I
Una Noche de Luna Llena
Una hora antes de medianoche, en uno de los últimos días del mes de junio, las rosas rojas de la habitación 221 del hospital Astley Ainslie, en Edimburgo, se volvieron azules. La comadrona pensó que alguien las había cambiado cuando la señora Highsmith se había puesto de parto, como parte de algún extraño ritual de nacimiento (costumbres más raras había visto en sus treinta años de ejercer la profesión), o simplemente, que quizá siempre habían sido azules y estaba trabajando demasiado.
Aquella cosita que llevaba en brazos acababa de nacer. Tenía la piel rosa y arrugada propia de un recién nacido, pero una mata de pelo fino y negro cubría ya su cabecita y caía sobre sus ojillos cerrados.
- ¿Señor Highsmith?
Al oír su nombre, el hombre se levantó nerviosamente de la butaca de la sala de espera, en donde no había nadie más a esas horas de la noche.
Sin duda, el bebé que le llevaba la comadrona había heredado su mismo pelo espeso y color azabache. Vestía unos ajados pantalones que en otra situación hubieran sido perfectos para un oficinista, pero que combinados con los zapatos que llevaba, de lona y de un morado intenso, le quitaban toda la elegancia posible. Un holgado jersey de punto colgaba hasta la mitad de los muslos, acentuando aún más su corpulencia: si no fuera por su cara bonachona y sus mejillas rosadas por la emoción, más de uno se hubiera pensado dirigirse a él para pedirle la hora.
Cuando el hombre se hubo acercado del todo, la mujer apartó con delicadeza la mantita, dejando al descubierto la cabecita llena de pelo negro como el carbón.
- Es una niña preciosa -le dijo mientras se la entregaba.
- Una niña... -susurró el padre con voz soñadora. Le empezó a hacer carantoñas- Hola, pequeña... ¡Hola!... -enseguida alzó hacia la enfermera sus ojos oscuros, preocupado- ¿Cómo está mi esposa?
- Está descansando. Todo ha ido estupendamente.
Eliminada ya toda preocupación, el bonachón señor Highsmith puso toda su atención en la pequeña. Desde que tuvo en brazos a su hijo mayor, Arthur, hacía ya once años, no había sentido una felicidad tan plena.
- ¿Sabe, señor Higsmith? -dijo la enfermera, divertida- Creo que será una niña muy curiosa e inteligente. Nació con los ojos abiertos de par en par, como si tuviera prisa por verlo todo.
El señor Highsmith sonrió y siguió haciéndole cariñosas carantoñas al bebé.
- Vaya, eres una pequeña curiosa, ¿eh?...
- Señor Highsmith -dijo la enfermera de repente-, ¿puedo hacerle una pregunta? Sé que le va a resultar extraño, peroc ¿las rojas que le trajo esta tarde a su mujer, eran ya azules? Quiero decirc -rió nerviosamente- Sé que es absurdoc pero hubiera jurado que eran rojas. No me haga mucho caso.
Hubiera sido una pregunta muy inocente para cualquiera, pero al señor Highsmith el corazón le dio un vuelco al oírla.
- Eh… Claro, eran azules. Es el color favorito de mi esposa.
- Claro…-la enfermera rió nerviosamente- Le dije que era una tontería… Iré a ver cómo está su esposa.
El señor Highsmith suspiró cuando la enfermera se fue (muy probablemente, a comprobar que las rosas eran azules y que no estaba loca).
Miró a su hija, tan dulce e inofensiva, envuelta en aquellas mantas. Cuando la vio por primera vez, no puedo evitar preguntarse si sería como sus abuelos. Él no había nacido con sus mismas cualidades, por un azar del destino, y la madre de la niña, que ahora descansaba en aquella habitación, tampoco era de la misma naturaleza. Pero sus padres, los abuelos de la niña, habían sido magos. Y la primera pregunta que Sarah le había hecho cuando supo que esperaba una niña fue:
- Cariño, ¿crees que será… ya sabes… una bruja?
- Tendremos que esperar para saberlo -había respondido él.
Pasados unos minutos, el señor Highsmith pudo entrar a ver a su esposa.
Sarah Nicole Highsmith, de soltera Rowley, era una mujer que ya se encontraba en la treintena. Tenía el pelo largo y castaño rojizo, ahora alborotado por el sudor y que siempre llevaba recogido en una cola de caballo, y los ojos de color verde grisáceo. Pese a estar agotada, sonrió con gran alegría cuando entró su marido con la niña.
- ¿Verdad que es preciosa? -dijo con los ojos brillantes.
