Disclaimer: Hetalia Axis Power no me pertenece, ni sus personajes tampoco.

Notas de autor:

(1): Carlos I de España y V de Alemania
(2): Referido a los habitantes de Flandes y los Países Bajos, no a las aves de color rosa.
(3): Realmente el territorio no se llamaba Bélgica en aquella época, sino Flandes. Pero no hay ganas de marearle la perdiz al lector medio.


La primera vez que lo vio fue el día de la coronación de Carlos (1). Aunque cuando lo recordaba todo, la escena se le presentaba más pomposa de lo que en realidad había sido, recargada, excesivamente llena de color, luz y aromas que parecía haber olvidado. Todavía sentía la brisa alborotándole el cabello, obligándolo a mirar en otra dirección.

Las Cortes de Castilla enteras estaban reunidas allí, después de haber jurado como Rey a Carlos. Valladolid temblaba por el frío del invierno y ni siquiera la más gruesa capa de lana podía envolverle y protegerlo de él. España tiritaba con la ciudad, caminando entre la nobleza castellana situada enfrente del palacio, charlatana y chismosa, mientras esta bisbiseaba sobre los flamencos (2) venidos con el nuevo rey.

Él compartía las inquietudes sobre la Corte que se había traído Carlos desde Borgoña. Le daba un poco de reparo tener que comunicarse siempre con un intérprete y las maneras flamencas le resultaban extrañas, fuera de lugar. Allí, en Castilla, las cosas eran diferentes y, tal como habían dicho las Cortes, o Carlos acataba las directrices que habían impuesto o ya podía olvidarse de un pacífico reinado en España.

Eso también afectaba a la nobleza flamenca y por supuesto, a los mismos Países Bajos.

No olvidaba la primera visión, la impresión que le causó. Verlo allí, rodeado de humanos más altos que él –por aquél entonces-, el pelo caído hacia abajo, rubio, de porte desgarbado, vestido de túnica púrpura y azul y capa roja. Una suerte de adolescencia para un país. No podía verle los ojos desde tan lejos porque estaba ladeado, casi de espaldas a España. Sin embargo, por los comentarios de las damas que lograba escuchar, pudo saber que eran de color verde.

Como los suyos.


Holanda detestaba las ceremonias aparatosas. Pensaba que no era necesario complicarse tanto por algo como el nombramiento de un rey. Simplemente había que jurarle, ya estaba. Nada justificaba tanto derroche, tanto tiempo perdido. Pero aunque no le gustase nada tragarse todo aquello, odiase haber realizado un viaje tan largo por mar y hubiese sufrido unas cuantas calamidades en el camino, el ver a Carlos, su otrora pequeño y travieso Carlos, convertido en rey de otro país, le generaba una compleja maraña de emociones y sentimientos.

Por una parte se alegraba. Era normal, su rey ahora dominaba una extensión mayor de territorios y era sumamente poderoso e importante en Europa. Cualquiera se alegraría por su jefe en las mismas circunstancias. La otra cara de la moneda revelaba una complicada contrariedad, estrangulándole el estómago y el inicio de la garganta. Había visto a ese país, España, delante de Carlos, prometiéndole este último lealtad y fidelidad mientras durase su reinado. No solía juzgar a golpe de vista pero no le generaba mucha confianza. Sobre simpatía le era indiferente. No cambiaba demasiado su modo de ver las cosas, ni su forma de vivir. Tendría que aprender su idioma, qué remedio. Pero no era como si fuera a trastocar sus instituciones o costumbres. Viviría allí un tiempo, volvería a su casa y después regresaría a la península ibérica, así sucesivamente. Lo hacía por Carlos, nada más.

Ahora, allí de pie, aspirando el aire templado -a su modo de ver- de la media tarde española, observaba todo y a todos, fijándose especialmente en la Corte castellana. Y en España. Sabía que él no se daba cuenta, porque estando casi de espaldas era poco probable que alguien pudiese mirar nada. Pero Holanda sí que lo hacía, muy de reojo y refilón, de poco en poco.

Le llamaba la atención una cosa. España no dejaba de mirarlo insistentemente. Podía notar sus ojos, verdes, intensos y a la vez curiosos e inocentes, clavados en la espalda, intentando sondear su mente y su cuerpo. Escalofríos. No tenía idea de cómo ni por qué.

Pero le gustaba.


Una, dos, tres, cuatro, cinco…

Contaba montones de monedas de diez en diez. Florines, ducados, maravedíes, doblones, reales de a ocho. Tintineaban unas encima de las otras, formando cada vez más hileras frente a él, sobre la mesa, bañadas por la luz anaranjada de las velas. Era de noche. Y hacía un frío espeluznante, salido de las profundidades del páramo nórdico.

Holanda llevaba un mes en su propia casa, después de haberse conocido la noticia del nuevo título real de Carlos. Habían transcurrido unos cuantos años desde que lo coronaran rey de España y enseguida, por lo que había oído y visto, había convocado a las Cortes españolas para subir los impuestos y así pagarse el trono de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Suspiraba, no sabía muy bien de qué, al pensarlo. Holanda no podía andar especulando sobre nada pero sabía que acumular tanto poder era peligroso.

