Título: Elixir aeternus.

Autor: Suzume Mizuno.

Agradecimientos: a Erk92 por las correcciones, ¡eres un sol!

Disclaimer: los personajes de Vocaloid no me pertenecen y tampoco hago este fic con ninguna intención lucrativa.

¡Este capítulo va dedicado a Alchea-senpai! ¡Mil gracias por tus ideas y tu ayuda!

CAPÍTULO UNO

Veía todo borroso, cubierto de una neblina. Observó su mano pasar por delante de sus ojos, temblorosa y torpe. Se sentía extraña. Había algo fuera de lugar. La palidez innatural de su piel, el fondo negro e impreciso, su respiración lenta y pesada, que resonaba en sus oídos como si fuera el único sonido del mundo.

Entonces vio algo más.

Manchas negras.

Un líquido goteaba desde sus dedos y recorría su brazo con sinuosos ríos.

¿Qué era?

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener el brazo en alto y entrecerró los ojos, esperando a que se le despejara la visión.

El corazón se le paró en seco.

No era un líquido oscuro. Ni siquiera era negro, sino rojo.

Sangre.

Todo lo que había más allá de su mano se aclaró y vio su cuerpo tirado delante de ella. Recorrió las heridas con los ojos, los rasguños, la ropa teñida de escarlata, los labios sin color, las pupilas dilatadas y perdidas en el infinito.

Un sentimiento indescriptible le atravesó el cuerpo, acompañado de un penetrante y horrible frío. Un agujero negro se abrió en lo más hondo de su pecho, tragándoselo todo.

No podía moverse. No quería moverse. Si lo hacía, el tiempo volvería a ponerse en marcha, no habría vuelta atrás, sería inevitable. Haría que la vida terminara por abandonar aquel cuerpo sin que pudiese hacer nada por evitarlo.

Pero el tiempo seguía su curso, no paraba por nadie, ni aunque se deseara con toda la fuerza de su alma.

Y su mente terminó de asimilar de quién era la sangre que manchaba sus manos.

Abrió la boca y de su interior brotó un alarido de desesperación.

X

– ¡Corre!

Meiko cogió la mano de Kaito y lo arrastró detrás de sí mientras se guardaba como podía la cartera en el bolsillo del pantalón. ¡Se había dejado la maleta en el motel! Soltó una serie de tacos y cruzó el semáforo en rojo a toda velocidad sin dejar de apretar la mano del chico.

Oyó los estridentes claxon de los coches y los gritos de los conductores. Le hubiera gustado pararse para hacerles un corte de manga, pero no tenían tiempo. ¡Nadie correría por medio del tráfico si no tuviera una buena razón! ¿Por qué no pensaban un poco?

De repente se encontró con que Kaito se encontraba a su altura y empezaba a ser él quien la arrastraba. Sintió un arrebato de indignación y de sorpresa. No recordaba a nadie que hubiera podido vencerla en una carrera.

– ¡A la derecha, a la derecha!

– ¿Por qué a la derecha! – gritó Kaito.

– ¡Porque lo digo yo!

Y le dio un brusco tirón para que la siguiera. Se colaron por unas callejuelas estrechas. La gente se apartaba a su paso, lo que en principio era bueno. Pero también era malo porque dejaba muy claro por dónde habían huido.

Echó un vistazo por encima del hombro. Vio la figura a unos treinta metros, que arrancó a correr hacia ellos tan rápidamente que el corazón le dio un vuelco.

– ¿Cómo nos libramos de ella?

– No sé – siseó Kaito, algo pálido. También miró hacia atrás y entrecerró los ojos –. No podremos correr siempre.

– Ni ella tampoco – señaló Meiko, girando a la izquierda.

– ¡Aquí!

Doblaron por una nueva esquina y Kaito tiró de un gran contenedor de basura, rodeado de moscas. Meiko le ayudó con el corazón en la garganta. Hizo un gesto de asco al colarse en el hueco que habían dejado contra la pared, pero no se quejó. Kaito la empujó un poco para que le dejara sitio, tapándose la nariz con una mano.

Meiko cerró los ojos, empezando una cuenta atrás. La chica iba a llegar de un momento a otro y no sabía cuánto podría aguantar la respiración.

Se mordió la lengua cuando escuchó los pasos ligeros, casi imperceptibles, de su perseguidora.

