Al amparo de la noche

Capítulo 01 — Venecia

A pesar de que hacía meses que la temporada de invierno había terminado en Los Alpes, podía sentir que la temperatura era inferior que en el resto de lugares. No quería ni imaginarse cómo había sido estar por la zona en pleno invierno, así que casi agradecía haber demorado ese viaje hasta meses más cálidos, en los que ir a caballo por esos terrenos escarpados sin miedo a perecer congelado. También agradecía haber estado cerca, en sus territorios en Nápoles, puesto que desde España hubiera tardado muchísimo tiempo en llegar.

La historia se remontaba a principios de año, cuando llegó una misiva desde Italia que le dejó desconcertado. Abandonó los planos, las estrategias que estaban empezando a elaborar con dedicación entre varios generales del Rey Carlos I, y les dijo que tenían un rato para descansar. La oficina en la que estaba trabajando en Nápoles, durante la primera semana de enero, se trataba de una estancia pequeña y mal situada, que se pasaba la mayor parte del tiempo sumida en una penumbra que lograba que tuvieran que encender lámparas a pesar de que fuera la luz del sol bañaba las edificaciones. Había una estantería al fondo, con unos atlas con pinta de tener aún dibujos de la Tierra como una superficie plana. No hacía tanto que se había demostrado que ésta era redonda y su mismo Rey había otorgado un escudo de armas a uno de los valientes que se aventuraron a intentar dar la vuelta al mundo, sin importarles el miedo de un final por el que caer a la nada.

Delante de la ventana, ocupando el centro de la habitación, había una mesa de madera nueva, que era la que estaba cubierta bajo un mantón de papeles que amenazaba con desparramarse por todo el suelo en cuanto la brisa fría del exterior se adentrara por cualquier grieta. A la derecha de ésta, se encontraba una planta alta de un sano color verde, la prueba de que la cuidaban bien.

Se quedó solo en ese lugar, acunado por un silencio que se veía nublado por el rumor de la gente, paseando por la calle. Tomó el abrecartas y rasgó el sobre para poder sacar el papiro y leyó la caligrafía redondeada y estilizada. Se trataba de una invitación de Feliciano Vargas, el menor de los hermanos italianos, animándole a que viniera hasta Venecia para formar parte del conocido Carnaval que allí tenía lugar. Fuera de Italia, aquel nombre había cobrado cierta fuerza y se oían de él diversos rumores. Los había buenos y los había también de muy malos. Sería mentira decir que no le había producido ni una pizca de curiosidad el escuchar aquello.

Se rumoreaba que todo valía, que los hombres y las mujeres podían cubrir su cara durante el tiempo que duraba y hacer lo que quisieran. Ricos codeándose con pobres, burguesía y populacho mezclados en una locura de alcohol, música y sexo. Últimamente se centraba demasiado en el trabajo, en aquellas amenazas invisibles que les atormentaban, aunque luego se tornaban reales. Lo habló con Carlos, en privado, lejos de consejeros y generales. Le miró con una sonrisa y asintió. Aunque diera la impresión, a simple vista, de que era un hombre amable y considerado, en el fondo sabía que si le dejaba ir era porque esperaba que su visita, que el pasar tiempo con el joven Feliciano, diese fruto y obtuviesen algún inesperado beneficio extra.

¿Para qué iba a quejarse él? No tenía esperanzas en aquel diálogo que ni siquiera había empezado, pero que no se dijera que no había hecho el esfuerzo. Lo que le apasionaba era la oportunidad de poder visitar aquella ciudad en un momento importante para la misma. Esa tarde había cogido la pluma y le había escrito la respuesta. Aceptaba, claro que sí, pero seguramente iría una vez hubiera entrado el verano. Tendrían que hacer las preparaciones necesarias y, a pesar de estar en Nápoles, se tardaba casi una semana entera en llegar hasta Venecia. Además, una vez en Mestre, tendrían que coger un pequeño barco para llegar a la ciudad. Los criados le ayudaron a preparar las provisiones y cargaron el caballo con éstas y con mantas para cubrirse del frío de la noche a campo descubierto.

Así pues, el 13 de junio de 1541, se montó en el caballo y partió hacia Venecia, vestido con una chaqueta de terciopelo negra con mangas bombachas a la altura del hombro, unos pantalones blancos remetidos en botas de cuero y una camisa de lino. Del viaje realmente no podía explicar nada que hubiera sido destacable. Eran horas trotando, forzando al corcel a recorrer más tramo del que podía, y cuando se negaba a avanzar por mucho que lo azuzara, se detenían y dejaba que descansara mientras él mismo comía. Cuando oscurecía y se hacía peligroso seguir avanzando, buscaba un sitio medianamente resguardado, se echaba la cobija por encima e intentaba conciliar el sueño, siempre con un ojo abierto por si alguien intentaba atacarle.

Así pues, el día veinte del mismo mes en el que había partido, llegó a la ciudad de Mestre. El puerto de la urbe estaba lleno de pequeñas y medianas embarcaciones. El lugar era muy frecuentado y los curiosos se acumulaban delante de algunos hombres, que exhibían los pescados frescos que acababan prácticamente de coger en el mar. Se producía entonces una puja, enardecida, en la que al final alguien ganaba tan preciado botín. Después estaban los que paseaban por encima de los tablones de madera, vestidos con ropas que vagaban entre lo pobre y aceptable, y se acercaban a los que tenían pinta de extranjeros para ofrecerles sus servicios de transporte. A ésos era a los que él tenía que dirigirse. Pero antes, tendría que pasar por un establo para dejar su caballo a buen recaudo. El hombre a cargo de la caballeriza era un individuo que tenía la cara roñosa y olía a estiércol. Cuando le vino aquel inconfundible aroma a heces, se echó un paso hacia atrás y evitó las ganas de llevarse la mano a la nariz para evadir el olor a toda costa, ya que no quería resultar maleducado.

