Ser bueno (no) vale la pena
PruePhantomhive
(Disclaimer)
Los personajes y escenarios de Arrow & Flash pertenecen a Greg Berlanti, Mark Guggenheim, Andrew Kreisberg, Geoff Johns, David Nutter, Bonanza Productions Inc., Berlanti Productions, Warner Bros Television, DC Comics, DC Entertainment y The CW; son utilizados en ésta historia sin fin de lucro.
(Resumen)
A sus ocho años de edad, William Clayton tiene unos cuantos problemas que enfrentar: un bravucón en la escuela, el "amigo" de su madre, Oliver, inmiscuyéndose donde no debe y ese tal Barry Allen pillándolo mientras intentaba robar una figura de acción de Flash. Dios, ya nada peor podía pasar.
Capítulo 1
William Clayton había escuchado a su tía-abuela diciendo en varias ocasiones que la infancia era la mejor etapa de la vida y él había confiado en sus palabras fielmente… hasta ahora.
Y eso era porque, hace unas semanas, un chico se había mudado a la ciudad y, por mala suerte, lo habían inscrito a la misma escuela a la que él asistía. Cualquiera diría que no había problemas en algo tan mundano como conocer a alguien nuevo, pero el inconveniente de William era que el joven Charlie Barrett, que había ocupado el asiento vacío a sus espaldas, era completamente contrario a él.
Por ejemplo: el color favorito de William era el rojo, el de Charlie, el azul. La bebida favorita de William era el chocolate caliente, la de Charlie, la soda. Pero eso era demasiado básico, así que, por supuesto, después de una acalorada discusión sobre sándwiches de mantequilla de maní y jalea VS sándwiches de jamón y queso asado, Charlie tuvo que resaltar las diferencias obvias —y más dolorosas— que había entre ambos: William no tenía idea de quién era su padre, el de Charlie, lo llevaba todas las mañanas a la escuela y se despedía de él sacudiéndole el cabello y llamándolo «campeón» delante de todos. La madre de William no había querido —¿podido? — comprarle la nueva figura de acción de Flash, la de Charlie, le había prometido que la tendría, envuelta para regalo, apenas llegara a casa esa tarde.
Así que, después de ser empujado al suelo durante el receso y ver cómo sus amigos se marchaban siguiendo a Charlie, dejándolo atrás, William decidió, con lágrimas en los ojos, que la infancia apestaba, tener ocho años era lo peor y que su madre le compraría esa nueva figura de Flash, sí o sí.
—Ya te lo dije, William —suspiró Samantha con cansancio, abriendo la puerta del Café Jitters con una mano y haciéndole un gesto a su hijo con la otra para invitarlo a pasar. El niño entró al local, enfurruñado, y la mujer puso los ojos en blanco, siguiéndolo—: éste mes tuve muchos gastos. Las cuentas de luz, agua y gas no se pagan solas, ¿sabes? Tal vez en tu cumpleaños pueda comprarte el muñeco, pero ahora, no.
William se dejó caer, furioso, en una silla. Cruzó los brazos sobre el pecho y acribilló a su madre con la mirada mientras ésta se sentaba frente a él, con una expresión dolida en la cara.
No era su intensión ser grosero con ella, pero sentía que, por medio de su actitud, estaba probando un punto y, ahora que había comenzado a portarse molesto, no podía parar o su argumento perdería fuerza: quizá, si fruncía el ceño quince minutos más, su madre recordaría ahorros misteriosos ocultos bajo el colchón de su cama que le permitirían comprarle la figura de Flash y así todos serían felices.
—Mi cumpleaños es en tres meses —dijo, procurando usar un tono particularmente apático en cada palabra—. Y no es un «muñeco»: es una figura de acción y la quiero ahora —demandó, sintiéndose todo-poderoso. ¿Flash se sentiría de esa manera cuando le pateaba el trasero al Capitán Frío? Genial.
De acuerdo, se dio cuenta de que había cometido un error cuando la expresión dolida y exhausta de Samantha mutó a una enfadada, de esas que las madres sólo mostraban cuando sentían que sus hijos se estaban saliendo demasiado del redil.
