Capítulo 1: Nosotros
Día 1, 4:08 h. - Suroeste de la Isla
A Miles le costó abrir los ojos. No sabía si preocuparse más del corte que sangraba en su coronilla o del mareo que hacía que todo diera vueltas. El cinturón lo mantenía bien atado al asiento de su coche, que no se encontraba en una posición precisamente habitual. El morro apuntaba hacia las estrellas y alrededor todo eran frondosas ramas.
Cuando soltó el cinturón de seguridad el respaldo siguió sosteniendo su cuerpo. Pudo abrir la puerta y empujarla sin que las ramas opusieran demasiada resistencia. Echó un vistazo al exterior y comprobó que su coche estaba atrapado en la copa de un árbol con la altura de una casa de dos plantas. Pensó que sería mejor recobrar el aliento antes de decidir cómo salir de allí. Trepar por los árboles nunca había sido su fuerte.
La suerte le sonrió y vio que había alguien allí abajo, una mujer menuda con rasgos del medio oriente. Vestía una ajustada falda de lino raído y pese a ir descalza y llevar sus pechos desnudos cargaba con una impecable mochila.
—¡Eh! ¿Puedes ayudarme? —preguntó gritando tanto como pudo—. Igual puedes encontrar alguna cuerda. ¿Me oyes? ¿Hablas mi idioma?
La chica lo observaba como quien mira las nubes para saber si va a llover, sin que sus manos soltaran las correas de su mochila. Miles supuso que no podía esperar mucha ayuda y estiró su mano para agarrar la rama más gruesa que alcanzaba. Se giró hacia ella saliendo del vehículo y se abrazó con todo el cuerpo, quedándose estático como un gato que no sabe a dónde ir. No veía ningún apoyo seguro y quedarse quieto le daba menos miedo que intentar volver al coche.
La joven movió la cabeza con burlona resignación y sacó de la mochila un rollo de cuerda con un gancho en su extremo. Al primer lanzamiento consiguió romper el cristal de la ventanilla trasera y aferrar firmemente el garfio al marco.
—¿Y qué pretendes que haga ahora? —preguntó Miles gritando mucho más de lo necesario—. No llegaría a esa cuerda ni aunque supiera volar. ¿Y cómo sabes que el coche aguantará mi peso?
Ella no contestó siquiera con un gesto, limitándose a observar cómo se desenvolvía.
Miles no tenía buenos recuerdos de cuando trepaban por la cuerda en educación física, y sus músculos recordaban aún menos. Decidió calmarse y encontrar el mejor modo de bajar, y al fijarse bien identificó una rama de dudosa consistencia medio metro debajo de él. Lentamente descendió hasta ella como si bajara por una escalerilla y desde ahí logró enrollar la cuerda a su pie derecho. Confió en que sostendría su peso y se abrazó a la cuerda como si fuera sólida. El ímpetu le hizo girar sobre sí mismo y su pie perdió apoyo, con lo que sus bíceps no fueron suficientes para sostener su peso, la cuerda se escurrió descontrolada quemándole las manos y acabó cayendo ruidosamente. El aterrizaje le dejó un dolor importante pero estaba a salvo. Lo único que debía aguantar era la sorna con que la joven le miraba. Estaba frente a una mujer con los pechos al aire y era él quien sentía vergüenza. La chica echó a andar por la selva sin dejar tiempo a Miles para sacudirse el polvo. La siguió como si no tuviera alternativa.
—¿Y tu ropa? —dijo al fin tras un incómodo silencio—. ¿Te la han robado?
—No pareces sorprendido de haber vuelto —habló por primera vez la joven. Aún debía perfeccionar mucho su inglés.
—Si conoces esta isla sabes que un día ya nada te sorprende —explicó mientras se sacudía la suciedad y trataba de recomponer un poco su ropa. Realmente no le preocupaba haber vuelto—. ¿Y tú tienes nombre o prefieres que te llame "misteriosa árabe del garfio"?
Ella lo miró con desconfianza y mantuvo el silencio hasta que Miles creyó que ya no contestaría. Entonces lo corrigió:
—Egipcia. Soy egipcia. Si dijera que somos tatarabuelos de los árabes me quedaría corta.
—Seguro... ¿Y adónde vamos? Apostaría a que por aquí se llega a la playa. Supongo que a ti te da igual, pero siempre acabo en esa maldita playa. Es como si alguien me gastara una broma constante.
No debieron andar más de dos minutos para encontrar a los compañeros de la egipcia. Miles temía encontrar alguna extraña comuna hippie, en cambio halló dos personas de aspecto y ropas occidentales. Walt Lloyd iluminaba con su linterna a otra chica joven que montaba algún tipo de mecanismo sobre un trípode.