El encargado le examinó de arriba abajo, fijándose en los detalles dorados que adornaban aquella chaqueta que cubría los hombros del extranjero, y en base a eso fijó un precio. Tenía la impresión de que lo había inflado ya que creía que era rico, pero mejor no meterse en camisa de once varas ahora que estaba tan cerca del destino. Le pagó los florines que le había demandado por sus servicios y le dio instrucciones de alimentar a su caballo con lo mejor que tuviera, puesto que a la vuelta debería de estar sano y fuerte para hacer el mismo camino de regreso.

Sus pies le llevaron de nuevo por las calles empedradas de Mestre, esquivando con finura a la gente que venía en dirección contraria, comentando en italiano cosas que no pudo entender. También le intentó hablar en ese idioma el tipo que se le acercó en el puerto, mientras paseaba examinando las embarcaciones. Él negó con la cabeza, con una sonrisa apurada, y entonces el hombre empezó a hablar en un extraño español que hasta a él le costó de entender. Tampoco podía mentir, desde que su presencia en Italia se había incrementado, a muchos ciudadanos les habían enseñado su idioma y pronto cambiaban a éste sin problema. Lo mismo había pasado con otra lengua en la que no quería ni pensar. ¡Nada de eso! Había venido allí para distraerse, así que lo mejor que podía hacer era olvidar esos temas al menos durante el tiempo que pasara en el lugar.

Se sintió nuevamente estafado, pero también sabía que era su culpa por vestir de esa manera. Si hubiese llevado ropajes más sencillos, seguramente hubieran creído que era un vulgar pueblerino, que poco tenía que ofrecerles. La embarcación en la que se montó al final olía a pescado y la madera de cubierta estaba pringosa por el agua del mar. No sabía dónde había estado antes ese barco, pero posiblemente en mar abierto, pescando una cantidad ingente de peces que habían estado descansando sobre la cubierta. Sentarse, pues, se hacía desagradable y tenía la sensación de que no sólo su chaqueta se había mojado, también de que el olor a salitre no le iba a abandonar en días.

Rato después, curiosamente empezando a sentirse algo mareado, desembarcó en Venecia. Las calles de la ciudad estaban llenas de personas, la mayoría ya a esas horas llevaba máscaras y algunos incluso disfraces y charlaban animadamente. Le llamó la atención durante un par de minutos un par de juglares que hacían malabarismos y estuvo un rato quieto, observándoles. Después de ese tiempo, decidió que era hora de reemprender el camino e ir hacia el puesto de madera que habían montado los dueños de las góndolas, para atraer a la gente. No sólo las alquilaban, también se ofrecían a dar paseos e incluso vendían algunas, para el que estuviese interesado en desplazarse de manera rápida por la ciudad.

Alguien le dio dos golpecitos suaves sobre el hombro izquierdo y eso hizo que se diera la vuelta para encarar a esa persona. Se encontró de frente con un joven unos cuantos años menor que él en apariencia, con los ojos dorados y el cabello castaño. De éste destacaba un pequeño rizo que se negaba a mantenerse con el resto y que descendía a la izquierda de su cabeza. Al girarse tan bruscamente, el joven se había asustado, pero cuando ya se dio cuenta de que le había identificado, le sonrió amistosamente.

— Qué susto, hermanito España. ¿Qué tal ha ido el viaje? —le preguntó el muchacho.

— Me has asustado, Feli —confesó Antonio con una sonrisa resignada. Últimamente estaba tan acostumbrado a tener enemigos en todas partes que a la mínima que alguien se metía en su espacio personal a hurtadillas, reaccionaba como un gato al que habían arrinconado—. El viaje bien, ha sido largo pero por suerte estaba cerca. ¿Cómo estás tú? Hacía tiempo que no nos veíamos, ¿verdad? Diría que estás incluso más alto...

España llevó una mano al cabello castaño de la joven nación y se lo revolvió un poco, con un gesto familiar que provocó que Italia del Norte cerrara los ojos y sonriera, contento. La última vez que se habían visto, Feliciano Vargas era más bajo y se veía incluso más niño que ahora. No sabía si era porque en su rostro solía haber una expresión feliz, despreocupada, inocente, pero por algún motivo siempre se había visto más joven que su hermano Lovino. Cargó la bolsa de piel que llevaba en la mano derecha sobre su hombro y fue siguiendo al italiano, sin prestar demasiada atención al camino, esquivando a la gente por puro instinto.

— Estoy bien, no puedo quejarme demasiado supongo. Además, no te equivocas, estoy más alto —dijo después de reír un momento, orgulloso por haber crecido un par de centímetros más en ese tiempo en el que no se habían encontrado.

Había algo en el español, algo que no se podía explicar fácilmente. Aunque no hubiera cuidado de él, cuando se había encontrado con Antonio éste le había tratado con cariño, como si fuese algo así como un cuidador. De alguna manera, con el paso de los años, se dio cuenta de que le agradaba cuando le halagaba o le decía que era un buen chico, así que impresionarle no era para nada algo que le disgustara a Feliciano.

— Ya he mandado a que te preparen la habitación en la que descansarás, así que si te sientes agotado puedes echarte un rato cuando lleguemos. Las comidas se sirven a las siguientes horas: el desayuno a las ocho y media, la comida a las dos y media, la cena a las nueve y media. La cocina está abierta, así que si a media noche te apetece comer algo, puedes bajar y servirte lo que te apetezca. ¡Como si estuvieras en tu casa! —exclamó con ímpetu, lo cual hizo que Antonio sonriera.

— Muy bien, intentaré no olvidarme de todo lo que me has dicho. Debo darte las gracias por haberme invitado. Ya sabes, últimamente parece que hay mucho que hacer, así que ya me va bien salir de entre aquellas cuatro paredes para disfrutar un poco del mundo exterior y no pensar en otros temas.