Carlos, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Rey de España y las Indias Occidentales en América. Rey de los Países Bajos. Conde de Barcelona. Duque de Atenas y Neopatria. Conde del Rosellón y la Cerdaña. Marqués de Oristan y Gorciano. Archiduque de Austria. Duque de Borgoña.

Era una cantidad gigantesca de títulos nobiliarios, de herencia real. Holanda no tenía idea de cómo se las arreglaría Carlos para no ganarse más enemigos de los que ya tenía. Él sí se preocupaba por esas cosas porque afectaban directamente a sus quehaceres. Una guerra perjudicaba el comercio y lo que menos quería ahora era interrumpir las líneas con España y su lana de tan buena calidad. Llevaba años comerciando ese producto, vendiéndole luego los paños y tapices que no se cansaba de ver en las paredes de todos los salones castellanos. Se le hinchaba el pecho de soberbia cuando constataba el gusto casi enfermizo que tenía España por sus manufacturas.

Cuando terminó de contar todos los montones de monedas, apuntó las cifras en un pergamino, ordenadas por cantidades y valor. Después metió cada tipo de moneda en un cofre pequeño, cerrado con dos candados de hierro. Sumaban cinco cofres, que introdujo a su vez en una última arca, mucho más grande y segura. A esta le echó cinco cerrojos. Abrió un hueco, ya hecho en el suelo de madera, y echó allí el baúl, tapando el agujero con los tablones sueltos y estos, con la alfombra de piel.

Se frotó los ojos al erguirse, notando que le dolía la espalda de haber estado horas encorvado sobre el dinero. Apagó las velas. Bostezó, revolviéndose el pelo, caído y algo enmarañado. Era muy tarde y tenía sueño, lo suficiente como para acostarse, pensar en algo no muy complejo durante cinco minutos y caer rendido. Pero eso no sucedió. Acostado de lado, sin querer se encontró pensando en todo y en nada, con los ojos abiertos a la oscuridad. Cerrarlos no le reportaba una sensación de poder llegar a dormirse, estaba inquieto. Dio varias vueltas en el jergón, encontrando poco después una postura cómoda y medianamente aceptable.

Suspiró. Cerró los ojos. Y de nuevo lo vio, allí en medio del vacío oscuro y tenebroso, cayendo en blanco y negro girando sobre sí mismo hasta mostrarle un infierno rojo y furioso.


España jamás se había sentido tan horriblemente dividido. Por una parte, su tierra, por otra, su rey. Era frustrante y complicado, muy complicado.

Había estallado una rebelión en Aragón, la gente ya la llamaba "Germanías". Aunque era mucho más correcto decir que llevaban dos años alzados contra la nobleza germana y flamenca, aquella asentada en los territorios después de que Carlos se hubiese ido a comprar su puesto de emperador con el dinero de los castellanos. Que esa era otra. Castilla, levantada también en armas en lo que denominaban "Guerra de las comunidades".

¿Tan difícil era entenderse? ¿O al menos intentar compaginar las cosas?

De nuevo España querría haber podido olvidarse de aquello pero eran cosas que le estaban haciendo sangrar, escupir por la boca y chirriar del sufrimiento interno. No dejaba que nadie atisbase ni un solo rescoldo de esa profunda depresión, la de saberse en proximidad de combate intenso, la de estar perdiendo las fuerzas por culpa de los azotes de Peste Negra. Ni siquiera a Romano, tan joven e inocente.

Dentro de uno de sus muchos palacios en Toledo, España tosía, echado boca arriba en el lecho, sin ver apenas los intrincados diseños del techo de madera. No tenía hambre, no tenía sueño, no quería hablar. Sólo que Carlos volviera y cumpliese las promesas para que así todos se calmasen.

Los sirvientes entraban, controlaban su estado y luego volvían a salir, ocupados con sus quehaceres. Tenían órdenes de no dejar pasar a nadie y no molestar por si mismos. España quería estar solo, por muy raro que le pareciese. Y así lograba relajarse un poco, entre punzadas y calambres de dolor, estremecimientos e incluso hipos.

Abajo, en el vestíbulo oscuro y frío, merodeaba Romano, que por indicación de España, trataba de quitarle el polvo a los marcos de los cuadros, sin demasiado éxito. El niño estaba subido a una pobre escalera de mano, insegura y temblorosa, mientras agitaba el plumero delante de los cuadros. Refunfuñando claro estaba. Muchos sirvientes pasaban cerca, lo miraban y seguían su camino. Romano despertaba diferentes percepciones, desde la imagen de pobre territorio subyugado, la de criado inútil, y pasando a adorable italiano y crío gruñón.

—España, bastardo. — siempre decía entre dientes cuando le tocaba hacer trabajos desagradables, lo cual se resumía a siempre.

