A los que no necesitan ser nombrados.

Si «Harry Potter» me perteneciera, este habría sido el protagonista. Así habría empezado la historia.

La suya, porque siempre fue de él.


TOM


Ahora

31 de diciembre de 1981


«Me acuerdo de ti, me cago en tus muertos.

No puedo dormir, me sueño que has vuelto».

Ha tardado dos meses en dejar de llorar.

Todavía tiene los ojos hinchados y los párpados irritados, pero sabe que ya no le quedan lágrimas.

Hoy es su cumpleaños. Era.

Avanza por la calle desierta con paso firme pero pausado. No hay ni un alma en el exterior, algo con lo que el hombre ya contaba: todos, magos y muggles por igual, están con sus familiares celebrando la última noche del año, esperando con las copas en alto a que 1982 les traiga un poco más de felicidad.

Él no. Él sabe que 1982 y los años que le sigan nunca podrán ser mejores que los que ya pasaron. Deprisa, demasiado deprisa. Tiene cincuenta y cinco años y siente que ha llegado a ellos en menos de un suspiro. Sin embargo esos dos últimos meses… Cada segundo se le ha clavado como un puñal en el corazón.

Lleva la cabeza agachada y está ligeramente encorvado, tratando de evitar sin mucho éxito que la nieve que cae se le cuele por el cuello. En el bolsillo izquierdo de su abrigo —largo, negro, hasta los tobillos— tintinean dos tubos de vidrio tapados con corcho y sellados con cera. Son —eran— Amy Benson y Dennis Bishop. Billy Stubbs y Eric Whalley hace un par de semanas que están a salvo en su despacho. A Martha no ha conseguido encontrarla todavía, pero sospecha que cuando finalmente dé con esa otra mujer, no le hará falta. Le ha llevado un mes entero averiguar el paradero de la anciana y al final, gracias a un imperius bien lanzado a una funcionaria del ayuntamiento de la zona, ha conseguido su dirección. Está sorprendentemente cerca del Orfanato de Wool, que hace tiempo que dejó de funcionar.

Lo primero que hizo cuando pudo levantarse de la cama fue visitar el orfanato. Necesitaba… No ver el edificio, eso podría hacerlo cuando se adueñara de los recuerdos de algunos de sus antiguos integrantes. No, lo que él esperaba era encontrar algo de él allí. No algo material, por supuesto. Pero algo. Una sensación, un adiós.

Algo.

No lo halló, por supuesto. Si quedaba cualquier resquicio de su mejor amigo, no iba a estar esperándolo en ese antro que tanto había odiado. A pesar de todo, se sintió decepcionado.

Gira a la izquierda y se adentra en una calle estrecha, en la zona vieja de Londres. Una de las farolas tintinea agonizante, otra está reventada. Papeleras volcadas y pintadas decoran el lugar. Ni la nieve virgen que empieza a cubrir el suelo vuelve la estampa un poco más agradable. Aquello le produce náuseas, pero tiene que hacerlo.

Acaricia la varita que tiene en el bolsillo derecho con el dedo pulgar para tranquilizarse. Ya no canta cuando está nervioso, no le sale.

Ahí está, el número 7. Ahí es donde vive la mujer que tanto le ha costado encontrar. Se acuerda de que el siete era el número preferido de él; «es un número poderoso», decía.

—Mira para lo que te ha servido, estúpido —masculla el hombre. Tiene la voz algo cascada por usarla sobre todo para llorar a gritos.

La casa de la señora es muy pequeña e incluso más vieja que ella. La pintura de la puerta está desconchada, la madera astillada. No hay flores ni nada que parezca vivo además de las cucarachas que corretean pegadas a la fachada. Tiene una sola planta y muy pocas ventanas, una de ellas con el cristal rajado por varios sitios, como si le hubieran lanzado piedras. El siete de latón está oxidado y torcido y los dos escalones que tiene que subir para llegar hasta la puerta de entrada crujen, quejicosos.

No llama. Saca la varita y murmura un alohomora.

La vivienda huele a comida en mal estado y al arenero de un gato que hace mucho que no se limpia. El aire sabe a polvo.

—Al final resulta que le voy a hacer un favor… —murmura para sí, asqueado ante las condiciones en las que vive la mujer.

Avanza por el corto pasillo, mirando con incredulidad el papel pintado hecho una pena de las paredes. Hay una luz al final, a la izquierda. El salón, seguro. Camina hacia allí con calma, sin sacar todavía las manos de los bolsillos.

Entra en la estancia, iluminada por una lámpara de crochet amarillenta por el tiempo. La señora que mira con pena un viejo álbum de fotos también parece amarillenta por el tiempo. Sabe que es una mujer mayor, de entre setenta y ochenta años, pero no se esperaba encontrar a alguien tan derrotado. Las manos le tiemblan y la piel sobre ellas está marchita. El escaso pelo, cano en su mayoría, revuelto y sucio.

Avanza un par de pasos, hasta ponerse al lado del sillón en el que está sentada.

—Buenas noches, señora Cole —saluda.

