Hola a todos! Gracias por hacer clic en mi fanfic. Antes de empezar a leer me gustaría hacer la siguiente aclaración: el presente fanfic empieza luego de los sucesos de la temporada 7 de la serie de HBO Game of Thrones, sin embargo, mencionaré algunas tramas de los libros a lo largo de la historia que no son abordadas por la serie. Si no han leído los libros y están confundidos, hay muchos wikis de GoT en internet que les podrían servir.
Ahora sí, a leer!
Sansa
Sansa miraba el salón de Invernalia desde el pedestal donde la familia Stark cenaba. A su alrededor las voces y las risas retumbaban en la fría piedra del castillo, y en el pesado aire se mezclaba el olor a norteño, cerveza oscura y ciervo asado que se servía en el día del nombre de Robb Stark, heredero de Invernalia.
Robb cumplía diez años y su madre, Catelyn, revoloteaba a su alrededor pinchándole las mejillas y rebosando de comida su plato. A su lado, su padre Eddard Stark reía para sus adentros y posaba una de sus grandes manos en los hombros de su hijo mayor. Robb todavía era un chiquillo delgado con unos rulos incipientes de color cobrizo y una gruesa pelusa negra asomándose sobre los labios. A duras penas trataba de desarrimarse de su madre que lo avergonzaba frente a los aliados de su padre: los Manderly, los Reed, los Hornwood, los Cerwyn, los Tallhart, los Glover, los Umber, los Karstark, todos los señores vasallos y las espadas juramentadas de la casa Stark habían viajado a Invernalia para celebrar al lobo primogénito, aunque no estaban particularmente interesados en él en ese momento. En el caos del salón de Invernalia chocaban los jarrones de cerveza, se contaban historias de los Primeros Hombres y resurgían antiguas disputas que se resolvían luego en el patio real.
Todos los hermanos Stark estaban sentados en la mesa principal: Robb, el protagonista de la fiesta tratando de imitar el porte noble e imponente de su padre a sus cortos diez años; Sansa, doncella de Invernalia con siete años de edad, belleza hecha a imagen y semejanza de su madre Catelyn Tully; Arya, doncella de cuatro años, la más norteña de sus hermanos con sus rasgos duros y maneras masculinas que la septa Mordane incansablemente había tratado de corregir, y finalmente, el pequeño Bran, el menor de los cuatro hermanos quien miraba ansioso y expectante a su alrededor mientras comía pastelitos de limón. Incluso el futuro Stark creciendo en el vientre de Catelyn estaba ahí, en la mesa de la noble familia, entonces, ¿por qué Jon Nieve no se sentaba allí con ellos?
Sansa ya había hecho esa pregunta antes. También lo habían hecho Robb y Arya. Incluso Bran también había preguntado. Porque Jon era un hermano más para ellos. Entrenaba a las espadas junto a Robb bajo la atenta mirada de Rodrik Cassel, el maestro de armas de Invernalia; ayudaba a Arya a subirse al pony de Robb y la veía corretear en círculos en el patio del castillo; llevaba a Bran en sus hombros cuando el pequeño se cansaba de caminar y siempre saludaba con una cortés inclinación de la cabeza cuando se encontraba con Sansa. En cambio, Theon, el pupilo de su padre de aproximadamente la misma edad que Robb y Jon, pasaba de los pequeños hermanos Stark y miraba a Sansa con unos ojos lejos de la cortesía de Nieve.
Sansa sabía que no debía preguntar. Cada vez que lo hacían, la mandíbula de su madre se crispaba en una mueca y sus ojos devolvían una oscura mirada.
-Jon no es hermano suyo.- decía quedamente, zanjando toda discusión.
Robb y Sansa, los mayores, sabían que no debían tentar el genio de su madre, pero Arya era más atrevida (como en todas las cosas en la vida).
-¡Él es tan hermano mío como Robb o Bran! ¡Quiero que Jon se siente conmigo a cenar!- Había balbuceado alguna vez la pequeña con apenas tres años.