No se dio cuenta en ese instante de que el gesto de Feliciano cambió cuando le escuchó decir eso. Pasó de la jovialidad a una expresión tensa, culpable, mientras mantenía la sonrisa en el rostro. Bueno, no sabía cómo empezar a contarle aquello, así que dejaría que se lo encontrara una vez llegara a la casa. Estuvieron unos quince minutos caminando, aunque como estaban charlando el tiempo se pasó volando. El hogar donde Feliciano se alojaba cada vez que iba a Venecia era un enorme caserón rodeado por una alta verja de hierro. En ésta se arremolinaban enredaderas, que cubrían el jardín y permitían cierta intimidad a pesar de que la disposición de las edificaciones en la ciudad provocara que las casas estuvieran juntas, apelotonadas, a duras penas separadas por pequeñas calles estrechas que conducían de un lugar a otro. La pared era de piedra de color marfil, los cristales de los ventanales eran oscuros y éstos permitían que se filtrara la luz del exterior pero no dejaban que los ojos indiscretos vieran lo que dentro de esos cuatro muros sucedía. Además estaban decorados con líneas que tejían un entramado con forma de rombos.

Se adentraron en el jardín y fueron hacia la puerta principal, a la que se accedía subiendo un par de escalones. Antonio ladeó la mirada hacia la izquierda y vio a una criada, de cabello castaño ondulado, que se entretenía barriendo con una escoba que había vivido años mejores. Cuando se adentraron en la casa le vino un olor a incienso cuya fragancia no supo reconocer. En aquella quietud, en ese silencio que casi se mantenía por completo de no ser por los pájaros fuera que piaban, apoyados en la cornisa de algún edificio cercano, se oyó por encima de todo aquello el ruido de unas botas, chocando con insistencia contra el suelo a medida que avanzaban. Cada vez se escuchaban más próximas y le extrañó en sobremanera que Feliciano se tensara. Le observó de reojo, confundido, y a punto estaba de preguntarle cuando entonces una voz se alzó por encima de todo y eso le hizo detenerse.

— ¿Por fin has vuelto, Italia? He estado pensando que si a tus cocineros no les importa, podría encargarme de...

La persona que se encontraba hablando se detuvo a media frase cuando se dio cuenta de que Feliciano Vargas no se encontraba solo. A su lado estaba un hombre de cabellos castaños despeinado y ojos verde oliva, alguien familiar y a quien, ante todo, no esperaba ver en ese lugar. No era el único sorprendido, por supuesto que no, Antonio se había quedado helado al reconocer la voz, pero aún más cuando había visto a ese hombre allí. Francia, también conocido como Francis Bonnefoy, había dejado de mirar a Feliciano y sus ojos azules estaban puestos únicamente en él. Iba ataviado con una chaqueta azul oscura, con adornos en negro y dorado. Al cuello llevaba un pañuelo blanco de encaje que daba la impresión de ser un adorno más de aquella camisa blanca que lucía. Su talle estaba rodeado por un cinturón de tela negro y los pantalones, beige oscuro, se remetían en unas botas de cuero marrón oscuro, que tenían una hebilla plateada a la altura del tobillo. La tensión que se respiraba en el ambiente amenazaba con tomar tanta presencia que se tornaría incluso una entidad física aparte.

— ¿Se puede saber qué es lo que haces en esta casa? —preguntó Antonio. Su gesto había pasado de la tranquilidad a la sorpresa y de ésta a la molestia. Sus ojos verdes se habían entrecerrado ligeramente y observaba con desconfianza a Francia, como si temiese que en cualquier momento fuera a hacer algo.

— Esa debería ser mi pregunta, España —contestó antes de que Feliciano pudiera interferir para que la cosa no fuese a más—. ¿Es que no tienes suficiente que debes venir a molestar mientras estoy de vacaciones? Deberías encontrar algo que te entretuviera, como la pintura, o la música, y dejar de tocarme las narices día sí y día también~

Los ojos dorados de Italia del Norte percibieron que las manos del hispano se crispaban, formando puños que no dudaba que en cualquier momento sería capaz de lanzar contra el francés. Nervioso como se encontraba, corrió hasta ponerse a medio camino entre uno y el otro, lo que hizo que ambas naciones centraran su atención en él, demandando explicaciones.

— Sé que queréis que os cuente qué está pasando aquí, ¿podemos ir al salón y sentarnos como buenos hermanos? Os lo explicaré, lo prometo.

Los dos se quedaron en silencio mirándole, evaluando la petición que les acababa de lanzar. Juntó las manos como si fuera a rezar y posicionó el lateral de éstas sobre su boca, utilizando la mejor expresión de animal apaleado que pudo poner. Francis suspiró, no demasiado contento, y se encogió de hombros. El italiano observó aquello con una media sonrisa incrédula, aún sin dar crédito a que hubiese logrado al menos que el francés cediera.

— Os espero en el salón —dijo después de virar sobre sus talones, dándoles las espalda a ambos.

— Escucharé lo que tengas que decir —fue la respuesta de Antonio a Feliciano.

El camino hacia el salón transcurrió en un silencio tenso y que cada vez le estaba poniendo más nervioso. En su cabeza, el joven repetía una y otra vez las palabras, intentando formar la oración perfecta. No sabía cómo iba a salir aquello, pero era como estar delante de armamento pesado que al mínimo roce podía saltar por los aires. El salón estaba en la parte derecha de la casa, en la planta baja. La habitación era amplia y estaba situada en una esquina. En dos de las paredes, las que daban al exterior, se encontraban ventanales grandes que permitían el paso de una mayor cantidad de luz. Los ventanucos estaban rodeados por unas cortinas rojas de tela pesada, que cuando se echaban sumían la habitación en una oscuridad casi total. El suelo era de madera y contaba con una gran alfombra que ocupaba prácticamente todo el centro del cuarto, decorada con unos grabados en diferentes colores. Sobre la tela se encontraba una mesa de café oscura, rodeada por un sofá y dos butacones, justo en frente de un hogar que en ese momento se encontraba apagado. Los tresillos estaban forrados de tela del color de la grana, agradable al tacto. Francis se sentó en el sillón que quedaba más próximo a la ventana y dirigió a ésta sus ojos azules. El codo izquierdo se había apoyado en el reposabrazos y su mentón descansaba sobre la mano, cubriendo parcialmente con los dedos sus labios.

