La Guerra Olímpica.

PARTE I: La batalla contra los príncipes del Olimpo.

Capítulo 1: El Olimpo en el firmamento, la última guerra santa.

Grecia, Atenas.

Cima del Santuario. Templo de Atenea.

La diosa de la guerra y la sabiduría se encontraban conversando con el Patriarca, el cual vestía su tradicional túnica blanca con máscara dorada, sus cabellos rubios escapaban por debajo del casco papal.

El Sol estaba saliendo desde el oriente, asomando con sus rayos en la habitación de la diosa.

—El día ha llegado… —susurra por lo bajo Atenea, su semblante mostraba tristeza y pesar.

—¿Está segura que vendrán hoy? —pregunta cordialmente el Patriarca.

—No tengo ninguna duda, ya están en camino, lo siento en mi pecho… —responde la diosa.

—La veo preocupada…

—Temo de la decisión de los dioses…creo que mis últimas acciones han desencadenado el disgusto de los olímpicos… —se lamenta la diosa de la sabiduría.

—¡Todos nosotros estamos contigo, sin importar que ocurra! —exclama con lealtad el sacerdote.

—Lo sé, se los agradezco a todos, pero temo por sus vidas, no solo la de mis santos, sino por las de toda la humanidad…

—¿De verdad cree que la guerra es inevitable?

—No, tengo esperanza en la paz, pero temo de la soberbia de los dioses, cuando alguien está dispuesto a pelear, sólo quedan dos caminos, someterse o defenderse, temo que nos pongan entre éstas opciones…

—De todas formas estamos listos para confrontarlos. —responde pacientemente el Patriarca.

—¿Realmente lo crees? —pregunta la diosa con suma sorpresa ante los dichos de su interlocutor. ¿Realmente crees que tendríamos una oportunidad?

—Por supuesto…

En ese mismo instante un brillo dorado semejante al Sol aparece desde occidente, tanto Atenea como el Patriarca se voltean y se alistan para recibir al mensajero. Un brillo intenso se produce en el interior del recinto y al esparcirse la luz una silueta reluce.

—Atenea…los dioses te esperan a su lado en la gran reunión del Olimpo, ha llegado la hora de unirte a los tuyos… —dice una misteriosa voz proveniente de las sombras.

—¡Esa voz…Hermes! —exclama atónita la diosa de la guerra.

Un hombre de mediana estatura, con cuerpo atlético, de cabellos dorados y ojos miel, con un gran porte, se presenta vistiendo túnicas griegas de antaño y dirige palabras aladas a la hija del rey olímpico.

—Soy Hermes, el dios mensajero, es el mismo Zeus quien te invoca a ti y a todos los olímpicos para que acudan. Pero eso ya lo sabes Athena, te lo hemos avisado en tus sueños… —exclama con sumo protocolo.

—Desde ese momento que los espero con esperanza, veamos si en la mesa donde se juega el destino del planeta, puede brillar la esperanza que alberga mi corazón… —recita la diosa con dulzura.

—Es tiempo ya…la espera ha terminado, hoy te encontrarás con tu familia en los cielos, después de cientos de eras… —dice pacientemente el mensajero de los dioses.

—Espera un momento… —susurra Atenea y voltea mirando al Patriarca. —Regresaré…

—Por supuesto mi señora… —contestó el Patriarca haciendo una reverencia.

El cosmos de Hermes emitió una poderosa luz que cubrió también a Atenea y ambos desaparecieron con el resplandor.

Tras ello, el Sumo Pontífice abandona la alcoba de la diosa y al entrar en su recinto, su asistente le aguardaba con impaciencia. Este vestía exactamente igual que él, diferenciándose sólo por el color de sus cascos, mientras el Gran Patriarca tenía el casco rojo, el asistente tenía su casco dorado.

—Señor... ¿qué fue ese resplandor…? ¿Acaso Athena…? —pregunta con preocupación el asistente.