La mujer se puso de pie, quitándose el bolso del brazo y la bufanda, del cuello, para dejarlos caer descuidadamente sobre su silla, todo sin dejar de mirar al niño a los ojos; William, de pronto, quiso ser un meta-humano con la habilidad de hacerse invisible o uno tan rápido como Flash para esconderse bajo la mesa a gran velocidad.
—Voy a ordenar nuestras bebidas —dijo ella— y, para cuando regrese, espero que hayas cambiado tu actitud, William.
El niño tragó saliva de manera involuntaria. Sí, por supuesto que cambiaría su actitud: no era tonto.
Cuando Samantha volvió con una taza de chocolate caliente para él y una de café para ella, William decidió sonreírle con timidez y se sintió aliviado cuando ella correspondió el gesto con ternura y se inclinó sobre la mesa para acariciarle el cabello.
—Ten paciencia, hijo —le pidió—. Sé que es difícil de entender para ti, pero ahora mismo no puedo gastar dinero en juguetes —William asintió con la cabeza, aunque la idea no le gustaba en lo más mínimo—. Te prometo que, en tu cumpleaños, tendrás tu muñe… figura de acción —se corrigió la mujer a tiempo, haciéndolo sonreír.
Desde que había tenido la edad suficiente para entender qué era un papá, William se había preguntado dónde estaba el suyo y por qué no vivía con él y su madre, cuyo rostro ensombrecía cada vez que el tema era expuesto ante ella.
Al final, el niño había decidido dejar de preguntar por un hombre a quien probablemente nunca conocería, tal vez porque había muerto y su madre no quería hablar al respecto o porque se había marchado para vivir con alguien más, como había ocurrido con el padre de Shelley Collins, la niña que vivía a tres casas de la suya.
Ahora que Charlie se había burlado del hecho de que el padre de William no estaba a su lado, el niño no podía evitar volver a pensar en él: ¿cuál era su nombre? ¿Dónde vivía? ¿Aún vivía? ¿Sabía que William existía? ¿Tenía otra familia? ¿Tenía otros hijos y por eso no quería estar cerca de él?
Por un segundo, acostado en su cama con la mirada clavada en el techo, William se planteó la posibilidad de buscar a su madre para hacerle todas esas preguntas, pero desechó la idea a sabiendas de que lo único que conseguiría sería ponerla triste de nuevo, así que decidió cerrar los ojos e intentar dormir.
Los problemas escolares de William con Charlie Barrett continuaron.
Pronto quedó claro para más de un profesor que el chico nuevo era un bravucón y gustaba de provocar disturbios entre los alumnos: en su primer mes en la escuela, hizo llorar a dos niñas tras tirarles del cabello, peleó a golpes con un compañero de clases en el baño de varones e hizo caer a William de su silla un par de veces al retirarla justo cuando iba a sentarse.
Por el salón de clases corrían rumores de que la profesora había llamado a sus padres para tener una charla con ellos y eso debía ser la causa de que, el lunes por la mañana, Charlie hiciera acto de presencia en la escuela de muy mal humor.
Cuando tomó asiento, se aseguró de patear la mochila de William, lanzándola a la parte trasera del salón. William tuvo que ponerse de pie para ir por ella y, cuando volvió a su asiento, conteniendo las ganas de darle un puntapié a su némesis, se dio cuenta de que Charlie había sujetado el respaldo, empinando la silla hacia atrás para que William no se pudiera sentar. Después de una silenciosa batalla campal, logró que Charlie soltara la silla y se apresuró a sentarse en ella antes de que el niño la pudiera volver a sujetar.
La profesora entró al salón de clases, los saludó y se puso a escribir en la pizarra.
—¿Y qué se siente no tener papá? —susurró Charlie en su oído, empinándose sobre su mesa de trabajo para alcanzarlo.
William rechinó los dientes y apretó las manos en puños, decidido a no caer en la provocación. Sacó su libreta y comenzó a escribir, aunque no estaba seguro de cuál era el tema: el coraje le impedía entender las palabras escritas por la maestra.
—Hey, te hice una pregunta —insistió Charlie.