Robb y Sansa se miraron asustados al tiempo en que las aletas de la nariz de Catelyn se ensanchaban en indignación y su cabello rojizo parecía arder en ascuas en torno a su rostro. Estaban cenando en el salón principal mientras Theon y Jon cenaban en la cocina junto a la servidumbre. Eddard Stark contemplaba su plato con el cejo fruncido y en silencio, como siempre hacía cuando la familia Stark conversaba sobre su bastardo Nieve.
-Jon no comerá con nosotros- es lo que solía acotar y la cena terminaba en un sofocante silencio.
Una vez Sansa le preguntó a la septa Mordane por qué su padre tenía un hijo que no llevaba su apellido y tenía una madre que no era la suya. La septa sacudió su cabeza en un triste lamento ante inocente pregunta.
-Ni los grandes señores están libres del llamado de la carne, Sansa. Recemos para que La Vieja guíe a tu señor padre por el camino de la sabiduría y para que La Madre le brinde compasión a la señora Catelyn para poder perdonar.- habría dicho esa vez y pasaron el resto de la tarde rezando en el septo.
Poco a poco Sansa fue comprendiendo el significado de la bastardía de Jon Nieve y la traición al sagrado sacramento del matrimonio que había cometido su padre. Pasaba tardes enteras rezando en el septo rogándole a La Madre que perdonara la debilidad de su padre y bendijera al matrimonio con muchos hijos, y uno tras otro, fueron sucediéndose los Stark: Arya, Bran, Rickon. Sin embargo, y a pesar de la alta fertilidad de Catelyn, la presencia de Jon Nieve aún era una nube gris que se cernía sobre las torres de Invernalia.
Sansa volvió de pronto al Salón Principal. Había estado divagando en sus recuerdos y no había notado que su padre se había colocado de pie ante los invitados. El silencio se extendió por la estancia como una ventisca.
-Mis espadas juramentadas, mis señores vasallos: los he invitado a nuestro hogar para celebrar el décimo día del nombre de Robb Stark, heredero de Invernalia y futuro Guardián del Norte. Que los dioses antiguos protejan la sangre de los primeros hombres que corre por sus venas y le de muchos años de vida para que gobierne con justicia y sabiduría las tierras del Norte.
Los norteños rugieron y alzaron los puños en señal de aprobación mientras Robb sonreía ampliamente con las mejillas sonrosadas.
Su madre también se había puesto de pie para dedicarle algunas palabras a su hijo y un sordo murmullo se levantó por todo el salón. Aún después de diez años de colgarse la túnica Stark a sus espaldas, "la Tully" seguía siendo resistida por los norteños porque los Stark se casaban con las mujeres de su tierra, las lobas del Invierno, como las Umber, las Karstark, las Mormont, y no iban rebuscando bajo las faldas de las estiradas señoras sureñas que no habían vivido un Invierno como los suyos. Todavía nadie sabía qué pretendía Rickard Stark prometiendo la mano de Lyanna y Brandon con tales familias sureñas. Probablemente por esa estúpida insistencia las cosas terminaron como terminaron: con Lyanna y Brandon muertos y los Targaryen borrados de este mundo.
–Mi preciado hijo Robb, con tu padre quisimos darte un regalo digno de un hombre en el décimo día de tu nombre– dijo, dirigiéndole una mirada cómplice a su esposo. –Mikken, puedes entrar–.
Mikken, el herrero de Invernalia, entró al Gran Salón cogiendo las riendas de un hermoso caballo. Era gris, como el huargo de los Stark, y sus abultados músculos asomaban entre sus piernas. Mikken le acarició el hocico y el caballo se dejó tocar.
–Lo hemos entrenado para ti– dijo. –Y le hemos puesto "Escarcha".