—Athena ya no está en el Santuario, ahora será cuestión de creer que ella pueda convencer a los dioses de algo inevitable…

—¿Y qué hacemos nosotros mientras tanto…?

—¡Desde hace unos días Athena ha dado la orden de emergencia máxima! —dice el Sumo Pontífice mirando hacia el horizonte.

—Todos los santos que se encontraban en el mundo están ahora en el Santuario…

Monte Olimpo.

Salón del Juicio Ecuménico.

Los dioses olímpicos habían sido convocados por el rey de dioses y se encontraban reunidos en un radiante palacio, el techo, el suelo y las paredes era semitransparente, lo cual dejaba ver las nubes que se condensaban en las afueras del recinto. Zeus, Hera, Deméter, Hestia, Apolo, Artemisa, Afrodita y Hefesto se encontraban sentados en una gran mesa circular, todos ellos sin vestir sus Kamuis, en clara señal de paz.

En plena reunión olímpica, el mensajero de los dioses y la diosa de la sabiduría arribaron al recinto y con solemnidad hicieron una pequeña reverencia al rey de dioses.

—Por fin mi hija regresa al Olimpo, han pasado eones desde la última vez que estuviste acá… —dice con diplomacia Zeus, dios de dioses, quien tenía un jovial rostro, largos cabellos blancos y ojos celestes.

—Era hora de hacerlo… —responde la diosa de la guerra.

—¿Sabes porque te encuentras aquí? —pregunta Hera, la reina del Olimpo con tono imponente, quién poseía una gran belleza, con su cabellera pelirroja atada a su diadema.

—Sí, para ser juzgada por el crimen de Hades… —responde Atenea a cortapisas.

Un hombre sumamente hermoso entró al salón con una jarra de vino, la deja en la mesa y se acercó a dónde estaba la diosa de la guerra justa.

—Mi señora, ha pasado mucho tiempo… —musitó el copero de largos cabellos castaño claro y ojos de color ocre.

—¿Tú eres…? —pregunta con curiosidad Atenea.

—Veo que no me recuerda… mi señora, yo serví bajo su mando en la primera guerra santa, en tiempos inmemoriales… —responde el misterioso hombre.

—Ahora lo recuerdo… ¿qué es lo que haces aquí? —pregunta con curiosidad la diosa mirando al copero.

—Me he ganado la estima de Zeus, quién me concedió privilegio de servirle a los dioses…

—Ya veo… —dice la diosa devolviendo una mirada a Zeus.

—Ganimedes, no te he autorizado participar en ésta conversación. —aduce con autoridad Zeus.

—Perdón mi señor, Atenea ha sido un placer… —expresa Ganimedes haciendo una reverencia.

El copero sirvió el vino en las diez copas de la mesa con absoluto silencio y se retiró.

—No dilatemos más esto Atenea…l —dice con una dulce voz Afrodita, una rubia de belleza sublime, considerada la más bella de las inmortales. —Los humanos han puesto en peligro el universo mismo.

—Así que eso piensas… —expresa Atenea, mirando directo a los ojos celestes de Afrodita.

—El Infierno es un caos desde el asesinato de Hades, el cual es en sí mismo un crimen imperdonable. —acota Hefesto, quién era el menos agraciado de los dioses, lucía una pequeña joroba y una disimulable cojera, su rostro estaba cubierto por una densa barba, que tapaba su fealdad.

—Pero como si eso fuera poco, la alteración del orden cósmico no sólo se debió al crimen de Hades, sino que te has atrevido a viajar al pasado reviviendo a Pegaso, y dándole asilo a Ofiuco, el cual se ha atrevido en reiteradas oportunidades a revivir a los muertos…—cuestiona vehementemente Zeus. —Athena tú eres una diosa, ¿por qué actúas como si fueras una simple mortal?

—Es que ustedes nunca comprenderán el amor que tienen los humanos, es algo que incluso los majestuosos y todo poderosos dioses no tienen… —dice Atenea desconcertando a los otros dioses.