Se besaron y él dejó a la niña en la cunita. Luego le contó a su mujer lo que ocurrió con la enfermera y las rosas. Ella rió.
- ¿Y si fue Arthur, querido? -dijo- Intentó colarse antes en la habitación. Recuerda el día hizo tan grandes las margaritas que me regaló nuestra vecina, que se cayeron del jarrón. Creo que no me creyó cuando le dije que era un nuevo abono, ahora siempre me mira con desconfianza cuando nos encontramos en la calle...
- ¿Dónde está ahora?
- La enfermera de prácticas se lo ha llevado un momento. Debe estar con ella en la guardia.
Earmund fue a buscar a su hijo. La joven enfermera, divertida con el niño, le había dado un ramo de flores para que se las diera a su madre y a su nuevo hermanito. Earmund dio las gracias a la enfermera y se fueron. Cuando estuvieron a solas en un pasillo donde sólo se veían dos viejos pacientes a lo lejos, habló con él, muy bajito para que no le oyeran.
- ¿Arthur?
- ¿Sí, papá?
El bonachón hombre se agachó a su lado y le puso la mano en el hombro.
- Recuerda que no es culpa tuya, sé que no puedes controlarlo, pero… Cuando intentaste entrar a ver a tu hermanita y no te dejaron, ¿te enfadaste, hiciste magia por casualidad y volviste azules las rosas?
El pequeño frunció el ceño, como siempre que intentaba pensar algo. Luego se encogió de hombros.
- No lo sé, papá.
Earmund sonrió. Iba a ser imposible saber si había sido Arthur; una vez había hecho volar un autobús varios metros sólo con mirarlo. Era muy normal que un niño mago que aún no controlara sus poderes hiciera esas cosas sin darse ni cuenta. De todos modos, no era nada grave. Sólo había cambiado unas flores de color y hecho creer a una enfermera que estaba perdiendo la cabeza. Podría habérsela hecho perder literalmente, que era mucho peor.
- No pasa nada. Vamos a ver a tu hermana y a tu madre.
- ¿Es una niña? -chilló emocionado- ¿Es guapa, papá?
Earmund sonrió.
- Es preciosa.
Arthur soltó un gritito y empezó a dar brincos.
- ¿Podrá hacer magia, papá? ¿Irá a Hogwarts como yo? ¿Hará volar los autobuses?
Earmund le mandó callar lo más disimuladamente que pudo; los ancianos les estaban mirando muy raro.
Una vez en la habitación, Arthur dio el ramo a su madre y saludó a su pequeña hermanita, mientras Earmund, orgulloso, les miraba con los ojos brillantes.
Earmund Maglorius Highsmith tenía treinta y seis años. Su abuela Henrietta Giddins se había casado con un muggle (que es como llamaban a la gente sin poderes mágicos) llamado Sebastian Highsmith. Su primer hijo, Lenford Highsmith, nació mago, y se casó con una guapa bruja de Escocia, Arabella Pribble. Y tuvieron a Ewald, Sybellius y a Earmund.
Pero el pequeño Earmund no era como los demás. No sabía manejar una varita, y las palabras que pronunciaba no tenían efecto alguno. Enseguida quedó claro que Earmund no era un mago: era un squib, alguien nacido de magos pero sin poderes, el primero en decenas de generaciones en la familia. Por suerte, jamás le trataron como a alguien diferente, aunque no pudiera usar una varita o limpiar la casa simplemente pronunciando unas palabras. La noble señora Henrietta Highsmith, que en su juventud había sido una gran activista a favor de los derechos de los squibs, fue un gran apoyo para él. Así, Earmund fue educado en casa por su abuela y sus padres, y aprendió todo lo que necesitaba saber sobre su mundo, del que, pese al apoyo de su familia, sólo consideraba que formaba parte a medias.
Cuando era joven, Earmund se había enamorado de Sarah, a la que conoció en uno de sus primeros trabajos como camarero, y a los pocos años le pidió matrimonio. Dolido por su condición de squib, decidió además que desde ese momento formaría parte del mundo muggle.
Al año de estar felizmente casados, nació el pequeño Arthur. Considerado un niño muggle totalmente normal, fue al colegio público hasta que un día convirtió en un asqueroso sapo gigante el juguete que un niño no quería prestarle. Arthur era un mago, y muy probablemente, al cumplir once años, entraría a una escuela de magia. Así que Earmund, con tal de poder pagar la educación de su hijo, volvió a ese mundo al que sólo pertenecía a medias, y entró a trabajar a El Caldero Chorreante, uno de los pubs más populares entre los magos y brujas de Londres. La nueva familia Highsmith se quedó a vivir en un sencillo barrio a las afueras de Londres, en Greenwich.