Terminó la limpieza deprisa y corriendo, como tantas otras veces. No prestó verdadera atención a lo que estaba haciendo al bajar, de modo que resbaló del peldaño sobre el que se estaba apoyando. Al darse cuenta de que caía hacia atrás, pensando en el dolor del golpe contra el suelo, profirió un grito a medias. Sin embargo, el batacazo no llegó a sucederse. Con algo de atino y buena suerte, alguien lo había visto resbalar, apresurándose a ayudarlo recogiéndolo en brazos. Romano agradeció en silencio que alguien fuese tan caritativo pero se quedó blanco cuando alzó los ojos y se encontró con el rostro adusto de Holanda.

—¡T-Tú! — exclamó el niño, nervioso.

No era ningún secreto. A Italia del Sur no le agradaba aquel chico tan alto, tan rubio y blanquecino, tan serio. Le daba miedo además de por lo obvio. Holanda alzó una ceja, dejando al chiquillo en el suelo.

—Creo que podrías darme las gracias, ¿no? — cuestionó a la vez que separaba la escalera de la pared y se la tendía a Romano— ¿España no te enseña modales o qué?

Romano se sonrojó un poco. Holanda daba por hecho que si España no le instruía, ya de por sí el no sabía comportarse, lo cual era falso. Frunció el ceño, molesto y empuñó con fuerza su plumero, como si le amenazara. Había tomado la escalerilla, dejándola a un lado.

—¡C-Cállate, ¿qué sabrás?

Holanda desvió la vista, escasamente interesado en iniciar una discusión con un niño pequeño y maleducado. No había hecho un viaje tan largo para eso, trayendo a su hermana consigo porque no era buena idea dejarla sola con Francia tan cerca. Aparte de quedarse durante un tiempo, esperando que a Carlos se le ocurriese volver de Borgoña., tenía que hablar con España sobre esa mala gestión que estaba llevando sobre sus rebeliones. Ya se lo había dicho por carta, no quería secuelas en las transacciones comerciales. Pero al parecer tendría que objetarlo en persona para que le hiciese caso. Que fuese su "jefe" no significaba nada.

Holanda echó a andar por la antesala, en dirección al salón siguiente. Seguramente España estaba en alguna de esas recámaras, Dios sabía haciendo qué. Sin embargo, antes de que llegase siquiera a cruzar el umbral de la puerta, oyó la vocecilla chillona de Romano.

—¡E-Eh, espera! ¡¿Adónde vas?

Holanda no se molestó en mirarlo, ni siquiera cuando este le alcanzó, correteando aun con el plumero en la mano.

—Sólo vengo a hablar con España, no es nada que te interese. — contestó con algo de sequedad. Lo cierto es que quería hacerlo cuanto antes y poder irse a comer algo, llevar a su hermana a pasear por los jardines y olvidarse un poco de los problemas con un poco de tabaco en pipa. Pero al parecer, las cosas no estaban por la labor de salir bien paradas.

Romano se había interpuesto entre la puerta y él.

—Apártate. — ordenó Holanda sin miramientos. No quería tener que quitarle de en medio por la fuerza, no era de su gusto hacer eso con los niños pequeños.

—No, no puedes ir a verlo. —Romano pareció vacilar un poco al espetarle. — Está… n-no está disponible.

Romano se sentía estúpido. Sabía perfectamente que a España no se le podía ver. Tenía que alejar a Holanda de él hasta que se recuperase porque a saber de qué era capaz. Además, a España sólo le molestaba él.

—Mira, Italia del Sur… — Holanda le llamaba muy pocas veces por su nombre completo, por no decir ninguna. — Conozco perfectamente la situación que atraviesa España, por eso mismo tengo que hablar con él, así que o te quitas de en medio… o te quito yo.

El niño tembló ante la amenaza. En verdad asustaba, tan alto, tan grave, con esos ojos verdes amenazadores, tan diferentes a los resplandecientes de España. Tragó saliva y empuñó el plumero, dispuesto a defenderse. Holanda suspiró, hastiado y se agachó, agarrando el niño de la cintura y cargándolo bajo el brazo, como si fuera un bulto sin importancia. Romano pataleó, protestando para que le dejara en el suelo y que parara, que a España no se le podía importunar.

Hicieron tanto ruido que en mitad de las escaleras se encontraron al propio España, el cual, irritado por el tumulto, había decidido averiguar por si mismo qué sucedía en su casa. Estaba febril y algo tembloroso pero eso no le impidió regañar a Holanda. Este gruñó por lo bajo, recalcando lo desagradable que le resultaba el favoritismo, así que soltó al crío, que correteó hasta esconderse detrás de España, acusándole aún de armar todo el escándalo. Sin embargo, España, con buenos modos, convenció a Romano para que le dejara solo con Holanda a cambio de una ración extra a la hora de la cena.

Holanda observó de reojo la marcha del territorio italiano, desviando la vista después hacia España.

— Vas a tener un problema serio como no dejes de consentirlo así. — fue una observación áspera por parte de los Países Bajos, una que España desoyó con un gesto de su mano, cansado.

—No seas tan duro, sólo es un niño.