—Lo encontraste, Naunajté —gritó Walt mirando a Miles como si fuera un suculento jabalí.
—¿Naunajté? —preguntó éste volviéndose a la egipcia.
—Mejor si me llamas solo Nau.
La otra chica dejó el aparato y limpiándose las manos con un sucio trapo fue a saludar a Miles.
—Es un placer conocerte. Soy Nerea.
Tenía una agradable sonrisa y sus pequeños ojos brillaban tras unas gafas vetustas. Llevaba su largo pelo moreno recogido en una desordenada trenza y su ropa estaba igual de desaliñada. También le sobraban unos cuantos kilos, pero toda ella le pareció lo más bonito que había visto en años.
—Para mí también es un placer... Supongo que no hace falta que te diga cómo me llamo.
—Antes que nada quería darte las gracias por ayudarnos —dijo Walt con tono sincero—. Doy por sentado que a mí ya me conoces.
—Disculpadme, pero... No es que no quiera cooperar, o lo que sea que estoy haciendo. ¿Pero alguien va a decirme por qué estoy aquí?
—Noemi Dorrit ya te explicó bastante bien lo que debías hacer —aseguró Nerea—. Lo que no te dijo era cuándo. Teniendo en cuenta lo rentable que te salió el trato, es hora de que cumplas con tu parte.
—¿Rentable? No quedó nadie de Widmore que pudiera pagarme. Ni siquiera me tocó una maldita indemnización porque no monté en ninguno de los aviones afortunados.
—¿Cuánto sacaste por los diamantes de Nikki y Paulo? —preguntó Nerea.
—¿Qué...? Eso no es asunto tuyo. Mis negocios son mis negocios. Si pretendes juzgarme o decirme cómo vivir te diré a dónde te puedes ir.
—No sé por qué hablas con esa suficiencia —contestó Nerea sin amilanarse lo más mínimo—. Si no hubiera sido por Ilana habrías muerto en el Templo.
—Ya entiendo. Es ese rollo de decirme que me conoces y que tenga cuidado porque sois muy peligrosos. Muy bien, entonces, ¿cómo pensáis obligarme si no colaboro?
—Nadie lo hará —aseguró Walt, y fue tajante—. Confiamos en que quieras hacerlo.
Miles dudó si era una oferta sincera o una amenaza velada, pero en sus circunstancias tener algún conocido sería mejor que buscar suerte en solitario. Frunció el ceño y cedió dirigiéndose a Nerea, que había relajado su hostilidad y daba los últimos retoques a algún tipo de aparato astronómico artesanal.
—¿Me enseñas lo que haces con esto?
—Claro, gruñón. ¿Alguna vez te enseñaron cómo saber dónde está el norte buscando la Estrella Polar?
Nadie se lo había enseñado nunca. Mirar el cielo no le había llamado la atención ni cuando vivía en la Isla y no había más que hacer.
—Ahora no te serviría de mucho, ¿la ves? —Nerea señaló al cielo plagado de estrellas—. Está a unos veinte grados del norte.
—Y eso quiere decir...
—Que hemos llegado a tiempo. Nuestra información es de fiar.
—¿Esperabas otra cosa? —inquirió Walt.
—Esperaba cualquier cosa.
Miles se sintió aliviado al saber que no era el único con dudas en el grupo. Ayudó a Nerea a guardar el instrumental y se echó a la espalda una mochila pensando que necesitaba dormir o tomar mucho café.
—Tenemos que ponernos en marcha —ordenó Walt—. Amanecerá mientras llegamos.
17 de abril de 2.011 - Encino, California
Miles pasaba mucho tiempo en la cama. Cada noche programaba su despertador para levantarse temprano y dedicarse a algo que diera sentido a su vida, pero todas las mañanas lo apagaba malhumorado y seguía en la cama hasta que se levantaba de puro aburrimiento. Tenía una casa en la que uno podía perderse, equipada con lo mejor en ocio para el hogar, pero hacía tiempo que se había cansado de todo ello.
Era media mañana cuando el teléfono sonó por primera vez. Una llamada insistente, de no menos de veinte tonos. Miles estaba demasiado cómodo para contestar. Nada que pudieran decirle por teléfono podría mejorar su vida. Cuando volvieron a llamar cuatro veces sin dejar tiempo entre un intento y el siguiente, Miles se arrastró bajo el edredón y alargando su brazo lo descolgó sin contestar.
—¿Miles? ¿Por fin te dignas a contestarme?
