¿cómo sabe quién soy?
- Oh.- volvió a reír.- ¿Quién no conoce al Conde Phantomhive? Usted es bastante famoso en Escocia.
- ¿Son ustedes de Escocia?
- Yo soy nativa de Edimburgo, pero Sylvain, mi marido, es francés.
- Enchantè- Sylvain se inclinó.
- Igualmente.- contestó Ciel.
Sebastian sabía que el Conde estaba molesto, muy molesto, de hecho, por aquella inesperada e inoportuna visita, pero como gran manipulador que era, sabía perfectamente cómo complacer a los demás exhibiendo esas perfectas sonrisas y comentarios encantadores.
Ciel comenzó a andar, seguido del mayordomo.
- Deben de estar helados. Acompáñenme al salón principal, allí podrán calentarse.
- Lo lamentamos, pero en esta mansión no hay ropa seca que sea de su talla, tendrán que conformarse con las suyas propias.- añadió Sebastian.
- Oh, no se preocupen.- dijo Theresa, mientras entraban en el salón.- seguro que se secan rápido.
Sebastian los acomodó en el sofá mientras que Ciel se sentó en la butaca, con Sebastian de pie a su lado.
- Sebastian, prepáranos un té. Lo más caliente que puedas.
- Sí, Joven Amo.
Sebastian desapareció por la puerta sin darles la espalda a Ciel o a los invitados en ningún momento.
- Bueno, ¿qué es lo que les trae por aquí?- preguntó el Conde, entrelazando las manos y apoyando los codos en su rodilla, para después apoyar la cabeza en ellas.
- Venimos en busca de… cierto libro. El viaje desde Escocia ha sido largo, pero esperamos encontrarlo aquí, en Londres.
Ciel abrió los ojos desmesuradamente.
- ¿Han venido desde Edimburgo a Londres, a por un Libro?
Ambos asintieron, no entendiendo a qué venía la mirada anonadada de su anfitrión.
- Amamos los libros, señor Phantomhive, y estaríamos dispuestos a recorrer las distancias que hicieran falta por ellos, ¿no es así, querido Syl?
Su marido asintió, recolocándose las gafas después. Ambos tenían una de sus manos entrelazada con la del otro.
- Así es, Tessa mía.- se miraron a los ojos durante un momento, como si acabaran de enamorarse a primera vista.
Ciel formó una imagen mental de su propia cara asqueada sacando la lengua y arrugando la nariz en consecuencia. Y tuvo que contenerse para no hacerlo frente a ellos. Sin duda no haría falta azúcar en el té, ya que la estancia estaba endulzada lo suficiente.
"A este paso sufriré de diabetes" pensó el joven Conde, presenciando los gestos que se profesaban el uno al otro.
Y mientras estaban distraídos con aquello, se permitió mirarlos detenidamente durante unos momentos.
Theresa- o Tessa, como la llamaba Sylvain-, era una mujer muy hermosa, y si Ciel se dejaba guiar por su aspecto físico, podría determinar que su edad estaba entre los veinte y los veintitrés.
Sin duda su aspecto no podía ser más escocés: melena pelirroja y revuelta, ahora que se había quitado el recogido y que sin duda no le servía de nada deshecho como estaba; y portando un elegante vestido de gruesa tela escocesa.
En cambio, Sylvain aparentaba la misma edad que Sebastian, unos veinticinco. Ambos muy jóvenes, sin duda. Se notaba su fuerte acento francés, al igual que se notaba el acento gaélico de Theresa.
Pero Theresa… no era un nombre escocés, ¿o sí?
- Ya estoy de vuelta.- Sebastian entró de nuevo en la sala, acarreando el carrito del té.
Tras servirlo, Ciel, Sylvain y Theresa se enfrascaron en una conversación que el Conde estaba deseando finalizar, entre té y pastas, sin duda suficiente azúcar para Ciel.
- Pensé que no se callarían nunca.- se quejó Ciel, mientras él y el mayordomo caminaban por el pasillo en dirección a la habitación del Conde.
Sebastian había instalado a los invitados en una habitación situada en el ala este de la mansión, en una de las torretas. Lo más lejos posible de la habitación del Conde, tal como este había requerido.
- Si le digo la verdad, esos dos… me suenan bastante.- comentó el mayordomo, pensativo.- Pero no consigo recordar de qué.
Ciel se paró de golpe y se giró hacia él.
- ¿Los conoces, y no recuerdas de qué? ¿Dónde ha ido tu extraordinaria memoria de demonio, Sebastian?
El Conde negó sonriente con la cabeza y entró en su habitación, seguido de Sebastian.
Tras haberle puesto Sebastian el camisón de nuevo y haberse metido en la cama, Ciel hizo una petición al mayordomo.
- Continúa la historia donde la dejaste, Sebastian.
El mayordomo sonrió y se sentó en el lateral de la cama. Carraspeó despacio antes de empezar.
- ¿Por dónde me he quedado?- sonrió maliciosamente.