España empezó a subir las escaleras, de vuelta a su alcoba. Una vez resuelto el misterio del bullicio, no tenía sentido permanecer en medio de los peldaños, en la penumbra. Holanda lo siguió incluso hasta adentro del cuarto, cerrando la puerta tras él. España se hacía una idea ligera de qué quería pero no tenía la cabeza para asuntos políticos. Aún así hizo el esfuerzo de escuchar las demandas de Holanda, con su sempiterna sonrisa conciliadora.

—Te dejé las cosas bien claras, España. No me importa lo mal que estés, todos tenemos problemas, pero no me gustan las consecuencias de tu estupidez, ¿sabes a lo que me refiero?

España suspiró. Claro que lo sabía, había leído su carta. Y si no se le había respondido era porque estaba seguro de que Holanda acabaría por volver a la península. Comenzó a quitarse las alpargatas.

—No es mi estupidez, la gente no está contenta con que su monarca pida dinero para comprar un cargo, por muy importante que sea. No ha cumplido con sus promesas y ha colocado a extranjeros en los puestos que pertenecen por derecho a la Corte española, ¿te gustaría que te pasase eso a ti?

Aunque se sentía débil, todavía tenía fuerzas suficientes para volverse hacia Holanda y encararlo un poco. Era el jefe, tenía que imponerse. Holanda le mantuvo la mirada durante un instante, en silencio, hasta que abrió la boca, sin cejar en su empeño de que España tomase las riendas de sus propios altercados.

—Carlos no tiene la culpa de que seas incapaz de reprimir rebeliones en tu propio territorio, así que no lo pongas de excusa. Ni siquiera sé como has sido capaz de mantener contigo a las colonias americanas o a ese crío malcriado.

Eso fue un golpe duro y bajo, puestos a añadir, contra su esfuerzo. España pisó el suelo, descalzo, después de haber arrojado el calzado al otro lado del cuarto, con la mirada fija en él.

—No te atrevas a meter a Romano en esto, además…

Iba a avanzar hasta él, para propinarle un empujón digno de su enfado, pero no pudo. Súbitamente se le fue la cabeza, avasallada por un mareo indómito. Un dolor intenso le recorrió de arriba abajo, martilleándole los costados, los pulmones y la mente. No fue consciente de que le fallaban las rodillas, ni de que estas golpeaban el suelo, haciéndole caer como un plomo. Ni siquiera de que dos brazos le sostenían, ni de que una voz maldecía con palabras de un idioma que no supo reconocer. Nada.

Lo único que vio, antes de empantanarse en lo lóbrego del martirio y perder la consciencia, fue el color verde, uno brillante y furioso, ensartando sus recuerdos y pintándolos con una inefable y atroz sensación de sosiego.

Que extraño. Las cosas duelen menos si son de color verde.


Había estallado un virulento brote de peste en Valencia hacía una semana. Los nobles flamencos allí posicionados se habían retirado, ahuyentados por las oleadas de la enfermedad. La milicia valenciana se había hecho con el poder y desobedecido las órdenes de Adriano de Utrecht para disolverse. Se había extendido la rebelión de las Germanías por todo el reino, contagiando a las islas Baleares. Todo eso, unido a las muertes por la epidemia, fue lo que había ocasionado el desfallecimiento del reino español.

España llevaba inconsciente desde entonces y nadie sabía cuando se iba a terminar aquello. Parecía el infierno. Todo habría sido diferente, se decía Holanda, si España diese signos de estar luchando. Porque si le viesen retorcerse en sueños, farfullar o simplemente acusar cambios de temperatura, él sabría que había una posibilidad de que despertase pronto o no. Sin embargo, España parecía estar muerto. Holanda le había tocado la frente una vez para comprobar su temperatura, cuando incluso el médico había tenido miedo de hacerlo. El resultado fue un desconcertante frío.

Al noveno día aun seguía en ese estado y la situación en las zonas afectadas parecía que no fuese a resolverse pronto. La gente estaba muriendo y luchando allí afuera, provocando que España estuviera suspendido en el tiempo, a la espera del cambio definitivo. No había que ser adivino para pensar que posiblemente se estuviese debatiendo, gestando, su final o su continuación. Si las rebeliones de los comuneros y las germanías seguían su curso, si la peste negra no remitía… España podía fraccionarse. Y si eso sucedía, dejaría de existir como país, legando el territorio al nuevo que le siguiese. Holanda sabía eso. Y a la vez habría querido ser igual de pequeño e inocente que Romano, para no saberlo.

Sentado a la mesa de uno de los salones menores del palacio, Holanda fumaba, ausente, mirando de cuando en cuando a su hermana pequeña, Bélgica (3) intentando convencer a Italia del Sur para que probase bocado. Romano llevaba negándose a comer desde que España cayera en ese mudo estado helado. Alegaba que si no podía quejarse de la comida que hacía el bastardo, no tenía sentido comer. Bélgica sonreía muy débilmente, resignada, y trataba de animarlo con otra cosa. Holanda simplemente le miraba y continuaba pensando. Lo comprendía, lo comprendía muy bien.