—Hola, Alice —refunfuñó.
Alice era su novia aunque Miles no entendía bien por qué. Comenzó como un juego de una sola noche, pero ella parecía no tener problemas para coger confianza, especialmente cuando comprendió que Miles tenía más dinero del que quería gastar. Una cosa llevó a la otra y la relación se formalizó sin que él hubiera tenido tiempo de negarse a nada.
Antes de continuar la conversación dio un sonoro bostezo y se estiró como si el paso del tiempo no fuera con él.
—¿No crees que ya has dormido suficiente? —La voz de Alice sonaba realmente molesta.
—¿Qué quieres, Alice?
—Que hagas algo con tu vida. Que dejes atrás todos esos... problemas y hagas algo que te anime. Toma las riendas de tu vida.
—Hago lo que me apetece con mi vida, Alice.
—¿Y qué es eso que te apetece? ¿Vivir como si estuvieras inválido? Lo hemos hablado tantas veces... No es normal tanta desmotivación... De algún lado tiene que salir esa fobia tuya a la sociedad. ¿Y si buscaras ayuda profesional?
—¡No necesito ayuda, y estoy harto de tener que repetirlo cada vez que hablamos! Estoy bien así, exactamente así, ¿vale?
—¿Al menos saldrás de casa?
—Sí, Alice, saldré por ahí a corretear y oler las flores. Mira, perdona... Si quieres iré a comer contigo el domingo.
—Hoy es domingo, Miles.
—Entonces hasta el domingo que viene.
Alice mantuvo un espeso silencio. No quería que Miles notara la congoja que sentía.
—Esto ha llegado demasiado lejos, Miles.
Él ya había oído muchas veces esa frase y sabía cómo terminaba el asunto. Ella enumeró los problemas que él le provocaba, explicó que necesitaba encontrar algo que la llenara y finalmente le dijo que su relación había acabado. Colgó sin dejarle contestar, aunque Miles no tenía nada que decir. En el fondo era una buena noticia que ella lo hubiera dejado. Era algo de lo que tenía ganas hacía tiempo, pero no se había atrevido a dar el paso. Quizá fuera por pereza, tal vez porque era un cobarde, o probablemente por las dos cosas. De cualquier modo era mejor así.
Miles se vistió un albornoz desatado y paseó descalzo hasta la cocina para recalentar café. Tras estirarse otro buen rato se sentó con su taza ante la mesilla que llamaba escritorio y encendió la emisora de radio que ocupaba casi todo. Enseguida empezaron a sonar por sus auriculares frecuencias de los servicios de emergencias. Era un equipo demasiado caro y potente, por lo que pasaba el rato escuchando cosas que ocurrían a doscientos kilómetros de allí.
Esa mañana tuvo suerte antes de terminar el café. Alguien había encontrado un cadáver a seis manzanas de su casa y las patrullas estaban siendo avisadas. Le sobraba experiencia para entender los códigos con que hablaba la policía. Una mujer asesinada. Quizá el suceso que más le aportaba.
Se lanzó a un armario repleto de uniformes y escogió uno de sanitario de color blanco y verde. Se lo puso sin preocuparse por las arrugas mientras andaba a trompicones hacia la calle.
Llegó con rapidez a la escena del crimen montado en su ostentoso cochazo, que aparcó a una distancia prudencial para observar la escena. Aún no había cordón policial, únicamente dos agentes que hablaban con los sanitarios que acababan de certificar la muerte. Miles esperó hasta que se distrajeron con la llegada de una nueva ambulancia y entonces se acercó cautelosamente al cadáver. Sabía bien que cualquiera podía pensar que era el asesino tratando de limpiar su rastro, pero eso al menos le aportaría un día entretenido.
La chica había caído de bruces contra el suelo tras recibir varios disparos por la espalda. No tuvo que tocarla para poder acceder a sus recuerdos. Normalmente no recogía más que excusas o remordimientos, pero la fuerza de aquella vida que se esfumaba superaba todo lo que había conocido. No había pensado en su muerte, ni siquiera cuando supo que estaba muriendo, como si ya lo hubiera asumido siglos atrás. Esa mujer que solo se llamaba Puabi tenía una única cosa en la cabeza al morir: encontrar a Miles Straume.
Día 1, 5:23 h. - Suroeste de la Isla
Los cuatro anduvieron sin escalas más de una hora, siguiendo rumbo norte y alejándose progresivamente de la costa. Solo Nau y Nerea iluminaban el camino con antorchas, lo que obligaba a Walt y Miles a esforzarse por seguir su ritmo.
