Quiero morirme de amor, mi vida, quiero morirme dormida en tus brazos. Quiero decirte que por vos no existe cosa que no haría, no existe cosa que no haría con tal de tener diez segundos en los que pueda resumirse la eternidad más larga del mundo y gastarlos besándote despacio. Quiero olvidarme del miedo y del tiempo, no sé por qué los relaciono al uno con el otro. Será por qué he pasado tanto tiempo envuelta en mis miedos, será porque en este último tiempo mi mayor miedo es la certeza de que quizá mi intuición se equivoca, que quizá en realidad no te importo. Quiero que uses tus manos para escribir libros en mi espalda, que te olvides del lenguaje hablado y uses el tacto en lugar de palabras. Quiero admitir que te amo, tanto que a veces me asusta saber que estoy totalmente atada, saber que mi corazón ya no es mío, saber que tampoco es mía mi alma, que pertenezco totalmente a otra persona, y que ya no podría imaginar mi existencia sin amarla. Quiero aprender de mis errores, y enseñarte a aprender de los tuyos, quiero admitir que amo tus defectos, y que aún en tus equivocaciones no te cambiaría por nadie. Quiero olvidar el pasado y aprender a construir nuevas memorias, construirlas con tus brazos alrededor de mi cintura y con mi obsesión por lo real siendo destruida por tu risa y tu locura. Quiero que tus ojos escriban, mirando en los míos, lo que quede por escribir de mi historia. Quiero que mi voz sea tu música favorita, esa canción interminable que recordarías, aún si siendo viejo y luego de decenas de años el destino decidiera que perdieras la memoria. Quiero que vuelvas y me encuentres esperándote. Quiero que entiendas que nunca dejé de esperarte, que mi corazón no tiene tiempo para dejar de esperarte, y que tampoco tiene edad. Quiero que regreses y entiendas que esperarte, quiera o no, es lo que voy a hacer durante el resto de mi eternidad.
Katherine Beckett dobló prolijamente en dos el papel sobre el que acababa de escribir su primera canción de amor, o su primera poesía, o su primera confesión, o como uno prefiera llamarlo. Ni ella misma podía entender bien qué era eso, a decir verdad. El papel sobre el cual acababa de volcar sus más íntimos y secretos sentimientos, desordenados y tumultuosos e incomprensibles y desprolijos e inentendibles, con esa letra suya que no le gusta, con esa letra que se desparrama sobre la superficie color amarillo claro sin reglones, formando frases que nacen desde lo más hondo de su ser, frases que él nunca va a leer, frases que escribe porque si no se deshago, si no se las saca de adentro, si no las descarga, van a terminar hundiéndola.
Richard Castle se fue.
De la ciudad, y hasta el otoño no vuelve.
De la vida de Katherine Beckett, y hasta el otoño no vuelve.
De sus días, de sus noches, de sus tardes, y hasta el otoño no vuelve.
De la cabeza de Katherine Beckett no se fue. Esa cabeza llena de emociones desordenadas que como piezas de un acertijo yacen desparramadas, emergiendo de tanto en tanto, sea de a una o todas al mismo tiempo, para torturarla, para que maquina y maquina y maquina y no duerma y después tenga que llenarse el torrente sanguíneo con tazas y tazas de café para aguantar durante la larga jornada.
Del corazón de Katherine Beckett no se fue.
Del alma de Katherine Beckett no se fue.
Está ahí, dentro de ella, enterrado, clavado, para siempre. Escribió su nombre en ese corazón y en esa alma para siempre, mucho antes de que se conocieran físicamente, mucho antes de que estuvieran cara a cara, prácticamente piel con piel, separados por escasos centímetros que podrían ser rotos si los dos no tuvieran tanto miedo, si ella no fuera tan terca, tan orgullosa, si ella dejara de levantar paredes a su alrededor.
Richard Castle se fue, y hasta el otoño no vuelve.
Físicamente se fue.
De la cabeza, el corazón y el alma de Katherine Beckett, jamás va a irse.
Y mientras ella lo espera, mientras ella se abraza a esos pedazos rotos de su alma y su corazón, mientras trata de mantener la compostura, mientras en la soledad de esas noches de insomnio trata de entender lo que siente, lo que la devora, lo que la consume, lo que la desvela, ella escribe.
Escribe cosas que él no va a leer, cosas que son solamente para que ella se desahogue y encuentre algo de alivio.
Ella escribe.
Kate, esa mujer con aspecto de muñeca de porcelana hecha añicos, con ese porte fuerte detrás del cual se esconde una nena necesitada de afecto, escribe.
Ella escribe, y llora, y se traga los gritos que pugnan por salir de su garganta, y se desmorona sin que nadie la vea, en privado, lejos de cualquier mirada ajena, cualquier mirada que no sea la de sus propios ojos, que se buscan a si mismos, a su reflejo, en el espejo, y lo que encuentran es a una mujer destrozada, a una mujer enamorada que ya no puede más, que en la madrugada de un martes escribe y escribe, porque si no se saca eso de encima de alguna manera, explota.
Lo que a él nunca va a decirle, lo que él la dejó sintiendo, lo que ella viene sintiendo desde que lo conoció a través de sus palabras, a través de sus libros, lo que viene comiéndola desde adentro hacia afuera desde que él es parte de su vida, ella lo escribe.
Katherine Beckett, aquella a que todos llaman Kate, aquella a la que él llama cariñosamente KB, dobló prolijamente ese pedazo de papel, y lo guardó en el cajón de su mesita de noche.
Su alma y su corazón seguían desgarrados, partidos en dos, pero al menos algo de alivio había nacido de esa necesidad de plasmar el dolor en palabras.
