Hola a todos. En esta ocasión os traigo un fic de un anime poco conocido, Baccano! del mismo creador de Durarara! La trama se desarrolla despúes del anime, pero me rompí la cabeza para que también encajase con la novela ligera que va después. Aquellos que no lo hayan visto, les recomiendo que lo hagan, ya no sólo porque no entenderán nada del fin, sino porque es muy bueno.

El grado T se debe a que contiene violencia explícita y lenguaje soez, así que estáis advertidos.

Este fic iba a ser un One-Shot que se alargó (como me pasa siempre) así que al acabarlo tuve que dividirlo. Ahora consta de 12 capítulos que iré subiendo según vea.

También quiero destacar la ayuda de Magua, por haberme soportado cuando la acosaba para que se viera el anime y después para hacer un excelente trabajo como betareader. Muchas gracias, betapro ^^

Disclaimer: Baccano! pertenece a Ryohgo Narita, pero la trama del fic es obra de mi retoricida imaginación.

Nada más, espero que os guste.


Un hombre sonriente se cuela en la cárcel para hablar

Un aire gris y contaminado fluía por las calles. Ennegrecía los pavimentos ya maltratados por las suelas de los zapatos de los muchos ciudadanos que pasaban por el lugar e impregnaba de hollín las paredes de los altos edificios. Muchos de ellos apenas superarían la década de edad, pero poco importaba si tenían que aguantar el imparable dinamismo que ofrecía esa ciudad. Nueva York, un bosque de hormigón y hierro que se expande por toda la bahía, absorbiendo incluso el pueblecito de Ossining.

Sin embargo, una singularidad que tenía esa zona y no compartía con muchas otras partes de la bahía era el hedor a agua estancada mezclado con el combustible que derramaban los cientos de automóviles. Las pestilentes oleadas de aire que escupía el río Hudson podían borrar momentáneamente la sensación de estar en una de las ciudades más modernas del país y del mundo entero.

Vino paseaba despreocupadamente por el bordillo de Liberty Street. Su rostro denotaba lo que sentía, lo que era. Pura fuerza y confianza. Tenía una capacidad de control y exhumaba una superioridad que haría apartarse a cualquiera que se cruzase con él por la calle. Su sonrisa, de medio lado y exultante, dejaba claro que él mandaba, que no había ser en este mundo o en cualquier otro que pudiera vencerlo. Aunque en el fondo era lógico. Lógico para su extraña filosofía, para su extremo solipsismo, que le autoproclamaba rey del mundo, de todo lo que estuviera bajo el cielo o sobre él. Sus ojos, de un color que pasaba de un verde oliva a un marrón rojizo se encontraban en ese punto medio de equilibrio, de perfección. La intensidad de esa mirada podría doblar cucharas y vigas de metal si era necesario. Detendría balas y abollaría carrocerías. Sólo con una mirada podría tener el mundo bailando sobre su mano. ¿Pero qué gracia tendría eso? ¿Qué entretenimiento ofrecería ver al mundo bailando? Lo realmente interesante sería bailar al son del mismo. Fundirse en sus calles y resolver sus acertijos. Corregir sus errores y juzgar a los culpables. Sí, eso era mucho más divertido, y por eso solía sonreír.

No obstante, no era esa la razón por la cual Vino sonreía en ese momento. No, ¿para qué buscar la felicidad con algo tan complejo? Era mucho más sencillo encontrarla en banalidades. Y qué mejor manera de reír de una banalidad que haciéndolo con ironía. Sí, la ironía resultaba muchas veces la mayor de sus diversiones. Era cruel y sincera, enrevesada pero simple al mismo tiempo, correcta y justa a la hora de la verdad. Y en este caso le hacía gracia estar caminando por Liberty Street cuando lo que tenía delante era una de las mayores prisiones del estado.

Los grandes muros de hormigón de la prisión de Sing Sing desafiaban el río Hudson y sus incansables bocanadas de aire húmedo. Como si de un gran caserón se tratara, el pabellón central se alzaba por encima de los muros, tratando de escapar. Pero sería imposible, nadie escapaba de Sing Sing, ninguna persona común atravesaba esos muros y salía al mundo libre. Pero claro, a Vino no le importaba eso por dos simples razones. La primera era que él no era una persona común, era una imperfección de la banalidad, una estrella que resplandecía en el cielo más que el resto. Pero la segunda era la más importante. No quería salir de allí, quería entrar.

Las puertas principales estaban custodiadas por dos torreones en los que había cuatro vigilantes armados. Ninguno de ellos parecía tomarse en serio su función de vigía, ya que estaban sentados y hablando entretenidamente entre ellos, fusil en mano por supuesto. Eso era América después de todo, antes habría un niño con un revólver del 45 que un hombre desarmado.