—¿Qué se siente ser tan estúpido? —preguntó William de vuelta, sintiéndose satisfecho por un segundo.
—No lo sé, esa es otra pregunta que tú me podrías contestar, asno.
William cerró los ojos y respiró profundo. Estaba seguro de que tenía el rostro rojo de ira. La niña sentada en la mesa de al lado observaba el intercambio de palabras con la boca entreabierta, como si se estuviera preparando para acusarlos en caso de ser necesario —ahora que lo pensaba, ella había sido la primera chica a la que Charlie le había tirado de las coletas y no en sentido figurado—.
—Déjame en paz, Charlie —exigió William, manteniendo la mirada fija en su cuaderno, girando su lápiz entre los dedos a toda velocidad. Tenía el estómago revuelto y era consciente de que estaba empezando a sudar; por su cabeza pasaban montones de escenarios a la vez: llamar a la maestra él mismo para que detuviera a Charlie y ser visto por la clase como un soplón, seguir discutiendo y esperar a que Charlie decidiera cerrar la boca por propia voluntad, responder sus estúpidas preguntas para satisfacerlo, apuñalarlo con el lápiz y fingir demencia… ¿qué haría Flash en una situación así?
No, alguien como Flash seguramente jamás había tenido que lidiar con bravucones de escuela.
—¿Y qué si no quiero?
—Sólo-Déjame-En-Paz.
—Oblígame.
Y, como los niños suelen tener una cantidad de paciencia casi nula, William obedeció: con un empujón de la mano, lanzó sus útiles escolares al suelo, dio media vuelta en su asiento y se abalanzó sobre Charlie, que tenía una expresión de sorpresa y horror en su cara pecosa, para asestarle un puñetazo en la mandíbula que lo tiró de la silla con un gran estruendo.
La misma niña de antes gritó y se apresuró a ponerse de pie para alejarse del niño pelirrojo, cuya frente había impactado en una de sus piernas al caer al suelo, donde ahora estaba desparramado, cubriéndose la cara con las manos y berreando como un animal herido.
William también se puso de pie, observando el resultado de sus acciones con incredulidad: ¿no se suponía que el villano era Charlie y no él? ¿Entonces por qué la profesora se acercó y lo sujetó con fuerza del brazo, arrastrándolo fuera del salón de clase para llevarlo a la dirección?
Samantha no estaba contenta.
La directora de la escuela la había llamado al trabajo para pedirle que se reuniera con ella urgentemente y, apenas llegó al plantel, le cayó encima una lluvia de quejas; los padres de Charlie también se encontraban ahí y, aprovechando que ahora tenían un chivo expiatorio, arrojaron sobre William toda la responsabilidad del mal comportamiento de su hijo: obviamente, Charlie se había estado portando mal debido al estrés que le provocaba ser abusado emocionalmente por un bravucón como William.
Samantha, sintiéndose extremadamente sola y pequeña al lado de una pareja que quería defender a su hijo a capa y espada, se irguió en el asiento frente al escritorio de la directora, con los ojos fijos en un pisapapeles que representaba la Gran Pirámide de Giza y, con los labios fruncidos, soportó cada palabra sin decir nada hasta que fue su turno de defender a su hijo. Cuando terminó, tuvo la impresión de que no había sido muy convincente. Durante una milésima de segundo, se imaginó teniendo a Oliver Queen, el padre biológico de William, sentado a su lado y se preguntó si eso hubiera marcado alguna diferencia en la manera en la que los otros tres la miraban y escuchaban, luego, sintió pena de sí misma por pensar algo tan descabellado: Oliver Queen. Oliver Queen. El cínico, mujeriego, expulsado de cinco universidades, náufrago, perdido por cinco años en una isla desierta e hijo de una mujer que le había ofrecido un millón de dólares a cambio de decirle al padre de su bebé que había tenido un aborto espontáneo. Oh, Dios, no: un hombre en llamas pidiendo ayuda a gritos hubiera llamado la atención menos que él.