El humo giraba sobre si mismo, conformando hilos de plata y zarcillos grises al salir flotando por el agujero de la pipa. Parecía una exhalación cuando Holanda lo expulsaba por la boca, denotando impaciencia por algo. Bélgica le recriminaba para que no fumase tan cerca de Romano pero él no hacía caso. Tampoco es que le importase demasiado la salud de ese crío refunfuñón.

Poco a poco las horas iban pasando, sin que ninguno de los tres dijese o hiciese algo. Romano se mostraba enfurruñado con el Mundo, sólo dócil a los murmullos y caricias de Bélgica. Esta sonreía lo mejor que podía, sin conseguir ocultar la preocupación por el Jefe. Holanda directamente estaba irritado. Sabía con quién y sabía por qué. Sólo le restaba esperar y aunque mostraba tener una paciencia algo holgada, en esa ocasión no le servía para mucho. Miraba insistentemente hacia la puerta, soltando humo cada vez con más frecuencia.

Hasta que llegó.

Una sirvienta, algo desaliñada pero respetuosa, entró a la habitación, haciendo una reverencia.

—Mis señores, el Emperador ha regresado. —le brillaban los ojos de emoción. Todo el mundo quería ver a Carlos, convertido ya en Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, después de tanto tiempo fuera.

Holanda profirió un gruñido, apagó la pipa y se levantó, todo a una velocidad tan rápida que ni siquiera Bélgica pudo detenerlo para pedirle explicaciones. Nadie interrumpía a un emperador cuando volvía de un viaje. Pero Carlos tenía que saberlo, tenía que arreglar las cosas o se iría todo al Infierno. Holanda atravesó el umbral desoyendo las preguntas a viva voz de su hermana, seguido de la mirada de Italia Romano. Preguntó dónde podía encontrar al emperador y varios le indicaron la alcoba real. No dudó en subir los peldaños de la torre aunque a cada escalón que pisaba, su determinación se iba haciendo más floja. No sabía cómo abordarlo para decirle lo que tenía que decir. Pero debía hacerlo o sería el final de algo que realmente no quería que se terminase.

Cuando Carlos le dejó pasar, Holanda lo hizo despacio, saludando con una tenue reverencia. El emperador sonrió, Holanda era su favorito de entre todos los territorios que gobernaba.

—Ah, mis amados Países Bajos, me alegro de verte después de tanto tiempo, ¿cómo te sientes?

Siempre preguntaba lo mismo.

—Como siempre, supongo, gracias por preguntar

—Eso está muy bien, al menos alguien que no se queja por todo. —Carlos pareció suspirar mientras su ayuda de cámara le quitaba el fajín.

Holanda apretó un poco los dientes. Claro que no se quejaba, ¿cómo hacerlo cuando era el que mejor sobrellevaba las cosas? Silenciosamente, observó un poco más a aquel hombre que había sido su chico, su príncipe, su rey y uno de los humanos a los que más apreciaba. Y cuantos más segundos pasaban, más se desvanecía ese aprecio. Tragó saliva. Y atacó. Sabía que si se lo pedía él no se negaría, por muy orgulloso que se mostrase.

—Carlos… — oír su nombre de pila por parte del territorio holandés hizo que el susodicho lo mirase, con curiosidad. Holanda no vaciló esta vez. — Tenemos que hablar.


Se había acabado. De una forma violenta, eso sí, pero efectiva. Carlos, con un ánimo increíble, había reprimido las revueltas. Se controlaba el brote de peste y se estaban llevando a cabo reformas en el gobierno. En medio de esos acontecimientos despertó España.

Lo hizo desorientado, no sabiendo qué había sucedido, ni por qué estaba en cama. Lo último que recordaba era esa incipiente charla con Holanda y un suave color verde ocultando el resto de pensamientos posteriores. Sin embargo, tan pronto como se supo la noticia de que el señor de la casa ya estaba consciente, el palacio entero estalló en un sigiloso y oculto alivio. Bélgica fue a verlo, con Romano en brazos, el cual enseguida se bajó al suelo, farfullando que ya había sido hora de que despertara. España había sonreído, tierno y le había abrazado, disculpándose con él por no haberlo podido cuidar. Romano pataleó pero no demasiado, porque en realidad había estado muy intranquilo por el jefe. España luego le dio las gracias a Bélgica, dejándole un beso en la frente. Ella le abrazó también.

—¿Y tu hermano? — había preguntado España al separarse.

Bélgica tomó de nuevo a Romano en brazos, recolocándole el cabello a la vez que este protestaba, diciendo que estaba bien. Sonreía menos cuando respondió.

—Tuvo que irse esta mañana, tiene asuntos importantes en casa.

—Ah… — se sintió decepcionado, le habría gustado verlo después de tanto tiempo. Además, no podía evitar preocuparse, después de todo, estaba bajo su tutela.

