Prólogo

—Siento que te debo una disculpa.

No se trataba de pedir perdón, eso era fácil, un conjunto de palabras bien escogidas dichas en el momento indicado, por la persona indicada.

Alcé el rostro con la dignidad punzando el pecho, destrozando mis nervios y ahogando mis latidos. Entonces hablé.

—Siento que tardaras tanto en darte cuenta —lo miré, sus ojos verdes lucían acuosos, culpables, avergonzados, probablemente arrepentidos. Aún así no aparté mis ojos, era una cuestión de orgullo— Siento más aún que sea tarde.

Sus manos, esas enormes manos que conocía de memoria, las mismas que acunaban mi rostro día a día cuando el cielo acababa y también cuando llegaba el anochecer, intentaron repetir su rutina.

Oh, yo lo aparté.

Mi coraza era dura, tal y como él me conocía, tal cual le hacía creer.

—Isabella —empezó él, sus ojos, esas malditas pestañas espesas que solían dejarme sin aliento, estaban batiéndose, nerviosas, como yo como él…

No podía permitírselo, no le dejaría hacerme dudar.

—Anda, empieza otra vez, eres bueno en eso.

Un hilo cristalino se perdió por su mejilla, salado, estaba segura, conocía de memoria la sensación. Pero, este juego a dos bandos él no era el único culpable, lo conocí así y esperé a que cambiara.

¿Por qué lo culpaba ahora, si al principio fue mi error?

—Sabes, mejor no lo hagas, te ahorraré el esfuerzo.

—No es un esfuerzo.

—Tienes razón —mis maños empuñadas comenzaban a sudar en torno a mis muslos, di un vistazo a mi vestimenta ¡Que absurda!, vestido de seda, tacones a juego. Parecía más una fiesta de disfraces que un cumpleaños.

—De cualquier modo ya no lo quiero.

Sus cejas se alzaron y la preciosa corbata oscura salió expendida contra la pared cuando Edward se la quitó.

—¿Qué estás diciendo? —ahora su voz se oía rota, bien por él. No se trataba de ser justos, sino de ser sincero y que él estuviera sufriendo no me hacía sentir feliz, pero al menos equilibraba un poco la ecuación.

—Mi regalo, ya no lo quiero.

—Bella…

—¡Estás usado! —mi voluntad, mi cordura, toda yo rompiéndose en cientos de pedazos— Ya no te quiero, no me sirves, no ahora ni después.

—¿Cómo… —dudó, como hacía siempre que mentía y en cada ocasión mi pecho dolía— No puedes, tú me amas.

Y ese fue el problema desde un principio, su infidelidad, su enfermedad. Lo conocí así ¿qué derecho tenía ahora de exigirle un cambio?, si después de todo él…

—Te amo —sus ojos tristes exigiendo una disculpa, su boca roja traicionando mi conciencia— Lo sabes, lo has sabido siempre.

Con intención de evitar golpearle, llevé una mano hasta mi rostro, borrando mis lágrimas, ocultándome de él, porque si no lo hacía, sabía lo que pasaría: repetiría su discurso, que me amaba, que era la única, que el resto no era más que rostros difusos, diferentes caras la misma acción, cuestión física, natural. «Animal», se apegaba más.

Al final del día, la respuesta era una, Edward no lo dejaría, ni por mí ni por nadie, por la sencilla razón de que no podía luchar contra si impulso.

Tampoco yo podía luchar contra los impulsos de mi corazón.