Hetalia no es mío, pero este fanfiction si lo es. Como Anonicat ya dije que quería reescribir la historia, así que lo voy a hacer fuera del anonimato.

La cuenta de Anonicat no volverá a actualizarse, así que a partir de ahora lo hará esta.

Quiero agradecer a todo el mundo que siguió y comentó la historia la primera vez que se publicó a lo loco, sin revisiones y sin beta, ya que me ayudasteis a seguir adelante. Ahora encontrareis muchísimos cambios en ella y con ellos espero mejorarla y no empeorarla (a pesar de que esta página del infierno me estropee el formato. Sob) De momento encontré errores de continuidad al hacer la cronología, así que tengo que añadir algunas escenas y quitar un par de ellas, adelantar acontecimientos... posiblemente salga bastante distinto aunque quiero que conserve el espíritu del original.

Y ahora dejo de escribir tonterías para dar paso al fic. Y como siempre digo, gracias por leer.


Era diciembre, había oscurecido hacía unas horas y la gente se dirigía rápidamente a sus casas después de una larga jornada. En Vilna el invierno es duro, oscuro y frío, aunque realmente era así en toda Lituania. No había mucha diferencia con Kaunas, o eso decía la teoría aunque la práctica era bastante diferente como pudo comprobar Toris, que llevaba casi un año viviendo en Vilna, dejando atrás a su familia y a sus amigos por un buen trabajo, algo bastante difícil de conseguir últimamente. Por lo menos no era lo mismo trabajar en el mismo país que emigrar, como estaba haciendo todo el mundo.

Él amaba vivir en Lituania y lo último que quería era marcharse.

A pesar de las similitudes con su ciudad natal, la gente de Vilna era tan fría como su invierno. Aunque parecía mucho mas viva, llena de inmigrantes y estudiantes, tiendas y cafés, le faltaba algo. O quizás la culpa la tenía él por no poder hacer amistades. La gente de la oficina dónde trabajaba como gestor era amable, pero nunca parecían estar dispuestos a quedar a la salida del trabajo a tomar una svyturys o a intercambiar más cosas que el nombre que usaban en facebook. Proponer era muy fácil, lo difícil era conseguir una respuesta positiva y aquella cafetería que estaba ahí, justo cruzando la calle, parecía demasiado acogedora como para desaprovecharla sólo por unos cuantos a los que no les apetecía hacer nada más que sentarse en casa al abrigo de una manta a ver cualquier programa de televisión.

La primera vez que entró, comprobó que el local era mucho más grande de lo que parecía visto por fuera, un efecto aumentado por un ventanal enorme que dejaba ver un bonito panorama del exterior. Incluso en invierno, con la nieve amontonándose en las esquinas y la oscuridad siendo vencida de una forma tímida por las farolas, el interior tenía un aspecto agradable y esa misma sensación se contagiaba a través de aquel mirador. La música ambiental era jazz, la luz sutil. Si lo pedías, la camarera te traía una pequeña lamparita para poder leer sin molestar a los demás clientes. Las tartas eran caseras, el café sorprendentemente bueno. Para él no había nada mejor que una buena taza de café y una porción de tarta de zanahoria mientras leía el periódico.

Uno de los pasatiempos favoritos de Toris era observar a través del ventanal a la gente que paseaba y adivinar o inventar cosas sobre su vida y alguna vez la señora Egle, la dueña del local que siempre llevaba su pelo blanco y corto muy bien arreglado, se sentaba a su lado para hacerle compañía. Como Toris tenía la costumbre de hacer lo mismo a la misma hora, siempre se encontraba a la misma gente. A la señora Egle le gustaba una chica que paseaba a su gato con una correa. El animal, entre el frío y la nieve, estaba tan asustado que no paraba de bufar y retorcerse y la dueña tenía que cogerlo a duras penas y llevárselo corriendo. La señora Egle se reía sin parar de ella cuando Toris le señalaba los pantalones llenos de rotos, producidos seguro por el pobre animal, buscando venganza en la seguridad de su casa.

El favorito de él era un hombre de mediana edad que siempre esperaba un taxi frente a la cafetería. Sus trajes eran oscuros, en invierno los cubría con un abrigo igual de lóbrego. Lo que merecía la pena eran sus corbatas. De colores brillantes, siempre destacaban demasiado porque o eran rojas como los tomates o del mismo tono verde que las limas. Una vez Toris le vio aparecer con una de color rosa flúor aunque su favorita era una amarilla que se podía ver incluso en las noches más oscuras.

Aquel día era la que llevaba.