Salieron de la habitación. España estaba hambriento después de tanto tiempo sin comer nada. Bélgica le había comentado sobre la llegada de cargamentos de cacao desde Sevilla, así que si querían, podía hacer chocolate. A Romano también le pareció buena idea.

Mientras comían, un sirviente accedió al saloncito dónde se encontraban, tendiéndole una carta a España por medio de una inclinación cortés. Este la tomó, agradeciéndole el servicio y le hizo retirarse. Leyó el remitente.

Era de Austria.

En ocasiones olvidaba que desde el matrimonio de Juana "la loca" y Felipe "el hermoso", Austria era algo así como su "marido", una especie de cónyuge por compartir los dos al mismo linaje de la familia Habsburgo. Hacía mucho que no lo veía, casi desde la ceremonia de coronación de Carlos como Rey de España. Leer su carta le despertó recuerdos ligeramente enterrados, como las noches que pasaron después de la boda de Juana y Felipe. Eso había sido inevitable. Sabía que lo suyo no era más que conveniencia, un acuerdo, pero eso no los eximía de jugar inocentemente.

Se sonreía pícaro al terminar de leer el rollo, guardándoselo en los bolsillos del jubón. Bélgica y Romano le miraron, curiosos, pero no lograron sonsacarle la causa de esa sonrisa ni el contenido de la misiva.


Un día, casi entrando en la estación primaveral, Carlos llamó a España para que asistiese con él a un Consejo real. Eso era extraño, porque hasta entonces, el emperador no le había tenido en cuenta para nada, ni siquiera para pedirle la opinión sobre qué tipo de árboles plantar en el jardín.

Carlos le puso al corriente de las reformas administrativas que había hecho desde antes y después de que se repusiera. Informó sobre los cambios de funcionarios en la Corte y le obsequió con un escueto "perdón". España se preguntó qué milagro había obrado el cambio en su gobernante. Pero no tuvo tiempo de pensar mucho en eso, Carlos le enviaba a un viaje hacia América. La razón era simple, necesitaba recuperar el ánimo de antes de las rebeliones y visitar los territorios de ultramar, escoltar a los barcos, encargarse de ello, era buena ocupación para eso. España no dijo que no, pero le disgustaba dejar atrás a Romano y a Bélgica allí, sin él. Y luego estaba Holanda, al que no había visto desde que cayera enfermo.

Pensó en eso cuando salía del Consejo. No sabía muy bien que asuntos retenían al territorio holandés en su casa. Ni siquiera le había escrito. Vale que Holanda no fuera demasiado amable con él pero por lo menos podría haber dejado alguna excusa rancia detrás de él. Ni siquiera Bélgica había tenido noticias suyas y eso era aun más extraño. No podía evitar sentirse inquieto, impaciente, anhelante por saber de él. ¿Estaría aun enfadado?

La mañana prevista para iniciar el viaje a Cuba brillaba con un sol radiante. Sevilla resplandecía y la mar estaba en calma. La gente se apiñaba en el puerto, queriendo ver como los marineros subían loes pertrechos y las mercancías, también para despedirse de los valientes que partían al Nuevo Mundo. Una empresa así siempre era motivo de excitación y también de esperanza. O de no retorno.

España, de espaldas a la carabela sobre la que viajaría, se despedía de Bélgica y de Romano. A ella le dio un abrazo largo, acariciándole el pelo rubio con afecto. Echaría de menos a Bélgica y su sonrisa de gata dulce. Al separarse, ella le dejó un beso en la mejilla, rogándole que tuviera cuidado. España asintió, sonriente, para acto seguido hincar una rodilla en el suelo, frente a Italia del Sur. Romano, callado, estaba sujeto a la mano de Bélgica pero se soltó en cuanto vio que España le prestaba atención. El niño tenía la vista clavada en el suelo, enfurruñado. No le gustaba que España se fuera, luego se quedaba solo y eso era horrible. Aunque esta vez Bélgica estaba con él, las cosas no eran iguales.

—Pórtate bien, ¿vale, Romano? — las despedidas no le impedían sonreír a España, con todas sus ganas. — Volveré pronto.

— C-Como si me importara eso, maldición. —Seguía sin mirarlo directamente. Incluso se encogió al sentir los dedos de España acariciándole el pelo, muy suave. Levantó la cara, tímidamente, cuando España dejó de tocarlo, encontrándose con sus ojos cálidos que clamaban por un adiós del chiquillo. Romano tomó aire. — B-Buen viaje…

España amplió su sonrisa, le acarició la cabeza de nuevo y se irguió. La chaqueta larga y roja ondeó tras él, culpa de la brisa marina. Aun faltaban unos minutos para tener que embarcar y sin querer, España se vio buscando entre la multitud. Todo en vano, él no estaba y no iba a venir. Denostó su decepción con un suspiro ahogado, que Bélgica comprendió.

—No te sientas mal, no le gustan las despedidas. — ella le apretó cariñosamente el brazo, queriéndole hacer entender que en verdad Holanda detestaba verlo a él subirse a un barco hacia las Indias Occidentales sin saber si iba a regresar entero.