Earmund y Sarah eran muy felices. El pequeño Arthur había unido finalmente sus dos mundos. Ahora Anabel, su segunda hija, había nacido durante unas tranquilas vacaciones en Escocia. Y Earmund deseaba con todas sus fuerzas que la vida de su hija fuera igual de tranquila siempre.
Ya había pasado la medianoche. Agotado por tantas emociones, Arthur se había quedado dormido en el sillón, y la enfermera de guardia, pese a las normas, le había dejado (Earmund pensaba que, después de lo de las rosas, les tenía miedo y les permitiría hacer cualquier cosa). Su padre le miraba con una sonrisa, pero sus ojos estaban tristes. Sarah no dormía, pero tenía los ojos cerrados. Earmund se giró hacia ella, contempló su bello rostro y sintió que, si algún día la perdiera, se moriría de pena.
- Creo que voy a dejar el trabajo -dijo de repente, aunque más para sí que pretendiendo que ella le oyera.
- ¿Dejar El Caldero Chorreante? ¿Por qué? -preguntó ella abriendo los ojos.
- Sabes perfectamente que somos un blanco fácil para… esa gente. Para "Aquel que no debe ser nombrado" -hizo una pausa, como si esperara que ocurriera algo cada vez que decía aquel extraño nombre- … todos somos escoria. Incluso nuestros hijos.
Sarah se había puesto muy pálida, pero le escuchó en silencio.
- No parará hasta que nos haya matado a todos... -siguió él- No quiero que nuestros hijos tengan que crecer solos y desgraciados.
Ella le agarró por el brazo y se lo frotó con cariño.
- Earmund, por favor… No va a pasar nada de eso. Ya lo verás.
Los dos se abrazaron. Earmund se dio cuenta de que ella estaba temblando.
En los últimos dos años, las cosas iban muy mal en el mundo mágico, y en consecuencia, tampoco iban precisamente bien en el mundo muggle. Un mago tenebroso, lleno de un poder tremendo y terrible, había emprendido una sanguinaria cruzada por todo el país reclutando a los llamados magos de sangre limpia, es decir, aquellos que en su origen no tienen ningún muggle o squib. En su ira, "Aquel que no debe ser nombrado", pues todos los magos temen pronunciar su nombre, había matado docenas de muggles, mestizos e incluso magos de sangre limpia que se habían negado a cooperar. Su ejército de mortífagos, como se denominaban sus vasallos, había sembrado el terror, sumiendo en el caos al mundo mágico. Muchas veces el Ministerio no sabía cómo explicar los "accidentes", "explosiones", "asesinatos" y "extraños sucesos" que llegaban hasta el mundo muggle.
Earmund pensó en sus hijos; en Arthur, que ese año iría por fin a la Escuela Hogwarts de Magia y Hechicería; en la pequeña Anabel, y en lo terriblemente desgraciado que sería si llegase a pasarles algo.
La niña empezó a lloriquear, muy suavemente, y su madre la cogió en brazos con mucho cuidado. Lleno de amor, Earmund las observó desde la ventana, antes de perder de nuevo la mirada en la noche.
- Me pregunto si cuando crezca, pertenecerá a ese mundo, como su hermano y sus abuelos -dijo.
- Tú también perteneces a él, cariño -dijo Sarah.
Earmund esbozó una sonrisa triste.
- No del todo.
Fuera, brillaba una enorme y preciosa luna llena. En una noche tan hermosa, costaba creer que muchos de los suyos allá afuera estuvieran sufriendo terriblemente sólo por ser diferentes.
- Algún día, querida, habrá paz en ese mundo -dijo Earmund mientras la contemplaba-. Y nuestros hijos disfrutarán de ella.
Se acercó a su mujer y sonrió al bebé, acariciando la pequeña cabecita donde ya asomaba una mata de pelo negro azabache. Ella arrugó la naricita.
Nadie se dio cuenta, pero una de las rosas del nuevo ramo se tiñó de azul.
Los Highsmith volvieron a Londres una semana después de haber nacido la pequeña Anabel. No fue un viaje tranquilo. Les fue casi imposible controlar al pequeño Arthur, que, debido al nerviosismo, hizo muchas cosas raras mientras iban en el tren, como hacer desaparecer una de las maletas, que, de repente, había aparecido en el baño de las señoras.