Toris estaba sentado en su mesa, con su café y su porción de tarta de zanahoria, mirando tranquilamente al hombre de la corbata. Éste se subió a su taxi y se marchó lo antes que pudo; estaba nevando copiosamente, tanto, que ni la chica del gato había aparecido aún. Lo mas seguro era que Toris debiera coger un taxi para volver a su pequeño apartamento, ya que llevaba dos horas en la cafetería y aún no había signos de que fuera a parar. Cuando la camarera fue a entregarle la cuenta, una mujer había entrado a una tienda para resguardarse del frío mientras esperaba el autobús. En el momento en el que este pasó, ella intentó correr detrás sin conseguirlo, patinando peligrosamente por la acera para toparse de bruces contra el semáforo.

Menos mal que no le pasó nada y unos chicos la ayudaron a incorporarse.

Toris aprovechó para mirar la cuenta. No sabía ni para qué se molestaba en hacerlo, pues ya tenía siempre preparado en su bolsillo el billete, siempre de la misma cantidad y del cual nunca quería las vueltas. Lo dejó en la bandejita plateada y justo en el momento que daba un último sorbo al café lo vio.

Fuera, mientras la nieve seguía cayendo como si fuera el fin del mundo, una figura pasó corriendo de un lado al otro del ventanal. Llevaba un abrigo oscuro y largo, una bufanda blanca con un gorro de lana a juego. Tenía mucho frío, no paraba de dar pequeños saltos para entrar en calor y además, parecía nerviosa, como si esperara a alguien. Toris intuía que era mujer, bastante más alta que la media y no llevaba tacones. Su pelo era rubio, salía un poco entre el gorro y la bufanda, pero no podía decir mucho sobre su constitución, por la cantidad de capas de ropa que llevaba.

Se preguntó si podría verla de nuevo al día siguiente o simplemente eso era algo de un solo día. En cuanto dejó la taza sobre la mesa, vio como la chica cruzaba la calle nada más el semáforo se puso en verde.

Fuera, el aire helado cortaba la cara como si fuera un cuchillo, ni siquiera podía mirar al frente por culpa de los copos de nieve. Se encasquetó el gorro lo más que pudo para cubrir sus orejas, se tapó la cara con la bufanda, dejando libres los ojos. Mientras miraba la calle buscando con la vista un taxi, otra persona por poco se resbaló a su lado.

No le prestó la más mínima atención.

Si lo hubiera hecho, las cosas hubieran cambiado un poco. Los malentendidos hubieran sido menores. A lo mejor nunca se hubiese enamorado de esa manera.

Aunque eso nunca se sabe.

Aquella persona entró en la cafetería y se sentó en la misma mesa en la cual Toris había estado unos minutos antes, justo en el asiento de enfrente.

No sabía que aquella tarde de invierno iba a cambiar su forma de ver la vida.

oOo

A Toris le gustaban las rutinas.

Todos los días se levantaba, preparaba el café mientras se duchaba, se lo tomaba apoyado en la larga mesa ovalada que de alguna manera separaba la cocina del salón. Las noticias se oían de fondo en una tele vieja que sólo se encendía por las mañanas, al mismo tiempo que él se ponía su traje gris y se peleaba con su cabello, castaño, largo y desordenado. Siempre perdía la lucha y salía de casa, asegurándose tres veces de tenerlo todo bien apagado y en orden.

Las ocho horas en su trabajo se hacían eternas. Él no había estudiado derecho para hacer un trabajo tan aburrido, aunque realmente en el fondo sabía que al final era lo que iba a acabar haciendo. Los abogados de éxito solo se veían en las películas americanas y en Lituania, como en el resto del mundo, sólo se dedicaban a mirar papeles, rellenar informes y comer de tupper una vez tenían su tiempo de descanso. Al terminar sus horas en la gestoría, salía del edificio después de despedirse de sus compañeros, ya sin preguntar si querían acompañarle en la cafetería y después de su pequeño rato de relax tocaba ir a casa a cenar mientras chateaba con su amigo Alfred.

La rutina era especial, era como tener controlada su vida. Siempre el mismo café, las mismas noticias, los mismos informes, la misma chica con su gato, el mismo hombre de las corbatas, la misma muchacha que saltaba al otro lado del ventanal.

Esa chica era hipnotizante.

Todos los días exactamente a la misma hora, aparecía por un lado y saltaba entre la nieve, esperando a que el semáforo se pusiera en verde.

Seguro que era hermosa.

Su abrigo oscuro se contoneaba en sus caderas como una campana tocando en una iglesia. Su pelo era tan claro que la luz de las farolas se reflejaba en él, haciéndole brillar.

- ¿Te gusta? – Le preguntó la señora Egle, sentándose a su lado como también era costumbre – Parece bonita.

