Cuentos de ayer y hoy
#1 • Aires de esperanza
—Te hará bien viajar y…
Mushin guardó silencio en cuanto notó que Miroku (una vez más) lo ignoraba olímpicamente. Tomó aire y se sentó a su lado. Lo codeó y le dedicó una triste sonrisa, las únicas que podía regalar últimamente. Los ojos azules del joven Miroku se clavaron en él, pero no lo veía en realidad. Le tomó un momento concentrar la mirada en su protector.
—¿Qué dices de ese viaje?
Miroku se encogió de hombros y siguió tocando las cuentas del rosario que solía usar su padre.
—Entonces saldremos de inmediato —sentenció Mushin, sacudiéndole los negros cabellos en todas direcciones con su enorme manota. Miroku, a pesar de su corta edad, comenzaba a comprender las intenciones del monje, pero a su pesar no podía sentirse animado solo por eso.
Pronto se cumpliría un mes del fatídico día, y las cosas no habían hecho más que empeorar desde su perspectiva. Tal vez ya era hora de salir y ver qué había fuera, qué podría ofrecerle ese mundo que le había arrebatado a su madre y padre. Lo único que le faltaban eran las ganas.
Intentaría mostrarse interesado, aunque sea por todo lo que Mushin hacía por él.
—¿Dónde iremos? —preguntó y los brazos de Mushin lo separaron del suelo, llevándolo luego a armar el ligero equipaje.
La caminata fue larga. Les llevó varios días, pero el cambio de ambiente le sentó mejor de lo que esperaba. No para alejar el dolor, pero sí para cansarlo lo suficiente como para dormir sin pesadillas. El viaje era tan agotador que, apenas cerraba los ojos, caía rendido. Las pesadillas de todas las noches no se presentaban y se despertaba renovado por la mañana.
—Bueno… creo que podremos alojarnos aquí esta noche —musitó Mushin, con las mejillas coloradas y la respiración agitada. Frente a ellos se alzaban las murallas de madera de una aldea. Miroku lo miró con curiosidad—. Será mejor que dormir en el bosque, ¿no crees?
El niño le sonrió.
Los habitantes, en un principio, se mostraron hoscos. Les realizaron un montón de preguntas y varias pruebas para determinar que ni Mushin ni Miroku fueran una amenaza para la aldea. Esa actitud le resultó muy intrigante al niño, pero luego Mushin le aclaró porqué se mostraron de ese modo. Además, una vez que determinaron que no significaban amenaza alguna, comenzaron a mostrarse más amables.
—Así que ya ves —murmuró Mushin, mirando en derredor—. Hemos parado en una aldea de exterminadores. Observa, Miroku, cómo preparan las armas y cómo entrenan. Son rigurosos en todos los aspectos que puedas encontrar, como has podido apreciar cuando intentamos entrar en la aldea.
—¿En verdad se dedican a cazar demonios?
Mushin asintió, observando a los exterminadores usar sus armas contra invisibles demonios, simulando todo tipo de movimientos.
—Una noble profesión. Imagino que también resulta rentable…
Miroku rodó los ojos, pero no pudo evitar sentir cierta gracia. Desde que no tenían a su padre con ellos, el conseguir sustento comenzaba a conformar una preocupación cada vez mayor. Tal como estaban las cosas, era solo cuestión de tiempo para que Miroku siguiera su entrenamiento como monje al tiempo que trabajaba (o, como pronto descubriría, engañara en su mayor parte). En fin, pensar en lo que era y no rentable comenzaba a hacerse algo cotidiano tanto para Mushin como para él.
—No te preocupes —dijo Mushin casi al segundo—. Tu futuro como monje es prometedor. No necesitarás saber las artes del exterminador, aunque no estaría de más que aprendieras a pelear como ellos.
Miroku observó a un grupo de jóvenes futuros exterminadores, no mucho más grande que él, caer una y otra vez al suelo mientras entrenaban con exterminadores que le duplicaban la edad. Se quedó mirándolos embobado. Mushin le musitó que estaría recorriendo la aldea (posiblemente en busca de alcohol y mujeres) y se alejó, dejándolo solo. Por él, bien, en general se sentía mejor estando solo. Así no tenía que fingir.