Antonio le dirigió una mirada fugaz y por dentro sintió resquemor al ver esa actitud que tenía. Le revenía por dentro lo pomposo que se podía poner, lo mucho que se creía que era el mejor y que nadie podía eclipsar su magnificencia. En esos momentos de rabia, España tenía ganas de irse para él, agarrarle de esa cabellera rubia, arrastrarle hasta la chimenea y hacerle comer carbón hasta que devolviese los pulmones. Pero eso no le gustaría nada a Feliciano y no era más que un invitado. Hizo el esfuerzo de calmar su ira, se sentó en el sofá de tres plazas, en la parte que quedaba más alejada de Francia, y miró hacia el lado contrario, cruzado de brazos.

El italiano se sentó a medio camino entre uno y el otro, suspiró inaudiblemente y les observó, con pena. No sabía cómo empezar a contarles lo que estaba ocurriendo, así que apretó las manos contra sus muslos y se dio coraje, puesto que lo iba a necesitar. Le daba miedo pensar cómo iban a reaccionar cuando les explicara que eso no había sido azar.

— Lo siento, os he engañado... —empezó Feliciano, soltando la bomba desde el inicio—. La verdad es que os he invitado a los dos a venir a los Carnavales para ver si podíais hablar. Las cosas han estado muy tensas entre vosotros, de nuevo, y la gente está empezando a temerse que volváis a pelearos. Cada vez que entráis en guerra, nuestra población lo paga, con pérdidas materiales y humanas. ¿No podéis intentar sentaros a hablar para arreglar las cosas?

El silencio parecía estar respondiendo por sí solo a esa última pregunta. Desde la formación de la Casa de Austria, las cosas entre Francia y España no estaban demasiado bien. Bueno, no siempre habían estado de acuerdo en muchas cosas y a veces se habían aliado con otras naciones, cuyos intereses o ideales encontraban más afines. Tampoco había que negar que a veces, cuando se ayudaban, era por el simple beneficio que obtendrían en caso de victoria. Después de que en 1519 falleciera el emperador Maximiliano I y que en 1520 Carlos I obtuviera el título, Francia había empezado a darse cuenta de la fuerza que España poseía y eso no le gustó ni un pelo. Lo malo en toda la situación era que España, Francia, Inglaterra y el Sacro Imperio Romano estaban en una paz que se había decretado por el Tratado de Londres. En las cláusulas que establecieron, acordaron que si un país declaraba la guerra a otro, el resto se pondría en su contra.

Aunque en Francia se habían fraguado los preparativos para la guerra, no acababan de verlo claro. Ponerse en contra de tres naciones era prácticamente un suicidio, como correr contra una pared de piedra esperando atravesarla. En vez de eso, empezaron a invadir territorios, a apoderarse de ellos con disimulo, como si fueran una plaga silenciosa a la que no se la ve hasta que ya es demasiado tarde como para contrarrestarla. El 25 de mayo de 1521 se declaraba la guerra y no culminaría hasta cinco años después, concretamente el 14 de enero del 1526, cuando después de Pavía, retenido en España y enfermo, Francisco I de Francia y Carlos I de España firmaron el Tratado de Madrid, por el cual el rey de Francia renunciaba a todas las ambiciones de territorio en Italia, Flandes y Artois. Además, le entregaría al rey de España Borgoña, mandaría a dos de sus hijos como rehenes a la Corte Española, prometía que se casaría con la hermana de Carlos y devolvería a los Borbones todos los territorios que les habían sido arrebatados durante la contienda.

No obstante, la paz no llegó a ser notable y en mayo de ese mismo año, alarmados por el poder del emperador Carlos, constituyeron lo que se llamó La liga de Cognac. En ella luchaba el Sacro Imperio Romano, España y el imperio de Carlos de Habsburgo contra Francia, La República de Venecia, Inglaterra, los Estados Pontíficios, el Ducado de Milán y la República Florentina. La ofensiva se desarrolló mayormente por Italia y no dejó a las naciones indiferentes. Todos tenían problemas financieros y habían perdido muchas tropas. Por eso, el 29 de junio de 1529 firmaron el Tratado de Barcelona.

No obstante, aunque dicho tratado se había firmado, España y Francia prosiguieron en guerra y fue Francisco, el rey de Francia, el que decidió buscar la paz con el rey español. Hasta el día 3 de agosto de 1529, España y Francia no asentaron la paz entre ellos. A pesar de todo, el hispano le hizo renunciar a sus derechos sobre territorios Italianos, le hizo pagar un rescate para que los hijos de su rey volviesen a Francia y le forzó a abandonar a los aliados italianos.

Parecía entonces que la paz regresaba a Europa y que la castigada Italia podría empezar a recuperarse de las batallas de otras naciones. Mucha gente tuvo la esperanza de que las ambiciones de Francia se hubiesen calmado y que España no buscara tampoco provocarle. Sin embargo, todo cambió cuando Francisco II Sforza, duque de Milán, murió el año 1536. El hijo de Carlos heredó el ducado y, como respuesta, Francisco invadió Italia. Llegó a capturar Turín e intentó llegar a Milán, pero no le fue posible.

Como si fuese un patio de recreo, Carlos invadió Provenza y llevó un rápido avance en Aix-en-Provence. Las fuentes decían que iba a atacar Avignon, pero al final retrocedieron hasta sus propios territorios. Durante dos años, España y Francia estuvieron de nuevo peleando, invadiendo mutuamente territorios del otro para intentar demostrarse que no se temían y que no aceptaban una derrota. En 1538, Francia y España firmaron la Tregua de Niza. Turín pasaba a ser francés y, según la historia que había ido contando el Papa Pablo III, Francis y Carlos no habían querido estar en la misma habitación y el pontífice había tenido que ir de una a otra para asentar las bases de aquella tregua. No queda decir que Francis y Antonio tampoco habían querido ni mirarse a la cara, al parecer demasiado ofendidos el uno con el otro como para hablarse, todo por el orgullo.