Los norteños volvieron a rugir en aprobación mientras Sansa y su madre aplaudían educadamente. Sansa nunca olvidaría la radiante sonrisa de Robb cuando acarició su caballo por primera vez, mientras que en el fondo del salón de Invernalia Jon fulminaba a la noble familia y apretaba los dientes.
Cuando la cena hubo terminado la septa Mordane acompañó a las doncellas a sus habitaciones. Sansa estaba cansada y acompañó diligente a la anciana, pero Arya insistía en quedarse para escuchar las historias y las canciones de los hombres norteños. Sólo pudieron llevársela cuando Eddard intervino diciendo que ese ya no era un lugar para una doncella como Arya. Sansa miró el pelo sucio de su hermana y su ropa manchada de comida y ahogó una risita al escuchar a su padre llamarla "doncella"
–¡Qué hermosa velada para mi joven señor Robb! ¡Que los Siete lo guarden en su Gloria…!- comentaba la septa al aire. Sansa caminaba ensimismada en sus pensamientos mientras Arya se adelantaba jugando a no pisar las grietas del suelo.
–¿Tú crees que ahora que Robb tiene un caballo nuevo me den su pony a mí?– preguntó entusiasmada la más pequeña. Sansa no hubiese esperado menos de su hermana.
–Por supuesto que Lord Eddard no te dará el pony de Robb. Todavía eres muy pequeña para tener tu propio pony. De seguro se lo darán a Bran– respondió la septa.
–¡Pero si yo soy mayor que Bran!–
–Pero Bran es un hombre y será un futuro caballero de la Casa Stark– puntualizó la septa, satisfecha de su propio argumento. Arya dejó de saltar y frunció el ceño como hacía cada vez que le decían que no podía hacer algo caballerezco como sus hermanos.
–Yo también seré una caballero de la Casa Stark y mi padre estará orgulloso de mí– exclamó. Una pequeña jaqueca había empezado a brotar de la sien de Sansa. Realmente no estaba para los berrinches de su hermana.
–Nuestro padre sólo se contenta con que seas una doncella, ¿¡Por qué no te puedes comportar como la doncella que él cree que eres alguna vez en tu vida!? – le espetó Sansa. Arya estaba a punto de abalanzarse sobre su hermana cuando la septa intervino.
-¡Suficiente! ¡Esta discusión no es digna de dos señoras Stark! – Arya fulminaba a su hermana y de no ser porque la septa la sujetaba por los hombros ya estaría sobre Sansa tironéandole el pelo. –Aquí está tu habitación, entra y acuéstate pronto. Yo llevaré a Arya a la suya–. Dejaron a Sansa frente a la pesada puerta de madera que daba a su cuarto mientras ambas mujeres se alejaban, discutiendo acaloradas. Pronto sus voces se apagaron y el pasillo de piedra quedó sumido en el silencio y en la oscuridad características del castillo.
Sansa golpeó la muralla con un puño. Arya era tan bruta, tan grosera, tan desastrosa, y aun así, seguía siendo la hija preferida de Lord Eddard. No importaba cuánto se esforzara Sansa en ser la doncella que se esperaría de la hija de un señor noble: ni el bordado, ni el baile, ni el canto, ni sus modales parecían importarle a su padre, quien miraba embobado a su hija pequeña cabalgando el pony de Robb a sus cuatro años de edad. Había escuchado de la Vieja Tata que Arya le recordaba a Lyanna Stark, su hermana muerta. Pero Sansa también había escuchado que Lyanna era hermosa, como ella. Entonces, ¿por qué su padre soportaba el terrible genio de Arya? ¿por qué no reconocía en Sansa la hija ideal que era?
Sansa escuchó un crujido en el pasillo y se sobresaltó. Había olvidado que el castillo estaba repleto de hombres norteños que no le importarían que fuese la hija mayor de su señor castellano si se la encontraban deambulando por el castillo. Nerviosa, trató de abrir la puerta, pero no cedió como siempre lo hacía. Forcejeó un momento y luego trató de empujarla con los hombros. A lo lejos se escuchaban unos tristes pasos acercarse desde la oscuridad. Desesperada, empezó a embestir la puerta, la cual cedió de pronto y Sansa cayó de bruces dentro de su habitación.