—¡Hermana! Deja de decir cosas sin sentido, los humanos son figuras de barro, hechas a semejanzas de los dioses… —responde Artemisa, quien ocultaba parte de su rostro con su cabello rubio platinado. —¿Por qué arriesgar tu vida por ellos…por qué?

—Tus comportamientos son imperdonables para una diosa…el Santo de Ofiuco ha decidido rendirse, abandonando el cuerpo mortal que había servido como recipiente…pero eso no merma tus acciones…priorizar a uno por sobre todos es el peor de tus pecados… —señala un pensante Hermes.

—¡Todos ellos son dignos de recibir mi protección y mi amor, no podría abandonar a uno, amo el planeta Tierra y sus habitantes, pienso defenderlos aunque tenga que arriesgar mi vida! —afirma con firmeza Atenea ante los reproches de sus semejantes.

—¡Los humanos han tenido su tiempo y han demostrado no ser dignos de la vida que se les otorgó, incluso su soberbia les ha hecho enfrentarse a los dioses…! —recrimina Hera impetuosamente.

—El planeta Tierra se corrompe junto a los humanos, están condenando a su mundo, toda la contaminación que se cierne sobre el planeta es una total desgracia… —exclama Artemisa tratando de hacer entrar en razón a su hermana Atenea. —Incluso han alterado el clima del planeta, toda su impura polución amenaza la paz del mismo universo…

—¿Para qué me han llamado entonces…? —cuestiona la diosa de la sabiduría.

—¿Es que acaso aún no lo sabes Athena? —pregunta Zeus.

—Veo que cada uno tiene su propia idea… ¿estarían dispuestos a escuchar razones…? ¿O seguirán culpando a los humanos por haberse defendido?

—Ella tiene razón, deberíamos escucharla… —dice con espíritu conciliador Deméter.

Ya hemos debatido… —explica con soberbia el rey de los dioses.

Deméter, de rostro suave y largos cabellos castaños asiente con la cabeza, ante las severas palabras de Zeus.

—No tienen justificativo alguno Athena, no estamos conciliando un juicio en este momento, estamos comunicándote una sentencia. —dijo con cierta pesadumbres Apolo, el más bello de los dioses, de cabellos rojos, los cuales emulaban las llamas del Sol.

—¿Qué? —dice confusa la cuestionada Atenea.

—Nuestro padre ha decidido castigar a los humanos y ninguno de nosotros se ha opuesto. —explica una apática Artemisa.

—Hija mía, eres una de las princesas del Olimpo y todos están dispuestos a perdonarte, te ofrecemos un lugar entre nosotros, ayúdanos a forjar una nueva era, libre de la maldad del hombre…incluso seremos misericordiosos con tus santos, pese a sus pecados… —exclama Zeus.

—Lo siento, pero no me arrepiento de nada, no somos menos pecadores que los humanos, por lo cual no tienen derecho a juzgarlos por defenderse… —responde con diplomacia la diosa de la guerra.

—No juzgamos su defensa, pero es imperdonable levantar la mano a un dios… ¡estás llegando demasiado lejos Athena! —acota un colérico Apolo.

—Tranquilízate Apolo… —susurra Zeus.

—Veo que no podremos entendernos, mi presencia en este lugar no tiene ningún sentido, espero reconsideren su sentencia… —contesta Atenea a sus iguales mirándolos con seguridad.

—¿O de lo contrario qué, Athena? —dice una desafiante Hera.

—De lo contrario haré todo lo que esté en mis manos para proteger a los humanos…

—¿Aunque eso signifique ponerte en nuestra contra? —interroga Apolo.

—Aunque eso signifique ponerme en contra del universo mismo… —responde implacablemente la diosa de la sabiduría.

—¿Eso es una amenaza? —grita una furiosa Hera.

—No, simplemente estoy dispuesta cumplir con mi designio como protectora de la Tierra.

—Ese encargo te lo encomendé yo… —responde Zeus con cierta molestia.

