Disclaimer: los personajes y el Universo Panem son propiedad de Suzanne Collins.
Esta historia participa en el Intercambio de Regalos "Perlas y Relicarios" del foro "El diente de león". Esta es para Roxii C. Espero que te guste ¡Feliz San Valentín!
Seducción
Katniss POV
Cuatro años después de la guerra
La primavera ha entrado definitivamente al Doce.
Después de un invierno particularmente largo, puedo sentir el aroma de las flores colándose por las ventanas, siempre abiertas desde que Peeta se mudó definitivamente a mi casa.
El sol entra en la habitación en tímidos rayos. Es demasiado temprano para que la luz llegue a despertarme realmente, pero Peeta debe levantarse antes de las cinco de la mañana cada día, para ir a la panadería y poner a funcionar los hornos.
Ha estado entrenando a un par de chicos de la Veta para que le ayuden y a mi me sorprende lo bien que han empezado a hacerlo, aunque tal vez solo me toma por sorpresa el hecho de que no todos tengan mi incapacidad de cocinar algo sin llegar a quemarlo. Sin embargo los chicos, que estarían en edad de cosecha si todavía tuviéramos Juegos, se esfuerzan por hacer bien las cosas.
Peeta ha escrito las recetas en hojas de papel que mete en fundas plásticas para que no se arruinen por el calor o la humedad. Los chicos pesan cuidadosamente los ingredientes y luego se encargan de batir, amasar y hornear, siguiendo las detalladas explicaciones que el Chico del Pan pone a su disposición.
Nadie es, por supuesto, tan hábil como él en la parte de decorar tartas y galletas, así que su presencia en la panadería a diario es siempre necesaria, aunque creo que, en realidad, a él le gusta estar ahí pues lo mantiene cerca de la familia que perdió.
El sentimiento de pérdida me abruma.
Han pasado cuatro años, cuatro años desde el estallido de las bombas. Cuatro años desde que perdí a Prim para siempre.
Mi cuerpo empieza a temblar, no suaves temblores de miedo, sino fuertes espasmos que hacen que la cama se sacuda, como si hubiese decidido quitarme los zapatos y comenzar a saltar sobre el mullido colchón. Los dientes me castañetean por unos segundos antes de que Peeta salga de la bruma de sus sueños y acerque mi cuerpo al suyo.
Creo que ni siquiera llega a despertarse por completo. Su instinto latente siempre lo obliga a cuidar de mí, aunque a veces me gustaría que no lo hiciera. He llegado a aceptar su amor por mí, puro e inalterable a pesar de los horrores que lo han hecho pasar y poco a poco me he permitido a mí misma derribar las barreras que lo mantenían lejos de mí.
Pero sigo sin sentirme merecedora de ello.
"Ni viviendo cien vidas podrías merecerte a ese chico", había dicho Haymitch una vez y ahora tengo la certeza de que es verdad. Puede que nunca lo merezca pero, entre todas las personas posibles, él me ha elegido a mí y soy una criatura lo suficientemente egoísta como para permitírselo.
Mis manos se aferran a su camiseta de pijama y mi cuerpo gira, de manera que mi rostro queda oculto en el hueco de su cuello.
Él huele a eneldo, a canela y a un olor único e indiscutiblemente suyo. Aspiro con fuerza, dejando que su aroma me relaje y siento como los músculos de mis piernas empiezan a aflojarse lentamente.
–No pasa nada— susurra él con los ojos cerrados mientras inclina la cabeza hacia adelante y entierra la nariz en mi cabello.
Su voz no consigue tranquilizarme, sino que forma un nudo en mi garganta que asciende hasta convertirse en un mar de lágrimas que brotan sin piedad de mis ojos. Lo siento tensarse e intento parar de inmediato, porque sé la manera en que lo inquieta el verme llorar y lo que menos quiero es molestarlo o desencadenar uno de sus ataques. Me aparto un poco, con la intención de salir de la cama y refugiarme en el baño, donde el agua caliente podría llevarse mis lágrimas, sin embargo su mano, fuerte y cálida, se aferra a mi cintura y me acerca, centímetro a centímetro, hasta que tengo la nariz pegada a su pecho.
–Llora— dice él acariciando mi frente con su nariz— Llora todo lo que necesites, Katniss. Jamás te avergüences de llorar frente a mí— susurra antes de reemplazar su nariz con sus labios.
–Yo no… quiero molestarte— le digo mientras sorbo ruidosamente por la nariz.
–Molestarme— repite él mientras suelta mi cintura con suavidad y yo de inmediato extraño su contacto, sin embargo él desliza sus pulgares sobre mis mejillas húmedas, secando lentamente cada una de mis lágrimas— Tú jamás podrías molestarme.
