Rendición

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Había caído, estaba en el fondo, justo en infierno. Justo donde se merecía estar. Había lastimado ya a mucha gente, hirió a muchas más, terminó con todo eso. No era su culpa, claro que no. Sino de esa maldita guerra.

¿Qué culpa había tenido?

Era un niño cuando todo empezó, arrebatado de los brazos de sus padres para ser entrenado como una máquina de matar. Tiroteos, explosiones, sangre y muerte. Eso era todo lo que conocía, aun con todo ello pesando sobre sus hombros, era la manera que conocía su vida. Tantos años, atrapado en el infierno de su mente, viendo cómo sus compañeros eran asesinados cruelmente a manos de sus enemigos; esas malditas torturas con electrochoques que lo obligaron a desgarrarse la garganta con sus gritos.

Eres un asesino. Sin piedad. Sin remordimiento en el campo de batalla.

Las palabras de sus superiores… nunca creyó escucharlas ahora que estaba a punto de morir. Las luces de las patrullas afuera, ese oficial hablando con un megáfono diciéndole que saliera con las manos en alto. A sus pies estaba lo peor que pudo imaginar. El cadáver de su esposa e hija. Tirados en el pasillo estaban esos malditos ladrones que, viéndolas frágiles e indefensas, no dudaron en golpearlas y violarlas. Flaky todavía estaba lúcida para dirigirle una sonrisa antes de morir, su hija murió por un tiro en la cabeza.

Sin piedad. Sin remordimiento.

–Flippy… gracias…–dijo desvaneciéndose.

Su "otro rostro" compartió su dolor, y recordando todas esas noches tan especiales junto a su pelirroja esposa y su inocente niña, alcanzó a los malditos que las asesinaron. Uno de ellos disparó y le dio en el hombro, él no se detuvo y los acabó a golpes. Sin embargo, sacando conclusiones, supo que su vecino llamó a la policía cuando escuchó el disparo; no lo culpaba, ya casi todo el vecindario sabía de sus arranques de furia y mal genio.

– ¡Último aviso, salga con las manos en alto!

Cerró los ojos de Flaky, acomodó las manos sobre su pecho y tomó a su hija, su pequeño rostro pálido le rompió el corazón y acabó con la poca cordura que le quedaba. Los ladrones yacían en inmensos charcos de sangre, los intestinos salidos y el rostro descompuesto por tantos golpes y cortes. Puso a su hija junto al cuerpo de su esposa y esperó el final.

Todavía recordaba cuando, al llegar al país después de todo lo que sucedió, aquellos quienes creía eran sus amigos lo abandonaron. Menos ella, que lo recibió con su dulce sonrisa, vestida de blanco para darle la bienvenida. Esa sonrisa era su hogar, leer para su hija era el paraíso. Ahora no tenía nada.

– ¿Entonces nos rendimos?–escuchó en su cabeza, la locura con la que aprendió a vivir.

–Sin ellas… ¿Para qué quedarnos?

Caminó hacia la puerta, tomó el arma de los bandidos y la escondió en su chaqueta. Sacó el arma y todos dispararon. Cegado... sólo la vio a ella.

–Me rindo…


Gracias por leer.