—Pero ahora la responsabilidad es mía. Espero revean su sentencia…no tengo nada más que hacer aquí…

La diosa de la guerra expandió su cosmos y desapareció repentinamente.

—No hay duda de que es la diosa de la guerra, no ha dudado ni un momento… —murmura Hestia.

—Athena ha desafiado al Olimpo… —se lamenta Hefesto.

—¡Es una traidora y debe caer! —esboza una irritada Hera.

—No nos precipitemos, esta noche será el ultimátum que decidirá el destino de Athena y de los humanos…espero que revea su comportamiento… —dice un acongojado Zeus.

—Es increíble, ha elegido arriesgar su vida en una batalla imposible, todo por los humanos, y luchando contra su familia olímpica… —pensaba Hestia, mientras el viento movía sus largos cabellos castaños.

El Santuario.

Colina de las Estrellas.

La madrugada del día siguiente había llegado, el Patriarca se encontraba en aquél lugar donde el líder de los santos de las distintas generaciones adivinaba el futuro de las guerras santas a través de los astros. El misterioso hombre se encontraba bajo un cielo intenso, plagado de estrellas resplandecientes, tras unos segundos su asistente llega a la Colina de las Estrellas.

—Athena está por venir… —afirma el asistente.

—Algo está a punto de acontecer, según parece Athena no pudo detener lo inevitable…—entre lamentos contesta el Patriarca.

Ambos se miraron comprendiendo la situación, seguidamente el asistente mira a los astros.

—¡Esta noche es muy misteriosa! —las palabras del asistente mostraban gran temor.

—Es muy intenso el brillo de las estrellas, los planetas parecen estar resonando… —contestó el Patriarca con la vista fija en el firmamento.

—¡Tengo un mal presentimiento…! —exclamó preocupado.

—Los astros se mueven ignorando sus recorridos habituales… —dice el Sumo Pontífice mientras advierte que algo extraño estaba sucediendo.

—¿Será esto obra de los dioses?

—Seguramente… —susurra el Patriarca.

—¿Qué dios puede generar semejante cambios?

—Quizás sea más de uno… ¿los olímpicos? Se pueden ver varios planetas de manera visible, incluso están brillando, lo llamativo es que no sucede lo mismo con Urano y con Saturno…

—El cosmos de alguien se está manifestando, o acercando…se puede ver mucho movimiento en Júpiter, seguramente no puede tratarse de nadie más… —dice el asistente sin quitar su mirada al firmamento.

De repente Seiya, Shun, Shiryu y Hyoga arriban a la Colina de las Estrellas.

—Sumo Pontífice… ¿por qué nos has llamado a éste lugar? —pregunta Hyoga.

—¡Las casas del zodiaco están retumbando por una gran energía! —interroga Shun con tristeza. —¿Ha llegado la última de las guerras santas?

—¿De quién puede tratarse este cosmos agresivo? —dijo un ofuscado Seiya.

—¿Será la voluntad del Olimpo? Si es así, es el inicio de la peor de las batallas, la que decidirá el futuro del universo… —exclamó acongojado el Patriarca.

Un majestuoso cosmos dorado invadió el escenario.

—¡Diosa Athena! —dijo sorprendido el Patriarca mirando a su diosa, que acababa de llegar.

—Finalmente ha llegado el momento, el Cielo quiere tener una contienda contra el Santuario… —la diosa da la terrible noticia.

Mientras los presentes miraban el brillo resplandeciente de los planetas, sobretodo Júpiter, dónde se podían vislumbrar tormentas que se agitaban y giraban, al mismo tiempo que se alzaban poderosos vientos, los cuáles rugían con relámpagos y truenos, haciendo temblar toda la superficie del planeta.

El Sol y la Luna también comenzaron a actuar efusivamente en ese momento, el día y la noche se mezclaban sorprendentemente.

—¡Mercurio, Venus y la Luna están resonando al ritmo del campo magnético de Júpiter y del Sol! —explica efusivamente el Patriarca.

—¡Los sagrados dioses del Olimpo están aquí…! —afirma Atenea.