- Seguro que lo es – Le respondió -. Creo que es más o menos de mi edad, posiblemente estudiante.

La señora Egle rió divertida.

- Imagínate que es de otro país, aquí viene mucho estudiante extranjero gracias a las becas. Puede ser española.

- No lo creo, ese tono de rubio no se puede dar en España. Puede que sea de Rusia o de Bielorrusia.

- O polaca, aquí viven muchísimos descendientes de polacos. Mi marido lo era – Comentó la mujer -. Deberías salir fuera e invitarla a un café. O mejor aún, yo os invitaré a uno, pero tienes que ser valiente y pedírselo.

- No hace falta tanta molestia, gracias - Toris negó con la mano, intentando ser educado.

- No, hijo. Siempre te veo tan solo que quiero que seas feliz con alguien. Un muchacho tan guapo debería tener novia, ¿sabes?

- Se está bien soltero, no se preocupe por mí.

No estaba realmente preocupado por tener pareja, aunque mucha gente pensara que estaba mintiendo, incluida su propia familia. Aún así, esa chica ocupaba demasiado tiempo dentro de su cabeza. Aquella conversación con la señora Egle terminaba siempre aderezada con más detalles gracias a su imaginación.

¿Y si la chica odiaba el huevo? A lo mejor era el huevo, la coliflor y los guisantes, pero se los comería igualmente al encontrarlos en su plato para no ser irrespetuosa.

A lo mejor le ponía muchos azucarillos al café porque le gustaban las cosas dulces. ¿Y si su tarta favorita también era la de zanahoria? Ese detalle tonto le haría inmensamente feliz.

O puede que fuera tímida, como le gustaban las chicas. Primero le costaría mirarle a los ojos pero poco a poco ganaría su confianza.

¿Y su cuerpo? Sus piernas parecían delgadas, así que asumía que el resto de su cuerpo era así. Y sus pechos pequeños, le encantaban las chicas con pechos pequeños.

Más de una vez tuvo que darse una ducha fresca para quitarse esas ideas de la cabeza. Era peligroso obsesionarse de esa manera por alguien a quien no conocía y si seguía así al final como castigo tendría que tirarse desnudo encima de la nieve, como si ya no tuviera suficiente con sufrirla cada vez que tenía que salir del calorcito de su apartamento para ir a comprar a un Maxima.

Pero no hacía daño fantasear un poco.

¿Verdad?

Durante todos los días de aquella semana, sin faltar uno, él miraba a través del ventanal a aquella chica y se inventaba su vida. La señora Egle se sorprendía, insistiendo sobre que debería dejar de trabajar en la gestoría y dedicarse a ser novelista para aprovechar su imaginación o en su defecto, invitar a la chica a un café para conocerla mejor, con el peligro de desilusionarse.

- Pero si no lo intentas, nunca sabrás si es para ti o no.

Pero él era demasiado inseguro y dejaba pasar las oportunidades mientras seguía sentado en la seguridad de su cafetería.

Algún día…

oOo

No quería admitirlo, de hecho, nadie que conociera a Alfred quería admitir algo así. Siempre tenía razón.

Parecía un tipo despreocupado, un juerguista sin remedio que en apariencia sólo se cuidaba de sí mismo y que nadie bebiera de su copa. Pero en su interior (muy en su interior, la verdad sea dicha), podía leer las situaciones mejor que nadie, incluso a través de la pantalla del ordenador.

Toris siempre le comentaba lo que hacía durante el día aunque no fuera interesante, como las fiestas a las que asistía su amigo. Éste siempre insistía en que debería emigrar, volver a Nueva York y encontrar un trabajo bueno para dejar de encerrarse en su casa. Los tiempos del master fueron buenos, pero Toris no necesitaba regresar. No en ese momento.

La conversación comenzó de una manera bastante simple, hablando de cómo era la muchacha y terminó comentándole todo lo que había fantaseado sobre ella. No pasó ni medio minuto cuando su teléfono móvil sonó.

Era Alfred.

En la pantalla del portátil apareció un mensaje simple.

"Pilla el maldito teléfono"

- ¿Tienes que contarme algo tan importante que no puede ser por el chat? – Toris estaba un poco sorprendido. Sabía que Alfred disponía de dinero, pero ese era un gasto innecesario.

- Toris, tío. ¿Estás leyendo lo que estás escribiendo? ¿No? Me lo imaginaba.

Quería saber más, su voz temblaba ligeramente, como si estuviera preocupado por culpa de aquella conversación que para Toris no tenía la menor importancia.

- Me gustaría saber a qué te refieres – Le comentó bastante extrañado -. Yo creo que está bien redactado y no tiene faltas, todo lo contrario a lo que tu sueles escribir.