La progresiva cuesta del camino parecía indicar que se dirigían a lo alto de una de las cadenas montañosas. Walt y Nerea hicieron a la vez un gesto cuando reconocieron algún detalle en el terreno que llevaban rato buscando. En silencio hicieron señas para cambiar de dirección y el grupo avanzó hasta uno de los costados de la montaña, una pared de roca casi vertical. Se acercaron tratando de identificar algo en las sombras que dibujaba la luz del alba. Frente a ellos, como si se materializaran de la nada, aparecieron unas escaleras excavadas en la roca que apenas se veían cuando se tenían delante.
La primera que empezó a subir fue Nerea, haciendo ciertos sonidos de satisfacción. Los pies de Naunajté no eran tan resistentes como le gustaría y tuvo que calzarse unas sandalias mínimas de caña para enfrentarse a los hostiles escalones. Los otros siguieron a las chicas tratando de tomárselo con filosofía.
Lo que empezó con un cierto ánimo se fue convirtiendo a cada paso en una ascensión penosa y no exenta de riesgos. Algunas zonas no tenían cuerdas ni protección alguna, de modo que había que pegarse a la pared para evitar caer al vacío. Cada tramo de escaleras daba paso al siguiente, todos idénticos, tan iguales que hacían pensar que se había caído en un bucle. Ya había en el ambiente suficiente luz para ver que la cima siempre estaba demasiado arriba y los tramos de escaleras que quedaban no parecían disminuir. El rocío hacía que los escalones resbalaran, además muchos de ellos estaban desgastados por el paso del tiempo y la intemperie y apenas podía posarse el pie. El viento soplaba con tanta furia que varias veces debieron parar la marcha y agarrarse unos a otros para evitar ser arrastrados.
Cuando la violencia del aire empezaba a decaer, todos oyeron que el viento arrastraba susurros que se superponían. Había decenas de ellos.
—¿Eso son...? —preguntó Miles.
—Lo son —zanjó Nau, que siguió andando como si nada hubiera ocurrido.
—Supongo que no hay que preocuparse. De todos modos ya están muertos.
Nau detuvo su marcha por primera vez y esperó a que Miles la alcanzara.
—Sí hay que preocuparse. Ellos los usan como vigías. Ahora saben que estamos aquí.
Nau reemprendió la marcha dejando pensativo a Miles. Éste esperó a Walt, que cerraba el grupo, y se dirigió a él tratando de no ser oído por los demás.
—Walt Lloyd.
—Miles Straume. ¿Te asusta lo que ha dicho Nau?
—No... más bien esperaba algo así. Creo que necesito tomar un poco de aire, ¿te importa? —pidió sentándose—. No he tenido un estilo de vida muy activo últimamente.
Walt sonrió y le concedió un momento mientras Nau y Nerea continuaban subiendo.
—¿Sabes, Walt? Después de salir de la Isla, algunos hemos seguido viéndonos de vez en cuando. Nadie se olvida de lo que ha vivido aquí.
—Eso pasa cuando se viven cosas importantes.
—Claro... El caso es que ya me habían hablado de ti. Nadie sabe qué te pasó, pero todos te recuerdan con cariño.
—Me halaga oírlo —afirmó Walt con una sincera sonrisa.
—Todos hemos tenido nuestros problemas allí fuera, ¿sabes? Unos lo llevan mejor que otros. Yo... tengo días mejores y peores. La cuestión es que ahora que estoy aquí... me alegro de haberte encontrado.
—¿Y eso por qué?
—Más de uno me dijo que debería hablar contigo. Me dijeron... que eras especial.
Walt había oído tantas veces esa frase que ya no le provocaba ninguna emoción.
—Malos consejos daría una nevera a una tostadora, y ambos son electrodomésticos.
Levantó la mochila de Miles y se la ofreció para seguir subiendo escaleras.
—Los muertos guardan muchos secretos —aseguró Miles ignorándolo—. Es lo único que puede interesaros de mí.
—¿Qué quieres saber?
—Nada que fueras a contarme. Ya descubriré antes o después para qué me queréis. Más bien me gustaría saber si tienes claro lo que haces. Eres alto como una torre, ¿pero cuántos años tienes? ¿Veintidós?
—Diecisiete.
—¡Diecisiete! Más nos vale que seas muy especial. No desconfío de tus intenciones, Walt, pero yo a tu edad no hacía más que tonterías. Sé lo que es no tener padre y perder a mi madre.
Walt no contestó hasta que Miles se puso su mochila y volvió a caminar.