Del cielo aparece una gran luz dorada, una silueta podía visualizarse, este hombre llevaba una kamui, cuya diadema estaba adornada con pequeñas alas a los costados, adornos que se repetían en los brazos, hombros y en sus botas, aunque éstas últimas eran muchas mayores que las demás, por ultimo sostenía un caduceo en su mano derecha, en la cual estaba enroscada con una forma de serpiente.

—Con que eres tú… —manifiesta la diosa mirando al recién llegado.

—¿Quién eres? —dice con tono alto Seiya.

—¡Soy Hermes, el dios mensajero, vengo en nombre de Zeus, el rey del Olimpo, dios de los cielos!

—¿Han venido a ejecutar su sentencia? —cuestiona la diosa.

—¡Ten cuidado Athena…es peligroso, yo lo enfrentaré! —manifiesta Seiya.

El dios mira con desprecio al humano y suelta una risa.

—Con tu cosmos no podrías enfrentarme… —expresa con soberbia Hermes.

—Su cosmos es muy poderoso… ¡es sin dudas un dios! —pensaba Hyoga.

—¡No te precipites Seiya! No tienes el poder para enfrentarlo… —responde la divinidad a su santo más devoto.

Repentinamente un brillo tal cual el oro se manifiesta frente a los santos, el tótem de las armaduras de Sagitario, Virgo, Libra y Acuario llegan al rescate, cubriendo al instante los cuerpos de sus portadores.

—¡No les tememos a los dioses! —exclama Seiya expandiendo las alas de su armadura de oro.

El mensajero de los dioses ignora al mortal con frialdad y se dirige hacia Atenea lenta y cansinamente.

—Zeus con su infinita misericordia te ofrece una última oportunidad de salvarte y de salvar a tus santos blasfemos, todos serán bienvenidos al Olimpo, pero esto será a cambio de que te olvides del resto de los humanos, y dejes el planeta en nuestras manos, la de los dioses…lo segundo es una orden ¡la Tierra volverá a manos del gran Zeus!

—¡Nosotros no permitiremos que se apoderen de la Tierra! —retruca Seiya.

—¡Eres un insolente humano…ustedes no pueden impedirnos nada…! —responde el dios con fastidio.

En un instante el dios mensajero extendió su brazo utilizando su caduceo divino y envió una poderosa onda que selló los movimientos de los santos, siendo Atenea la única que podía moverse.

—¡Es muy poderoso…no puedo moverme! —expresó Seiya tratando de liberarse en vano.

—¡Así que tú Athena…aún puedes moverte, pese a que esté usando mi poder! —dijo Hermes con firmeza.

—¡No me subestimes Hermes, yo también soy una diosa olímpica!

—Sé que no debo subestimarte… —afirma un pensativo Hermes. —Eres la diosa de la guerra después de todo.

—¡Yo combatiré contra los olímpicos junto con mis santos, no vamos a permitir que hagan lo que quiera con nuestro planeta! —afirma valientemente la diosa de la guerra.

—Cuando el mundo se repartió entre los dioses, Hades recibió la tierra de los muertos… Poseidón los océanos… y Zeus el reino de los cielos junto la tierra… —continúo el mensajero de los dioses. —Pero para tener el control de ambos reinos cedió este último reino a su hija… a ti…Atenea, los humanos han tenido su tiempo y sólo han destruido su mundo… ¡los dioses venimos a reclamar ésta Tierra!

—¡Nosotros defenderemos a nuestra amada Tierra y protegeremos a los humanos aunque sean imperfectos, ellos me hicieron creer en el amor y me han demostrado que son capaces de crear milagros aun en contra de dioses! —contesta Atenea sin miedos.

—No puedo creer que pienses así… —el dios mira hacia abajo sin poder comprender. —¿Acaso crees que tú y los santos tendrían alguna oportunidad contra nosotros?

—¡Yo soy la diosa de la Tierra…y usaré mí poder aunque tenga que enfrentarme al omnipresente Zeus!

