Publicado originalmente en mi twitter, lo he corregido y ahora lo posteo aquí. No tengo mucho que decir, más que tengo muchos otros fics planeados que tengo que publicar ya. Odio mi vida.


Milagro Naranja
por AppotosGrimes

Cada que su mente lo procesaba, se sentía un tanto extraña la situación que se le presentaba. Estaba varado en un mar de pensamientos incoherentes que le hacían cuestionarse por cuánto tiempo habría de seguir ese mismo estilo de vida que ahora disfrutaba en demás, pues no era un espejismo, de eso estaba seguro; tampoco algún escenario que su propio subconsciente le estuviese haciendo imaginar, porque mucho menos era algo que lo confundiese al grado de molestarlo. La cosa era, que lo encontraba tan irreal que apenas y podía sonreír o tomarle importancia de la estupefacción.

Era raro tener compañía. Estaba acostumbrado a la soledad.

No podía mentir: en algún punto de la semana en que todo ese lío comenzó, lo había encontrado un poco perturbador, y en apenas unos cuantos días ya lo reconocía como algo que sí estaba pasando en su propia realidad; no lo estaba imaginando, no lo estaba soñando. Simplemente, uno no puede creer que de la noche a la mañana una rutina aparezca cuando menos la necesitas o esperas, y eso fue lo que aconteció para que Silver se diese cuenta de cuán solo había estado en todo ese largo tiempo; abrir los ojos con el único ideal de que debía levantarse para empezar a preparar el desayuno, de juntar las revistas —que igual, él no leía— para ponerlas en la mesa del comedor, hervir el agua para el café, con el sonido de la televisión al fondo mientras dan uno de sus shows favoritos, esperando a que la comida se caliente. Cada que terminaban de almorzar, Blaze le contaba los desastres en los que se había metido en esos últimos días —como la pequeña aventura con cierto erizo azul, la ida al centro comercial con la de apellido Rose, la colecta de frutillas en el jardín de Cream—. En ocasiones lavaban ropa, a veces se quedaban sentados en el balcón hasta el anochecer, conversando sobre el todo y la nada al son en que las estrellas salían, los grillitos se oían y el rocío de las gotas brillaba. La música, que sale del estéreo posado en un mueble al final del pasillo, les cantaba y arrullaba lo precioso de las melodías que, sabe bien Silver, siempre habrían de gustarle a Blaze.

Parecía aburrido por la monotonía de la rutina, que con el pasar de las semanas, los había acostumbrado a una tranquilidad. La última vez que se encontraron en una lucha contra los planes del Doctor Eggman, para ayudar a cierto erizo terco, había sido hacía ya unos dos meses. Dos enteros meses desde que ella, la gata con la que platicaba hasta la madrugada cuando se ponían a ver maratones de series y películas para matar el tiempo, estaba instalada en el departamento junto con él. Ninguno quería irse todavía a casa, y como era tentadora la idea de ser compañeros, habían decidido intentarlo por primera y última vez antes de que cada quien partiese tras su destino. El pequeño espacio donde vivían solía estar a nombre de Sonic, pero había pasado a ser de Silver; por ello, él y Blaze se partían los quehaceres del hogar, y de entre todas las tareas no faltaba la vez en que ella no regase las pequeñas plantas que crecían en el bendito balcón donde Silver pasaba los atardeceres cantando a su lado, recordando con exactitud la linda sonrisa postrada en el rostro de Blaze, observando cada hortensia y tulipán en las macetas.

"Le gustan las flores", pensó esa vez él. Y desde entonces, cada que salían juntos a alguna parte, se esmeraba en entregarle alguna flor que, con todo el agradecimiento del mundo, ella llevaba al departamento para agregarla al penoso pero romántico santuario.

Entonces, recalcando el pensar de Silver: era raro tener compañía. Oh, era demasiado raro ya no estar acostumbrado a la soledad, ni a la nostalgia que le entraba cada que veía los ojos miel de su ahora mejor amiga. Era extraño tener la cercanía, el apego, esa misma cotidianidad de verse existiendo a ambos en un lugar tan pequeño pero lleno de maravillas. Lo hacían pensar cada uno de esos detalles, en que hasta un sueño sería menos precioso que lo que en verdad estaba viviendo; aquello que sus propios y amarillentos ojos le mostraban cada mañana: lo real, un milagro bañado en color naranja que sucedía en cada atardecer cuando, algo nervioso y apenado, se acercaba a ella. En la mejilla una mano, muy cerca los labios, muy cerca las almas.

A partir de entonces, cada atardecer era un beso. Cada anochecer era un abrazo.

Y ambos los atesoraban tanto, justo como Blaze la colección de flores en el balcón.