–Puede que Haymitch tenga algo que decir con respecto a eso— digo con una leve mueca y él se ríe.
–Tienes razón. Aunque Haymitch siempre tiene algo que decir con respecto a todo.
El viento hace que el sutil aroma de las flores entre en la habitación. Son las prímulas que Peeta plantó alrededor de la casa. Los capullos brotaron hace unos cuantos días y ayer, cuando las regué antes de irme a la cama, ya habían comenzado a abrirse. Es un aroma familiar, doloroso y aun así, bienvenido.
–Puedo cerrar la ventana si te molesta— dice él, como siempre interpretando mis pensamientos. Sus labios rozan dulcemente mi frente cuando él habla y Peeta rodea mis hombros, haciéndome sentir segura, como si me encontrara dentro de un capullo que se encarga de mantenerme completa.
Niego con la cabeza y muevo la cintura, rozándola con la suya, mis rodillas moviéndose inquietas tocando sus muslos.
Peeta se aparta entonces, con un jadeo, soltándome tan de golpe que, por un momento, creo que me hará rodar por el extremo de la cama.
–Perdón— balbuceo yo, insegura sobre lo que acaba de pasar. Me aparto un poco, no porque tema por mi propia integridad física si es uno de sus ataques lo que se está incubando, sino porque sé lo miserable que se sentirá él después de eso si llega a hacerme daño.
Ya ha pasado antes, nada tan desastroso como el primer ataque, cuando estábamos en el Trece y sus dedos se cerraron alrededor de mi cuello, dejándolo cubierto de cardenales y obligándome a usar un collarín ortopédico durante un par de semanas. Pero aún así…
Las primeras semanas después de su regreso no fueron sencillas. Una vez hizo que cuatro moretones, uno por cada uno de sus dedos, me marcaran el brazo. Debí usar camisetas de manga larga durante casi dos semanas para que él no los viera, lo cual fue absolutamente incómodo puesto que estábamos en verano
Estudio su rostro, intentando encontrar alguna señal que arroje algo de luz sobre lo que está pasando. Peeta tiene la mandíbula apretada y los ojos cerrados. Su rostro se ha cubierto de rubor y sus manos se aferran a las sábanas. Está acostado boca arriba y cuando abre los ojos, ya no son azules, pues sus pupilas se han dilatado tanto que sus irises son diminutos anillos alrededor de la negrura. Sin embargo no hay muestras de dolor o de enfado en sus ojos, sino un deseo tan evidente que hace que la sangre se acumule en mi pecho, tiñendo mi piel de un rubor que asciende en dirección a mi rostro.
Mi mirada se dirige por inercia hacia las sábanas arremolinadas en torno a su cintura y encuentro ahí más muestras de su necesidad. Del deseo que siente por mí.
Mi boca se abre y aspiro con fuerza, insegura sobre cómo sentirme al respecto.
No es la primera vez que nos sucede. En un principio era yo quien buscaba estos encuentros. Desde aquella ocasión en que los abrazos de Peeta se volvieron insuficientes para mantener a raya a mis demonios y sus labios tuvieron que tomar el relevo.
Nuestra relación se ha vuelto más física con el tiempo. El hambre, que sentí una vez en mis primeros Juegos, mientras lo besaba en la cueva y luego, un año más tarde, cuando lo besaba sobre la arena de la playa en nuestra última noche juntos; se apoderaba de mí en medio de la noche.
¿Cuántas veces habríamos llegado hasta el final de no ser por sus brazos de hierro apartándome? He perdido la cuenta de las ocasiones en que él se ha encargado de apartarse de mí, en medio de una sesión de besos especialmente intensa y luego ha ido a refugiarse al baño, donde se da largas duchas para mantener a raya sus propias necesidades como hombre.
Casi puedo ver cómo se mueven los pequeños engranajes en su cerebro. Poco a poco recupera el control de sí mismo pero, por algún motivo, no deseo que lo haga.
Me arrodillo a su lado, haciendo que el colchón se mueva y escucho el jadeo ahogado que profiere. Inhalo profundamente, deseando que el valor no me abandone y rodeo su cuello con mis brazos, el pulso late rápidamente en su garganta y su piel se siente caliente. Me tiemblan las manos cuando paso las palmas por la barba que ha empezado a crecerle a pesar de que lo vi rasurándose ayer y mi boca entreabierta deja salir mi aliento sobre la piel de su cuello. Empiezo dejando un reguero de besos, justo debajo de su oreja, descendiendo en diagonal hacia su clavícula y entonces él me toma de las muñecas y me encuentro a mí misma con la espalda pegada al colchón, con él a horcajadas sobre mi cintura.