De repente una deidad en estado incorpóreo comienza a materializarse, una hermosa diosa apareció entre las espumas de un mar de universo, apareciendo entre hermosas rosas.

—¿Quién eres? —pregunta Hyoga.

—Soy Afrodita, la diosa del amor, Atenea, deja el destino de los humanos a Zeus, para que él sea quien los juzgue…

—¡Que hermosa es! —pensaba el Santo del Acuario fascinado por su belleza.

—¡Tiene un gran poder, pero su cosmos no es nada agresivo! —pensaba el Shun de Virgo.

Al mismo tiempo una gran ilusión se hizo presente, modificando todo el paisaje apareció una majestuosa Luna llena y de ella emergió Artemisa, que con su hermosa cabellera rubia y pasos lentos y elegantes parecía flotar.

—¡Hermana…sigue los consejos de los demás dioses, la humanidad está condenada, no tiene sentido luchar esta vez…el Olimpo unido es invencible! —exclamó la diosa de la Luna.

—¡No cambiaré de parecer aunque traten de persuadirme…!

—¡Vaya, tus convicciones son fuertes aunque erradas…! —el mensajero de los dioses dice entre lamentos. —Sólo quería que reflexionaras, Zeus no quería una lucha innecesaria con una de sus hijas…

La diosa de la guerra elevando su cosmos logra deshacer la parálisis que padecían los santos.

—Ya puedo moverme… ¡si siguen con esto no nos dejan otra opción que usar la fuerza!—dijo rudamente Seiya de Sagitario.

Tres figuras más aparecieron en la cima de las columnas de la Colina, se trataba de ángeles, todos ellos portaban sus glorias.

—¡Hablarle a un dios de esa forma es un sacrilegio! —dijo Aquiles imponentemente, quién tenía un larga cabellera rubia y ojos celestes, llevaba en su gloria una espada enfundada.

—¿Quiénes son ustedes? —pregunta Hyoga.

—¡Somos ángeles…guerreros celestiales…elegidos desde la era mitológica para servir a los olímpicos! —responde soberbiamente Aquiles.

—Vosotros habéis desafiado a los dioses…son culpables de blasfemia…pero sí ustedes obedecen a Zeus evitaremos un conflicto innecesario… —dice Belerofonte con paciencia, quien tenía negros cabellos a la altura de los hombros y unos ojos marrones penetrantes.

—No tiene sentido que intenten una lucha sin posibilidades de éxito…sean razonables… —acota un conciliador Eneas, el cuál deslumbraba con su rostro angelical y cabellos castaños claros hasta los hombros.

—¡Los ángeles del Olimpo…! —exclama Shiryu de Libra.

—¡No permitiremos que invadan este Santuario, ni que amenacen a nuestra diosa! —reta Seiya a los ángeles.

—Ya te he dicho que hablarle así a un dios es un pecado imperdonable… —contesta un colérico Aquiles.

El ángel emana un gran cosmos de color celeste, su nivel era extraordinario.

—¡Qué poderoso es…! —piensa Hyoga.

—¡Estúpido…no les tengo miedo, los derrotaré en nombre de Atenea! —dice un agresivo Seiya.

—Muere maldito… ¡RAYO GAMMA!

Aquiles extiende su puño y miles de partículas radioactivas son expulsadas a una velocidad inaudita

—¡METEOROS DE PEGASO!

Seiya taza los quince puntos estelares de la constelación de Pegaso con sus manos, millones de estrellas fugaces salen de su puño derecho.

Los dos ataques crean una gran colisión, siendo los dos rivales arrojados hacia atrás, el santo de oro tenía la armadura llena de radiación y el ángel no presentaba daños.

—¡No le hice ningún daño…cómo es posible! —se preguntaba así mismo Seiya.

—¡La armadura dorada de Sagitario ha sido dañada! —acota Hyoga.

—¡Es muy rápido…los ángeles tienen un gran poder! —dice un Shun preocupado.