Además, Earmund estaba preocupado, temiendo que al llegar a Londres se encontrasen un panorama desolador. La noche anterior, un terrible incendio había devastado unas casas en el centro de la ciudad. Las noticias decían que fue causa de una instalación eléctrica defectuosa, pero Earmund sabía lo que había sido en realidad. Estaba seguro. Y esta idea, cuando miraba a su hija recién nacida, le llenaba de terror.
Sarah, que sabía perfectamente qué le preocupaba, le puso la mano en el hombro.
- Todo saldrá bien, querido.
- Papá está preocupado por esos ataques, ¿verdad, mamá? -preguntó Arthur. Su padre le cogió de la mano.
- En Hogwarts estarás seguro, hijo. Nadie puede entrar allí sin más. Ni siquiera quien tú ya sabes.
- ¿Estás dispuesto a dejar el trabajo, querido? -preguntó Sarah con una sonrisa triste.
- Ya tenemos suficiente dinero para el primer año de Arthur. Podré buscarme otro, pasar como un muggle normal y corriente. Arthur estará seguro en Hogwarts, nadie tiene por qué saber quién es y de dónde viene.
Sarah le abrazó.
- Todo va a salir bien… -le dijo.
Pero Earmund no estaba tan seguro.
Agosto llegó, con su sol radiante y sus días largos y calurosos. Faltaba algo menos de un mes para la entrada de Arthur a Hogwarts, y los Highsmith le acompañaron al Callejón Diagón para hacer sus compras. Arthur reía y cada dos por tres soltaba exclamaciones de emoción con cada cosa que veía en las tiendas, en ese mundo totalmente nuevo para él. Sarah veía algo de nostalgia en los ojos de Earmund. Pese a no poder hacer magia, sabía que iba a echar de menos ese mundo tan increíble, pues al terminar las compras, Earmund pasaría su último día en El Caldero Chorreante, y probablemente, en el mundo de los magos.
Sarah quiso acompañarle en su último día. A Earmund no le parecía una idea muy buena, pero accedió; prefería tenerla cerca y poder defenderla si ocurría algo. Sus hijos iban con ellos. La pequeña Anabel dormitaba y Arthur investigaba muy contento los libros y objetos que le habían comprado ese mismo día en el Callejón Diagón. El pequeño Arthur adoraba ir a El Caldero Chorreante y hablar con los clientes, quienes encontraban divertidísimo al niño y se reían muchísimo con sus travesuras y preguntas.
Earmund adoraba aquel lugar, y lo iba a echar muchísimo de menos. Los magos y brujas más asiduos le apoyaban muchísimo, aunque siempre había alguno dispuesto a armar follones con sus ideas sobre el estado de sangre. Por suerte esas broncas nunca habían durado demasiado, pues antes que nada, aquellos seguidores del Señor Oscuro eran unos cobardes que probablemente estaban más asustados que él.
Aquel día, la taberna estaba muy tranquila. Aprovechando la paz, Sarah estaba sentada en la mesa más cercana a la barra y mecía levemente a la pequeña Anabel entre sus brazos, envuelta en una manta. Un mago de aspecto pulcro y callado tomaba un té en una mesa individual y dos brujas entradas en años de aspecto bonachón daban buena cuenta de sendos trozos de pastel de calabaza mientras charlaban alegremente. La clientela había disminuido notablemente en las últimas semanas; tan solo los padres y familiares de los niños que acudían a comprar su material escolar eran clientes habituales. Era como si el simple hecho de salir a la calle supusiera un enorme peligro.
Gozando de la paz mientras esta durase, Sarah daba de comer a la pequeña Anabel, quien ya se estaba quedando dormida.
Un rayo de luz se coló en la estancia cuando la puerta se abrió. Earmund levantó la vista del periódico que estaba leyendo.
- Sarah, mira -dijo alegremente-. Son los Weasley.
Arthur Weasley era alto y delgado, y tenía el pelo rojo y unos ojos azules que miraban alrededor a través de unas gafas de montura gruesa. Iba vestido con una túnica algo raída por el paso de los años. Abrió la puerta, y se apresuró a ayudar a entrar a alguien más; Molly Weasley tenía un aspecto afable y bonachón, y el pelo rojizo como el de su marido. Junto a ella había dos niños pequeños. Bill tenía cinco años, y Charlie tres; los dos tenían el pelo tan rojo como sus padres. Molly entró despacio, cogida de la mano por su marido; su enorme panza delataba que esperaba su tercer hijo.
- ¡Buenos días! -dijo el señor Weasley.
Algunos magos de las mesas saludaron. Earmund se apresuró en ir hacia ellos y le estrechó la mano. El local volvió a sumirse en su ya habitual semioscuridad en cuanto la puerta se cerró.