Él apoya el peso de su cuerpo sobre brazos y rodillas y su boca se pega a la mía en un largo beso que hace que la sangre en mis venas empiece a saltar, pero se acaba demasiado rápido. Él separa sus labios de mí y apoya su frente sobre la mía.
—No— susurra con suavidad antes de levantarse de la cama.
Cierro los ojos y escucho la puerta del baño cerrarse detrás de él. Solo entonces golpeo mi cabeza contra la almohada, completamente frustrada.
"No" ha sido la palabra que Peeta ha repetido sin cesar desde la primera vez que nos besamos después de la guerra. Cada vez que siente que estoy dando el paso al siguiente nivel, él me frena en seco, convencido de que estoy actuando movida por la desesperación.
"No hasta que te sientas mejor" es lo que siempre dice. "No como respuesta a la desaparición de Gale", "no porque esté enojada con mamá por haberme dejado sola de nuevo", "no para olvidarme por un rato del dolor de haber perdido a Prim…" son también algunas de sus favoritas.
No puedo decir que no lo entienda, puede que en un principio si esperaba poder usar esa clase de distracción para aliviar mi pena. Sin embargo…
Todo mi ser parece estar ardiendo. La sangre sigue zumbando en mis oídos y mi necesidad por él no parece disminuir… tal vez yo también necesito una ducha fría. Mi mente divaga, imaginando qué clase de reacción podría tener Peeta si decidiera acompañarlo en el baño y entonces recuerdo que soy la criatura menos sexy del planeta y el deseo se apaga, como si hubiesen soltado un cubo de agua helada sobre mi cuerpo.
Me cubro la cabeza con las sábanas, deseando volver a dormirme.
o-o-o-o-o
–Aquí tienes lo que me pediste— digo agitando una canasta llena hasta el borde de fresas.
Peeta se limpia las manos con un trapo y rodea la mesa en la que estaba amasando cuando he entrado a la panadería. Sus ojos se iluminan cuando se encuentran con los míos y, aún ahora, casi media década más tarde, resulta difícil creer que este hombre, dulce y amable, haya atravesado cosas tan horribles.
—Gracias, preciosa— dice él tomando la pesada cesta de mi mano y dejando un dulce beso en lo alto de mi frente. El chisporroteo en mi piel me envía un recordatorio del escenario inconcluso de hace un par de días y mis brazos actúan con vida propia. Mi mano derecha se enreda en el cabello de su nuca y lo acerca hacia mi rostro. Lo beso.
Lo siento sonreír contra mis labios y no estoy segura de si es porque él también está disfrutando del momento o porque mi necesidad por él le causa gracia. En cualquier caso Peeta toma control del beso rápidamente, su lengua delinea mis labios, pidiendo un permiso que yo le concedo gustosa. Sus manos se aferran a mi cintura, acercándome a su cuerpo, mucho más grande que el mío.
Cuando no soy capaz de seguir respirando, me aparto. Él apoya su barbilla sobre lo alto de mi cabeza y me atrae más cerca, haciendo que mi rostro se hunda en su pecho. Huele ligeramente a humo y a sudor, debe llevar un buen rato horneando.
—¿Ha ido bien la cacería?
—Se lo he dejado todo a Sae— digo asintiendo—. Ella se encargará de repartirlo.
Mis salidas a cazar son más terapéuticas que cualquier otra cosa. Peeta y yo no necesitamos realmente del dinero de la panadería o de los canjes que obtengo por mis presas. Paylor se encargó de dejar cubiertas las necesidades de los antiguos Vencedores, posiblemente porque la mayoría de los que sobrevivimos no estamos en capacidad de trabajar para vivir. Entre Annie y los cuidados que requiere su hijo, que pronto entrará al jardín de niños; la inestabilidad de Peeta con sus ataques o la faceta de muerta viviente en que regresé a mi distrito, no se puede decir que la gente esté deseando contratarnos.
—¿En dónde están Clive y Prunus?— digo, dándome cuenta de que ninguno de los dos chicos andan por aquí.
—Les he dado la tarde libre.
Ruedo los ojos.
—Si sigues mimándolos así, nunca aprenderán a trabajar de verdad.
Peeta se ríe, haciendo que su pecho vibre contra mi rostro.
—Necesitaba distraerme— explica él—. Y ya sabes que nunca me ha molestado trabajar.
—Yo podría distraerte y hacerte trabajar al mismo tiempo— suelto sin pensar y Peeta se tensa y luego me suelta. Me besa la frente, como para darme a entender que no está molesto ni nada por el estilo, pero de todas formas termino enfadada.
