Jamás cambiaría
El cielo negro iba aclarándose lentamente, dejando paso a un radiante y esplendoroso sol. El sofocante calor los atosigaba y hacía que sus gargantas se secasen. El sudor era parte de si mismos y se entremezclaba en sus esencias. La luminosidad les impedía abrir bien los ojos, y desperezarse como corresponde. El día recién estaba comenzando.
Ambos se despertaron en el mismo tiempo y aún estaban abrazados. Los músculos agarrotados, los cuellos contracturados, las extremidades incómodas. Y, aún así, sabían que aquello valía la pena, pues sólo con mantenerse juntos y firmemente agarrados, el uno del otro, les era suficiente.
Él la apreta cariñosamente entre sus brazos y le sonríe, de aquella forma infantil y pura que sabe que a ella le gusta. Wanda siente, tan sólo con esa sonrisa de puros dientes blancos, que eso es vida, que no hay mañana y que poco le importa estar habitando otro cuerpo más frágil, pequeño o débil, pues su amor por Ian jamás cambiaría.