Alguien se arrodilló a su lado.
–Mi Lady, ¿se encuentra usted bien? –
Desde el suelo, Sansa alzó la vista esperando lo peor, pero sólo se encontró con Jon Nieve ofreciéndole una mano.
Sansa nunca había mirado a Jon tan de cerca, por lo que le tardó en reconocerlo. Se sorprendió al notar lo mucho que se parecía a su padre: el abundante pelo negro, la pelusa negra sobre los labios, la mandíbula cuadrada. Se sorprendió aún más cuando notó que había estado llorando. Jon tenía los ojos abultados y un rastro seco de agua dibujaba un surco en sus mejillas. El bastardo se dio cuenta de que su hermana lo estaba mirando y retiró el rostro. Sansa se levantó sin su ayuda.
–Gracias, pero estoy bien– dijo. –Nieve–
Sansa despertó de su sueño sintiendo una pegajosa humedad entre las piernas. Tenía la sangre de la Luna.
La angustiosa espera al fin había acabado y respiró aliviada de no estar embarazada de Ramsay Bolton.
Se levantó presurosa de su cama y retiró las sábanas manchadas con sangre. Se acercó al tocador donde todas las noches dejaba un cubo con agua y con un paño húmedo limpió la sangre seca de sus piernas. Se miró en el viejo espejo de la habitación de sus padres, la cual ahora ocupaba Sansa, y no pudo evitar acordarse de su sueño.
No, eso no había sido un sueño. Lo que había visto era un recuerdo. Un recuerdo de hace muchos años, cuando los fantasmas que hoy le pesaban todavía estaban vivos: su padre, su madre, Robb, Arya, Bran, Rickon, Sir Rodrik Castell, Mekken, la Vieja Tata, todos… Se sintió tan tonta por haber peleado con su hermana y de haber dudado del cariño de su padre. Se sintió tan culpable de no haber tratado a Jon como a un hermano, sobre todo ahora que eran los únicos que Stark que quedaban…
Se miró en el espejo y le devolvió la vista una extraña. Los pechos le habían crecido y sus caderas se habían ensanchado. Ya no era más la niña que un día partió a Desembarco del Rey y cada vez se parecía más a su madre. Y así se lo había hecho notar Petyr Baelish.
Miró al rincón donde había tirado las sábanas sucias. Hace dos meses que no tenía la sangre de la luna y había estado esperando lo peor, con el miedo como una soga en la garganta, como siempre se sintió mientras fue Sansa Bolton.
Todavía tenía cicatrices y contusiones en el cuerpo producto de las perversiones de Ramsay. No le había contado nada a Brienne ni a Jon sobre su calvario, aunque creía que podían suponerlo. Por el contrario, Lord Baelish siempre supo, por supuesto que siempre supo qué clase de bestia era Ramsay, aunque trató de hacerse el desentendido cuando Sansa lo enfrentó. Sansa le exigió que se alejara de ella y que nunca más la buscara, pero precisamente fue ella quien desesperadamente fue a su búsqueda (corriendo a lomos de su caballo, esperando que la fuerza del galope la hiciera abortar) ante la posibilidad de perder Invernalia. Otra vez.
Siguió limpiándose la sangre seca y se envolvió la pelvis con los paños que reservaba para ese momento del mes. Se vistió con una túnica sencilla y se cubrió los hombros con la pesada piel de oso que Lyanna Mormont le había regalado. El viento sacudía las ventanas de la habitación. El invierno estaba cada vez más salvaje.