- Oh vamos, ¿le has cogido gusto a olvidar las cosas?- él también carraspeó, y después declaró con voz solemne.- "Los ángeles caídos, criaturas que rechazaron el Cielo y se trasladaron al bando de Lucifer, el primero de ellos…"
El mayordomo asintió.
- Los ángeles caídos eran hermosos, porque antes habían sido propiedad de Dios. Pero Lucifer, el primer ser existente después de Dios, era el más hermoso, por ser el Segundo ángel, el primero en ser creado por Dios, que era el Primero.
Al ser su primera creación, el Creador trató de hacerlo lo más hermoso posible, llegando a superar así su propia belleza. Aunque, en realidad, el más majestuoso seguía siendo el Primero: tan gloriosa era su luz, que expuesta durante un lapso corto de tiempo, su magnificencia podía matar a todos los mortales que la contemplaban…
Fue al principio de los tiempos.
El Primer Ángel, Lucifer, vivió una época tranquila tras ser creado, disfrutando su puesto como el favorito del Creador. Pero, poco a poco, llegaron más ángeles, que aunque no poseían su extraordinaria belleza, quitaron la atención de Dios en él, para ponerla sobre ellos.
El ángel estaba celoso, aterradoramente celoso. Y los ángeles más antiguos después de él también lo estaban, porque, a medida que Dios creaba más ángeles, desatendía a los antiguos y mimaba a los nuevos que llegaban.
Entonces, cierto día, Lucifer hizo algo que nadie imaginaba siquiera: traicionó a Dios.
Delante de todos, renunció a su puesto como Segundo Ángel y abrió votaciones: los que le siguieran, aceptaban traicionar a su Creador y Padre, en cambio, los que se quedaran con Dios, lo traicionarían a él, y tendrían que sufrir la humillación de verse ignorados cuando nuevos ángeles llegaran, perdiendo así la oportunidad de verse iguales ante los ojos de él y los demás Ángeles Traidores.
Muchos sintieron miedo y, aun a pesar del futuro rechazo del que Lucifer les advertía, decidieron quedarse al lado del Primero, permaneciendo fieles e este.
En cambio, todos aquellos que al igual que Lucifer se habían sentido dolorosamente ignorados, aceptaron marchar con él.
Así pues, Dios, profundamente dolido, estableció un nuevo lugar para ellos: el Infierno. Totalmente contrario al Paraíso Celestial, lleno de sufrimiento y dolor sin límites, como castigo por haberle traicionado.
Sus alas se opacaron y quedaron inutilizadas, para que no pudieran regresar al Cielo.
Y así surgieron los Ángeles Caídos. Ángeles amados por Dios que debido a su traición fueron condenados a perder sus alas y confinados en el Infierno por el resto de la Eternidad.
Cuando Sebastian acabó el relató, Ciel estaba con la boca abierta. Jamás había oído aquella historia. Conocía a los Ángeles Caídos y a Lucifer, sí, pero jamás había oído su historia como la había oído de los labios de Sebastian. Y durante todo el relato, Sebastian, al igual que con aquellas primeras palabras introductorias antes de la interrupción, se había mantenido completamente neutral, sin hacer ningún gesto ni al hablar de Dios ni al hablar de Lucifer, seres a los que obviamente tenía en cuenta de manera estrictamente opuesta.
- Tú… Los demonios son… Eres un Ángel Caído, entonces.- Murmuró, acabando solo la última frase. Sebastian asintió, sonriendo como si no fuera nada importante.- Y estuviste allí, en la Caída, ¿cierto?
La Caída era como conocía Ciel el momento en el que Dios desterró a los Ángeles Caídos del Cielo, como lo nombró el sacerdote de la iglesia en la que se celebró el funeral de sus padres.
El mayordomo lanzó un suspiro que sonó a risa y asintió de nuevo.
- No pregunte más detalles, porque no recuerdo nada. Solo que estuve allí, y nada más.
- ¿Conocías a Lucifer? ¿Existe de verdad?- el mayordomo lo arropó aprisa y sonrió.
- Buenas noches, Joven Amo.
- Pero…- protestó el niño, viéndole marchar.
- Buenas noches.- zanjó la conversación.
Mientras el mayordomo desaparecía por la puerta, no pudo evitar pensar en lo mucho que le sonaban Theresa y Sylvain, pero, extrañamente, no recordaba de dónde, ni por qué.
Suspiró pesadamente y se dispuso a realizar sus tareas para el día siguiente.
Notas Finales
¿Y bien?
Sobre la historia de Sebastian: me la he inventado. Bueno, no completamente, pero los términos (como Primero, Segundo y esas cosas) son míos, y la narración también. Está algo distorsionada porque la leí hace tiempo y no me acuerdo bien, solo de detalles.
Espero que la historia esté resultando interesante. Y sí, la historia de la Caída es relevante para la trama, así que no la olvidéis. Y bueno, eso de que Sebby estuvo presente en la Caída... es cosa mía. No sé si es verdad o no. Quién sabe, ha vivido mucho ese Sebby xD
Nos vemos!