Sólo la había visto de cerca una vez y en esa ocasión estaba acompañada. Sabía que era menor que ella, que tenía el pelo rojizo oscuro, que era pálida y menuda. Y que, aunque parecía frágil, podía tirar abajo una puerta de una patada.

A su lado, Kaito estaba en cuclillas, tan tenso que se le marcaban las venas del cuello y de la frente.

El zumbido de las moscas se le antojó tan fuerte que sólo pudo escucharlas a ellas. Crispó los dedos. Se le estaba acabando el aire, pero no se atrevía a respirar. No sabía por qué, algo le decía que si lo hacía, ella les encontraría. Sin embargo, ya empezaba a notar la opresión del pecho, la quemazón en los pulmones.

Cuando se convenció de que iba a estallar por dentro, Kaito le puso una mano en el hombro.

– Se ha ido.

Meiko se levantó y tomó una enorme bocanada de aire que, a pesar del asqueroso olor, le sentó de maravilla. Inspiró de nuevo, llenándose de oxígeno hasta el límite y luego lo expulsó con alivio. Se le había quedado un desagradable escozor en los pulmones.

– Vámonos, podría volver.

En otra ocasión habría hecho caso omiso de su compañero, porque todavía le temblaban las piernas de la carrera y del susto. Pero el tono de Kaito la convenció de que le convenía obedecer.

– ¿Qué va a pasar con la maleta?

– Dala por perdida. No podemos volver a por ella.

– Ya…

Levantó los ojos al cielo, cortado por los grandes rascacielos. Vio un par de nubes navegando sin destino y sintió que se venía abajo. ¿Cómo había acabado en esa situación, huyendo como una criminal por las calles de una ciudad que ni conocía?

Kaito ya había empezado a andar a paso vivo. Lo alcanzó con un par de zancadas y le echó una ojeada.

Estaba mejor que los otros días. Pensándolo bien, hacía una semana ni se habría imaginado que la pudiera ganar corriendo. Ni siquiera que pudiera caminar sin su ayuda tan rápido.

Menudo cambio en unos pocos días, pensó.

El flequillo azulado le caía sobre los ojos, también de un color zafiro muy llamativo, rodeado por unas pestañas largas y negras. La superaba en altura por más de diez centímetros. Sabía que, aunque los aparentara, no tenía veinte años. Era delgado, de brazos finos y fuertes, sin una pizca de grasa, con la piel pálida y suave.

En definitiva, un chico muy guapo.

– ¿Y a dónde vamos?

– Ojalá lo supiera… – entonces Kaito se paró en seco.

– ¿Qué pasa?

– ¿Todo el dinero estaba en la maleta?

– Bueno… – Meiko se puso pálida y sintió un retortijón –. La verdad es que dejé la mitad porque no quería llevar tanto encima… Y… también mi pasaporte está ahí. Y la tarjeta del banco. Por no hablar de la ropa.

Kaito soltó un suspiro desanimado.

– Antes no necesitábamos ni pasaportes ni nada.

– ¿De cuándo hablas? ¿De hace dos siglos? – Meiko le dio un golpecito en la frente –. Tendrías que haberte acostumbrado ya, don inmortal.

El chico le dedicó una triste sonrisa que la desconcertó. ¿Había dicho algo malo?

Como si le hubiera leído la mente, él dijo:

– Estoy bien. Lo que nos tiene que preocupar ahora es qué hacemos con la maleta. Nadie nos asegura que esa chica no sepa dónde nos alojábamos.

– Si quieres, puedo ir yo sola.

– Eso sí que no – la cortó con dureza.

– ¿Te tengo que recordar que te tumbé con facilidad?

– Aprovechaste que estaba débil y… No, no voy a seguirte el juego – Meiko chasqueó los dedos, musitando un "mierda" –. Iremos juntos. Y mejor darnos prisa, antes de que vea que nos ha perdido.

– Si no lo ha hecho ya.

El motel estaba a las afueras de la ciudad. El cartel no se encendía hasta la noche, así que a Meiko le pareció apagado y tristón, sobre todo con las paredes grises, sin gracia. Ni siquiera tenía un jardín alrededor. Pero era el único que no te robaba dinero para pasar una noche, así se habían tenido que conformar.