El año anterior habían intentado negociar, para que esa tregua se convirtiera en una paz definitiva, pero Francia no estaba contento con las demandas del rey Carlos, que exigía que se le devolviera Milán lo antes posible. Se estuvo hablando de una boda para de esta manera apaciguar los ánimos, pero a Francisco no le apetecía perder Milán, así que le ofreció un trato a España: Le entregaría esas tierras si tanto las quería, pero él a cambio le daría los Países Bajos. Como era de esperar, España rechazó la petición y la negociación no llegó a buen puerto. Y ahí se encontraban, en una sala, con un ambiente enrarecido y tenso.

— Lo siento, Feli, me parece que es imposible que nos sentemos a hablar y que lo solucionemos. Lo hemos intentado otras veces, pero Francia es incapaz de guardarse el orgullo y escuchar a los demás —dijo Antonio mirando al italiano con una sonrisa compasiva. Entendía que lo había intentado hacer por su bien, pero aquello para él había sido una putada, con todas las letras.

— ¿Qué YO soy incapaz de guardarme el orgullo? Resulta irónico que lo diga el hombre más orgulloso y terco en todo el planeta —dijo Francis burlón, irónico—. Además, no soy el único que no escucha a los demás. Cuando se te mete algo entre ceja y ceja, dejas de escuchar a la gente con esas orejas que a veces parece que tienes de adorno.

— Serás... —replicó ofendido, con una sonrisa tensa—. ¿A que no te atreves a decírmelo en la calle? Te haré tragar tus palabras de ser necesario.

— ¿Tú y cuántos más~? Si estás todo escuchimizado... Pareces un niño malnutrido porque no tiene dinero. ¿Tanto imperio y luego no tienes para comer? Si quieres puedo ir a la iglesia a pedirles que te den unas migajas, no tienes que tener vergüenza.

Aquello enervó, aún más si cabe, a Antonio, el cual tensó los puños y se levantó del asiento, haciendo un amago de irse a por el galo. Éste, por su parte, no se había movido, le miraba con una sonrisa ladeada, sabiéndose triunfador de ese asalto. Si se acercaba de verdad para pegarle, estaba dispuesto a devolver el golpe. No obstante, Feliciano estaba presente y se apresuró a agarrar la chaqueta de Antonio y tirar de ella para que no se alejara del sofá.

— ¡P-por favor, no os peleéis! —suplicó Feliciano, temiendo que empezara una batalla campal en su casa. Antonio bufó, indignado, y se volvió a sentar, lo cual hizo que el italiano suspirara con alivio—. No tenéis que poneros de esta manera. ¿No sois adultos? Tendríais que sentaros a hablar como tal.

— Es imposible, no tengo nada que hablar con él —dijo Francis, sin mirarles.

— Lo mismo digo. Cuando aprenda a realmente comportarse como un adulto, entonces que me lo diga. Hasta que el momento llegue, no quiero tener que escuchar su pomposa voz ni su estúpida erre —replicó Antonio levantándose del sofá—. Ahora me gustaría ir a mi habitación, si me lo permites.

Estaba claro que no iba a ocurrir nada más aquel día; de repente no iban a levantarse y reconocer que se habían estado comportando como críos. No harían las paces, de sopetón, para que él pudiera dejar de preocuparse tanto por las constantes peleas sobre su territorio. Suspiró, con pesadez, y aceptó que por el momento sólo le quedaba satisfacer su petición. Asintió con la cabeza y se levantó, para indicarle el camino hacia su cuarto. Antes de salir por la puerta se giró hacia Francis, el cual estaba muy concentrado oteando el exterior.

— Hermanito Francia, sí quieres usar la cocina puedes hacerlo. Si te preguntan, les dices que te he comentado que te dieran todo lo que necesites —añadió. Los ojos azules no se movieron, se quedaron fijos en la silueta de un edificio a lo lejos. Ni siquiera la encontraba fascinante, pero era un buen sitio al que mirar hasta que se cansara.

— Lo siento, se me han pasado las ganas. No pienso cocinar para él —replicó sin fijar la vista en la figura del italiano. La idea de preparar comida y que ese gorrón fuese a cogerla le reventaba. Estaba claro, no haría eso por él. Prefería comer lo que les sirvieran los criados.

Fue incapaz de argumentar nada, sólo se dio la vuelta y salió para encontrarse con Antonio. Los ojos del español estaban fijos en él, como si esperara que le contara si se había mofado de él de nuevo. No era tonto, así que sabía que si le decía aquello último sólo haría que avivar el fuego que ya estaba ardiendo entre ellos. La habitación de España estaba en la planta superior, yendo por el pasillo de la derecha. Era la tercera puerta que encontrabas sobre la pared izquierda y estaba junto al lavabo. El cuarto no era enorme, pero tampoco era un zulo. Tenía las dimensiones perfectas para albergar una cama, cuyo respaldo tocaba la pared de la derecha, además había en frente del lecho un escritorio de madera clara sobre el que descansaba una pluma y un recipiente de cristal con tinta. El armario, pequeño, se encontraba en el trozo de pared que quedaba a la izquierda, al lado del ventanal.

— Si necesitas cualquier cosa dínoslo, te la proporcionaremos. Además, para el carnaval, en el armario encontrarás un par de disfraces, por si quieres vestirte, y máscaras. Hay algunas leyes, como que no se puede entrar en casas de apuestas con el rostro cubierto y tampoco en los conventos... Algunas personas han aprovechado el anonimato para hacer cosas horribles.