Se acomodó bajo la sombra de algún árbol a observar el entrenamiento hasta que le dieron fin. Le impresionaba las variadas habilidades que, desde muy pequeños, ya poseían muchos de aquellos muchachos. Se dijo que le gustaría ser así de fuerte y hábil, pero sentía tan pocas ganas de realizar actividades, con su futuro tan escrito como estaba, que pensó que en realidad nunca lograría tener habilidades de combate que valieran la pena.
Suspiró y volvió a sacar de su bolsillo aquel rosario. Observó su mano derecha. Allí crecería, aparecería de pronto, sin que pudiera darse cuenta… y eventualmente lo engulliría. Ni siquiera era seguro que viviera tanto como su padre.
—¿Qué haces?
La voz hizo que se sobresaltara y dejara su trabajo de enroscar su mano con el rosario. Era una niña, no más grande que él. El cabello castaño le llegaba a los hombros y sus ojos marrones estaban clavados en él, desviándose una y otra vez hacia su mano.
—¿Siempre te apareces así? —murmuró Miroku. La niña frunció el ceño, pero insistió con su intensa mirada—. Miraba el entrenamiento —dijo él, resignado—. Y luego terminó y estoy con… ¿y a ti qué…?
—Oh, ¿estás interesado en el entrenamiento?
La niña relajó su semblante y se sentó a su lado, resuelta. Llevaba un simple kimono que la hacía lucir muy bella y un poco más grande de lo que era. Miroku entornó los ojos, pero finalmente aceptó su compañía. Acostumbrado a estar rodeado de gente más grande (Mushin, otros monjes…), era un cambio positivo estar con alguien de su edad, aunque no supiera exactamente cómo actuar.
Miroku encogió los hombros. Le parecía bien lo de entrenar, pero no tenía mucho que decir al respecto.
—¿Siempre eres así de simpático?
—¿Viniste a molestarme acaso?
La niña bufó y negó con la cabeza, pero al final pareció ofuscarse más aún.
—Te vi solo y creí que tal vez querrías compañía. Si tan mal te parece, mejor me iré a jugar con niños que sí sean simpáticos y no tan aburridos y odiosos como tú.
Se levantó de su lugar con furia y comenzó a alejarse. Su vestido se movía graciosamente con sus movimientos y el cabello (atado en una coleta) iba de lado a lado. Miroku la observó con el ceño fruncido un rato, pensando que estaría mucho mejor así, sin una niña que estuviera preguntándole tantas cosas, que lo molestara y…
—¡Oye, de acuerdo! —gritó, incorporándose y acercándose a ella. La niña se dio vuelta con una ceja en alto y lo observó. Era tan alta como él—. Lo siento. No…
Apretó el rosario en su mano. La niña, que desde siempre había sido muy observadora, se percató de eso. Observó a Miroku con curiosidad. El niño tenía las mejillas rojas y estaba claro que no sabía que decir.
—De acuerdo. Creo que estaremos mejor debajo de un árbol porque realmente hace mucho calor. Conozco un buen lugar donde estar, pero es un secreto…, ¿quieres ver?
Miroku alzó el rostro y la miró reticente durante unos segundos. Luego asintió. La niña le tomó la mano y tiró de él, alejándose del centro de la aldea. Luego de andar algunos minutos entre árboles, tuvieron que subir una pequeña colina. En la cima, un gran manzano proyectaba su sombra sobre la verde hierba. La niña se adelantó a él y se sentó cómodamente bajo el árbol. Miroku se acercó a pasos lentos y observó que desde allí podía verse una buena parte de la aldea. Era un lugar bastante bonito, en verdad.
—Aquí se está muy bien —murmuró él, sentándose cerca de ella—. ¿Este es tu lugar secreto?
La niña asintió con una sonrisa.
—Ni siquiera lo conoce mi hermano.
No agregó que, si algún día lo necesitaba, se lo mostraría. Su pequeño hermano nunca había necesitado la paz que ese lugar le otorgaba y esperaba que nunca lo necesitara, de modo que se lo había reservado exclusivamente para ella.