En principio el plan era coger el autobús que salía al día siguiente, pero algo le decía que no podrían volver a la ciudad tan tranquilamente. Y el autobús que los había traído y estaba aparcado a unos metros continuaba hacia el norte, cuando querían ir al oeste.

Ralentizaron el paso a medida que se fueron acercando, vigilando con desconfianza las ventanas.

– ¿Crees que su compañero…?

– No. Todavía no es de noche.

– ¿De verdad es un vampiro? – preguntó Meiko.

Él le dedicó una media sonrisa.

– ¿No eras tú la que venía de una familia de chamanes?

– No – Meiko levantó un dedo y lo puso a unos centímetros de la cara de Kaito –. Mi familia no, mi abuela. Y yo no he heredado sus poderes, así que soy una chica de lo más normal, corriente e inocente en este mundo de bichos raros.

– Ajá. Normal… Corriente… E inocente – el chico ni se molestó en ocultar el tono recargado de ironía.

Muy digna, decidió no sentirse ofendida.

– Pues no le vi los colmillos.

– ¿Por qué tendría que haberlos mostrado?

– ¿Por qué me respondes a todo con preguntas?

– ¿Por qué me haces tantas preguntas?

– Oye, si te rompo el cuello, como eres inmortal, no tendría que pasarte nada, ¿no?

– Preferiría que me dejaras el cuello como está.

Con toda la conversación, Meiko ni se había dado cuenta de que habían llegado al aparcamiento trasero del motel. Se agacharon detrás de uno de los coches. Kaito se asomó, recorriendo las ventanas del edificio con una expresión furtiva.

– Diría que ellos no están aquí…

– ¿Cogemos ajo? – Kaito la miró con las cejas arqueadas y Meiko se encogió de hombros –. Era por si acaso.

X

Cuando Teto abrió la puerta la luz artificial de las farolas se colaba por las cortinas descorridas. La habitación estaba vacía.

Reprimió un grito de frustración. Lo último que necesitaba era alertar a la gente que dormía en los otros dormitorios. Se dirigió hacia una de las camas. Estaba deshecha, pero al palparla no percibió calor. Se habían marchado hacía unas cuantas horas. Revisó el baño, los cajones y el armario, a sabiendas de que sería en vano. Por el presupuesto de los hoteles en los que se habían ido alojando, no tenían demasiado dinero, lo que conllevaba que tampoco llevaban muchas cosas. Que se hubieran olvidado de algo sería demasiado pedir.

Se sentó en el borde de la cama, apretándose las manos.

¿Cuántas veces podrían darles esquinazo?

La puerta volvió a abrir, si bien no levantó la cabeza. Ya sabía quién era.

– Te dije que esperaras a que pudiera ir contigo.

Teto mantuvo la boca tercamente cerrada. Se negaba a darle la razón a su hermano. Aunque seguramente si hubieran ido los dos habrían tenido más suerte. Ningún humano podía competir con la velocidad de Ted.

Con la tenue luz que llegaba desde la ventana vio su cabello rojo, atado en una coleta, los ojos castaños y la sonrisa amable. Se había puesto unos pantalones informales y una chaqueta que le quedaba un poco grande.

– ¿Captas su olor?

– No. Los hemos perdido – y se dejó caer a plomo a su lado, haciéndola botar sobre el colchón.

Sabía que intentaba alegrarla, pero no quería animarse. Si la chica castaña no la hubiera visto, podría haberles atrapado fácilmente. Sólo le habrían hecho falta unos pasos más para tenerlos dentro de su radio de acción.

– Por ahora.

Ted examinó la figura de su hermana a contraluz. Se había recogido los amplios rizos en dos coletas, llevaba una falda corta que le dejaba a la vista casi toda la pierna y se había puesto unas deportivas cómodas para correr. Todo en conjunto le daba un aire de colegiala.

Teto notó su mirada y se volvió hacia él, con los ojos entrecerrados fríamente.

– ¿Tienes sed?

–No – y le señaló la muñeca derecha, oculta bajo la manga de la chaqueta –. Lo que pasa es que noto el olor de la sangre. Todavía no se te ha cerrado la herida.

Su hermana mayor se acarició la zona vendada inconscientemente. Ted ya se había acostumbrado a ese gesto mecánico. No es que le doliera mucho, sino que representaba la ruptura de sus vidas, de sus propósitos. Era un recordatorio constante de que las cosas habían cambiado.