— No te preocupes, Feliciano. Me comportaré, no voy a desbocarme y a ponerme a apostar como un loco. Mucho menos entraría en un convento para hacer cosas terribles a las pobres monjas, el Señor se enfadaría conmigo y creo que en el fondo ya lo está lo suficiente.

Se despidieron, dejando el tema en el aire, y Antonio se puso a sacar la ropa que había traído guardada en su bolsa de cuero. Con cuidado, la fue dejando distribuida por el armario y una vez hubo terminado sacó los dos trajes que le habían dejado. Le llamaron la atención y se tiró un rato observándolos, pensándose seriamente eso de ponérselos, pero acabó por sentenciar que se vería un poco estúpido y decidió que lo mejor era ponerse únicamente la máscara. Iba a salir, lo antes posible. La idea de tener que estar demasiado rato bajo el mismo techo que Francis le hacía sentirse asqueado. Es más, ese rechazo había aumentado al darse cuenta de esos humos, de la actitud de la que el francés parecía presumir.

Estaba sucio después de un viaje tan largo, sudoroso y con unas pintas lamentables, así que pidió a una criada que pasaba cerca que le prepararan un baño. La sala recordaba a uno de aquellos baños romanos antiguos, con mármol y piedra por doquier y una bañera como el centro de la misma. Ésta se encontraba prácticamente llena de agua, de la que se elevaba un vapor humeante, señal de la temperatura que tenía. Se acercó al espejo grande que quedaba a la izquierda, justo encima del lavamanos, y se examinó. Tenía un ojo enrojecido y supuso que se debía a los malos hábitos que había cogido en esos días de camino, en los cuales descansar se había convertido a veces en un privilegio del que debía prescindir. La chaqueta negra se había quedado sobre la cama, en su habitación, y con tranquilidad empezó a desabrochar la camisa que le cubría el torso. La piel se iba quedando al descubierto a medida que lo hacía, puesto que la tela pesaba y por inercia se movía hacia sus costados. Dejó que rozara contra su cuerpo, resbalando hacia sus omoplatos, y entonces hizo un gesto con los brazos para sacarse las mangas. Se agachó, tiró de las botas y las dejó en un lado, bien colocadas para que no le molestaran. Se deshizo de los pantalones y la ropa interior, dejándolos en el suelo.

Viró sobre sus talones y fue hacia la bañera, con los brazos extendidos hacia arriba, estirando sus músculos, que aún estaban engarrotados después de ir a caballo durante tantas horas seguidas. El primer contacto le hizo estremecerse, puesto que el agua estaba más caliente que su piel. Sin embargo, después de poco rato ya se había acostumbrado, así que se fue metiendo con calma, hasta que el agua le cubría hasta el labio superior. Cerró los ojos y espiró el aire por la nariz. Estuvo un buen rato metido en el agua, relajándose. No iba a pensar en nada, ni siquiera en lo que haría una vez saliera. Se quedó traspuesto unos quince minutos y cuando volvió al mundo real pensó que lo ideal sería que se secara y se pusiera algo de ropa. No es que hiciera frío, pero se notaba en ese momento un poco destemplado, seguramente a causa de dormir en agua que empezaba a enfriarse.

Se puso ropa interior, se cubrió las piernas con unos pantalones oscuros, ajustados a su figura, los cuales remetió dentro de sus botas. Sobre el torso vistió una camisa blanca, cuyas mangas eran holgadas y se ajustaban a la muñeca. Los primeros botones de la prenda se encontraban abiertos y exponían parte de su cuello, bronceado por el sol del verano. Se peinó con la mano los cabellos castaños mojados y sonrió. Era hora de pasarlo bien. El sol empezaba a caer y bañaba la habitación con una luz dorada mientras desaparecía por el horizonte. Feliciano le había dejado cuatro máscaras y estuvo pensando cuál ponerse. Una cubría por completo la cara, así que la descartó porque el calor seguro que le haría sudar bajo ésta.

Después de unos minutos, Antonio se decidió por una de las que había. La tomó en sus manos, sintiendo el fresco del revestimiento que tenía contra las yemas de los dedos. Dejó que resbalaran hasta coger las dos cintas negras y se la acercó hasta el rostro. Se ajustó las tiras, atándoselas contra la cabeza, ajustada, de manera que se asegurara que no se caerían. Se observó en el espejo y dibujó una sonrisa. La máscara era conocida como Colombina y ésa, en concreto, era la Colombina Sole. Estaba revestida con una capa de plata y tenía unos agujeros lo suficientemente grandes como para dejar sus ojos al descubierto. En la parte inferior, a excepción de la zona de la nariz, estaba decorada con otra capa que se arremolinaba en formas redondeadas que se asemejaban a una enredadera y que subían hasta la zona de las cejas. Destacaba que en la parte superior, a la mitad, estaba la figura de un sol en cuyo centro había la cara de una mujer.

Lo que completó su vestimenta fue un tabarro, una capa que le cubría hasta prácticamente la cintura, de color negro. Cerca del cuello llevaba unos broches plateados, metálicos, con forma similar a la de la hoja de parra y de la punta de las mismas había un par de cuerdas, formadas por dos cordones suaves que se entrelazaban entre ellos, asegurando que la pieza de ropa no se escurriría hacia abajo y se caería. Aún a riesgo de ser maleducado, Antonio descendió las escaleras en la oscuridad, mientras de fondo podía escuchar el rumor de platos en el comedor, llegó hasta la puerta y se escabulló por una pequeña rendija que abrió, sin aventurarse a abrirla más en caso que crujiese.

Fuera, en la calle, se escuchaban algunos grillos, que seguramente se escondían entre las hojas de los arbustos que poblaban el jardín de los Vargas. Los pasos de Antonio pronto le guiaron a una plazoleta, pequeña, en la que se acumulaba mucha gente vestida de manera extravagante. Todos tenían el rostro cubierto total o parcialmente por una máscara. La música invadía cualquier rincón de los alrededores y la gente bailaba, sin saber ni quién era la persona que tenían delante. Hombres y mujeres, mujeres y mujeres, hombres y hombres, danzaban al ritmo del compás, dando vueltas ocasionalmente y lanzando vítores al aire. Había juglares realizando malabares, demostrando la habilidad que habían ido aprendiendo con el paso del tiempo, a base de práctica.