Ella da un respingo y se gira, dirigiendo sus ojos acuosos hacia él. Ve que tiene legañas y frunce los labios con desprecio. Le está haciendo un favor, no hay duda.

—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado en mi casa? —balbucea. Le faltan varios dientes y no vocaliza muy bien.

—Soy… —Se lo piensa un instante. ¿Es el mismo de antes? No, desde luego que no—. Emmanuel Nott, señora Cole, y he hecho un largo viaje para verla. Le pediría que me ofreciera una taza de té, pero tiene si tiene la cocina la mitad de sucia que el resto de la casa es probable que acabe con la peste o algo peor.

—¡Salga de mi casa ahora mismo, joven! —«Joven», Emmanuel casi suelta una carcajada—. ¡Llamaré a la policía!

—Me parece que no —responde con calma. Saca la varita cuando ella estira la mano para alcanzar el teléfono que tiene en la mesilla cercana. La mira fijamente antes de hacerlo. «Le estoy haciendo un favor»—. Imperio.

La señora Cole se detiene de inmediato y él suspira. Se abre el abrigo y rebusca en los bolsillos interiores hasta dar con un frasco vacío. Se arrodilla al lado de la mujer, quedando así casi al mismo nivel por lo alto que es él y lo menuda que es ella.

Coloca la punta de su varita en la sien de la anciana y se arma de paciencia. Le esperan muchas horas extrayendo recuerdos.


Doce horas y media después, Emmanuel Nott sella el frasco con los recuerdos de la señora Cole y lo guarda en el bolsillo izquierdo, junto a los otros dos.

La mira: está casi desmayada en el sofá en el que se la encontró. Tiene el cuerpo medio caído, desmadejado. La extracción ha sido demasiado para ella. La vida también. Emite un breve suspiro, vuelve a coger la varita que había depositado sobre la alfombra del salón y murmura con apatía:

Avada kedavra.

La señora Cole, que Emmanuel ya sabe que se llamaba Anne, muere al instante. El hombre no siente pena, pero tampoco siente ninguna otra cosa.

Sin molestarse en esconder el cadáver —ya lidiarán las autoridades muggles con él—, se desaparece.

Aparece a muchos kilómetros de allí, en Mould-on-the-Wold, frente a unas altas puertas de roble con dos aldabas de plata vieja. Las puertas pertenece a una casa enorme y señorial, de tres plantas de altura, sin contar el sótano. Las paredes son de piedra oscura y a su alrededor puede verse un gran jardín que nadie se molesta en mantener en buen estado. Ni a Libby ni a él les ha interesado nunca la jardinería. Emmanuel recuerda que hace años le propuso a la que ahora es su mujer que acogieran a un par de elfos domésticos, pero ella se negó rotundamente diciendo que le ponían de los nervios.

Ellos se apañan bien solos, de todas formas, por mucho que su madre se ocupe cada vez que tiene ocasión de tratar de convencerlo de lo contrario.

Entra en la vivienda y un tufo a quemado horrible le ataca las fosas nasales. «Otra vez no», se lamenta.

—¡Emmanuel! ¿Eres tú? —pregunta una vocecilla cantarina desde el comedor. Liberty puede tener ya cuarenta años, pero sigue pareciendo una niña en todo lo que importa—. ¡He preparado albóndigas! —Lo dice con alegría, como si alguna vez en su vida le hubieran salido siquiera aceptables.

—Ya lo huelo, ya…

Deja el abrigo colgado del perchero de la entrada, coge la varita y los tubos de cristal llenos de recuerdos de los bolsillos y va hacia donde está ella.

Se la encuentra recostada en un sofá, con las piernas subidas y un montón de papeles manuscritos entre las manos. Tiene el pelo recogido en un moño revuelto, sujeto con un palo, y los ojos rojos y medio cerrados. «Seguro que se ha pasado la noche en vela esperándome», se da cuenta y se enamora un poco más de ella, si es que es posible hacerlo.

—¿Dónde está Teddy?

—¡No lo llames así! —Se indigna ella. Odia los diminutivos—. Theodore está acostado ya. Es un bebé. Come, duerme, hace caca y poco más.

—Y llora.

—También —concede—. ¿Has conseguido lo que buscabas?

Emmanuel le enseña los frascos llenos de hebras plateadas y Libby asiente, satisfecha.

—Pues hala, ponte a escribir.

El hombre agacha la cabeza, repentinamente apesadumbrado.

—¿Qué te pasa, cielo?

—Yo… —duda. Le resulta ridículo después de todo lo que ha hecho echarse atrás ahora—. No sé si puedo hacerlo, Liberty…

—¡Tonterías! Desde luego que puedes hacerlo.

—¿Cómo estás tan segura?

Levanta algo la cabeza para mirarla entre el flequillo y se encuentra con esa sonrisa que casi siempre lleva puesta.

—Porque tienes que hacerlo, ¿no es eso lo que me dijiste hace dos meses?, ¿lo que tenías pensado hacer incluso antes?

—Sí, pero… ¿Y si me dejo algo importante?, ¿y si no soy capaz de retratarlo tal y como fue?