Pero debía admitir que estaba siendo un tanto injusta: Oliver había cambiado tras ser rescatado de la isla —¿quién rayos se pierde en una isla desierta hoy en día, por todos los cielos? Después de oír al respecto, Samantha comenzó a creer fielmente en el Karma, aunque Oliver nunca había sido malvado en sí, sólo idiota—. Aún se veía envuelto en escándalos, pero no eran como los de antes, cuando los paparazzi lo fotografiaban saliendo borracho de clubes nocturnos y vomitando en plena vía pública: ahora era candidato a la alcaldía de Ciudad Star, tenía una pareja estable —aunque eso Samantha no lo había visto venir— y parecía ser un hombre decente, a diferencia del adolescente estúpido con el que ella se había encontrado hace ocho años.
Quizá su presencia imponente hubiera protegido mejor a William de las palabras que los Barrett estaban usando para describirlo: calificativos como mal portado, desubicado, vándalo y abusador no le correspondían a un niño como el suyo y Samantha lo sabía mejor que nadie, pero en ese momento no encontraba las palabras correctas para hacerles ver a esas personas lo equivocados que estaban y se maldecía por eso.
—Ese pequeño rufián tiene problemas —dijo la señora Barrett, observando a Samantha con sus pequeños y redondos ojos azules. Llevaba un vestido floreado de color rosa pálido y sujetaba sus bucles dorados con un listón: toda una bruja de cuento de hadas—, ¿ha pensado en llevarlo a terapia? —preguntó, venenosa, observándola como si sintiera consternación en su nombre.
Samantha frunció los labios y se negó a responderle a semejante espécimen.
La directora suspendió a William de las actividades escolares por tres días. Al salir de su oficina, Samantha observó a su hijo, que había estado sentado en las sillas afuera de la habitación durante toda la conversación, y se sintió como si le hubiera fallado estrepitosamente.
Todos los días, después de recoger a William de la escuela, Samantha lo llevaba a casa, le preparaba un refrigerio rápido y lo dejaba en la casa de la señora Daniels, la mujer que vivía frente a ellos, sola y con dos gatos esponjosos, para que lo cuidara mientras ella terminaba su turno en el trabajo. En esa ocasión, las cosas ocurrieron un poco diferente: apenas llegaron a casa, Samantha llamó a la señora Daniels para decirle que esa tarde se quedaría con William y no necesitaría sus servicios, también contactó a su compañera de trabajo, Lucy, para contarle a medias lo que había ocurrido en la escuela y pedirle de favor que la cubriera. Como Samantha había hecho lo mismo por Lucy la semana pasada cuando tuvo que llevar a su hermana embarazada al hospital, la mujer no tuvo problemas con aceptar; Samantha se lo agradeció profusamente antes de colgar el teléfono.
Sentó a William a la mesa de la cocina, le sirvió un poco de agua y ocupó la silla frente a él. Intercambiaron una mirada y, de nuevo, ella se descubrió pensando en Oliver, en lo mucho que los ojos de William se parecían a los de él.
—Sé que lo que ocurrió hoy no fue tu culpa, hijo —dijo, segura de sus palabras y orgullosa de que salieran de su boca de manera tan firme. El corazón se le rompió en mil pedazos cuando William pareció respirar con alivio tras escucharla—. Ahora que estamos solos, quiero que me cuentes tu versión de la historia —pidió, porque en la escuela no habían tenido la oportunidad de hablar: apenas llegó al plantel, la secretaria de la directora la hizo entrar a su oficina, donde los Barrett la fulminaron con la mirada mientras la otra mujer le explicaba lo que había pasado en el salón de clases.
William tragó saliva un par de veces —debía tener la garganta reseca, porque parecía a punto de atragantarse, pero, aun así, no tocó su agua— y fijó la mirada en la superficie brillante de la mesa que lo separaba de su madre.
—Charlie estaba molestándome —dijo, con una voz tan baja, que la mujer tuvo que inclinarse sobre la mesa para distinguir las palabras. Asintió con la cabeza y esperó a que William continuara, pero el niño guardó silencio, frunciendo los labios como obligándose a contener otra frase.
—¿De qué manera estaba molestándote: te insultó, te golpeó? —preguntó, intentando guiar la conversación de la manera más pacífica posible.