Fuera de los muros, un par de guardias paseaban con grandes perros sujetos con arneses de cuero. Los perros le gustaban bastante a Vino. Eran animales leales y fieles, que nunca traicionarían a su dueño. Quizá ese fue el motivo por el cual le lanzó una piedra y le reventó la cabeza al que estaba más cerca antes de que su olfato pudiera delatarle. El hombre que lo sujetaba jadeó de la impresión, pero cuando se fue a llevar a la boca el silbato para dar la alarma, Vino se colocó tras él, como una sombra silenciosa, y le rompió el cuello con un movimiento seco.

Independientemente de la actitud de Vino, de las flores que pudiera tirarse o de lo que él mismo fardara, su excepcional forma física era algo que nadie podía discutir. Curtido en la dura vida circense, su cuerpo era robusto como un roble, con la agilidad de una gacela y la fuerza de un león. Era algo empírico que nadie podía negar, y gracias a ello había conseguido la controvertida fama de ser el mejor asesino del mundo.

Pero tampoco sería justo quitarle mérito a su retorcido y macabro ingenio. Tardó menos de cinco minutos en despojar al guardia de su uniforme y matar al restante. El otro perro ni se inmutó al cambiar de dueño. Quizá fue porque su uniforme despedía el olor del otro guardia, o porque mató a su dueño con una delicadeza que envidiarían muchas princesas. Se colocó la gorra concienzudamente, evitando que ninguno de sus rojizos cabellos pudiera delatarle. Una vez listo, sólo tuvo que posicionarse frente a la puerta y hacer unas señas para que una de las más inexpugnables prisiones del momento se abriera ante él.

Le costó un poco más orientarse dentro del complejo correccional. Tuvo que seguir y observar a varios guardias para poder encontrar el lugar en el que estaban recluidos los reos más peligrosos. Tras matar al hombre que hacía la ronda del lugar, cogerle el manojo de llaves y esconder su cuerpo, se paseó por los pasillos con las manos en los bolsillos. Daba grandes zancadas, producto de su también gran confianza en sí mismo. Iba asomándose por los barrotes de las celdas como si fuera un niño pequeño que juega al escondite. Algunos presos le gruñían amenazas incoherentes, otros, ni siquiera le miraban. Su sonrisa se ensanchó más aún cuando llegó a la celda que contenía lo que quería.

Se trataba de un pequeño habitáculo de dos por tres metros. Una sucia cama enganchada en la pared ocupaba la mayor parte del espacio, por lo que sólo un pequeño hueco quedaba libre para caminar y estirar un poco las piernas. La única luz que había se colaba por un pequeño tragaluz blindado con un marco de metal y un ventilador que regulaba el flujo del aire. Era gracioso ver como el único resquicio de libertad, la ventana, estaba cubierta por unas aspas que podrían romperle la mano a quien intentara siquiera tocarla.

La complacencia se vio dibujada en el rostro de Vino cuando vio al hombre encerrado en la celda. Su figura se mostraba arrogante aun estando vestido con las ropas de un recluso. Estaba sentado en la cama con la espalda apoyada en la pared. Sólo se giró hacia los barrotes de la puerta cuando oyó el chasquido de la cerradura al abrirse. Sus fríos ojos dorados, templados por la experiencia que sólo dan los años, no mostraron emoción alguna cuando vio a Vino entrar en la celda con tranquilidad y colocarse frente a él. No obstante, dejó que el pelirrojo hablase primero.

–Mira a quién tenemos aquí. Huey Laforet.

–¿Otro que se escapa? –preguntó con desinterés. Vino se quitó la gorra, mostrando sus inconfundibles cabellos rojizos y Huey lo reconoció–. Oh, Claire Stanfield, supongo –dedujo–. Parece que has encontrado un nuevo disfraz.

Vino ladeó la cabeza. Su rostro mantenía su eterna sonrisa, calculadora.

–¿Entonces es cierto que tú eres el líder de los Lemures?

–¿Entonces es cierto que tú los mataste? –repuso él, divertido.

–En realidad no. Se estuvieron matando con otro grupo criminal que también estaba en el Flying Pussyfoot.

Lo cierto es que había resultado un viaje bastante entretenido. Los hombres de blanco estableciendo su justicia, los de negro, la suya. Pero lo mejor de todo era que ambos estaban equivocados. Y ambos acabaron crispándole los nervios. Los de blanco habían matado al pobre Tony, su amigo y mentor. Él le había enseñado todo sobre los trenes, y gracias a ello había conseguido ser conductor, teniendo así una ruta de escape segura cada vez que tenía que hacer un trabajo. Le había dolido la muerte de Tony, sin duda, aunque también era cierto que al asesino le había dolido más, él se había encargado de ello. Por otro lado, los de negro habían intentado tomar de rehenes a todos los pasajeros del tren. La responsabilidad de los pasajeros caía en sus manos como conductor, y ellos podían haber muerto. Sin duda era algo que no podía dejar que pasara, totalmente desaprobado.