Sarah dejó a Anabel en la cuna y se puso en pie.
- ¡Ah! Os presento a mi esposa, Sarah -dijo Earmund.
Su mujer se acercó tímidamente a la pareja con un afectuoso pero sencillo "Encantada de conocerles", extendiéndoles la mano a modo de saludo.
- ¿Qué tal, querida? Earmund habla maravillas de usted -le dijo la rolliza mujer estrechándole la mano. Su marido se adelantó e hizo lo mismo.
- Un enorme placer conocerla, señora Highsmith -dijo con los ojos inusualmente brillantes. La señora Weasley le dio un codazo.
- Arthur, no irás a bombardearla a preguntas sobre esos artefactos muggle tan de moda ahora llamados ordena… como sea, ¿verdad?
- Ordenadores, Molly, y son…
- ¿No será esa la pequeña Anabel? -dijo de repente la señora Weasley, cambiando de tema descaradamente y dirigiéndose a la cuna- Pero qué ojuelos más despiertos tiene… ¡mira cómo sonríe!
- Tiene tu pelo, sin duda -comentó Arthur-. Y tus ojos.
- Todavía no sabemos a quién ha salido en otras cosas, supongo que me entendéis -dijo Earmund.
- Dale tiempo, a veces incluso entre magos, la magia tarda en manifestarse -dijo Arthur, haciéndole carantoñas a la pequeña, que balbuceaba y reía-. No fue hasta los tres años cuando a Bill empezó a hacer levitar mis gafas, ¿verdad, Molly?
Ella rió al recordarlo. El señor Weasley reparó en el pequeño Arthur; se acercó al niño y le revolvió el pelo castaño.
- ¡Eh, gran Arthur! ¿Cómo está mi pequeño tocayo hoy?
- ¡Muy bien, señor Weasley! –dijo alegremente- ¿Sabe qué? ¡Este año iré a Hogwarts! Papá ya me ha comprado los libros, y las túnicas, y un caldero muy chulo, bueno, yo creo que está un poco abollado, pero papá dice que está bien… ¡Y unos guantes de piel de dragón! ¡Dicen que muy pocas cosas pueden atravesarla!
- ¿De verdad? ¡Enhorabuena! -se dirigió a los Highsmith- Me alegro muchísimo de que le hayan admitido.
- Yo me alegró mucho de ver que estáis a punto de ampliar la familia.
Arthur dio un silbido, asombrado.
- ¡Ya debe quedar muy poco, menuda barriga!
- ¡Arthur, no seas descarado! -le reprendió Sarah.
Los Weasley rieron.
- ¿Creéis que esta vez será niña? -preguntó Earmund.
- Bueno, Arthur tiene el presentimiento de que va a ser otro niño -dijo Molly, mirando a su marido mientras acariciaba su enorme tripa.
- ¿Ya sabéis cómo vais a llamarlo?
Los dos se miraron con cariño un instante y se cogieron de la mano.
- Se llamará Percy… si es un niño, claro -dijo ella.
- Ni siquiera hemos pensado un nombre si fuera una niña -añadió el señor Weasley.
- Cariño, ¿no habías dicho que te gustaba Ginevra?
- ¡Ah!... Cierto, muy cierto, querida…
Sarah puso la mano sobre su barriga, como si saludara al bebé.
- Hola, pequeño Percy… -se sobresaltó y soltó una risita- ¡Ha dado una patada! Yo diría que le gusta el nombre. Un nombre precioso, el de un valeroso guerrero, ¿verdad, pequeño?
- Hoy está muy guerrero, precisamente, y eso que es tremendamente tranquilo -dijo la madre, divertida-. Es como si de un momento a otro fuera a nacer.
El señor Weasley pareció palidecer.
- Espero que no lo decida justo ahora -dijo mientras tomaban asiento.
- ¿Qué deseáis tomar? -les dijo Earmund desde el otro lado de la barra.
- Tomaré ese combinado tan bueno que haces -dijo Arthur; luego miró a su mujer.
- Yo tomaré un té de hierbas -dijo ella.
- ¿Dónde está Tom? -preguntó el señor Weasley, mirando alrededor.
- Ha tenido que salir -les explicó mientras les servía-. Me ha dejado a mí al cargo hoy. Dijo que vendría luego para despedirse de mí.
- ¿Despedirse? ¿Es que el viejo Tom se marcha? -preguntó la señora Weasley.
- No, claro que no… El que se marcha me temo que soy yo -dijo Earmund con aire grave. Arthur Weasley le miró boquiabierto.
