Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece, tampoco sus personajes.
Advertencias: Palabrotas. Nada más por ahora.
Parejas involucradas: Prusia/Hungría, Francia/Inglaterra, España/Romano.
Palabras: 3,180
Resumen: El libro se balanceaba en lo alto de la estantería, su lomo azul destacaba y Gilbert lo deseaba. Alargó una mano y cuando estaba a punto de tomarlo, otra mano más ágil y menuda lo tomó. Sus dedos pálidos y largos rozaron la piel ajena.
Sucesos históricos relacionados: Años 30. Algunas menciones a la Primera Guerra y también a la Segunda.
Nota de autor: ¡Hola! Regreso con un nuevo PruHun con menciones de FrUK y Spamano. Espero que les agrade. Intentaré postear una vez por semana, si mis pruebas lo permiten. Juro que Changing Suits y Love at first sight tendrán continuación pronto ;n; Al menos eso quiero yo. Si les gustó, ¡comenten! Me harían muy feliz. Cof cof hago esto para compensar la tragedia de Galatea cof cof. Tengo planificados 11 capítulos. A ver si se agregan más parejas en el futuro también. ¡Que tengan una buena lectura!
1.
Los cabellos blancos se enredaban entre las sábanas cálidas de la cama. Los ojos rojos se abrían con un bufido. Si hubiese podido acabar con la luz del sol, Gilbert Beilschmidt no habría dudado un segundo en hacerlo. Los bostezos se renovaban, la piel pálida abandonaba el calor del lecho, su cuerpo se desparramaba al intentar salir de las profundidades de un sueño guiado por Morfeo. Y sobre el escritorio, inertes, las hojas del manuscrito. ¿Cuántas eran, cuántas más serían? Gilbert ya no sabía. Las matemáticas no eran su fuerte. Pero sí sabía que probablemente en un año se duplicarían. Sólo tenía que mantenerse inspirado. Como si los años 30 fueran muy inspiradores… Para Arthur sí, pero para el albino era imposible concentrarse. A Arthur le bastaba meterse bajo la cama para creerse todo un detective y plasmar las sensaciones, los crímenes, en una servilleta, una sábana, lo que fuera. Pero Gilbert era diferente. La ficción histórica era diferente por completo… Y Paris con sus nuevas luces no le ayudaba demasiado. A veces deseaba haberse quedado en el olvidado Munich con su arquitectura tan alabada por Antonio, el español que había conocido allá mismo, que se volvía loco por un dibujito, por una mísera postal del Hofbräuhaus. El único maniático por el edificio en sí y no por la cerveza que representaba… Y a Gilbert se le hacía agua la boca por una buena cerveza alemana.
Los pies descalzos se desplazaron suavemente por la madera encerada del apartamento, saliendo del cuarto para dirigirse a la cocina. Y se quejó cuando sintió esa cerámica fría en las pálidas plantas. Se preparó un poco de té, preguntándose cómo Arthur soportaba beberlo cada día, y se lo bebió de un trago, de pie frente a la ventana… De esa ventana que le daba la mejor vista de París, que se perdía más allá de la Torre Eiffel, de esa otra maravilla frente a la cual Antonio pretendía orar cada mañana. Vaya idiota. El único que iba a Notre Dame a disfrutar de sus contornos, de las misas de domingo, del aroma a incienso. Claro, y también ese otro niñato que le seguía como perrito faldero. ¿Lovino? Y que luego le gritaba que lo dejara solo. Otro imbécil a la lista. Pero cómo le hacían reír.
Gilbert tomó un baño. Necesitaba relajarse un poco, sacarse la mugre de entre los dedos, sentir el agua caliente quitarle la mierda de la mente. Vaya asco. El albino no dejaba de pensar en cuánto le cobraría una prostituta en frotarle bien… Y le daba risa. Y asco también. Como si necesitara tanto del placer carnal… Como si necesitara sentir amor… Alguna vez en la vida. Se le iba la mente en recordar mujeres, en imaginar unas nuevas. Qué cursi. Ni que fuese la mente de Francis. Sí, de ese estúpido francés que transmitía del amor más que la radio más sentimental de París; esa que ponía a esas mujeres francesas a cantar de desgracias románticas. Y qué melancólicas cantaban. Y Francis era igual de melancólico, de dramático… O peor. Todo el día hablando de encontrar a su verdadero amor, cuando podría irse más en acción que en palabrería. Gilbert podría jurar que ha visto pasar a más de treinta mujeres por el Pont des Arts del brazo de Francis en estos últimos cuatro años. Del Francis galante de ojos más azules que el océano, del coqueto y bonachón, claro (no del Francis que se sume en el alcohol una vez al mes. Vino, por favor). Del Francis que ofrece pinturas a cambio de placer. Del Francis que conoce lo que hay bajo la mitad de las faldas de todo Paris. Pero vaya qué bien pinta el maldito. Pero Gilbert lo considera un mal amigo por nunca siquiera dibujarle. Con lo que le ha costado ser tan apuesto.