—Mucha gente me cuenta cosas —explicó como si se disculpara—. Unos han muerto, otros están al otro lado del mundo y algunos ni siquiera están despiertos cuando hablan conmigo. Algo habrá para que ellos confíen en mí.
—¿Algo habrá? Puede que solo haya casualidad, ¿lo has pensado? Hablan contigo porque eres el único que puede oírles.
—¿Por eso hablan contigo?
—¿Por qué si no?
—Creer en la casualidad te hace perder la motivación, Miles. Te limitas a esperar que las cosas ocurran. ¿Pero sabes qué? Con mis diecisiete años yo creo mis casualidades.
Enero de 2.007 - Bilbao
Nerea Aizpurua era una mujer solitaria. Habiendo perdido a sus padres poco antes de la adolescencia, nunca encontró la cercanía ni el cariño que necesitaba en los familiares que se hicieron cargo de ella. Se independizó tan pronto como alcanzó la mayoría de edad confiando en construirse una vida satisfactoria, pero el paso de los años fue minando sus esperanzas de tener una existencia plena. Demasiados sinsabores la habían ido haciendo cada vez más cínica y desconfiada, hasta llegar a un punto en que se conformaba con sobrevivir. Pasada la treintena, ya hacía años que había olvidado cuándo se sintió feliz por última vez.
Nerea era ciertamente un desastre en el plano social. Demasiado insegura para sentirse bien estando sola y demasiado antisocial para permanecer cerca de nadie. Se repetía a sí misma que prefería las cosas a las personas porque no se quejaban si arreglaba sus defectos, pero pasaba demasiadas noches llorando e intuía que su soledad tenía algo que ver. En su interior se desataba una constante lucha entre su deseo de sentirse aceptada por los demás y sus reticencias a juntarse con personas en las que nunca conseguía encontrar cualidades.
Ese sábado de enero era un día pésimo para una feria de artesanía. Llovía más que en los trópicos y un viento gélido helaba las calles de Bilbao. Pocos se atrevían a pasear y aún menos se molestaban en curiosear las carteras, abalorios, marionetas, cajas de madera y demás parafernalia que ofrecían los artesanos.
Nerea Aizpurua se sacaba un sobresueldo dirigiendo el puesto más ordenado. Cada uno de sus cacharros tenía una posición que no podía ser otra. Vendía instrumentos astronómicos y de navegación de todas las épocas, algunos obsoletos en tiempos de Colón y otros de la era victoriana, todos ellos hechos con sus propias manos. Era un material demasiado exquisito para ser valorado en una feria como aquella, y Nerea lo sabía, pero no podía evitarlo. Nada le hacía sentir como cuando acumulaba mercancía en cada habitación de su casa o cuando vendía algo a gente con demasiado tiempo libre y dinero.
Una cliente potencial cerró su paraguas y se refugió en el escaso parapeto del puesto. Ilana Verdansky se quitó un gorro de lana liberando su melena rizada. Hablando en inglés mostró interés por una de las piezas que ocupaban un lugar central en el expositor.
—Parece robado de un museo —comentó Ilana sosteniendo el aparato en el aire. Nerea se levantó como un resorte de su banqueta y lo recuperó para volver a dejarlo donde estaba—. Una réplica exacta del mecanismo de Anticitera. Cuesta creer que los griegos hicieran algo tan preciso para describir el movimiento de todos los planetas que conocían. Te tuvo que costar interpretar los esquemas.
—¿Esquemas? —sonrió mirando sobre sus gafas—. La gracia está en deducir el mecanismo. Veo que sabes lo que vendo aquí. ¿Eres algún tipo de profesional, o experta?
—Casi no llego a aficionada.
Ilana echó mano de su bandolera. Desdobló un incómodo pliego de papel y lo posó sobre los aparatos del mostrador. La reacción instintiva de Nerea fue apartar el papel que tapaba sus trabajos, pero los diagramas enseguida atraparon su atención. Murmuró sonidos pensativos y asintió al llegar a la conclusión.
—Ya veo... Son las relaciones entre las sombras.
—¿Entonces sabes para qué sirve?
Nerea se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo.
—Tendrás que explicarme por qué te interesa tanto.
Ilana tenía a Nerea donde quería.
—Unos amigos están haciendo una investigación de arqueología, una especie de tesis. Llevan tiempo discutiendo teorías sobre estos papeles sin ponerse de acuerdo. Nos vendría bien que alguien como tú nos diera su opinión. Entonces, ¿sabes lo que es?
Algo hizo dudar a Nerea, pero no tenía muchas oportunidades de demostrar sus conocimientos y sintió que podía sacar beneficio de todo aquello.