Él vuelve a la mesa en la que ha estado amasando y toma la perfecta bola de masa que ha creado. Es mi señal para marcharme, pero no la tomo.
—¿Qué ha sido eso?— digo poniéndome las manos en la cintura.
Peeta alza la mirada, clavando sus ojos azules en mí con inocencia.
—¿A qué te refieres?
—¿Ahora ni siquiera puedo besarte?
Veo la punta de sus orejas calentarse rápidamente.
—Por supuesto que puedes besarme, Katniss. Ya sabes que eso…
—Pero no si nos lleva a algo más— aventuro.
—Katniss—dice él con cansancio, cerrando los ojos.
—Peeta— lo imito yo.
—Ya sabes lo que pienso— dice él volviendo a trabajar— No mientras no te encuentres bien.
Abro y cierro la boca hasta que consigo respirar lo suficientemente profundo como para darle una respuesta coherente:
—¿Hasta que me encuentre bien? ¿Y cuándo demonios va a ser eso?
Peeta no me responde de inmediato. Forma las hogazas de pan y las coloca con cuidado sobre una bandeja que mete rápidamente en el horno, ya caliente. Cuando lo cierra, respira profundamente, se quita el delantal y lo cuelga de un gancho en la pared. Se lava las manos a conciencia y solo entonces decide mirarme.
Me doy cuenta de lo mucho que ha crecido. Tiene una mirada mucha más madura… los ojos de un viejo y no de un chico que apenas si sobrepasa los veinte.
Él me toma de la mano, su fuerza y su ternura equilibrándose para volver su toque firme pero dulce. Gira rápidamente el letrero en la puerta, anunciando que la panadería se encuentra cerrada y le echa llave a la puerta. Luego nos conduce hacia el saloncito que ha construido en la parte de atrás. Se sienta en uno de los suaves sillones y luego me atrae hacia su regazo.
—De acuerdo, Katniss— dice él hablando lento y claro— Discutámoslo. Hablemos sobre por qué creo que no te encuentras lista y luego tú podrás decirme por qué crees que me equivoco.
De pronto el aire en la habitación se vuelve pesado. No estoy segura de querer llevar a cabo esta conversación. Ya no. Una cosa es intentar meterme con él en la cama y otra, muy diferente, explicarle por qué creo que debemos hacerlo. Literalmente hacerlo.
Volteo el rostro, sintiendo mis mejillas arder, pero él me toma de la barbilla y me obliga a verlo.
—¿Qué, de repente ya no te interesa?— pregunta ligeramente burlón.
Siempre ha sido así entre nosotros. A Peeta la desnudez o la intimidad nunca le han molestado. A mi parecen provocarme urticaria, excepto porque ahora soy yo la que está ansiando la intimidad.
Frunzo el ceño, esperando intimidarlo, pero él simplemente se ríe. Luce más joven cuando lo hace, como si pudiera dejar de lado todas las cosas malas que le han pasado y volver a ser simplemente un chico. Un chico que ha perdido todo lo que amó alguna vez en la vida excepto a mí.
De repente me siento muy triste y él lo coge al vuelo, pero no entiende el motivo.
—¡Hey!— dice rodeándome con sus brazos—. Ya sabes que te estoy tomando el pelo ¿verdad?— él deja un reguero de besos en mi mejilla, desciende hasta la línea del mentón y luego asciende hasta mi boca. Son besos destinados a consolar y el hecho de que su estado de ánimo se encuentre tan apagado en ese aspecto me disuade a mí también.
Agito la cabeza.
—Estoy bien— murmuro sin convicción.
—Katniss— dice él repentinamente serio— Te quiero. Lo sabes ¿verdad?
Asiento con la cabeza e intento ignorar la pequeña chispa de decepción que se enciende en sus ojos.
—Te veré en casa— digo besando la comisura de su boca.
Él es mucho mejor para fingir de lo que soy yo, por eso sonríe y finge que no ha pasado nada.
—No llegaré tarde— me promete.
Mi incapacidad para compartir mis sentimientos ha sido parte del problema. No es que lo culpe. Estoy segura de que él en este momento cree que lo único que quiero de él es aprovecharme de su cuerpo para olvidarme de Gale, de mamá y de Prim, y lo sé no porque la edad me haya vuelto perceptiva, sino porque me lo ha dicho en una de nuestras discusiones épicas. Peeta cree que quiero sumergirme en las cosas que puede hacerme sentir a nivel físico para entonces cerrarme a la realidad de todo lo que he perdido.
Pienso en ello mientras camino a casa, con la mirada clavada en el suelo.