Y luego viene la ropa: la camisa blanca, los pantalones café casuales, los calcetines oscuros, los zapatos de cuero que tan bien le quedan, el abrigo encima y la bufanda que le regaló Arthur por cortesía para su cumpleaños. De esas escocesas tan típicas del inglés de ojos verdes. Del que le recomendó ese libro… ¿El Gran Gatsby? Oh, vaya, hoy sí que tenía que comprarlo.
Dejando la cama a medio hacer, Gilbert salió del apartamento. Sus pasos fueron lentos, disfrutaba la brisa otoñal de París en la mañana. Qué ganas de compartirla con alguien.
Era casi mediodía cuando llegó a Shakespeare & Company. Seguro encontraba al diablillo por ahí merodeando. Sus dedos recorrieron los lomos suaves de los libros. El aroma del papel le embriagaba más que cualquier licor. Una suave sonrisa. Lo divisaba. Allí estaba el maldito libro. A ver si lo cogía pronto…
Se adelantó rápido, una vez que veía a su presa tenía que actuar velozmente… Alguien se la podía quitar. Pero él lo haría mejor que cualquiera. El libro se balanceaba en lo alto de la estantería, su lomo azul destacaba y Gilbert lo deseaba. Alargó una mano y cuando estaba a punto de tomarlo, otra mano más ágil y menuda lo tomó. Sus dedos pálidos y largos rozaron la piel ajena.
- Lo siento. – susurró la voz fina, tan suave y cálida como aquella mano, de una mujer.
Gilbert bajó un poco la mirada, desde el libro, desde sus manos apenas separadas, al rostro de la chica. Esos ojos verdes lo hicieron estremecerse. ¿Podía una mujer tener tanto poder en su sola mirada? Las pestañas que la enmarcaban eran oscuras, se teñían en el negro de un maquillaje caro. Gilbert podía distinguir el detalle, la ausencia de grumos, cada pestaña separada de la contigua. Y sus labios húmedos, enjugados en algún veneno mortal, supuso el albino. Las mejillas apenas rosáceas. Qué delicadeza. Qué delicia.
La joven sacó el libro de su precioso lugar en la estantería. A Gilbert le costó reaccionar y apartarse.
- No… Yo lo siento. Realmente quería leer ese libro. – se atropelló el alemán, su francés se enredaba entre sus dientes y salía metamorfoseado en palabras sin sentido, según le parecía a él.
Ella sonrió.
- Es un gran libro. Sólo se me ha antojado verlo. ¿Es la primera vez que lo leerá? – la voz de la chica era tan dulce, tan armónica, tan perfecta, que él desearía escucharla cada mañana al despertar, cada noche antes de dormir… Y su acento…
- S-sí… Me lo han recomendado. – respondió Gilbert, atropellándose nuevamente. Lo haría muchas veces en la conversación.
- Quien se lo ha recomendado tiene un muy buen gusto. – sonrió la joven, sus cabellos color caramelo enmarcando ondulados el rostro dulce.
Gilbert se empezaba a quedar sin voz de ver tan delicadas figuras frente a su persona. Tenía una cintura pequeña… Y unas caderas… Ah.
- ¿Está bien, señor? – preguntó ella.
El albino respiró hondo.
- Gilbert Beilschmidt. Es mi nombre. Y no me trate de usted, por favor.
Ella sonrió. De nuevo.
- Héderváry. Erzsébet. Lo siento. – y bajó la mirada.
Aparentemente, también estaba nerviosa. Gilbert sonrió aliviado.
- Erzsébet Héderváry. ¿Sí? – pronunció el alemán, inseguro.
Ella asintió y Gilbert pudo ver que las mejillas se le habían enrojecido. Y vaya hermosas que se veían con ese tono.
