Capítulo 1
Siempre me gustaron las metáforas. Desde pequeño. A veces, cuando la soledad que me atormentaba se volvía insoportable, simplemente me escapaba de casa. Engañaba al escuadrón doméstico, que mis padres habían contratado para no tener que verme el rostro a no ser que fuera estrictamente necesario, y le hacía señas al tipo del taxi con mis manos diminutas para que me llevara a la playa. Siempre hacía preguntas pero, con una astucia escalofriante y una frialdad poco infantil en la voz, lograba persuadirlo para que me condujera al lugar deseado. Allí, con una tristeza profunda y una decepción prematura -de todos y todo, del mundo en general-, me envolvía las piernas con los brazos y apoyaba la barbilla sobre mis rodillas con la vista fija en las olas. Me entregaba a las metáforas, las coleccionaba, me divertían. Pensaba en las olas como en la vida, arrastrándome de un lugar a otro sin piedad. Con tal fuerza y velocidad que no me daba tiempo de buscar el equilibrio y ponerme de pie. Había nacido en Francia pero casi no recordaba a mi madre biológica. Por supuesto, su embarazo hubiera sido interrumpido si ella hubiera tenido el dinero para permitírselo. Por lo que mi existencia se reducía a eso, el dinero, y había girado en torno a eso mismo también a lo largo de los años. Supe más tarde que era actriz. Que me detestó desde el principio por convertirme en un obstáculo en su miserable carrera. Esto me lo dijo mi padre biológico, quien estuvo a mi lado durante los primeros cinco años de mi vida.
Me cedió todo lo que tenía que, aunque poco, fue un lindo gesto. Su nombre, Sebastian, y sus cuadros. Pocos, porque el dinero tampoco le había permitido hacerse de lienzos y pinturas para dedicarse de lleno a su más grande pasión. Hasta ahora no termino de entender la causa de su muerte pero en su momento la asocié a la hambruna o a las sustancias que de vez en cuando encontraba escondidas en nuestro mugroso apartamento. Era un buen tipo, pasaba las horas sentado en un banco de la plaza junto a otros artistas callejeros o discutiendo acaloradamente en francés con el propietario para aplazar el pago de la renta. Pero en las noches, cuando regresaba a casa, se las ingeniaba para traerme alguna sorpresa:
— ¿Cómo estuvo tu día, suricata?
Me despeinaba con una carcajada desvergonzada y arrojaba una canica en mi dirección. O una manzana, una servilleta con alguna anotación, una piedra magenta, una lapicera con brillantina, un yo-yo. Nunca le preguntaba donde encontraba aquellas cosas pero dudaba que las comprara. Una vez me trajo un libro. Fruncí el ceño, aquellas letras no significaban nada para un niño que nunca había aprendido a leer. Pero yo también tenía mis costumbres, mis métodos. Apenas luego de haber aprendido a caminar ya era dueño y señor de las calles. Los artistas callejeros me reconocían y saludaban con un asentimiento, las cortesanas que a veces no tenían lugar en donde pasar la noche se refugiaban de la lluvia bajo nuestro techo y me cantaban para dormir, los criminales más peligrosos de la zona me llevaban a pasear al parque y me contaban sus anécdotas. Con su ayuda, logré descifrar aquel enigma. El Principito. Ese fue solo el comienzo, de inmediato supe que aquella sería me obsesión. Gracias a esa primera experiencia, me acerqué a un poeta anciano, conocido de mi padre. Nunca había podido comprar ni vender un libro pero tenía la costumbre de pasar las horas en las bibliotecas, memorizando textos, para luego reproducirlos en su mente cuando no los tenía a mano. Una vez que mi padre murió, me llevó consigo a Latinoamérica a probar suerte. Me fascinaba sentarme en el suelo con la cabeza apoyada en su regazo y los ojos cerrados, atento a las historias que me contaba, aquellas que había memorizado. Era una biblioteca andante, uno podía pedirle el género que quisiera y él siempre tendría algo nuevo que ofrecer. Cuando no lo tenía, lo inventaba.
Pero pronto los de inspección me encontraron, sin hogar fijo ni documentación, y me separaron del hombre que rondaba los setenta en contra de su voluntad y la mía. Tenía unos ocho años entonces, cuando terminé en el orfanato, aprendiendo a sumar y restar con las monjas:
— ¿Por qué siempre te portas mal?
Me volteé para enfrentar a mi compañero de habitación con los brazos cruzados y una expresión que, sabía bien, lo aterrorizaba. Sus ojos eran grandes y curiosos, de un azul de mar calmo con destellos grises de recuerdos dolorosos y dorados de inocencia. Tenía unas pocas pecas cosquilleandole las mejillas sonrosadas y un mechón castaño cayéndole siempre sobre la frente.
— Porque se me antoja
Kurt era el nuevo. Metido en asuntos ajenos, con la intención de ayudar, y lleno de una energía y determinación que me aturdía, no podía hacer más que dejarle en claro lo mucho que lo despreciaba, a él y a todos, cada vez que se me presentaba la oportunidad. No le tiraba la comida encima o lo empujaba en los pasillos, como otros chicos, pero evadía sus preguntas. Trataba de ignorarlo, a pesar de sus múltiples esfuerzos por hacernos amigos, y de contestarle con la frialdad que me caracterizaba. El era valiente, sin embargo, y malditamente terco. Pronto aquellos días, encerrado en mi habitación con los pocos libros laicos que encontraba en la biblioteca de la institución, se acabaron y una familia adinerada me adoptó. Ahora usaba perfume, dormía en cama con dosel y mi apellido era Smythe.
No volví a ver a mi madre biológica ni supe más de las monjas o los chicos del orfanato. Pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por reencontrarme con el poeta y comprarle un libro. Era mi más grande sueño: poder hacer realidad el suyo. Debía apresurarme, el hombre debía rondar los noventa años si es que aún estaba vivo. Esas eran las cosas que pensaba cuando escapaba de casa, para regresar a tiempo antes de que mis padres volvieran de sus trabajos, aunque normalmente no notaran mi presencia durante la cena por estar pegados a sus celulares atendiendo situaciones que, según decían, no podían hacerse esperar. A los diecisiete nos hice un favor a todos y me mudé a un apartamento en Nueva York, solo. Todavía recuerdo aquella brisa fresca que me dio la bienvenida luego de terminar de empacar, al abrir la ventana y admirar el vecindario con una sonrisa. Extrañaba el aroma a libertad. Di la espalda a la calle después de unos minutos de reflexión silenciosa y desplegué el mapa sobre la mesa del comedor, había marcado con un punto rojo el asilo en el que sabía que se alojaba aquel poeta y pronto estaría allí para cumplir de una vez por todas la promesa que me había hecho a mi mismo hace años.
Adelanto del próximo capítulo...
Lo primero que hice al llegar a Nueva York fue cumplir la promesa que me había hecho. Me armé de valor y, tras meses de búsqueda e inseguridades, di con la ubicación del poeta y llegué al Asilo en el que se encontraba para enfrentarme con los fantasmas de mi pasado con la esperanza de que me recordara. De que me hubiera guardado en su mente con el mismo cuidado con el que lo había guardado a él.