– Dímelo cuando la tengas. No quiero que te debilites.

– A la orden, señora.

Se incorporó tendiéndole una mano para ayudarla a levantarse. Teto puso los ojos en blanco. De pie, apenas sí le sobrepasaba el pecho. Viéndola así de pequeña, de delicada, Ted sintió un arrebato de cariño y ternura por ella. Su aspecto de adolescente, de entre doce y trece años, era una mentira casi grotesca. Aun así, aunque fuera mayor que él, quería protegerla. Y su transformación no había cambiado ese sentimiento.

– Vámonos. Tenemos que encontrarlos – y pasó por su lado como una exhalación, directa a la salida.

X

Meiko se ajustó las correas de la mochila que habían comprado para sustituir la gran e incómoda maleta. Se le estaban clavando en los hombros sin piedad y no encontraba la longitud más apropiada. Por otra parte, había sudado tanto que se le pegaba la camiseta por todas partes y le empezaban a doler los pies. En su pueblo solía hacer excursiones muy largas a las montañas, pero allí siempre había árboles que otorgaban sombras y rocas para sentarse a beber agua. Caminar en paralelo a la autopista, entre las hierbas secas y a pleno rayo del sol era muy distinto. Sobre todo después de cinco horas casi sin parar.

Kaito caminaba a su lado, también con el pelo húmedo de sudor y la camiseta le marcaba el torso. No tenía unos músculos exagerados, sino que estaban en el punto justo para que se notaran pero sin pasarse. Sin poder impedirlo, se le extendió una sonrisa por los labios.

Se turnaban la gorra con visera para protegerse del sol. De repente se le ocurrió que podrían haber comprado crema. Si por la noche acababan con quemaduras sería horroroso. También se le ocurrió que podrían hacer autostop, pero imaginó que Kaito se negaría. Ni siquiera quería que fueran por el borde de la carretera, un camino también caluroso pero al menos sin baches, por miedo a que los descubrieran.

Al menos le gustaba el desgaste físico y no se puso de mal humor. Se dedicó a hacer una lista mental sobre las cosas que comprarían para el siguiente paseíto: crema solar, dos gorras de sol, un abanico, mejor dos, más botellas de agua, y, ante todo, una sombrilla. Ya no le parecía que las mujercitas de las fotos antiguas llevando sombrillas fueran unas cursis. ¡Eran listas! Eso sí, su sombrilla sería simple. Sin dibujitos, sin rositas ni nada por el estilo.

– Oye, ¿vamos a seguir eternamente la carretera?

– Sólo hasta una gasolinera o un bar – respondió Kaito, sin entusiasmo –. Allí decidiremos a dónde ir.

Meiko se pasó la lengua por los labios resecos. Según el mapa, todavía les quedaban unos cuantos kilómetros…

Cada vez que pensaba en sus antepasados, que hasta hacía un siglo más o menos habían sido nómadas, se preguntaba cómo aguantaban el viaje constante. Sólo imaginarse ir así todos los días… Si al menos no estuviera tan cansada podría charlar con Kaito y hacer más ligera la travesía.

¿Y por qué no?

– Oye.

– Dime.

– ¿Me vas a hablar de una vez de esa tal Miku?

El sol le daba de lleno en los ojos, por lo que tenía que entrecerrarlos. Si no, podría haber visto la expresión que puso.

Cuando le conoció y estuvo con fiebre, despertándose y desmayándose, habló de Miku. Sólo había captado frases sueltas como: "…que dejar de esforzarte..." "…Miku, lo sabes…" "…ten cuidado… ¡No… Miku, tú no eres así!" y mil cosas más que no había entendido. Excepto que Miku era alguien especial para él.

Lo supo desde el primer momento. Carecía del sexto sentido de su abuela, pero había crecido escuchando sus historias. Era alguien especial. Quizás por eso cuidó de él en vez de llevarlo a un hospital. Aparte de porque no tenía carnet de identidad. Al despertarse le preguntaba cosas. Quién era. De dónde venía. ¿Sabía dónde estaba? Sus respuestas eran vagas y siempre, siempre, preguntaba por Miku . Y siempre Meiko tenía que responderle que no sabía de quién hablaba. Entonces Kaito la miraba sin comprender y luego volvía a llamar a la chica.