- ¿Vas a dejar el trabajo? -preguntó.
- Las cosas se están poniendo muy peligrosas -suspiró Earmund-. Tengo que proteger a mi familia. No quiero que me ocurra nada, o lo que es peor, que les ocurra nada a ellos.
Sarah le miró inquieta, pero luego le cogió del brazo, como apoyándole. El señor Weasley no dijo nada, pero su mirada preocupada daba a entender que lo comprendía perfectamente. Su mujer de repente parecía agotada y dio un largo suspiro. Se agarraba el vientre como si intentara proteger al bebé que estaba por nacer.
- Todos tenemos miedo por nuestra familia.
Entonces advirtió una pequeña mano pecosa metiéndose en la túnica de su marido.
- ¡Bill, no le quites la varita a papá! Un día le vas a volver a chamuscar el pelo a tu hermano. Bastante trabajo me costó arreglarlo…
- No te preocupes, Molly, no hará nada malo. ¿Verdad, Bill?
El niño rió divertido y salió corriendo con ella.
- Eso, tú encima anímale… -refunfuñó Molly- Ya te encargarás tú de devolverle a Charlie su color de pelo la próxima vez… Estuvo varias semanas con mechones de color violeta.
― Y no le quedaba mal, mamá ―dijo el pequeño Bill―. Se reía mucho cuando se miraba al espejo…
Earmund soltó una exclamación; Arthur había cogido la varita del señor Weasley en su mano.
- ¡Arthur Sebastian Highsmith!
El niño frenó en seco, como si supiera la que le esperaba cada vez que oía su nombre completo. Dejó la varita de nuevo sobre la mesa.
- No debes coger las cosas de nadie sin permiso. Además, ¿cuántas veces te he dicho que no todas las varitas sirven para un mismo mago? -le reprochó su padre.
- Pero nos llamamos igual, ¿eso sirve, no? -preguntó.
- Claro que no, qué tontería.
Arthur Weasley se echó a reír.
- ¡El niño está desesperado por empezar a hacer magia, Earmund!
- Anda, devuélvesela ahora mismo. ¿Para qué te hemos comprado una hoy?
- ¿Ya te han comprado la varita? -le preguntó el señor Weasley- ¿Qué tal si me la enseñas?
- ¡Claro, ahora mismo!
Emocionado, el niño salió corriendo a la trastienda. Su padre meneó la cabeza, riendo. Arthur volvió enseguida con una cajita alargada. Se plantó delante del señor Weasley con ceremonia y abrió lentamente la cajita, dejando al descubierto una preciosa varita de madera oscura y labrada. El niño carraspeo y recitó casi como si fuera el señor Ollivander, el viejo mago que hacía las varitas:
- 28 centímetros… Madera de... ¿De qué era, papá? Eso, de serbal… Y núcleo de fibras de corazón de dragón. El señor Ollivander dice que es una varita muy buena -añadió no sin cierto orgullo, sacándola de la caja.
- Arthur, ten cuidado con la varita, no vayas a romper nada -le advirtió Earmund-. O algo peor. Al señor Ollivander no creo que le haya hecho mucha gracia lo que has hecho con sus ventanas.
- Sí, papá… -dijo el niño con cierto fastidio. Todos rieron.
En ese momento, el reloj de muñeca de Sarah dio una hora en punto, emitiendo un pitido que Arthur Weasley encontró de lo más interesante.
- ¡Un momento, señora Highsmith! ¿Es eso lo que yo creo que es? Es… ¿Cómo era… ¿un reloj digital?
Ella asintió, extrañada, y se lo mostró. Emocionado, cogió el brazo de la mujer.
- ¡Ja! ¡Qué curioso! ¡No tiene manecillas, solo unos extraños números que parpadean! Casi parece magia... ¿Y esto es… una correa, verdad?
La señora Weasley le tiraba de la manga sin éxito.
- Arthur…
- ¿Lo llamáis correa?
- Ajá -dijo Sarah-, se ata a la muñeca…
- ¿Es como eso que usáis para… los pantalones? -preguntó él, rodeándose la cintura con las manos como si se pusiera un cinturón.
- ¿Un cinturón?…
- ¡Eso, un cinturón!…
¡Arthur, por favor! -dijo Molly, esforzándose para no gritar.
Earmund rió.
- Deberías ser un poco más discreto, Arthur -dijo Molly, todavía abochornada, y mirando a su alrededor, nerviosa.
Sarah no parecía haberla entendido. Molly se adelantó ligeramente, como si fuera a decir algo que sólo debía oír ella.