William se mordió el labio inferior y negó tan rápido con la cabeza, que seguramente se mareó.
—Pateó mi mochila —dijo, titubeando—. Me quitó mi silla.
—¿Fue por eso que le pegaste? —Charlie sonaba como un pequeño demonio: incluso ella sentía ganas de abofetearlo, pero esa era una fantasía secreta que, por supuesto, jamás llevaría a cabo. Había niños malcriados en el mundo, así como detestables, y sus padres merecían ir a prisión por convertirlos en monstruos.
William volvió a negar.
—Me preguntó —en ese momento, los ojos se le pusieron rojos y ella pudo ver el destello de las lágrimas aproximándose— qué se siente no tener papá. También me llamó asno —agregó y las mejillas se le pusieron de un intenso color rubí. Samantha hizo una mueca, sintiendo cómo se le aceleraba el pulso cardiaco en el pecho. Estaba molesta, pero también se sentía humillada y avergonzada: las circunstancias de su vida, los motivos por los que la vivía como lo hacía, no tenían que ser del dominio público y menos tenían que estar en la boca de un niño de ocho años que no conocía el verdadero peso de sus palabras—. Le pedí que dejara de molestarme y me dijo que no, así que le pegué.
—Oh, cariño —dijo con un suspiro desalentado, poniéndose de pie para rodear la mesa y envolver a su hijo con los brazos. William escondió la cara en el reverso del codo de su madre y lloró bajito hasta que ella pudo sentir la manga de su blusa empapada en lágrimas—. Lo siento mucho —dijo, masajeando el brazo de William con los dedos, intentando reconfortarlo—. Ese niño no tiene derecho de hacerte sentir de ésta manera. Tranquilo.
Pero, a pesar de sus palabras, William siguió sollozando, hasta que el sonido se convirtió en un pequeño ataque de hipo que Samantha lo ayudó a calmar dándole a beber el vaso de agua que le había servido antes. Luego, le limpió las lágrimas y la nariz con una servilleta de papel antes de besarlo en la punta de la cabeza, intentando depositar todo el amor del mundo en la caricia de sus labios.
De pronto, se sintió arrastrada al pasado, cuando se había visto obligada a trasladar toda su vida de Ciudad Star a Central e intentar acomodarla antes de que el plazo de nueve meses se cumpliera y tuviera una nueva vida en sus manos, lista para ser moldeada como arcilla por ella, esperando ser convertida en una persona de bien. Lo había logrado: William era un niño maravilloso, pero hasta ese momento no se había percatado del daño que le había estado haciendo al evitar hablarle sobre su padre a toda costa.
Esa noche, hicieron un fuerte de almohadas y mantas en el salón. Prepararon rosetas de maíz y se sentaron en el suelo para ver un maratón de películas animadas.
—¿Crees que algún día Flash tenga su propia película? —preguntó William, metiéndose un puñado de palomitas a la boca.
Samantha hizo una mueca: sí, para los niños era divertido todo lo que tenía que ver con el Velocista Escarlata, porque un sujeto que podía romper la barrera del sonido al correr era simplemente genial pero, para los adultos que comprendían la increíble tragedia provocada por la explosión del acelerador de partículas de Laboratorios STAR, todo era más complicado. Ella sentía un nudo en la boca del estómago cada vez que escuchaba que Flash estaba peleando con los Renegados en la ciudad o que había salvado un tren de descarrilarse o evitado que algún meta-humano cometiera un crimen porque, ¿cuántas veces había estado su hijo cerca de la línea de fuego?
Flash había salvado a aquella chica, la reportera, de un meta-humano cuyo cuerpo se transformaba en metal, en la escuela donde William estudiaba, por todos los cielos. Ese día, tuvieron suerte de que las cosas ocurrieran de noche, pero ¿qué pasaría cuando un meta-humano atacara la escuela llena de niños? Era tonto pensar en eso —¿qué motivos podía tener un meta para atacar una simple escuela? —, pero era una idea que a veces le impedía conciliar el sueño. Supuso que eran los temores válidos de una madre en un mundo tan alocado como ese…
—No lo sé, cariño, tal vez. Ya venden muñecos suyos en todos lados —respondió.