¿Cuándo averiguó lo que era Kaito? Unos días después de que le bajara la fiebre. Se cortó con un cuchillo intentando pelarse por sí mismo la manzana y el corte se cerró solo. Meiko se había quedado boquiabierta y él había sonreído, como diciendo: ups, me has pillado. Después le confirmó, sin ganas, que no era un humano corriente, pero se negó a especificar. Aun así, con una llamada a su abuela y un par de preguntas más a Kaito, averiguó que era un inmortal.

– ¿Inmortal? – había repetido ella, apretando el teléfono contra la oreja, como si así pudiese acercarse más a su abuela.

– Sí. Por lo que me has dicho, sólo puede ser inmortal – respondió la firme y ajada voz de su mentora –. Ni le hace daño la luz, ni los amuletos de los ángeles. Come y bebe como una persona normal, se cura rápidamente…

– Pero, ¿los inmortales no iban siempre con…?

– ¿Con una bruja? Sí. Que ese no esté con la suya es extraño. Podría haber pasado algo horrible. Cuida de él.

– Abuela, ya podrías preocuparte por mí. ¿Y si me viola?

– Ja, ja, ja, ja – se rió ella, encantada –. He estado observando tu suerte y no parece que te quiera hacer daño. Más bien necesita tus cuidados. Ha sido el destino el que te lo ha llevado, tienes que cuidar de él.

Cuidar de él. Sí, le había cuidado y había acabado huyendo con él. Se merecía preguntar todo lo que quisiera. A decir verdad ya había preguntado muchas cosas y Kaito había respondido o con preguntas o por encima. Pero era la primera vez que se atrevía a nombrar a Miku que, claramente, era su bruja.

– Miku… Ella… – respiró hondo –. Ella es…

Meiko se sintió mal. Quizás había pasado algo más duro de lo que se imaginaba. Los inmortales y las brujas eran inseparables, según las historias de su abuela. Pero, ¿no podían pelearse? Había pensado que acababa de pasar por una especie de ruptura temporal…

– Si lo prefieres, me callo.

Kaito le sonrió.

– Qué raro que me des esta opción.

– Ya ves, soy súper bondadosa.

Continuaron andando un par de minutos antes de que Kaito empezara a hablar.

– Miku es mi compañera. O yo soy su compañero. Como quieras verlo. ¿Cuánto sabes de los inmortales y las brujas?

– Pues… No mucho… Sólo los nombres de algunas y de que no tienen buenos tratos con el resto de criaturas.

Optó por guardarse las relaciones. Algo le decía que a Kaito le dolería que le hablara del tema.

– Eso es verdad. Las brujas no se llevan bien con los demás. Son muy independientes.

– ¿Apartadas de la sociedad? – bromeó.

– No. Cada determinado tiempo se reúne el Aquelarre. Cuando una bruja busca algo, quiere comunicar una noticia o cuando se considera necesario que discutan un tema. Se comportan bajo las leyes y no soportan que nadie se aleje de estas.

– Justicieras.

– Depende de cuáles.

– Y si no les gusta estar con los demás, son justicieras y se llevan mal con el resto del mundo, ¿qué hacen?

Él se rió.

– No van solas. Los inmortales somos sus compañeros, sus guardianes y escudos.

– ¿Cómo unos guardaespaldas?

– Va más allá.

– No… lo entiendo.

– Los inmortales somos elegidos por ellas. La bruja sabe quién es su inmortal. Lo eligen con mucho cuidado porque va a ser tan importante como su propia vida.

Meiko parpadeó. No se esperaba eso. Que hablara bien de su bruja, sí. Con cariño, sí. Con amor, también. Pero, ¿con solemnidad?

– ¿Y eso por qué?

– Porque las brujas no se pueden matar unas a otras. Si una bruja quiere atacar a otra, usará a un inmortal. Y si el inmortal muere, la bruja también.

En ese momento no pensó que sus palabras pudieran ser tan definitivas como lo parecían. No se imaginó que Kaito acababa de hacerle una oscura predicción.

X

Nota de la autora: espero que os haya gustado. Poco a poco se irá volviendo más serio e iré entrando en materia. ¡Hasta el siguiente capítulo!