Bajó al Gran Salón esperando que hubiese algo más que carne salada de caballo para desayunar. Hacía un mes que tuvo lugar la "Batalla de Los Bastardos", como los norteños bautizaron la batalla por Invernalia, y durante ese tiempo se habían dedicado a reconstruir el derruido castillo y a aprovisionarse de toda la comida posible para hacerle frente al largo invierno que se acercaba. Habían salado la carne de todos los caballos muertos en batalla y sacrificaron los perros de Ramsay para aumentar la dotación de la despensa. También habían fermentado todo lo que encontraron a su paso y guardaron los pocos sacos de granos que tenían bajo siete llaves. Si el invierno iba a ser tan largo como los maestres auguraban, ninguno de sus escuálidos esfuerzos sería suficiente, pensaba Sansa.
A pesar del oscuro presagio que les deparaba el Invierno, Sansa se sentía feliz, tan feliz como podía estar una doncella que hace cuatro años no tenía un hogar, una doncella que había sido arrastrada a dos matrimonio forzados con hombres enemigos de su casa, tan feliz como se sintió la última vez que su padre la estrechó entre sus brazos. Invernalia no era el castillo que recordaba: había sido saqueado, violentado, quemado y destruido, y quienes hoy la habitaban no eran las caras conocidas de su infancia. Aun así, era su hogar. El hogar que tanto había añorado durante todos esos años, con el estandarte del huargo blanco flameando en su torre más alta, como siempre debió ser.
Sansa pensó en el huargo blanco de Jon Nieve, Fantasma, y en su hermanastro, quien hoy era su única familia. Pensó también en el día en que los salvajes y los señores norteños proclamaron a Jon como el Rey en el Norte, tal como lo habían hecho con su hermano mayor, Robb Stark. Y así, recordó la ácida mirada con que Lord Baelish la miró desde el fondo del Gran Salón, como si estuviese recordándole quién era la verdadera heredera del Trono de Invernalia. Trató de zafarse de aquellos pensamientos para bajar a desayunar, pero un nuevo nudo se había tejido en su garganta.
Normalmente el Gran Salón estaba vacío, excepto por Jon o Sansa. La escasa servidumbre de Invernalia solía estar en la cocina, en el patio real o en las armerías. Así que se sorprendió de ver una numerosa comitiva del Valle de Arryn desplegada por la sala y a Jon Nieve sentado frente Yohn Royce, Señor de las Runas y consejero de Robin Arryn.
Cuando Sansa entró al salón, ambos hombres se pusieron de pie. Royce hizo una amplia reverencia:
–Mi señora– saludó. Sansa todavía estaba sorprendida por la sorpresiva visita. Los viajes y las visitas se habían reducido con la llegada del Invierno, aún en la delicada situación política que vivía Poniente.
–Mi señor. No esperábamos recibirlo– dijo con cortesía. Notó que en la mesa había pan negro y vino servido –Ruego disculpe nuestra frugal bienvenida, pero el Invierno está aquí y el Norte no es una tierra fértil en esta época. Sin embargo, sepa usted que en Invernalia siempre compartiremos el pan y la sal con nuestros amigos. ¿A qué debemos tan inesperada visita?
Yohn Royce miró de soslayo a Jon, pero éste no levantó la mirada del suelo.
–En honor al tiempo, mi señora, seré breve. He venido a buscar su mano, prometida a Robin Arryn, señor del Nido de Águilas, cuando su madre, Lysa Arryn -que los Dioses la tengan en su gloria- estaba viva.
La noticia fue como una ventisca que azotó a Sansa. Abrió la boca para decir algo, pero ningún sonido salió de ella. Buscó los ojos de Jon en una llamada de auxilio, pero éste seguía mirando al suelo.
–Mi señor ya tiene catorce años. Una excelente edad para casarse y tener hijos. He venido a negociar el día de la boda, ahora que mi señora Sansa ha enviudado de Ramsay Bolton, no tiene problemas para casarse, ¿cierto?
El nudo en su garganta no le permitía hablar. Era como la soga que Ramsay le había colocado al cuello cuando se casaron. No. No de nuevo. Jon seguía sin mirar a su hermana. Royce percibió la vacilación de Sansa.