España se encogió de hombros, no quería darle mucha importancia. Pero se la daba.

—Está bien, no pasa nada. — disimuló su desilusión con una nueva sonrisa, que sin embargo se congeló, trasformándose en una mueca de sorpresa, al ver a Holanda caminar hacia ellos entre la muchedumbre.

Ya llamaban a todos para embarcar. El sonido de los silbatos angustió al reino español y eso fue lo que le hizo avanzar hacia Holanda, en lugar de hacia el barco. Holanda se detuvo, ligeramente desconcertado. No le iba a dar tiempo.

—¿Qué haces, idiota? —masculló cuando se encontraron, entre toda esa gente que ya gritaba diciendo adiós a los marineros. — Van a irse sin ti.

—¡Claro que no! — exclamó España. —¿Y tú qué hacías? ¿Pensabas que si venías tarde no me despediría de ti?

—No me gusta despedirme.

—¡Pero a mí sí!

Volvió a sonar el silbato, ya salía la segunda carabela. La de España era la cuarta. Holanda arrugó el entrecejo, hastiado. España compuso una mueca, más parecida a un puchero de despecho. Luego suspiró, resignado.

— Al menos dime que estarás en casa esperándome…

Holanda bufó, desviando la vista, irritado.

—¿Y dónde narices quieres que esté? Te recuerdo que estoy obligado a quedarme allí mientras tú no andes en el continente.

Carlos se lo había pedido, que al menos hiciera el esfuerzo de mantener el orden en España y los demás territorios, a cambio del favor que le hizo de cumplir severamente y a rajatabla con las promesas a las Cortes de Castilla.

—¡Bien, volveré lo más pronto que pueda, así que no tienes que preocuparte por nada! — la sonrisa de España se hizo radiante, algo que hizo que sin querer, Holanda se sonrojara muy, muy débilmente.

—Ya, lo que digas.

España extendió la mano, todavía sonriendo, pero de una forma distinta, mucho más suave y dócil. Sonó el tercer silbato. Holanda lo miró en silencio, indeciso.

— ¿Hasta la vuelta? — preguntó España, tranquilo.

Por un instante, Holanda pensó en darle un manotazo, pero no lo hizo. En cambio, lentamente, le estrechó la mano, notando enseguida la fuerza y vitalidad de España al apretar ligeramente los dedos. Por un segundo quiso tirar de esa mano hacia él. Y de nuevo no lo hizo. Se soltaron.

—Bien, nos vemos — España se echó un par de pasos hacia atrás.

De lejos oyó la voz de Bélgica.

—¡Date prisa, España!

Justo después sonó el cuarto silbato y España echó a correr, riendo casi a carcajadas.

—¡Portaos bien!

Holanda comenzó a caminar a la vez que España casi saltaba por la pasarela, subiendo en el último segundo al barco, quedando sentado en la borda. La carabela ya zarpaba al llegar Holanda hasta la altura de su hermana y Romano, los cuales habían estado mirando el encuentro. Bélgica intentó descifrar la expresión de su hermano mayor pero él permanecía serio, mirando hacia España. Este último se había girado y se despedía con la mano. Bélgica correspondió, Romano a medias y regañadientes. Holanda tan sólo le miraba marchar. España no podía estar muy seguro pero, a pesar de la lejanía, quería creer que, en verdad, Holanda estaba sonriendo, leve.


Nunca un año se le había hecho tan largo. Ni tan aburrido.

Holanda estaba en su cuarto cuando oyó el jolgorio subir hasta su ventana, haciendo que se asomara por ella para ver que diablos estaba pasando. Abajo, en el jardín lateral, estaba su hermana, un séquito y Romano rodeando a España que, al parecer, había regresado del Caribe. Observó al grupo durante un momento sin que estos supieran que él miraba, después volvió a lo que estaba haciendo. No es que le importase demasiado, al fin y al cabo, España se iba de viaje durante más tiempo del previsto. Aunque no negaba que había echado de menos discutir con él sobre los gastos.

Doblaba un trozo de pergamino terminado cuando alguien abrió la puerta sin llamar antes. Frunció el entrecejo. Bien sabía la gente que había que pedir permiso para entrar, pero nada, nadie hacía caso. Aunque el que entró por la puerta era el que menos caso hacía.

—¡Holanda! No has ido a recibirme. ¿Me has echado de menos?

España cerró de un portazo, más borracho de alegría que de otra cosa. Holanda bufó y le fulminó con la mirada, sin levantarse de su silla junto a la ventana.

—Por supuesto que no, idiota. — ni en sueños admitiría lo contrario. — Y deja de gritar, te oigo perfectamente.

España profirió una carcajada y se acercó a él, adoptando una actitud molesta pero que se notaba fingida. Llevaba las manos a la espalda, como si ocultara algo.

—Oh, yo sí te eché de menos, ¿sabes? Quería haber venido antes pero Cuba se puso muy triste de pronto y no quise dejarlo solo después de tan poco tiempo. — Demonios, otra vez estaba hablando por los codos, pensó Holanda.

