¡Hola a todos! Me he puesto las pilas y aquí traigo el primer capítulo de la siguiente historia. ¡Muchas gracias a todos los que dejan comentarios, se me alegra el día cada vez que leo uno. Un abrazo y ¡a leer!

Capítulo 1

"Legolas, deja de jugar con la comida."

El príncipe de cabellos dorados del Bosque Negro levantó la cabeza y frunció el ceño.

"No estoy jugando con la comida" –gruñó.

Thranduil también arrugó el ceño.

"¿Entonces por qué diantres no estás comiendo? Llevas todo el tiempo moviendo esas habas de un lado para otro como si fueran canicas."

Poniendo los ojos en blanco, Legolas dejó el tenedor en la mesa y se levantó para irse.

"No tengo hambre, padre. ¿Puedo retirarme a mi habitación?"

"No, no puedes –dijo el rey-. Siéntate y termínate la cena. Después de eso puedes irte a hacer lo que quieras."

"Pero padre…"

"¡Siéntate!"

Legolas se sentó rápidamente, luchando contra el impulso de gritar de frustración. El rey del Bosque Negro era conocido por su mal genio, siempre gritando y vociferando cuando desobedecían sus órdenes, y Legolas no estaba de humor para sufrir su ira, no esa noche.

Con un suspiro, el príncipe volvió a coger el tenedor y empezó a apuñalar los desafortunados granos de su plato. Sentado en la cabecera de la larga mesa del comedor, Thranduil siguió comiendo en silencio, pero tras pasar varios minutos intentando ignorar el irritante sonido procedente del asiento que tenía a la derecha, el rey volvió a perder los nervios.

"¡¿Quieres parar?!" –estalló Thranduil, sujetando amenazadoramente su tenedor y cuchillo como si quisiera clavárselos a su hijo.

Legolas se detuvo, dejando caer el tenedor sobre la mesa con un fuerte ruido.

"Lo siento."

Con un pequeño suspiro, Thranduil soltó sus cubiertos y miró a su hijo.

"Está bien, dime, ¿qué te preocupa?"

El príncipe se encogió de hombros, a la vez que cruzaba los brazos sobre la mesa y se inclinaba hacia adelante, mandando a la basura la etiqueta propia del comedor.

"Nada –empezó-. Es solo que… me aburro. Mucho."

"Estás aburrido –repitió Thranduil, perplejo. Esta no era la primera vez que no entendía la forma de pensar de su hijo-. ¿Es por eso que juegas con la cena? No está muy bien eso. ¿Y se puede saber lo que causa este… eh… aburrimiento?"

Legolas miró a su padre como si pensara que había perdido la cordura.

"Echo de menos a Kel" –ya está. Lo había dicho.

Claro que se trata de Kel, comprendió Thranduil. Debería haberlo imaginado.

La última vez que habían sabido de Keldarion estaba en las fronteras de Dol Guldur, dirigiendo un asalto contra los goblins. El príncipe heredero llevaba casi un mes ausente, solo manteniéndose en contacto con su familia mediante misivas ocasionales.

Como rey, para Thranduil esas cartas le valían para comprobar las habilidades de Keldarion como noble guerrero. Inteligente y líder nato, el príncipe mayor ya estaba listo para ocupar el trono y tomar el relevo de su padre.

Pero como padre, para Thranduil las cartas no eran suficiente, especialmente cuando sabía que Keldarion se guardaría las cosas desagradables para no preocupar a su familia. Si Keldarion era herido, insistía en que no era grave incluso cuando se estaba desangrando.

Para Legolas, esas cartas no eran nada. No era que no apreciara que su hermano escribiera, pero necesitaba ver a Keldarion para creerle y comprobar que estaba sano y salvo.

Pobre Legolas, pensó Thranduil con una pequeña sonrisa al ver a su hijo menor de mal humor, al igual que solía hacer cuando era un elfling. No solo echa de menos a su hermano. Teme por la vida de Kel, tiene miedo de no volver a verle.

El rey comprendía sus sentimientos, pues esta era la primera vez que estaban tanto tiempo separados. Cuando habían decidido atacar hacía unas semanas, Legolas estuvo ansioso por unirse a Keldarion, pues ya ambos anhelaban otra aventura. Pero por suerte, Thranduil no se lo permitió, pues todavía se estaba recuperando del incidente de la hoguera. Sus piernas fueron terriblemente heridas y la piel dañada necesitó tiempo para curarse. Las marcas de quemaduras se habían desvanecido poco a poco, pero Legolas todavía caminaba con una leve cojera. Todavía necesitaría un mes más para curarse por completo.

"Tu hermano está bien" –dijo Thranduil, en un intento de calmar a su hijo.

Legolas murmuró algo incomprensible, mirando la mesa con tristeza.

"Volverá pronto."

Legolas siguió con la cabeza gacha, murmurando otra vez por lo bajo. Thranduil se rindió y levantó las manos, exasperado. ¡Si Legolas estuviera más cerca lo sacudiría!

¡Ay! ¡Qué criatura más terca!

De repente, la mesa empezó a sacudirse.