- Sí. Erzsébet. Es mi nombre. Tampoco me gusta que me traten de usted.
La chica le ofreció el libro. Gilbert lo miró, las manos de Erzsébet a los costados del tomo. Nunca las olvidaría.
- Si me disculpas, Gilbert. Debo retirarme ahora. Confío en que dejo el libro en buenas manos. – el albino cogió el libro con seguridad, ella lo soltó.
La vio desaparecer en las calles parisinas, sus pasos eran apresurados en aquellos pequeños tacones negros, el viento otoñal movía el vestido verde bajo el abrigo, haciendo ondas, jugando con él. El libro susurraba azul entre sus manos. "La dejaste escapar, Gilbert".
Tras comprar el libro, pasó a comer por ahí, al pasar. Sus ojos rojos aún veían el rostro de Erzsébet. Erzsébet. Vaya melodía que parecía su nombre, vaya ilusión. Qué fugaz le parecía todo. Al momento de verla, desaparecía; inconstante, efímera. Como las nubes que corrían en el cielo, como un susurro, un borrón. Y vaya que le costaba decirlo. Oh, Erzsébet. Nombre de reina, una armonía en labios de poetas, un susurro de amantes. La de cosas que le dedicaría. Y lo mejor de todo, ¡tenía buen gusto en sus lecturas! Si sólo pudiera… Oh, Erzsébet, si sólo pudiera conocerla. Y limpiar de sus mejillas todo rastro de tristeza, y beber de sus labios la miel más dulce… Oh… Erzsébet. Y ahora comprendía lo que el amor era. Podía ser pasajero… Pero estaba ahí, ardiente en su pecho.
¡Tenía que contarle a Francis y Antonio! ¡De esta celestial aparición, de sus sentimientos! Oh, qué pasajero, qué efímero había sido aquel encuentro.
Entró al bar "Paradis" ya de noche. Afuera el encargado, el ruso ese, Braginsky, bebía un poco de vodka, mirando de una forma bastante tétrica a quien pasaba por la calle. Gilbert le saludó con su mano enguantada y entró como si de su casa se tratase.
Allí dentro, con un vaso de vino cada uno, Francis y Antonio brindaban. ¿Por qué? A Gilbert no le podía importar menos.
- ¡Eh, chicos! – llegó saludando el alemán, abrazándoles por la espalda.
Antonio carcajeó, Francis bufó.
- ¿Qué bicho te picó, eh? – fue lo primero que preguntó Francis.
Gilbert se rió, le encantaba ver la ignorancia más pura reflejarse en los ojos azules del francés.
- Conocí a una chica… La más hermosa del mundo. – suspiró de placer, echándose en la silla contigua a Francis.
- ¿Una chica? Yo pensaba que te iban mejor los hombres. – soltó sincero el español.
Francis se desternilló de la risa.
- ¡Eh, Antonio! Yo tengo claro lo que quiero. – gruñó el alemán.
El francés le bajó los humos al albino con su palabrería, esa de la que Gilbert siempre se había quejado. De cuajo le desvió el tema.
- Vamos, Gilbert… ¿Cómo es que no se te ha escapado la dama? A ti siempre se te suelta la lengua, hombre. – le soltó, aún entre carcajadas.
Gilbert se la pensó un poco.
- Quizá es porque… Hablamos muy poco. Estaba nervioso, y ella también… Creo.
Antonio se rió por lo bajo. Francis se mantuvo firme ante las ganas.
- Sí que es un milagro. ¿Tiene nombre tu doncella? – preguntó, la sonrisa suave se hacía presente en el rostro del francés.
- Erzsébet… El nombre más hermoso que existe… - suspiró.
- Tenemos un caso serio, eh, Francis. – soltó la boca de Antonio.
- Oh, tranquilo, Antonio. Si tiene suerte será el amor de su vida. No sólo un capricho. – se carcajeó Francis, los cabellos rubios meciéndose en el aire. – Y dime, Gil… ¿Han quedado de reunirse de nuevo?
Gilbert abrió los ojos de par en par. Apenas sabía su nombre. Y que era de Europa Oriental. Su acento lo gritaba. Pero… ¿Habían quedado? De eso nada. Ni siquiera sabía dónde vivía. Ni su edad. Nada… Nada…
- No… - casi gimoteó el alemán.
- Escapó. – dijo el español, sin pelos en la lengua y casi riéndose.