–Lo mismo podría decirte yo. Los Lemures no son una organización que yo haya creado, ni siquiera siguen mis órdenes –se excusó Huey–. Son una panda de fanáticos que ponen palabras en mi boca que yo no he dicho. Justifican sus radicalismos y excentricidades usando mi nombre como expiación. Es lo que suelen hacer los humanos, ¿no? Usar a otros como cabezas de turco para poder respaldar sus atrocidades.

Vino se mantuvo inmutable. Ese hombre hablaba de los humanos como si fueran simples peones, como hormigas que corretean entre sus pies.

–Así que en el fondo los usas como tus herramientas. Es gracioso cómo te aprovechas de los mismos hombres a los que acusas de actuar por su propia cuenta. El mundo está lleno de contradicciones y los hombres fuertes deberían guiar al resto. –Acercó su rostro al del moreno–. Tú eres un hombre fuerte, pero en lugar de guiar a las personas prefieres experimentar con ellas. –Se encogió de hombros al mismo tiempo que se enderezaba. –Pero bueno, en realidad me da igual, hagas lo que hagas nada cambiará. El mundo seguirá girando, porque gira a mi alrededor. Eres libre de hacer lo que quieras. –Tras lo dicho, se hizo un silencio algo incómodo. Huey miraba de forma recelosa a Vino. Sus ojos parecían inescrutables. Vino enarcó una ceja.

–¿Qué pasa?

–¿Hasta cuándo vas a seguir con este teatro? Cuando vine a Nueva York fue para buscarte. Tenía ganas de conocerte. Tu reputación te precede, y tu personalidad más aún. Me resultabas un sujeto de lo más interesante. Y por lo que veo –dijo levantando los brazos–, todo lo que hablan de ti es más que cierto. Te colaste en una de las mayores prisiones del estado sin llamar la atención. –Vino hizo una galante y exagerada reverencia.

–Pero hay algo que sigue sin cuadrar –continuó Huey–. ¿Por qué estás aquí? Cuando te busqué, escapaste. Y ahora eres tú el que viene a mí. ¿Qué es lo que buscas? ¿Es inmortalidad? ¿Poder? ¿O es... mi hija? –La sonrisa de medio lado que tenía Vino en sus labios expiró con la velocidad del rayo. –Por lo que veo he acertado. No me tomes por tonto, Claire, he vivido muchos más años de los que pueda aparentar. Sé cómo funciona la mente humana. Sé que es hermosa, y deduzco que debiste coincidir con ella en el Flying Pussyfoot. –Huey Laforet, el excéntrico líder de los Lemures, un hombre con una mente prodigiosa, un filántropo cuya voracidad y ansias de conocimiento podrían rivalizar con las de Dios. Y ahí estaba, sentado en un mugriento colchón de Sing Sing.

Se puso en pie. De altura era pocos centímetros más bajo que Vino, y su complexión física apenas le hacía sombra. No obstante, su presencia imponía tanto o más que la del pelirrojo. Se acercó a la pequeña apertura de la pared y observó cómo el sol se iba ocultando por la orilla contraria del Hudson.

–Además, Chane me ama. Soy su padre, le di todo lo que tiene. Soy la única persona en quien confía. Siempre ha estado sola y no se abrirá a nadie más. Es mucho más compleja que un tesoro que quieras robar. Una caja fuerte inexpugnable, si prefieres.

–Ha... ha... ha... hahahaha –rompió a reír Vino a su espalda–. Maravilloso, simplemente maravilloso. Así debe ser. ¿Podría haber algo más excitante? ¿Un reto mayor para mí? Lo acepto, lo acepto gustoso. –Huey seguía dándole la espalda, con el rostro pétreo dirigido hacia la ventana. –Sabía que mi Chane era única, sin duda. Esa inexpresividad, esa mirada fría y apática. Ah... sin duda tiene que ser mía. Sí, lucharé por ella. –La pasión y brío que exhumaba su cuerpo era palpable incluso para Huey, que seguía sin mirarle.

«Quizá él...», pensó.

–Huey Laforet, me habías preguntado para qué había venido. No lo he hecho porque quiera nada de ti, sólo vengo a informarte. Voy a hacer mía a tu hija. Pienso enamorarla hasta que sea yo el hombre en quién confíe, haré que si suspira, sea por mi nombre. Derretiré el hielo que cubre su corazón, y cuando busque apoyo, lo hará en mí.

El rostro de Huey se crispó en una sonrisa maquiavélica, inhumana. Una sonrisa que un hombre no debería ser capaz de gesticular. Se dio la vuelta para encarar a Vino, pero la celda estaba vacía. El ruido que hacía el ventilador de la claraboya era lo único que interrumpía esa silenciosa soledad.

–¿La harás reír? ¿La harás confiar? Qué... qué interesante. ¿Cómo reaccionará Chane? Oh, mi sujeto de pruebas. ¿De qué manera actuará mi niña?