Miroku observó alrededor y respiró profundamente. El aire era muy puro allí, aunque pudiera ver el humo que salía de algunas cabañas, en las que probablemente estuvieran fabricando armas. Donde él vivía, en el templo de Mushin, el aire también era puro, pero estaba tan cargado de recuerdos que le resultaba dificultoso respirar.
—¿Vienes de muy lejos?
—Sí... Días enteros de caminata —aseguró Miroku. No iba a agregar lo mucho que le dolían los pies para entonces.
—¿Y hacia dónde van?
—Mushin, ese es el viejo con el que estoy… espera, ¿ves a ese viejo canoso de allí?
La niña también se había acercado unos pasos para observar mejor a la gente de la aldea.
—¿El panzón?
—Ese. Bien, quiere llevarme a un lugar especial. Lo único que quiere es distraerme, en realidad. A veces los adultos no entienden nada…
—¿De qué quiere distraerte?
Miroku observó brevemente el rosario que aún estaba enroscado en su mano derecha. Negó con la cabeza y sonrió.
—Da igual.
—¿De quién es ese rosario?
—Pues mío, boba —soltó él, desenredándolo y guardándolo apresuradamente en su bolsillo—. Las niñas no deberían hacer tantas preguntas.
—Pues a mí no me gusta estar callada. Y debo saber para poder ayudar, eso es lo que siempre me dice mi padre. Pronto empezaré mi entrenamiento con las armas, pero ya llevo un tiempo entrenando otras cosas…
—Yo creo que eres una metiche.
—Pues yo creo que eres un tonto.
Miroku giró los ojos y se quedó quieto bajo el árbol, en silencio. Encontraba a esa niña totalmente insoportable, pero le agradaba su presencia. No conocía muchas muchachas que hablaran con tanta soltura con los hombres, y mucho menos que pronto comenzarían con un entrenamiento para matar demonios, nada más y nada menos. Pero bueno, él venía de muy lejos y allí las cosas serían diferentes, acaso.
—Apuesto a que el rosario es de alguien importante, ¿cierto?
Miroku la miró con las cejas juntas.
—¿Nunca te callas?
—No deberías molestarte —murmuró la niña—. Yo también tengo cosas de alguien importante.
Miroku no dijo nada, pero no dejó de mirarla.
—Mamá murió al dar a luz a mi hermanito, y papá guardó todas sus armas y hasta su traje de exterminadora. Serán mías cuando me convierta en exterminadora. Las cuidaré yo entonces.
Miroku siguió sin decir nada, simplemente la miraba.
—¿Y bien? ¿Me dirás de quién es el rosario?
—Pues… las cuentas son de mi padre. Su rosario se rompió poco antes de… y tuve que reconstruirlo. No es lo mismo.
—Yo creo que está muy bien.
La niña se acercó a mirarlo cuando Miroku lo sacó de su bolsillo. Él dejó que lo tocara tímidamente con los dedos. Las cuentas eran blancas y parecían incontables. La niña sabía de la muerte y de lo que hacía en las personas, así que supo que, aunque parecían incontables, ese chico ya las había contado muchas veces.
—¿Fue hace mucho?
—No —murmuró él. Creyó que lloraría si hablaba de eso, pero no sentía la necesidad. Únicamente una inmensa tristeza—. Hace poco.
—Entiendo —dijo ella. Miroku levantó la mirada, de un profundo azul. La niña le sonrió—. Estarás bien, de verdad. A mí me da tristeza de vez en cuando y vengo aquí a sentirme mejor. Luego la tristeza se va. En general, solo es… extrañar.
—Tal vez debería conseguirme un lugar secreto también.
La niña lo miró, mientras él observaba las actividades en la aldea.
—Puede prestarte este lugar hasta que encuentres el tuyo.
Miroku se giró a verla, evaluando la verdad en sus palabras. Cuando se aseguró que decía la verdad, le dedicó una tímida sonrisa.
—Suena bien.
El tiempo pasó rápido a partir de ese momento, viendo la aldea y jugando a imaginar qué decían las personas allí abajo, formando conversaciones y riéndose de los adultos, de esa vida que parecía tan lejana y aburrida, donde ninguno frenaba a fijarse en ellos, donde todos tenían la vista fija para lo que serían en un futuro: un monje, una exterminadora, el peso y la importancia de ellos en el mundo que se venía. Durante ese rato fueron dos niños jugando, sin pasados, sin penas, sin futuro ni destino, sin temores. Todo risa.