—Por supuesto que no serás capaz, Emmanuel. Nadie lo es. —La mujer deja en el sofá los pergaminos y se pone en pie. Camina hacia él, lo toma de las manos y lo mira desde abajo. Él es demasiado alto porque ella no puede ser demasiado baja. Ella es perfecta—. Lo único que puedes hacer es contar cómo fue para ti, si acaso para las personas que lo rodearon. Nadie tiene la verdad absoluta cuando habla de otros, a veces ni siquiera cuando habla de sí mismo.

—Pero ¿y si me equivoco?, ¿y si no le hago justicia?

La risa de ella se le mete en los huesos.

—¿Por qué vas a equivocarte? ¿Acaso se te ha olvidado lo que Tom Ryddle fue para ti?

—En absoluto.

—Entonces, digas lo que digas, será verdad. Tu verdad.


Su despacho está hecho un desastre. Tiene la mesa ocupada con el pensadero y un montón de frascos con recuerdos a los que ha puesto etiquetas. Hay novelas que ha usado para documentarse —las menos— y procrastinar —las más— abiertas por el suelo. Un montón de cuadernos y un montón aún más grande de hojas de pergamino sueltas están esparcidas por cada centímetro cuadrado. Tiene notas con fechas, nombres, árboles genealógicos y, lo que más odia, mierdas muggles —historia, trastos varios y así—. Ha necesitado entender cómo funcionaban un buen montón de cosas para verse capaz de explicar los primeros años de la vida de su mejor amigo. Así que ahora sabe lo que es un teléfono, pero no sabe cómo va a empezar el relato.

Pese a lo que le dijo Libby, sigue teniendo miedo de fallar. ¿Qué clase de amigo sería si no le hiciera honor a…?

La primera vez que pensó que escribiría su historia fue hace muchos, muchísimos años. Pero, por entonces, Tom estaba vivo y no parecía importar tanto cómo contara sus andaduras. Ahora que se ha ido relatarlas se ha vuelto tan importante como apabullante.

Demasiada responsabilidad.

Pero si no lo hace, si no se encarga él de hablar del hombre que fue, nadie más lo hará. Porque saldrá en los libros de historia, Emmanuel lo sabe bien. Se lo seguirá nombrando en discursos, reuniones, periódicos y cosas así.

Nadie olvidará el nombre que nadie quiso pronunciar.

Voldemort.

Sin embargo…

Se pasa las manos por los ojos para despejarse, coge una pluma del suelo, un rollo de pergamino arrugado que encuentra limpio y empieza a escribir.

«Para mí, siempre será Tom».


NOTA:

Tengo más defectos que virtudes. El peor, el que siempre intento ocultar debajo de un puñado de bromas, es que tengo muchísimo miedo. Me dan miedo las arañas, los espacios cerrados, el mar abierto y fracasar. Es por este último miedo que me he atado en corto más de una vez: «Si no lo intentas, no la cagas» era mi mantra. Y sigo pensando que es cierto, pero también es triste.

Por culpa de pensar de esa forma jamás me he presentado a un concurso, terminado una historia o abordado un proyecto que realmente me llenara. Tampoco dejé la carrera cuando debí haberlo hecho para estudiar otra cosa.

Y aquí estoy, con treinta años a la espalda, dispuesta a enseñarle a quien lo quiera ver (y a los que no) que tengo dos ovarios como dos huevos de avestruz. Esta historia es la cosa más importante que voy a escribir dentro del mundo de fanfiction. Os guste más o menos, tiene mucho valor para mí, lo que significa que me aterra adentrarme en ella. Porque, como a Emmanuel, me da miedo enfrentarme a lo que supone contar la vida del gran Tom Ryddle. Sin embargo Libby tiene razón: no tenéis por qué estar todos de acuerdo con ella.

Todo lo que contaré está relacionado con O Fortuna y con Mortífago, ya que las tres historias están conectadas. Sin embargo, no es necesario leer ninguna de las anteriores para comprender esta. Y hablando de Mortífago: este proyecto no significa que lo haya abandonado, solo significa que necesito escribirlo justo en este momento.

Para los despistados: Tom abarca la vida de Tom Ryddle desde que nace hasta que muere la primera vez (en 1981). El narrador es Manny (Emmanuel Nott), padre de Theodore y compañero de clase de Tom. Hay mucha documentación detrás de estas páginas, pero seguro que se me ha escapado algo. También hay cosas que me he sacado de la manga cuando el canon me ha dejado, conste.

Me voy después de deciros dos cosas: la primera es que todas las frases que habrá antes de cada capítulo son de un grupo español llamado Extremoduro que hace magia con las palabras. La segunda es que empezaré a publicar esta historia el día 31 de diciembre. Llevo escribiéndola un tiempo y tengo bastante material, pero quiero dedicarme por entero a ella en el NaNoWriMo y pulirla todo lo que sea capaz antes de enseñarla. Así me aseguro de tener escritos muchos capítulos, actualizar regularmente y poder cambiar cosas a tiempo. He elegido como fecha de inicio el día 31 porque es el día que nació Tom y soy una sentimental.

Myriam M.