—Es un conjunto megalítico de diseño egipcio, probablemente de mediados del Reino Antiguo. De unos 4.500 años de antigüedad.
Ilana asintió muy satisfecha. Había hecho una datación correcta con solo echar un vistazo.
—¿Y sabes para qué sirve?
—Claro que sí, pero no creo que te sea muy útil.
—¿Por qué?
—Todo este montaje de rocas sirve para encontrar un lugar... aunque para que funcione tienes que saber de antemano dónde está. Está claro que es absurdo. No sé cuánto has pagado por eso, pero estoy segura de que no has encontrado lo que buscabas.
—¿Puedo saber por qué es tan absurdo? —inquirió Ilana como si conociera la respuesta.
—Porque ese Stonehenge de pacotilla no hace más que decirte en qué dirección y a qué distancia se encuentra un lugar. Es decir, para que sirviera para algo tendría que estar en movimiento, y ningún vehículo podría cargar con todo eso. Te saldría más rentable usar un GPS.
—¿Y si pudiera llevarte al lugar en que eso resultara útil? —preguntó. Realmente consiguió llamar la atención de Nerea.
Día 1, 6:52 h. - Altiplano oeste
Fue reconfortante llegar a la cima. Casi inaccesible, la montaña ocultaba una meseta cubierta en su mayoría por vegetación salvaje, todo excepto el área central en que alguien se encargaba de impedir que creciera la hierba. Sobre el círculo yermo se alzaban varias decenas de rocas mastodónticas distribuidas en un caos aparente, que hacían dudar que nada humano las hubiera podido subir hasta allí.
Nerea echó a un lado su mochila presa de una gran emoción y se quitó su camiseta para ponerse manos a la obra en la comodidad de su bikini. Dejó al descubierto una espiral de Fibonacci que llevaba marcada a fuego en toda la extensión de su espalda. Únicamente un recio metal al rojo podía haber creado cicatrices de tal relieve.
Mientras los demás esperaban ignorantes ella corría de un lado a otro del conjunto megalítico con gran emoción, tratando de contrastar perspectivas y tomar medidas con sus manos. Miraba la punta de una piedra, medía la sombra que proyectaba sobre unas series de círculos marcados en el suelo y pasaba a la siguiente roca murmurando números.
—¿Queréis saber dónde estamos ahora? —Nadie contestó, pero tenía demasiadas ganas de contarlo—. En este momento, la Isla está en El Cairo.
—¿El Cairo? —dudó Miles—. Un lugar un poco extraño para una isla.
—No pienses en la Isla como si no fuera más que una isla —aconsejó Walt—. Es más fácil imaginarla como una hormiga corriendo bajo la alfombra. La alfombra es...
—Ya, ya me hago una idea.
Nerea seguía a lo suyo. Parecía haberle cogido el truco a semejante ingenio y se limitaba a apuntar números sentada en el centro de las piedras. Sonreía maravillada con cada cálculo, descubriendo nuevas cosas cada vez que comparaba las sombras con su brújula.
—Apunta la posición del 18 de abril de 2.011 —recordó Nau tratando de ayudar.
—¿Crees que no lo sé?
—¿Luego adónde iremos? —terció Miles. Nada le apetecía menos que una discusión—. Va siendo hora de desayunar.
Mientras los ánimos se calmaban, Nerea sacó un impoluto rollo de papiro de su mochila y se arrodilló para orientar su perspectiva como un fotógrafo que busca el mejor encuadre. Después de un buen rato de mirar de un lado a otro y maldecir un par de ocasiones pareció encontrar la posición deseada y mirando a través del papiro lo perforó con un punzón marcando los límites de las sombras que veía.
Walt la felicitó poniéndole la mano sobre el hombro y sacó de su mochila un rollo de papiro seriamente envejecido. Lo colocó sobre el de Nerea y poniéndolo a trasluz se aseguró de que ambos coincidían agujero por agujero. Debían coincidir necesariamente: no eran simplemente parecidos, los dos eran el mismo papiro.
Walt volvió a felicitarla y pasó el papiro nuevo a Nau, que lo guardó cuidadosamente en su mochila.
Julio de 2.007 - Berna
Nerea agradeció con una buena propina que el taxista supiera encontrar la dirección que le había dado Ilana. Ella jamás lo habría logrado por su cuenta en aquel barrio con todas las casas iguales. Comprobó en su reloj que había llegado puntual a su cita y tocó el timbre. Ilana abrió la puerta con una cálida sonrisa.
—Pasa y siéntate, ya te cuelgo la chaqueta. ¿Quieres tomar algo?