Cuba era una de las pequeñas colonias de ultramar, un niño pequeño que dependía de España en casi todo. A España le enternecía cuidarlo, igual que a Romano, sólo que a Cuba no se lo podía traer. Era mucho más seguro que estuviese en su isla.

—Oh, adivina qué. — dijo de pronto el reino español, cortando su propia verborrea.

—Adivino. — Holanda le siguió el juego, a ver si así se cansaba y le dejaba continuar con el trabajo. España sonrió, satisfecho y, sin dejarle decir nada más, le extendió una cajita de madera. Era lo que había estado ocultando todo ese rato. Holanda alzó ligeramente una ceja, intrigado. — ¿Qué es?

—¡Un regalo! — Holanda tomó la caja y se la acercó a la altura de los ojos. Enseguida notó el aroma fuerte del tabaco cubano. — Pensé que te gustaría, las reservas de aquí se están acabando así que he traído más, ¡pero este es especial!

—No me digas, ¿por qué? — Holanda ya estaba hastiado a pesar de conservar la curiosidad.

España tan sólo sonrió, de esa forma suave y enigmática que convertía las duras facciones de Holanda en desconcertadas marañas de nervios.

—Ya sabes, podría haber dejado el cargamento entero en la bodega, repartido el botín entre mis camaradas e incluso haber pensado en no avisarte de nada, después de todo es mi mercancía. — No podía entender cómo esos ojos chispeaban tanto, pensaba Holanda oyendo sus palabras. — Pero ¿ves? Aquí estoy, después de todo el viaje, aun estando cansado y hambriento, he subido las escaleras hasta tu habitación y te he traído un poco por si querías fumar ahora. — Holanda abrió los ojos un poco de más, entre sorprendido y confuso. España se quedó en silencio, esperando a algo, hasta que se decidió a probar suerte — ¿No me darás las gracias aunque sea?

Sonreía de esa forma. España sonreía de esa maldita forma. Si Holanda no dijo nada fue por sentirse tremendamente en blanco, bloqueado. Entreabrió los labios pero los cerró inmediatamente, sin soltar palabra. Desvió la vista, barruntando un gruñido y dejando la cajita en la mesa. Parecía que iba a continuar con sus cuentas. España al ver eso, desdibujó su sonrisa feliz, dando paso a una más triste y decepcionada. Suspiró.

—Bueno, tenía que intentarlo. —murmuró, aunque Holanda pudo oírlo perfectamente. — Te veré en la cena.

Se dio la vuelta, tarareando una canción marinera por lo bajo, dispuesto a salir, darse un baño, comer hasta hartarse y echarse la siesta. Holanda clavó los ojos en su espalda, indeciso. Se sintió estúpido. En dos segundos pasó de no darle importancia a lo que España pensara a directamente sentirse un completo mal nacido desagradecido. Sintiendo de pronto un repentino temblor, la garganta se le anudó fuertemente mientras se levantaba de la silla, aferrando los dedos al borde de la mesa sobre la que estaba su trabajo. Siseó, apretó los dientes. Y dio los pasos.

— Eh, España. — el susodicho lo miró por encima del hombro, deteniéndose frente a la salida.

Lo había llamado a medio camino, alcanzándolo después. Nunca supo qué le hizo empujarlo, ni mirarlo con una fiereza inusitada, ocultando el verdadero sentimiento detrás de esa acción. Pero ahí estaba, eso es lo que estaba sintiendo. Ahí y ahora.

No se controló. Le sujetó del brazo, embistiéndolo contra la puerta, sin nada de delicadeza. Y atacando.

Un beso, al principio brusco y áspero, seco. Después más húmedo y caliente, de esos que te impactan contra el estómago y te dejan sin aire. No dura más que unos pocos segundos, es casi como un mordisco travieso. Tras eso choca el color verde, uno contra el otro incluso después de haberse separado. Holanda gruñe.

— Gracias. — es un susurro muy ronco, que inicia su retroceso hasta volver junto a la ventana, empezando a morir de la vergüenza.

España sonrió, no como siempre, pero igual satisfecho. Se relamió ligeramente, soltando una risita juguetona.

—Pues avísame cuando quieras más, ¿vale? Tú no te preocupes por nada. — no sabía cómo, pero Holanda tenía la certeza de que España no se refería al tabaco.

Después de su voz, Holanda oyó la puerta cerrándose, haciéndole saber que España ya se había ido. Se sentó en la silla, no pudiendo concentrarse en los números. Refunfuñó de nuevo, preguntándose qué narices había hecho y por qué. Bueno, sí sabía la respuesta a esas preguntas pero eso no le quitaba el pesar de encima. Tenía que estar mal de la cabeza. Algo.

Y sin embargo sabía, porque estaba seguro, de que ese beso no iba a ser el último.


Y hasta aquí la primera parte del fic. Estoy probando a jugar con varias situaciones y muchas fueron descartadas por ser clichés, aunque igual la última parte me lo parece. ¿Qué opinan?

Espero les guste.