Al fondo, cerca de un pequeño muro, se encontraba una mesa grande en la que la gente bebía, desinhibida, charlando en italiano, francés, español y hasta algunos en inglés. No entendía cómo demonios podían comprenderse los unos a los otros, pero daba la impresión de que lo lograban. No era sólo la barrera del lenguaje, se trataba además del ruido ambiental que dificultaba la tarea. Se acercó a aquel rincón y observó a los presentes, intentando averiguar a quién había que caerle bien para beber gratis. Ladeó el rostro y vio que una mujer, rechoncha, con la nariz rojiza y el cabello castaño rizado recogido en un moño, se dirigía hacia la mesa cargando en sus manos seis jarras de cerveza que repartió entre los que alrededor de ella se apelotonaban.

Hablar con esa mujer fue una de las cosas más difíciles que España había realizado en los últimos meses. Lo juraba, incluso más difícil que hablar con ese rey estúpido que Francia tenía. Después de largos minutos en los que ambos, en su idioma natal, gritaban casi como si eso fuese a hacerles entenderse y gesticular intentando que la otra persona adivinara a lo que se refería, Antonio descubrió que la cerveza no era gratuita y que costaba cinco florines. No le quedó otra que sacar la bolsa de cuero que llevaba al cinto, estratégicamente situada para que ningún ladrón se la robara en un descuido, y pagar para obtener bebida. No era de las mejores que había tomado, pero al menos servía a su propósito.

Se sentó en un rincón y fue observando a los presentes mientras bailaban. En una ocasión una mujer, con un generoso escote que no se esforzó en fingir que no miraba, se le acercó y le pidió para bailar. No es que fuese muy habilidosa y le pisó hasta en un total de tres ocasiones. Después de aquello, tomó la decisión de no bailar más con nadie que pareciese que no tenía ni idea de cómo mover coordinadamente un pie tras otro. Eso no quitaba que diera palmas al ritmo de la música, cuando una tonada animada hizo que la gente se levantara y se pusiera a danzar mientras el público seguía el ritmo golpeando con las manos. A cada bebida que apuraba, Antonio podía notar ese calorcillo en el estómago, ese cosquilleo y también la calidez anormal que sus mejillas tenían, seguro que a causa del alcohol. Mientras se terminaba el trago ya-no-recordaba-qué-número, el español se fijó en la llegada de un grupo de personas a aquella pequeña fiesta dentro de la ciudad de Venecia.

Dos mujeres, vestidas con esos trajes que al hispano le gustaban tanto y que bien poco dejaban a la imaginación para la época en la que estaban, que pronto se pusieron a bailar juntas, riendo cómplices. Después un joven que se había colado y que corría entre la gente, que ni tiempo tenían a decirle que debería estar en la cama. Finalmente, para terminar la comitiva, un hombre que miró a su alrededor. No le prestó atención al principio, puesto que era otra persona más, pero al darse cuenta de que le estaba observando, poco le costó seguir con los ojos fijos en él también. El varón en cuestión debía estar entre la veintena y la treintena seguramente. Sus ojos claros estaban cubiertos por una máscara similar a la suya, pero dorada. No tenía un sol, pero había unas puntas que se elevaban hacia sus cejas. Dos de ellas eran caballos alados, que miraban hacia el centro, en el que se elevaba un arpa. Había otros motivos grabados en la parte de las mejillas y repartidas homogéneamente por la máscara se encontraban pequeñas piedras preciosas, que refulgían al pasar cerca de las lámparas de fuego. El cabello, largo, recogido en una coleta, era del color del ébano y reflejaba los rojizos de la iluminación del lugar. Llevaba una camisa similar a la de Antonio, con mangas anchas, parecidas a las de los mosqueteros, de color negra y unos pantalones de la misma tonalidad marcaban su cuerpo, dejando pocos rincones a la imaginación. Encima llevaba un tabarro, oscuro.

Los labios de aquel desconocido se curvaron en una divertida sonrisa y España, no supo por qué, se avergonzó al verle de esa manera. Bueno, quizás había sido demasiado descarado mirándole. Rehuyó los ojos de aquel desconocido y con los dedos tamborileó sobre el asiento en el que se encontraba descansando. Aunque no era demasiado tarde, tampoco es que hiciera mucho en aquel lugar, así que se planteó la posibilidad de regresar. Pero, justo entonces, alguien se puso delante de él, tapándole la luz que tenía en frente, lo cual hizo que levantara la mirada. Delante tenía a ese hombre desconocido, el cual le tendía una jarra con alcohol.

¡No, no, gracias! ¡No hace falta! —dijo el hispano mezclando español e italiano; lo poco que sabía al menos.

El hombre sonrió y con gracilidad sacudió su cabeza, de izquierda a derecha, para luego regresar al origen del movimiento. De nuevo sus ojos claros le observaron con divertimiento, mientras agitaba ligeramente el vaso delante de él. El rostro de Antonio, a pesar de estar medio oculto, mostró la indecisión que sentía por dentro. Por eso mismo las manos enguantadas del hombre tomaron las suyas y le obligaron a agarrar la jarra. Bajó los orbes verdes a la bebida y luego éstos volvieron a enfocar a esa persona. Entonces, siendo consciente de que no iba a poder negarle la invitación a esas alturas, el hispano sonrió e hizo una pequeña reverencia con su cabeza, agradeciéndole silencioso. El varón le miró sorprendido y, después de cuatro segundos, su gesto imitó el que España tenía. Ambos estuvieron un rato sentados el uno junto al otro, viendo a las parejas dar vueltas sobre las baldosas, dejando que las notas les envolvieran. Cuando dejó la jarra vacía sobre la mesa, notó que esa persona a su lado se levantaba.