"¡Qué…! –Legolas se enderezó de golpe y se quedó petrificado. ¡Hasta su asiento estaba temblando!-. ¿Qué está pasando?"

Sujetándose de la silla, Legolas intercambió miradas asustadas con Thranduil. Los platos y los vasos tintineaban y chocaban entre sí. La enorme lámpara que colgaba sobre ellos se balanceaba, a punto de caerse.

"Terremoto –dijo el rey. Saltando de la silla, corrió hasta su hijo y le hizo ponerse en pie-. Métete debajo de la puerta."

Legolas no se atrevió a discutir y dejó que su padre lo llevara hasta la puerta más cercana. Entonces se encogió allí, estremeciéndose cuando trozos de yeso y piedra cayeron a su alrededor. Varios pedestales que sostenían unos jarrones se cayeron, mientras que varios sirvientes valientes corrían de aquí para allá intentando salvar los objetos de valor incalculable.

Un enorme jarrón de Rivendel cayó cerca de los dos miembros de la familia real, lo que hizo que Thranduil levantara los brazos para cubrir la cabeza de su hijo. Con los ojos como platos, Legolas observó el caos por encima del hombro de su padre. No era la primera vez que experimentaba un terremoto, pero nunca dejaban de fascinarlo. El suelo bajo sus pies se sacudía tanto que la estructura del palacio gimió.

Varios guardias se reunieron alrededor de su rey y príncipe para formar un escudo, pero su esfuerzo ya no era necesario, pues nada más llegar, el temblor se detuvo. Todo se quedó en un silencio extraño, con el aire lleno de polvo, obstruyéndoles la nariz. Alguien tosió.

Parpadeando para ver mejor, Legolas se separó de su padre y se quedó mirando el desastre. Todo estaba oscuro después de que se apagaran las velas del comedor y la luna llena estaba oculta detrás de las nubes.

"Bueno, ahí va nuestra cena" –dijo, en voz baja.

"¿Estás herido?" –preguntó Thranduil, paseando la mirada por todo su cuerpo en busca de heridas.

Su hijo negó con la cabeza.

"No, estoy bien. Solo un poco sacudido –luego sonrió y añadió-. Uh… un juego de palabras."

Thranduil gimió ante el mal chiste. Sacudiéndose la suciedad de la ropa, llamó a los sirvientes para que lo pusieran todo en orden. A los guardias les dijo que cuantificaran los daños y le informaran después.

"Traed a Linden –le ordenó el rey al guardia más cercano. Como oficial de mayor rango del ejército de Thranduil y su asesor de mayor confianza, Linden era muy necesario en un momento como ese-. ¿Y a dónde vas tú?" –preguntó, cuando vio a su hijo con intenciones de salir del comedor.

"Voy a ver si alguien está herido –respondió Legolas sin detenerse-. Pueden necesitar mi ayuda."

Y entonces desapareció. Thranduil negó con la cabeza con pesar, sabiendo que no podía detenerlo. El príncipe era un manyan, y al igual que los sirvientes y guardias reales, tenía trabajo que hacer. Era su responsabilidad, un regalo que había recibido de su madre, la cual murió cuando él nació. Como único manyan, Legolas nunca dudaba en usar sus poderes para sanar a su pueblo con el simple toque de sus manos. Lo había estado haciendo desde que había descubierto su habilidad cuando era un niño pequeño, a pesar de que también preocupaba a su padre y su hermano cada vez que se metía en problemas. Solo había que recordar lo que había ocurrido hacía dos meses. Los habitantes de un pueblo de hombres lo habían quemado en la hoguera, pensando que era un brujo.

Con la esperanza de que su hijo no se excediera usando su poder, Thranduil se quedó observando cómo los criados se apresuraban a recoger el desorden y limpiar los muebles. Los terremotos siempre dejaban mucho que hacer.

A leguas de allí, el agua de Esgaroth se ondulaba mucho más fuerte de lo habitual. El Lago Largo, cerca de la Montaña Solitaria, había sido perturbado. En sus profundidades, una roca se había desmoronado, hecha pedazos, y la oscura criatura que había sido su prisionera se había liberado.

Dicha criatura nadaba ahora furiosamente hacia la orilla, agitando los brazos y las piernas con fuerza como si no hubiera pasado los últimos miles de años encerrada en una celda de roca.

Tras llegar a la orilla, se enderezó al máximo y se estiró. Sus ojos plateados brillaban de alegría, a la vez que sonreía con satisfacción.

Demasiado tiempo había esperado por esta oportunidad. Demasiado tiempo había anhelado ese momento, respirar el aire limpio de Arda, sentir la cálida tierra bajo los pies, ser libre.

Entonces inclinó la cabeza, escuchando al viento y los árboles con atención. Le estaban diciendo algo, algo importante.

Su sonrisa se desvaneció lentamente. Su mirada se oscureció.

No le gustó lo que escuchó.

"¡Solo puede haber uno! –gritó, agitando los puños en el aire-. ¡Y ese soy yo! ¡Yo, maldita sea!"

Con eso, se volvió en dirección al Reino del Bosque, con los ojos llenos de odio. Les mostraré que yo soy el único manyan. Yo y nadie más.

Y entonces, echó a andar y desapareció en el bosque.