—¡El próximo ataque irá con más violencia…prepárate! —enfatiza con gran confianza Aquiles.

—Espera…ya es demasiada violencia por hoy… —el mensajero de los dioses ordena a los ángeles. —Dejemos estos innecesarios derramamiento de sangre…la batalla será más adelante…

—Tienes suerte…Hermes te ha salvado la vida… —dice un presuntuoso Aquiles.

—No seas presumido…todavía no has visto mi verdadero cosmos… —responde con bronca Seiya.

—Más adelante conocerán el verdadero poder de los ángeles y sucumbirán ante nuestro poder… —dice sonriendo Aquiles.

—¡Aquiles, no seas irreverente! Atenea…perdona la hostilidad de nuestros ángeles… —Hermes se disculpa con diplomacia.

—Perdón señor… —Aquiles cambia su semblante de rudeza a afable.

Inmediatamente los tres ángeles se hincan ante sus dioses.

—¡Más adelante será el momento de la batalla Seiya! —dice la diosa de la guerra mirando al santo de Sagitario.

—La humanidad tuvo diferentes épocas, la primera fue la edad de oro, en la cual los hombres vivían respetando las enseñanzas divinas, sus corazones eran puros, cuándo morían el sueño los envolvía dulcemente, sin embargo con el devenir del tiempo la época de plata se manifestó, y con ello una relativa degradación. —el rostro de Hermes se tensa ofuscado. —Pero eso no fue todo, luego vino la época de bronce, con la aparición de las guerras y el bandidaje, pero como si eso fuera poco, ahora mismo estamos transitando la época de hierro, donde los humanos quieren sobrepasar incluso a los dioses y viven en libertinaje…

—¡Zeus ha errado el camino de lo justo…la maldad se ha apoderado de su alma…! —responde a cortapisas Atenea.

—¡La maldad está con los humanos…observa la historia de la humanidad, las guerras del mundo así lo demuestra…! —interviene Artemisa con enfado.

—¡Los humanos tienen guerras como también las han tenido los dioses…yo creo en las guerras justas…! —dice con convencimiento la diosa de la sabiduría.

—Las guerras justas han sido las que hemos tenido los olímpicos… —acota la diosa del amor.

—Es una menuda tontería pensar que esa fue la única guerra justa…nosotros hemos vencido en guerras justas contra Poseidón y luego contra Hades…esta no será la excepción…

—Veo que no tiene caso razonar contigo, pero todavía no he trasmitido el mensaje, pensé que eras más lista Athena… —aclara Hermes.

—Adelante mensajero de los dioses…dilo…

—La Tierra desde ahora será destruida a través de diferentes catástrofes…

—¿Diferentes catástrofes? —dice exaltada la diosa de la guerra.

—Es el poder de los olímpicos…tormentas solares estarán atacando a la Tierra, la era de las comunicaciones pronto será exterminada, sin contar con la plagas de Apolo… —comenta Hermes.

—¡Apolo! Como se han atrevido… ¡venceremos a mi hermano si es necesario!

—De todas maneras este será sólo el primero de los juicios que sentirá la humanidad, pero también será la segunda vez que Zeus use el castigo divino, esa será una de las últimas catástrofes… —sigue dando el mensaje Hermes.

—¡No puede ser, en la época del mito, cuando la humanidad fue castigada por mi padre Zeus con el diluvio divino, la mayoría de la humanidad fue exterminada tan solo en tres días y tres noches! —se lamenta con desazón Atenea.

—¡Grandes cataclismos azotarán a la tierra… la humanidad será devastada definitivamente…y no sólo Zeus llevará a cabo el castigo divino…! —completa el mensajero de los dioses.

—¡Nosotros venceremos como sea, salvaremos nuestro planeta!

—Si cambias de parecer no habrá guerra santa y tus santos no morirán en vano, piénsalo, es el momento de la partida…adiós Atenea… —exalta su espíritu conciliador el mensajero de los dioses.

Los cosmos de los invasores desaparecieron y se marcharon hacia el Monte Olimpo.