—Gracias, acabo de comer.
—¿Seguro?
—Está bien, quizá un café.
—No probarás un café mejor —aseguró Ilana desde la cocina—. A no ser que te guste muy fuerte. No creo, ¿no? Me lo trae una amiga de Vietnam.
Nerea estaba tensa y no contestó una palabra. Escrutó el salón y lo encontró inusualmente vacío.
—No tienes fotos, ni adornos —le dijo cuando Ilana regresó con la cafetera humeante.
—En muchas tribus no tienen posesiones materiales ni recuerdos. Creen que lo que de verdad es importante se recuerda sin necesidad de ayuda.
—No, no es eso. No vives aquí. Esto es un piso franco, ¿me equivoco?
—Sí, es algo así.
Nerea se echó un buen chorro de leche y un par de cucharillas de azúcar. Tuvo que dar la razón a Ilana en cuanto a la calidad del café.
—Pensaba que hoy vería a Jacob. ¿Ha venido?
—Hablarás con Jacob cuando él lo decida. No puedo ayudarte con eso.
—Eso es como no decirme nada. ¿Cuántas vueltas más tendré que dar? ¿Qué más puedo hacer para demostrar que podéis confiar en mí?
Ilana esperó a que se relajara dando vueltas a su café.
—¿Para qué has venido, Nerea?
Al lado de Ilana siempre creía no entender nada de lo que ocurría. Cada vez le incomodaba más la situación. Volvió a beber café.
—Tú me has llamado.
—Eso es el porqué. ¿Qué esperas encontrar aquí?
—¿Qué puedes ofrecerme?
Ilana sonrió con curiosidad. Le intrigaba la personalidad de Nerea. Ninguna persona sabe cómo es en realidad hasta que se pone a prueba, e Ilana parecía tener más ganas de conocerla que la propia Nerea.
—Puedo sentirlo en tus ojos, Nerea, he visto antes esa mirada. Necesitas formar parte de algo, necesitas un grupo al que puedas pertenecer. La isla de la que te he hablado... Ella te dará lo que buscas.
—¿Ella?
—La Isla. Ella te hará saber quién eres.
Nerea tuvo que contener su sarcasmo.
—¿Todos habláis así? ¿Qué sois, una especie de secta?
—Somos los buenos. Los que estaremos ahí para ti.
Ilana dejó el café sobre la mesa y se puso en pie con tranquilidad. Se desabrochó pacientemente los botones de su camisa y tras quitársela se dio media vuelta para que Nerea pudiera ver su espalda. En la zona baja tenía una forma de anj marcada a fuego, una quemadura generosa, al menos de un palmo. Nerea miró al principio con incomprensión y después con una rara emoción.
—¿Tengo que hacer eso para unirme a vosotros?
—No, esta es mi elección. Piénsalo: si puedes hacer algo así solo porque quieres, ¿de qué serías capaz en caso de necesidad?
Nerea no se había dado cuenta, pero su boca estaba entreabierta de admiración.
—¿Entonces yo qué tendré que hacer?
—Solo tú puedes decidir cómo demostrar tu compromiso. Pero por ahora piensa esto: ¿no te gustaría dejar de decir "yo" y decir "nosotros"?
Día 1, 7:27 h. - Altiplano oeste
El grupo continuó con rumbo norte tratando de permanecer a la mayor altura posible. Muchos tramos estaban relativamente desprotegidos, pero la ruta permitía un campo visual suficiente para detectar a tiempo cualquier amenaza.
Tras poco más de media hora de caminata comenzaron el descenso hacia la costa por una pendiente moderada. A Miles le molestó saber que podían haberse ahorrado las escaleras dando un pequeño rodeo, pero prefirió convencerse de que habría algún motivo para no hacerlo así.
Ya acumulaban varias horas de marcha y el calor empezaba a ser un problema serio pese a que era primera hora de la mañana. Nau no mostraba signos de flaqueza y daga en mano guiaba la expedición abriéndose paso por la frondosa vegetación. Después de subir un repecho decidió desviarse, y tras tumbarse en el suelo apartó cuidadosamente unas ramas.
—¡Eh, Miles! Ven a echar un vistazo. Esto te va a gustar.
Éste reptó imitando a Naunajté y se asomó por el hueco. Desde lo alto se veía la bahía delimitada por el atolón de cinco islotes, en cuyo extremo sur se alzaba majestuosa la estatua de Tueris. Aún estaba rodeada de andamios en los que algunos obreros picaban con paciencia infinita con sus herramientas de sílex. Muchos años les había costado convertir lo que no era más que un apilamiento de rocas volcánicas en la imponente estatua, pero tal esfuerzo había dado sus frutos, pues solo quedaban por tallar los últimos detalles de la cabeza.
