Viñetas,
por Silence M.
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Perdición en tercera
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«Un mundo como un árbol desgajado.
Una generación desarraigada.
Unos hombres sin más destino que
Apuntalar las ruinas».
Blas de Otero
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En el horizonte se perdía su mirada, rebasaba los límites de lo concebible o previamente imaginado. Él no conocía los recovecos del aquel mundo que lo rodeaba, quizá era que los había olvidado. El sol lamía su piel, pero le daba la espalda, alejado del mundo y el dolor, por encima de las nubes y el cielo azul. Acaso no fuera extraño e inalcanzable si no le hubiese dado la espalda. Sí, Saga se alejaba por los bordes del mundo, como si pudiese escapar del cuerpo, escapar de la carne y perderse en la tierra; llegar al horizonte infinito, donde las aguas se atemperaban, y más, mucho más lejos.
Pero estaba atado al mundo y a su forma, donde penaba. ¡Qué destino aquel, el de la gloria! Con la más honda de las culpas se pagaban los laureles, lo sabía bien. Porque Saga, caballero de Géminis, que coronado había sido por los dedos pálidos de la gozosa victoria, conocía la perversidad. Culpable era de males y agonías, sí, terribles zarpazos había dado contra todo lo que amaba. Terribles acusaciones había lanzado contra hombres buenos, condenados a morir.
Saga de Géminis jamás podría purgar su alma pecadora, el estigma había quedado grabado en su mano como una carta belerofóntica en la retina del mensajero. Sí, aquella había sido la marca del asesino, se decía, mirando el horizonte mientras suspiraba.
Y recordaba, tan íntimamente como se acaricia la memoria que hiere el pulso, la noche fúnebre en que empuñó la daga airada contra el pecho de una infante inocente, la noche en que unos ojos azules, espantados, lo descubrieron mientras alzaba el metal que clamaba por sangre; cuando el mal que habitaba en su alma lo persuadía con palabras acariciadoras. ¡Cómo habría querido gemir, maldito suplicio de Tántalo que había arrojado sobre sí mismo como arena ardiendo!
Aioros había muerto como un perro aquella noche, ocultándose así la verdad que habría de atormentarlo durante el resto de su vida. Saga se deshacía de remordimientos.
Aquella fuerza oscura que había ido consumiéndolo se había apoderado muy lentamente de su voluntad. Saga se había convertido en un eunuco de la razón, una máquina de perfecta simetría que avanzaba con inercia por el mundo, una caja que encerraba otra caja, desde la que su alma enjaulada miraba el desolador exterior, la historia desgranada de los pasos llenos de sangre y muerte. En esos momentos de perdición, el brillo afilado y gélido de la muerte se vislumbraba cercano. En los ojos del hombre gravitaba una nebulosa axial, la bipolaridad del universo en la retina humana.