William frunció el ceño.
—No son muñecos, mamá, son figuras de acción —la reprendió, provocándole un extraño sentimiento de déjà-vu.
Samantha, que no entendía la diferencia entre una elección de palabras u otra, tomó un puñado de palomitas y comenzó a comerlas poco a poco.
De pronto, la programación que estaban viendo fue interrumpida por una emisión de última hora, en la que se mostraba una imagen de Flash y Flecha Verde abandonando un edificio envuelto en humo a toda velocidad. Literalmente. La cámara sólo había logrado filmar el momento en el que los dos hombres salieron del inmueble cubiertos de hollín para después chocar los puños —¿tomarse de las manos? Samantha no logró ver el movimiento con claridad— y desaparecer en una ráfaga de colores rojo y dorado.
La reportera encargada de dar la noticia le informó a la cámara que los dos vigilantes habían aparecido en la escena después de que la policía les diera el pitazo de un incendio en el edificio habitacional. Flash había logrado sacar a las personas atrapadas en sus hogares, previniendo que alguien resultara herido de gravedad, mientras Flecha Verde daba caza al responsable de provocar el incendio, a quien después puso a disposición de las autoridades. Flash apagó el incendio y los dos vigilantes se dieron a la fuga —y la periodista rió de sus propias palabras como si hubiera sido sumamente elocuente— antes de que pudieran acercarse a ellos para entrevistarlos o fotografiarlos.
—¡Asombroso! —exclamó William, sumergido en un estado de éxtasis con la mirada azul aún fija en la pantalla de televisión aunque ésta había vuelto a la programación normal después de que la periodista se despidiera con un «seguiremos informando».
La sensación de pesadez volvió a la boca del estómago de Samantha, que de pronto se sintió incapaz de seguir comiendo palomitas: el abrumador presentimiento de que algo iba a pasar descendió sobre ella con una violencia letal que no fue capaz de ahuyentar.
El algo ocurrió al día siguiente, cuando Samantha fue a Jitters después del trabajo para comprarle una tarta de regalo a la señora Daniels, que había aceptado cuidar a William las horas extras agregadas por su suspensión.
Al entrar al local, vio a Oliver Queen, compartiendo una mesa con una mujer rubia y Barry Allen —Samantha se había aprendido el nombre por casualidad ya que, últimamente, cada vez que se mencionaba al candidato a la alcaldía de Ciudad Star, también se hablaba del hombre con el que sostenía una relación, que resultaba ser oriundo de Ciudad Central. Supuso que ese era el motivo por el que Oliver se encontraba en la ciudad—.
Justo cuando el corazón comenzó a latirle, desbocado, en la garganta, Oliver se levantó de la mesa, sujetando un vaso desechable, y dio media vuelta, topándose de cara con ella. Samantha respiró profundo, intentando aliviar la desolación que se había apoderado de su pecho.
De pronto, volvía a ser la adolescente ingenua que se había dejado llevar por un momento de coquetería y había terminado embarazada del hombre equivocado y sobornada por la madre de éste, viéndose obligada a dejar todo atrás. El mismo miedo de antes la atenazó como garras a punto de romperla a la mitad, pero no: ella ya no era esa chica. Ahora era una madre que había logrado criar a un niño extraordinario y estaba muy por encima de la niña que había sido hace ocho años.
Se llenó los pulmones de aire y sonrió. Sólo un poco.
—Oliver —saludó al hombre y, afortunadamente, el nerviosismo no coloreó su voz.
Sí, podía hacer esto. Todo estaba perfecto. Oliver jamás tendría que saberlo…
Por bromas de la vida, terminó teniendo una pequeña conversación con Oliver sobre Moira Queen y lo lamentable que había sido su muerte, algo que ella en verdad había sentido pero también percibido como una liberación, como arrancarse un curita de tajo después de temerle al dolor por mucho tiempo.
Oliver le presentó a Barry Allen, que tenía una sonrisa adorable. Samantha se sintió verdaderamente feliz por él y, al despedirse, le suplicó al cielo jamás volverlo a ver.