Por un momento pensó que se iba a ir, pero de repente lo tenía delante. Antonio le miró, curiosamente, y entonces ese desconocido extendió el brazo derecho hacia un lado y lo bajó, con una floritura, hasta que su mano estaba extendida hacia el español. Éste seguía anonadado, sin saber qué era lo que quería. Pasó la mirada a su rostro y vio que con la otra mano, la cual había elevado a la altura de su cabeza, cubría parcialmente sus labios, los cuales estaban curvados en una sonrisa. Notó que sus hombros se sacudían y, aunque no le había escuchado, supo que se había reído. Los dedos finos del hombre se estiraron con insistencia, urgiéndole a algo que él no entendía. Como no hacía nada, el desconocido señaló hacia la gente que seguía bailando y de nuevo se la volvió a tender.

Los ojos verdes se abrieron más de la cuenta, por fin comprendiendo que le estaba pidiendo un baile. Negó con la cabeza, torpemente, y sus manos se unieron a ese frenético gesto que quería darle a entender a su interlocutor que no era la mejor de las ideas y que le daba vergüenza. Incluso había cerrado los ojos, pensando en la idea de que muchas personas pudieran verle bailar con aquel hombre. Sin embargo, tras sentir como algo presionaba su frente, los volvió a abrir y se encontró de nuevo con la mirada clara de aquel varón que le observaba con decisión, como si no hubiera otra persona más segura sobre la faz de la Tierra acerca de querer bailar con él. Se fijó en que sus labios se movían y, aunque no escuchó su voz por encima de aquel tumulto, juraría que había podido leer un "Por favor". O quizás había hablado italiano, a saber. Le miró unos segundos más, sin saber por qué seguía resistiéndose tanto. Al final suspiró, extendió su mano y dejó que descansara sobre la del hombre.

Cuando ésta descansó contra la tela, el individuo le sonrió, la estrechó entre sus dedos y tiró de él hasta que estaba de pie. Pasaron entre la gente, ignorando las posibles miradas que pudiesen haber sobre ellos, y llegaron a un sitio en el que había un hueco. La mano del joven se posó en su cintura, estrechándola, y la derecha buscó la contraria y la tomó con gracilidad, elevándola en el aire. Ahora que estaban tan cerca, podía oler ese aroma similar a la naranja que desprendía el desconocido. Se tensó cuando se encontró con que sus ojos habían coincidido. Bueno, estaba definitivamente observándole demasiado. El varón vestido de oscuro le sonrió, intentando que se relajara de algún modo. La canción empezó a sonar y la gente a moverse. Aunque ninguno de los dos se sabía bien los pasos, iban improvisando. En un par de ocasiones se chocaron con alguna pareja, cuando éstos giraron de improviso y Antonio y su compañero no lo habían sabido prever.

La música era animada e iban pegando ligeros saltos para poder mover los pies a la velocidad que requería la canción. Se iban mirando, divertidos, sin poder evitar reír de vez en cuando. El moreno estiró un brazo e hizo que Antonio se alejara; después le atrajo, con la mano en lo alto, haciendo que virara sobre sí mismo hasta estar pegado a él, rodeado por sus brazos. Se miraron a los ojos, mientras la fiesta seguía detrás, desarrollándose ajena a ese momento entre los dos, al interés que en ellos había despertado. Cuando chocaron contra otra pareja, Antonio y el otro hombre se separaron y trastabillaron unos pasos. Esos individuos se acercaron a ver si estaban bien y ambos pronto pidieron perdón. Se apartaron del barullo, yendo a un área un poco más vacía, a uno de los lados. Se miraron y rieron por lo bajo, desviando la mirada. El hombre de cabellos negros se acercó y le tendió una mano de nuevo a Antonio, el cual volvía a estar confundido. Para hacerse escuchar por encima de la música y el ruido, se hizo con ella, sin esperar a que se la diera, y tiró de él hasta que estuvieron prácticamente abrazados. En un italiano extraño, murmuró contra su oreja.

¿Quieres...? Eh… Pasear —dijo dubitativo. Se notaba que el italiano no era su idioma materno, puesto que no lo dominaba. Era como Antonio, el cual sudaba frío cada vez que tenía que decir algo. Si conocía más palabras era porque ahora que tenía territorios en Italia, siempre era bueno conocer lo que los pueblerinos murmuraban a sus espaldas.

España retrocedió un poco, lo suficiente para poder verle. No era el tipo de cosas que solía hacer, pero se lo había pasado muy bien danzando con esa persona. Ahora más que antes, no encontraba ni un solo motivo por el cual negarse a pasar el rato con él. Le tendió la mano, la cual pronto fue estrechada por la de ese hombre, que dibujó una sonrisa incluso más radiante que antes. Antes de que se pusiera en marcha, el hispano le pegó un suave tirón para que se detuviera y se acercó para poder hablarle a la oreja.

Soy Antonio —le dijo, para que supiera cómo podía llamarle en caso de querer hacerlo.

Yo Robert —respondió antes de que se apartara.


¡Buenas!

Pues aquí he vuelto yo con un nuevo fic. ¡Canonverse! No os acostumbréis, de éstos no tengo tantos XD Me supuso, como normalmente, mucha investigación. No sólo por los hechos históricos (tenía que acotarlos en una época determinada del tiempo y que me cuadraran), además por toda la información del carnaval de Venecia en esa época y sobre las máscaras.

Sep, Antonio y Francis se odian muy mucho en este fanfic xD Las cosas en esa temporada estaban muy delicadas entre ellos.

Para quien no haya leído otros fanfics míos, Robert es un nombre que suelo usar en otras historias para mostrar a algo así como el 2P de Francia xD

Espero que os vaya gustando y también espero ver vuestra opinión sobre esta nueva historia.

¡Saludos!

Miruru.