- Bueno, ya sabe, señora Highsmith, la afinidad de mi marido con los muggles...
Lo dijo en voz suficientemente baja, pero el señor Weasley la oyó de todas maneras.
- No hay nada de malo en ello, Molly; y de todas formas, a "Quien tú ya sabes" le bastaría con que dijeras la palabra muggle sin un deje de odio y asco para que te ponga en su lista negra...
- ¡Arthur! -exclamó ella, bajando la voz de repente― Por favor, nunca sabemos quién puede estar escuchando...
- Ella tiene razón, señor Weasley -dijo Sarah; todos la miraron sorprendidos- A veces me miran con desconfianza sólo por ser lo que soy, pese a estar unida a una familia de magos. Esta mañana creo que intentaron hacerme algo cuando venía hacia aquí con Earmund. Creo que más que desprecio, es miedo de que alguien diga que están dejando entrar muggles a este lugar. Tienen miedo, es normal.
La señora Weasley la cogió de las manos.
- Oh, querida, siento que tengas que pasar por humillaciones así…
El señor Weasley resopló indignado.
- Parece mentira que no se den cuenta de que la sangre no es importante. Sólo tienen que miraros a vosotros… Habéis sido capaces de emprender una vida nueva por vuestro hijo… Y ya quisieran muchos magos de "sangre pura" sentir el amor que sentís el uno por el otro.
Sarah y Earmund se miraron sonrojados. La señora Weasley parecía asustada, mirando alrededor como si temiera que sólo por decir su marido aquello estuvieran en peligro.
- Bueno, querido, creo que ya es sufic… -empezó a decir, pero la interrumpió una voz desconocida.
- ¡Bien dicho, señor!
Era una de las dos señoras del pastel de calabaza. La otra asentía con la cabeza mientras aplaudía. El señor Weasley se puso en pie, sonriente y radiante.
- ¡Por supuesto, sabía que alguien estaría de acuerdo conmigo en que…!
Abochornada, su mujer le agarró de la túnica.
- ¡Arthur, por todos los cielos! Haz el favor de sentarte. Esto no es Hogwarts, no es hora de formar una rebelión estudiantil ni nada parecido…
Todos rieron.
- Pero yo aún confío en que todo esto se ha de arreglar -dijo Sarah con una sonrisa esparanzada, mirando a la pequeña Anabel en la cuna. La cogió en brazos y la miró, llena de cariño-. Estoy segura. Las cosas se arreglarán.
- Por supuesto que se arreglarán -dijo el señor Weasley con firmeza- Vas a ver. La Orden hace un trabajo excelente. Nadie como Dumbledore para dirigirlos. Tiene el mejor equipo de aurores y magos de todo el país... -dio un sorbo a su vaso- Ah... Se te echará de menos por aquí, Earmund… Nadie hace mejor que tú ese combinado tan bueno con zumo de calabaza -bromeó luego, como para quitarle hierro al asunto.
De repente, oyeron un grito desgarrador:
- ¡¡Es un mortífago!!
La señora Weasley chilló y su marido la rodeó como si quisiera protegerla a ella y al niño que venía en camino, blandiendo su varita. Las señoras del pastel de calabaza ahogaron un grito. El hombre de la mesa individual se sobresaltó y dejó caer la taza de té, que se hizo pedazos.
El pequeño Arthur se había puesto una de las túnicas que había comprado y le había puesto otra a Bill. Tenía la capucha por encima; le quedaba tan grande que no se le veía la cara, ni las manos a través de las mangas, y se dirigía hacia Arthur como si fuera un fantasma. Era este quien había gritado, protegiéndose con la varita por delante en un gesto tremendamente teatral.
- ¡Oh, no! ¡Es un malvado mortífago! -exclamó con gran ostentación- ¡Toma esto! ¡Y esto otro!
Charlie reía a carcajadas. Bill se retorcía en el suelo, presuntamente de dolor, pero en realidad estaba llorando de risa. Charlie aplaudió.
- ¡Te vas a enterar, puedo contigo, y también derrotaré al Señor Oscuro!
- ¡¡Arthur, ya está bien!!
La voz de Earmund sonó como un rugido. Asustados, los dos pequeños Weasley corrieron con su madre (Bill tropezando con la túnica) y el pequeño Arthur se limitó a quedarse muy quieto.
Se hizo un silencio tan denso que casi podía palparse. La pequeña Anabel gimoteó en brazos de su madre. Arthur Weasley parecía terriblemente preocupado por su mujer.
- ¿Seguro que estás bien, Molly? ¿No te duele nada? ¿Quieres que vayamos a San Mungo?
