La primera vez que Clary salió de la mansión Morgenstern, tenía ocho años. El sol brillaba altivo y el paisaje estaba vivo en colores.

Aquel día, Clary había aprovechado que su padre y su hermano estaban en una de sus misiones, y se había escapado de su nana con la ayuda de su fiel amigo, Servius.

Allí afuera, Clary cerró sus ojos y sintió al viento del norte abrazarla en un dulce sentimiento de liberación.

Escuchó el ruido de las aves, los árboles y se sintió viva.

Su padre no la dejaba salir, decía que aún no estaba lista, que debía aprender todavía.

A su hermano, en cambio, le daba completa libertad para ir a donde quisiera mientras respetara sus reglas y cumpliera con sus obligaciones.

Clary siempre se había sentido atraída por ver un paisaje que no fuera el de las ventanas de la mansión.

Se sentó en la hierba y subió las mangas de su suéter azul. A padre no le gustaba mucho que utilizara colores vivos, pero ese estaba permitido.

Sacó un lápiz de trazo oscuro y su querido cuaderno de dibujo.

Durante las siguientes dos horas, Clarissa Morgenstern se dedicó a dibujar el paisaje. Pero no solo dibujó lo que veía, sino también, lo que sentía.

Dibujó sobre el sentimiento de libertad que le daba el viento, sobre lo dulce del canto de las aves, el brillo de los cielos y el eco de los árboles danzando.

Dibujó y dibujó.

Dejó un pedazo de su alma en aquellas hojas.

Las muñecas le dolían cuando regresó a casa, ya en el atardecer. Tenía frío y sed, y estaba cansada.

Caminó hasta la puerta de servicio, las personas que la utilizaban eran sus aliados, jamás la delatarían con padre o nana.

Pero a penas vio el rectangular trozo de madera en la pared, sintió un escalofrío.

No sabía con exactitud qué era lo que estaba mal, pero algo lo estaba.

Tal vez, del otro lado estaría nana furiosa, o padre.

Pero no.

Del otro lado, el cuerpo de Servius estaba tirado en el suelo, sin una sola pizca de vida. Sus ojos eran el horror, sus manos estaban congeladas en una posición de defensa.

― Así que has llegado, Clarissa.

Padre estaba parado al lado del cadáver, una katana en su mano derecha, ensangrentada.

A Clary se le estrujó el alma.

― ¿Po-por qué? ―Su voz era un susurro lleno de dolor, sus ojos no se despegaban de su amigo muerto.

― Por tú culpa, Clarissa.

Él estaba serio, pero no triste, ni decepcionado, ni culpable. Serio como cuando Jonathan rompía algo en los entrenamientos, como cuando Clary usaba algo de color, como cuando los sirvientes no limpiaban como él quería.

― Si no hubieras escapado de aquí, esto jamás habría pasado ―Padre le dio la espalda― Es hora de que comiences a crecer, hija mía, es hora de que te des cuenta de que ese mundo que pintas, en realidad no existe.

Clary lo miró con lágrimas en los ojos, estaba destruida ¿Cómo había sido tan egoísta? ¡Era una estúpida!

Conocía a su padre, sabía que podía hacer esa clase de cosas sin vacilar ni un solo segundo, sin temblar ni un poco. Ella sabía que él era un monstruo ¡y no había hecho nada para protegerlo!

Idiota.

― Eres mi hija y estás destinada a la grandeza. Un día te convertirás en un arma, mi arma, Clarissa, y no me importa a cuantos cocineros deba matar para que lo entiendas.

Él se fue, después de ordenarle que se encargara del cadáver y decirle al resto de los sirvientes que no la ayudaran, que ella sola debía encargarse de él.

Clary lo enterró en el mismo lugar al que había ido antes. Se sintió estúpida al pensar que al menos Servius podría ver el paisaje que había dibujado, como si su muerte no hubiera sido en vano.

Esa noche no pudo dormir, pero cuando salió el sol quemó cada uno de los dibujos que había hecho y los reemplazó por armas.

No más arte, no más estupideces, ella debía convertirse en el arma de Valentine. Ese era su destino.