—¿Pero en qué año estamos? —gritó Miles dirigiéndose a Walt. Había convivido en la Isla con distintos grupos equipados con armas modernas, pero estar en una época tan lejana le daba más miedo que cualquier otra opción.
—Estamos a principios del Reino Nuevo —explicó Nerea—. Unos tres mil quinientos años antes de nuestro presente. ¿Quieres enterrar algún tesoro?
Miles solo pudo pensar que en una época tan antigua no existiría el pozo por el que se descolgó Locke. Sintió la certeza de que permanecerían en ese tiempo para siempre.
—¿Cuándo ibais a decírmelo? ¿No pensasteis que me interesaría saber que vamos a estar en el pasado...? ¡Al lado de esto los 70 son un juego de niños! Aquí no habrá ni luz, ni duchas calientes ni... ¿Os parece gracioso?
Poco duraron sus pesares, porque un carro de un caballo con dos personas a bordo se acercó velozmente deteniéndose frente al grupo. El hombre que llevaba las riendas no las soltó en ningún momento ni dejó de mirar a un punto fijo frente a él. A su lado, una guerrera vestida con armadura de escamas de cuero los apuntaba agresivamente con un arco curvo que a esa distancia podría atravesarlos como si fueran de agua. Empezó a vociferar en su lengua muerta lo que solo podían interpretarse como amenazas.
—¡Callaos! ¡Callaos, ni una palabra! —Dijo Nau al tiempo que gritaba la egipcia—. Dadle la espalda. No la miréis a los ojos. Sobre todo no la miréis a los ojos.
Ella fue la primera en girarse y abrir sus brazos. Cuando la egipcia se calló y saltó del carro, Naunajté trató de negociar en egipcio antiguo, hablando atropelladamente con más nerviosismo que convicción. Miles no logró entender una palabra antes de que le dejaran inconsciente de un golpe.
17 de abril de 2.011 - California
Naunajté salió del espacioso ascensor del hotel Champollion cuando llegó a la octava planta. Sabía bien a qué habitación se dirigía y se encaminó allí con grandes pasos. Deteniéndose junto a la entrada abrió un bote hermético y sacó un papiro maltratado por el paso del tiempo. Observó por última vez sus perforaciones y lo deslizó por debajo de la puerta. Al cabo de unos segundos, la voz de Walt sonó al otro lado:
—¿Qué yace a la sombra de la estatua?
Walt regresó al interior satisfecho con la respuesta. Estudió unos momentos el papiro y después se dirigió a Nerea, que estaba sentada en uno de los sofás.
—Ha llegado tu oportunidad, Nerea. Entonces, ¿podrás estar a la altura de lo que te pido? Decide con total libertad, nadie te lo tendrá en cuenta si decides dejarlo.
—Llevo años preparándome para esto. Sabes mejor que nadie todo lo que me he esforzado.
—No basta con esfuerzo y motivación, Nerea. Nadie estaba mejor preparada que Ilana.
—Si ese es el destino que elige para mí la Isla, lo aceptaré sin dar un paso atrás. Sabes que cualquiera de nosotros daría su vida por el Protector, sea quien sea.
—Excelente. Entonces tienes trabajo que hacer.
A pocos kilómetros de allí, Miles seguía conduciendo pasada la medianoche sin poder quitarse de la cabeza lo que había averiguado. Tras su encuentro con el cadáver había cogido la autopista más cercana y llevaba todo el día vagando sin rumbo. Había repostado antes de comer y ya volvía a quedarse sin gasolina. Regresaba a casa sin prestar demasiada atención al tráfico, con el codo izquierdo en la ventanilla y la mano derecha sintonizando la radio.
Esa chica seguía hablando dentro de su cabeza. ¿Quién era esa Puabi? No la conocía de nada y dudaba que conocerla pudiera aportarle nada positivo. ¿Pero por qué lo buscaba? No tenía ninguna lógica. Apagó la radio sin saber para qué la había encendido.
Sin tiempo para reaccionar fue embestido por un poderoso todoterreno que le cerró el paso desde la izquierda. Intentó recuperar el control del coche, pero el otro vehículo siguió empujándolo con determinación contra el quitamiedos. Mantuvo el control unos segundos hasta que llegó una curva que no pudo superar. Los cristales tintados no dejaron ver a Miles quién lo atacaba antes de que ambos vehículos se precipitaran al vacío.