–Bueno, creo que dejaré a los hermanos a solas para que discutan en privado. Estaremos esperando en el salón de invitados–
El anciano abandonó el Gran Salón junto a su comitiva de estandartes Arryn y Royce. Los sordos pasos de los soldados retumbaban en los muros de piedra de Invernalia. Cuando salió el último invitado y cerraron la pesada puerta de madera, Jon farfulló apresuradamente:
–Es lo mejor que podemos hacer, Sansa. No podemos rechazar la oferta de los Señores del Valle quienes acudieron en nuestra ayuda en la batalla por Invernalia. Sin olvidar que son probablemente el único ejército que todavía está en pie en el norte. Los necesitaremos. El invierno se acerca…
–¡Jon! ¡Cómo puedes hacerme esto!– gritó Sansa, y su voz hizo eco en el gran Salón. Jon frunció el entrecejo, evitando su mirada. –¡No soy una moneda de cambio para tus intereses políticos! ¡No me casaré con Robin Arryn!–. Sentía escalofríos al pensar en compartir el lecho con su primo, quien hasta hace poco bebía de la leche de su madre.
–Sansa, este matrimonio ya había sido concertado… yo sólo estoy ratificándolo.
–Tú no puedes ratificar nada, Jon. Ya he sido arrastrada a dos matrimonios forzados. He sido Sansa Lannister, he sido Sansa Bolton, ¡NO SERÉ SANSA ARRYN! El único apellido que tendré de aquí en adelante será Stark, el único estandarte que llevaré en mi espalda será el huargo blanco.– El viento golpeaba insistentemente las puertas del Salón y la nieve se colaba por los intersticios.
–Sansa, no estás entendiendo nuestra situación…
–¡Tú no estás entendiendo tu situación, NIEVE! – los ojos de Jon la miraron de pronto. Negros como la noche. Fríos como el invierno. Penetrantes como el vidriagón. Y Sansa recordó la ácida mirada que Lord Baelish le había dedicado durante la proclamación de Jon. –No olvides quién es el verdadero heredero del trono de Invernalia. Yo no lo olvido–
Huyó por las puertas que daban a la cocina, corriendo sin dirección, esperando no encontrarse con Royce ni con nadie de su comitiva. Las lágrimas le inundaban los ojos y el nudo en su garganta apenas la dejaba respirar. No debió haberle dicho eso a Jon. No debió. Pero no podía dejar de pensar que Lord Baelish tenía razón. Ella era una Stark, la verdadera heredera del norte, una loba del Norte, aunque por mucho tiempo se resistió a creerlo y quiso ser una señora del Sur… y ya había aprendido qué le pasaban a las señoras del Sur. No podía soportar la idea de casarse por tercera vez, de tener que llevar un apellido ajeno otra vez, de dejar su hogar otra vez, ahora, que recién había vuelto a Invernalia.
No supo cómo llegó al Bosque de los Dioses. Las lágrimas le nublaban la vista, pero aún podía distinguir las perennes hojas de los arcianos meneándose ante el viento y la nieve. Allí no hacía frío. Aún durante el Invierno seguía corriendo el manantial de agua caliente que templaba las estancias del castillo. Su vapor se levantaba en el pequeño claro del bosque y calentaban el frío corazón de Sansa.
Sansa cayó derrotada ante el rostro dibujado en el antiguo arciano y comenzó a rezar:
–Dioses antiguos, yo sé que toda mi vida fui devota de la Fe de Los Siete, pero hoy necesito de su ayuda porque Los Siete no conocen los asuntos del norte. Si alguna vez escucharon los ruegos de mi padre, y los del padre de mi padre, por favor, escúchenme a mí también. No dejen que me vuelva a ir de Invernalia, por favor, no quiero dejar Invernalia…
Cuando levantó la vista, vio que los ojos del arciano le devolvían la mirada. Unos ojos como los suyos. Unos ojos verdes. Unos ojos como los Tully.