Francis le reprochó eso con la mirada. Antonio se encogió de hombros.
- Bueno… Espero que se cruce en tu camino de nuevo, Gil. – bufó el francés.
Una ronda de cervezas. Y otra. La billetera de Gilbert se quejaría más tarde. El alemán quería hundirse en alcohol por ser tan ingenuo y estar tan nervioso como para pedir una cita, o al menos el teléfono de la joven. Seguro tendría.
La puerta del bar se abrió cuando Gilbert iba en el cuarto vaso de cerveza. Unos cabellos rubios, cortos, contrarios a los de Francis, hicieron su aparición. Y los ojos verdes. Y esas cejas monstruosas.
- Bueno, hasta aquí llego yo. – suspiró Francis al reconocer la silueta. – Disfruta la borrachera, Gilbert, que yo con el Monstruo del Lago Ness no congenio. Nos vemos.
El francés se levantó, chocó las manos con Antonio, y se fue del lugar. El español no tardaría en hacerlo también. Apenas el inglés tocó una silla junto a Gilbert, se levantó.
- Nos vemos pronto, Gil. Yo tampoco congenio con los piratas. – bufó antes de salir por la puerta.
Sólo quedaron allí dos escritores, uno aún lúcido y el otro con el mundo patas arriba. Se las verían con la borrachera posterior.
- Oh… Mierda… Qué resaca… - los quejidos resonaban en la habitación.
El blanco de las sábanas parecía chillar; la ropa enredada en el suelo, la luz que entraba de golpe por la ventana. Gilbert con cara de funeral. Qué asco. Y qué ganas de vomitar.
- Arthur, hijo de puta… Muévete.
Y el bulto irreconocible en el sofá se removía.
- ¡No me grites, imbécil! – se quejaba la bola de cabello rubio que asomaba desde las profundidades de las mantas improvisadamente puestas sobre su cuerpo.
- ¡Que no te estoy gritando, idiota! – le gritaba Gilbert, volviéndole las ganas de vomitar. Qué náuseas… Qué mareo, por Dios.
- ¡Cállate, mierda! – le replicó el inglés, las orbes verdes remarcadas por rojo. Le ardían los ojos al rubio.
El silencio se apoderó del lugar. Gilbert tomó un baño. Luego vino Arthur. Y "déjame robarte un poco de té", "serás imbécil", "gracias, Gilbert, siempre serás mi mejor amigo, imbécil".
- Mejor amigo de borracheras, querrás decir. – rió el albino.
- Pásate por el bar en la noche. Podemos discutir lo de tu libro si quieres. Ah, y vi el paquete. Que tengas una lectura interesante. – un repuesto Arthur se aventuraba a abrir la puerta del apartamento, envuelto en su abrigo y su bufanda.
Y el albino sacaba la cabeza de la cocina para mirarle.
- El Gran Gatsby, idiota. – y se rió.
- ¿Lo compraste? Eres como un niño de seis años. – se rió Arthur desde la puerta.
- Fuera de mi apartamento. – se carcajeó Gilbert.
- Nos vemos, caballero de la Orden Teutónica. – se despidió Arthur, antes de cerrar la puerta.
Gilbert se rió en la cocina. ¿Caballero de la Orden Teutónica? Ojalá.
La mañana transcurriría tranquila. La taza de té no le ayudaba mucho, pero era mejor que nada, y la vista de la Torre Eiffel se veía opacada por algunas nubes oscuras. Esperaba que no lloviera; además, hacía demasiado frío para salir. Aunque también quería probar a verla. Pero también le dolían los oídos. Si salía a la calle, seguro le daba dolor de cabeza. Era mejor evitar la situación… Decidió seguir trabajando y se volcó en su manuscrito. Las palabras fluían rápidas. El hilo de la historia parecía reforzarse. ¿Había encontrado nueva inspiración en Erzsébet? Por lo menos eso parecía… Se mordía los labios mientras remarcaba una palabra. Y París. París era testigo del nacimiento de una nueva obra. Otra más bajo su alero, su tutela. Gilbert quería hacer historia con su nuevo libro. Esperaba que al menos se pudiera vender decentemente. Por eso mordía el lápiz buscando la palabra perfecta. ¿Observar? No… Divisar parecía mejor opción… Y así siguió hasta el mediodía. Tres horas perfectas de trabajo. Y un avance de casi treinta páginas. Era hermoso. Se sentía tan bien…
Y en la noche nuevamente ponía rumbo al "Paradis". Maldito bar con su maldita cerveza. Pero tampoco podía dejarla. Era uno de sus amores… Suspiró antes de sentarse a esperar a Arthur. De verdad deseaba no emborracharse tanto como la noche anterior. O la resaca le mataría de nuevo.