- Que sí, querido… que estoy bien… -decía Molly llenándose de paciencia- Que no ha sido más que el susto…
El pequeño Arthur dejó la varita sobre la mesa, temblando ligeramente. Estaba muy pálido. Earmund le sacudió por los hombros.
- ¡¿Es que no te das cuenta de la gravedad de la situación?! -le gritaba- ¡Están matando gente, Arthur!
- Lo siento, papá...
- No te preocupes, Earmund, son cosas de niños -dijo el señor Weasley.
El silencio lo siguió invadiendo todo durante unos minutos que se hicieron eternos. Los magos de las mesas murmuraban por lo bajo, pero ya parecían estar más relajados. Anabel había dejado de llorar, pero su hermano Arthur parecía aterrorizado.
Earmund se arrodilló delante de su hijo y le dio un fuerte abrazo.
- No quería gritarte, hijo mío…- una lágrima resbaló por su mejilla, pero consiguió secarla antes de que su hijo se diera cuenta.- Sólo me he asustado, nada más… Por favor, perdóname.
- No papá, es culpa mía, yo no debí jugar a esas cosas… Sé que cuando hablo de esas cosas, te sientes mal y te asustas…
Sus ojos brillaban, pero no parecía estar a punto de llorar. Arthur era terriblemente fuerte; Earmund podía contar con los dedos las veces en que se había asustado o había llorado en sus once años de vida. Le cogió por los hombros y le miró solemnemente.
- Arthur Sebastian Highsmith… mi pequeño mago, ¿o quizá mi pequeño diablillo? -rió- Anda, hijo, vete a recoger tus cosas, no tardaremos en marcharnos. No querrás descubrir el primer día de clase que se te ha quedado algo en la trastienda, ¿verdad?
De repente, la puerta trasera se abrió. Un mago entró precipitadamente en el local; su ropa tenía signos de batalla, y se agarraba el brazo con un gesto de dolor. No sólo parecía nervioso, sino aterrado.
- Tenéis que salir todos de aquí cuando antes -dijo sin aliento-. Vienen hacia aquí, un grupo de ellos, ya deben haber alcanzado el Callejón Diagón. ¡Deprisa, vamos!
El pánico se apoderó del local. Los magos y brujas se levantaron, volcando vasos y platos. Arthur Weasley abrazó a Molly, intentando protegerla a ella y al hijo que estaba en camino; sus dos pequeños, asustados, se abrazaban a sus piernas. El mago intentaba mantener el orden, desesperado.
- ¡No salgais por el callejón, tampoco por Londres, Apareceros en un lugar seguro! ¡Rápido!
Se oyeron varios ruidos parecidos a un crujido, y los magos del fondo del local desaparecieron. Earmund miró al mago; estaba terriblemente pálido.
- No podemos hacerlo, yo… No puedo…
El mago pareció entenderlo perfectamente. Antes de que pudiera decir nada, Arthur Weasley se adelantó.
- Pondré a salvo a Molly y los niños y volveré a por vosotros, ahora mismo. Mantened la calma, estaré aquí enseguida -miró a su esposa-. ¿Podrás hacerlo, Molly?
Ella asintió; estaba pálida, pero firme.
- ¿Papá, mamá? ¿Qué pasa? -dijo el pequeño Charlie.
- Tranquilos, hijos, no pasará nada. Agarraos bien…
Con un fuerte crac, los cuatro desaparecieron. Earmund se giró hacia el mago.
- ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó.
- Los mortífagos han realizado un terrible ataque esta mañana en Londres -comenzó a decir el mago; el brazo parecía dolerle horrores-. Han muerto varios muggles… Luego siguieron a un grupo de simpatizantes de los muggles hacia el callejón Diagón… Hemos hecho lo que hemos podido, pero han muerto varios magos y brujas… Varias tiendas cercanas a Flourish & Botts han quedado destrozadas…
Earmund creyó que el mundo se le caía encima.
- ¿Qué tiendas han sido? ¿Quiénes han muerto? -preguntó casi sin voz; le pareció que otra persona formulaba la pregunta.
- El dueño de la tienda… su hermano estaba con él… La tienda de Ewald y Sybelius Highsmith…
Sarah dejó escapar un gemido ahogado.
- Earmund… No…
Le abrazó, llorando, pero él seguía demasiado impresionado para hablar, para moverse, ni para devolverle el abrazo… Sus hermanos… Sus hermanos habían muerto…
Oyeron gritos y un enorme estruendo. Arthur Weasley apareció para llevarles a un lugar seguro en el mismo instante en que la puerta caía con un estallido.