- No me refiero a eso, es que hablas de ella embobado y no la conoces. Siempre pensé que eras un tío bastante racional así que me preocupas.

- ¿Nunca has jugado a adivinar como era la gente, o su nombre?

- ¿Tienes nombre para ella?

No debía tener esa sensación tan espantosa de saber que había hecho algo terrible. Que te gustara alguien, sea cual sea la circunstancia, no debería ser un tabú.

- Snieguolė.

- ¿Y significa…?

- Copo de nieve.

Por un momento el silencio se hizo al otro lado antes de ser roto de nuevo.

- Joder, Toris. Eres un cursi. Además sabes que ella no se llamará así, ni le gustarán las cosas dulces, ni será tímida.

- No me quites la ilusión.

La ilusión de estar enamorado, aunque la chica no exista. De levantarse todas las mañanas sabiendo que al final del día podía verla, aunque fuera con un cristal de por medio.

- Prométeme que no volverás a la cafetería.

La voz de Alfred sonaba muy alarmada y él no quería que su amigo se sintiera así. La promesa fluyó por sus labios fácilmente, casi sin pensar y un suspiro al otro lado de la línea indicó que había conseguido tranquilizarle.

Mentir era tan fácil.

A la tarde siguiente, con un día igual de frío y oscuro que los días anteriores, Toris se encontró con que no podía sentarse en su mesa de siempre, pues alguien ya la había ocupado; una pareja que no paraba de hacer manitas estaba tan a gusto que no parecía que quisieran irse pronto. Tuvo que dirigirse a la mesa más grande y alejada para esperar que su acostumbrado sitio se librara. Mientras, tenía que conformarse con mirar de lejos. Por lo menos aún quedaba un par de horas antes de que la chica apareciera por ahí, no había nada por lo que preocuparse. O quizás si.

Esa tarde no fue como las demás.

Apareció de pronto, mucho tiempo antes a lo que estaba acostumbrado, caminando desde el sentido contrario al que normalmente lo hacía y se paró un momento, como pensando, decidiendo. Ya no parecía tener prisa, de hecho había cambiado sus costumbres por completo, como si fuera una persona totalmente distinta. Por primera vez se giró y desde tan lejos Toris no pudo apreciar nada de su rostro.

La parejita se levantó al fin y Toris intentó apresurarse para ir a su mesa, a su silla, al lado del ventanal. Pero la chica había desaparecido.

Ya no tenía sentido cambiar de lugar de nuevo, además la camarera ya le había acercado el café y la porción de tarta. Ella le miró extrañada, sin entender porqué que había levantado tan repentinamente, pero le dejó el contenido de la bandeja encima de la mesa.

Cuando la muchacha del abrigo apareció por la puerta de la cafetería, Toris sintió que el pulso le había abandonado.

La señora Egle se acercó para atenderla y limpiar la mesa que Toris acostumbraba a usar. Ella dejó unos libros encima de la mesa, se quitó el abrigo, que no era negro, sino azul oscuro. Lo dejó junto con la bufanda y el gorro en una de las sillas y se sentó dándole la espalda.

Su cabello era rubio, pero más oscuro de lo que Toris recordaba. Llevaba unos pantalones vaqueros algo ajustados, zapatillas blancas que parecían de deporte, y un jersey blanco de cuello alto. El cabello se le había quedado electrificado por culpa de la lana del gorro, así que estuvo un rato intentando alisárselo, mirando su reflejo en el ventanal.

Toris no podía distinguir mucho desde ahí, tenía que apañárselas de alguna manera para poder hacerlo. El baño estaba de camino, así que podía usar eso como excusa, así que decidió levantarse y caminar lentamente, mirando al frente, intentando no girar la cabeza. Podría verle de frente a la vuelta.

- ¡Oh, Dios mío! ¡Teneis sękacz!

Involuntariamente aceleró el paso y cuando se encerró en los retretes notaba como el corazón le latía a mil. Era extranjera. Su acento era muy marcado y había algo familiar que no conseguía identificar. Después de pasar un rato prudencial dentro, se lavó las manos que habían empezado a sudar de los nervios y salió otra vez para volver a su sitio.

Al fin vería la cara de la muchacha.

Por fin podría ponerle rostro a su chica imaginaria.

Y mientras caminaba lentamente y nervioso, encontrándose frente a frente con ella, pudo darse cuenta de dos cosas. La primera, viendo la porción de tarta de zanahoria y el batido de vainilla encima de la mesa, le encantaba el dulce, como él mismo suponía.

La segunda que su muchacha era el chico con los ojos verdes mas hermosos que nunca había visto.