- Hey, aquí estás. – soltó al ver al inglés entrar cabizbajo al bar.
- No te imaginas. Me encontré con ese idiota de Francis. No sé cómo puedes ser amigo suyo. – bufó el rubio.
Gilbert le miró extrañado.
- ¿Qué pasó? – espetó el albino.
Arthur pidió una cerveza.
- Me trató de imbécil, como siempre. Andaba con una mujer. Pero me pareció muy joven para él. ¿Cuántos tiene ya? ¿30? – Arthur gruñó y su ceño se frunció.
El alemán lo pensó.
- Que yo sepa, Fran tiene 26… - casi susurró Gilbert.
- Y una mariconada de apodo. ¿26? Pues se ve como de 30. Avejentado, el pintor de pacotilla. Quizá lo hace para verse más atractivo. – volvió a gruñir Arthur.
Sí que se ponía duro contra Francis… ¿Tanto lo odiaba? ¿O había algo de lo que Gilbert nunca se enteró?
- Bueno… Me gana por tres años… Pero yo te gano a ti por tres también, ¿o me equivoco? – ronroneó esta vez el británico.
- Ya cumpliré los 21. Así que no te creas tan superior. – observó el alemán.
Arthur le miró de soslayo.
- A veces pareces mi discípulo… Y otras veces te ves mucho más maduro. Sólo espero que tomes una buena decisión con lo del libro. ¿Cómo vas ya? – suspiró el de ojos verdes.
- Avancé 30 páginas después de que te fuiste. Nada mal, creo yo. – respondió el de ojos rojos.
Arthur curvó sus labios en una sonrisa orgullosa.
- Qué bien lo haces, Gilbert… Yo por mi parte ya estoy terminando el caso. Al final, la culpable será la hija del carnicero. Apuesto a que nadie esperará algo así…
- Suena diferente. Es bueno que innoves, Arthur. – Gilbert miró su reflejo en la cerveza.
Cuando tocaron las doce, Gilbert se levantó de la barra, seguido por Arthur. El inglés parecía algo mareado, pero el albino estaba bien aún. Por lo menos le ayudaría a subirse a un taxi. Y luego de eso, caminaría a casa. No estaba tan lejos, después de todo. Y hacía bien algo de aire limpio.
Estaba en eso, cruzando uno de los tantos puentes del Sena, cuando vio una silueta familiar. Apoyada contra el puente, algo inclinada. Era ella. Erzsébet. Su nombre se le vino a la mente de inmediato, embriagando su ser. Trotó hacia ella, con cuidado, y se detuvo a su lado.
- ¿Estás bien? – preguntó.
Adivinó el vestido celeste bajo el abrigo negro, la vio apoyarse con fuerza contra la baranda del puente y casi vomitar. No hizo más preguntas. Tampoco dijo nada. La apoyó contra su cuerpo y la ayudó a caminar.
- Idiota austríaco… - sollozó la mujer.
Gilbert la miró apenas. Doblando la esquina llegaban al apartamento.
La tomó en brazos para subir las escaleras. Era una pluma… Muy liviana. Pero estaba mareada y balbuceaba estupideces, así que lo mejor era no moverla demasiado. Intentó hacer poco ruido, y al llegar a su piso la bajó, la apoyó de nuevo contra su cuerpo y giró la llave.
La sentó en el sofá. Estaba soñolienta… Qué ganas de verla dormir plácidamente.
Preparó la cama para ella. Y luego la acarreó. Le quitó el abrigo. La pobre ya no parecía en este mundo… Tan suave, tan cálida, tan perdida. Gilbert quiso besar sus labios, sus pestañas, sus manos, su cuello, sus cabellos… Era tan perfecta… Le quitó los tacones. Tomó sus pies en sus manos por un segundo. Y luego la dejó ir. La cubrió con las sábanas y la dejó dormir.
Y de vuelta en el salón, cogió las mantas que antes utilizara Arthur, se quitó la ropa, dejándose el pantalón, y se cubrió.