El sol fue bajando por el oeste lentamente. Pronto tuvieron que emprender el camino de regreso. En la aldea, un hombre alto esperaba por la niña y Mushin por el pequeño Miroku. Al verlos venir, les dedicaron un fruncimiento de ceños, sinceramente felices de verlos sanos.
—Aquí estabas tú —murmuró el monje, visiblemente cansado—. Te dije que no te alejaras demasiado.
—Tenemos trabajo por delante, no puedes pasar toda la tarde jugando por allí. Tu hermano preguntaba por ti.
—Lo siento, papá, no ocurrirá de nuevo.
—Lo lamento, señor —aseguró Mushin, instando a Miroku a hacer una pequeña reverencia y disculparse a su vez.
—No hay problema. Espero que encuentren descanso esta noche, y encuentren su camino mañana.
—A primera hora, señor. Muchas gracias por su generosidad.
El hombre alto miró a Miroku con seriedad y luego se alejó a paso firme hacia el centro de la aldea, sin dejar de recordarle a la niña que lo siguiera de inmediato. Mushin observó a la pequeña hija del jefe de la aldea, que se había quedado para hablar un momento más con Miroku, y luego a su pequeño hijo adoptivo. Tenía las mejillas rojas, y parecía un niño de nuevo, no esa criatura triste que había sido durante el último mes. Le dedicó un golpecito en la espalda y le dijo que no tardara demasiado que debían descansar y luego se alejó caminando a paso tranquilo.
—Lamento lo de papá —dijo la niña, con una sonrisita. Parecía apurada por seguir los pasos de su padre—, siempre tiene que aparentar ser muy estricto.
Miroku le sonrió. Quería decir algo al respecto, pero no pudo, únicamente dijo lo primero que se le vino a la mente.
—Gracias por prestarme tu lugar secreto hoy.
Se arrepintió al instante, por lo que sus mejillas se colorearon. Sin embargo, la niña le sonrió.
—¡Olvídalo! —dijo. Miroku le pudo devolver la sonrisa, contento—. Te lo prestaré cuando vuelvas por aquí.
—No creo que vuelva… pero gracias.
La niña lo miró, silenciosa. Frunció el ceño un momento, pero de inmediato relajó el semblante y le volvió a mirar con la misma intensidad de horas atrás.
—Prométeme que nos volveremos a ver. Así puedes contarme si has encontrado tu lugar secreto.
Miroku la miró durante un momento. Dudaba que alguien se negara a sus pedidos alguna vez. Sin duda, se convertiría en una exterminadora de temer. Le sonrió y asintió, seguro de que no podría cumplir esa promesa, pero con todas las ganas de poder hacerlo.
—Oye, espera —dijo, justo cuando ella comenzaba a alejarse—. ¿Cuál es tu nombre?
—¡Oh! Soy Sango. No lo olvides. Pregunta por mi cuando vuelvas.
—Cierto. Tú recuerda mi nombre, Miroku.
Sango asintió. A pesar de que en ese momento estaba segura de que lo recordaría, no lo haría. Ni el nombre ni el niño, ni el día. Pero en realidad no importaba. Había una última cosa que quería decirle antes de correr de vuelta a su hogar.
—Miroku…, todo estará bien.
—Lo sé ahora.
Sango le sonrió antes de correr para alcanzar a su padre.
Con el paso de los meses, Miroku se olvidó de esa niña. Olvidó el lugar secreto bajo el gran manzano que le prestó (y al que volvía durante algunos dulces sueños que alejaban las pesadillas). No la recordó ni siquiera cuando encontró su propio lugar secreto al reencontrarse con ella años después.
›Prompt 1: Los protagonistas como niños.
›Palabras: 2592.
›Nota: Hola~ Otra vez con un fic en respuesta a una actividad del foro ¡Siéntate!, esta vez: '¿Alguien quiere pensar en los niños?', y me tendrán actualizando este fic durante un buen rato, porque son seis entregas. :))
Espero que lo hayan disfrutado~
Mor.