No es que no sienta nada por él, pues cada vez que deja una habitación me encuentro a mí misma buscándolo ansiosamente y las noches, cuando él me abraza y me pega a su cuerpo para contarme como ha sido su día son, sin duda, el mejor momento del día. Sin embargo no he conseguido poner esas dos palabras juntas cuando hablo con él.
Intento demostrárselo. Memorizando la manera en que le gusta hacer las cosas, tratando de ser espontánea en mis muestras de cariño, como cuando lo beso o lo abrazo simplemente porque es lo que deseo hacer en ese momento.
Ya no hay cámaras a nuestro alrededor, excepto una vez al año cuando deciden recordarnos el aniversario de la caída de Snow. Lo cual es una tortura porque coincide con la muerte de mi hermana.
Cada señal de afecto surge exclusivamente de mí, pero supongo que él necesita que diga las palabras.
El entendimiento se abre paso en mi cabeza lentamente. ¿Y si él necesita mis palabras del mismo modo en que yo necesito su cuerpo? Supongo que si el realmente lo necesita, yo podría encontrar la manera de decírselo. De forzar las palabras hacia afuera para hacerlo feliz.
El problema está en conseguir lo que yo quiero.
Empujo la puerta de nuestra casa, en la Aldea de los Vencedores. Nunca le paso llave, pues estoy bastante segura de que hay pocas personas interesadas en meterse conmigo. Dejo el saco de arpillera, ahora vacío, en la entrada y subo los escalones hacia la habitación que compartimos. Me meto en el baño y contemplo mi rostro en silencio.
He conseguido ganar algo de peso en los últimos años. Mis mejillas están menos afiladas y el cabello está brillante, producto de los esfuerzos de Peeta para que me alimente bien en cada tiempo de comida.
Levanto mi camiseta y estudio mi torso. Ya no hay costillas sobresaliendo bajo la piel y los injertos que han tenido que hacerme son casi invisibles, aunque puedes ver marcas de un rosa pálido aquí y allá.
No soy excesivamente bonita pero tampoco creo que él pueda sentir repulsión ni nada parecido.
Me detengo en ese pensamiento. Peeta no es así y nunca lo ha sido. No me rechazó ni siquiera cuando llegó al distrito por primera vez desde la guerra, cuando yo había alcanzado un nuevo nivel en mi abandono personal, con el cabello apelmazado por la suciedad y las heridas mal cuidadas.
Esto es algo que va más allá de mi cuerpo. Es sobre mi capacidad para convencerlo sobre por qué debemos estar juntos de esa manera.
Cuando caigo en cuenta de ello, el alivio y el horror parecen competir en mi cuerpo por hacerse con el primer lugar en mis emociones. Por una parte, es bueno saber, finalmente, que es lo que está pasando. Sin embargo hay un problema enorme: no tengo ni idea de cómo ser sexy.
Me acomodo lentamente la camiseta, bajo la tapa del sanitario y me siento en él.
"De acuerdo, que no cunda el pánico. Tiene que haber algo que pueda hacer."
Intento pensar en mis referentes de mujeres atractivas. Chicas como Glimmer y Cashmere, que parecían usar su sexualidad como un arma más. Recuerdo entonces los tonteos de Finnick y Johanna en los preparativos antes del Vasallaje y como Peeta decía que todos se burlaban de mí por ser demasiado inocente.
El problema es que no tengo a nadie para hablar de ello. Mi madre no es una opción, dudo mucho que pueda reunir el valor para preguntarle a Hazelle, la otra mujer casada que conozco, al respecto y creo que preferiría volver a los Juegos antes que externarle esto a Haymitch.
Sin embargo hay alguien más, alguien que estuvo casada hace poco y cuya mente se encuentra lo suficientemente perdida como para no intentar juzgarme.
Bajo las escaleras mientras la idea termina de tomar forma en mi cabeza.
Una llamada. Es todo lo que necesito para preguntarle a Annie si tiene algún consejo que pueda ayudarme. El teléfono está cerca de la entrada, cubierto con una fina pátina de polvo porque casi nunca se usa. Reviso la lista de números que Effie ha pegado en la pared, tomo el pequeño aparato en mi mano y marco cuidadosamente el número de Annie, lo verifico dos veces antes de apretar el botón verde que se encarga de hacer la conexión.
Inhalo profundamente mientras escucho el aparato timbrar una, dos, tres veces.
En el momento en que escucho el estallido de estática al otro lado, suelto lo que tengo que decir, aterrorizada por la posibilidad de que me ganen los nervios y decida no decir nada:
—¡Necesito que me ayudes a seducir a Peeta!
Me doy cuenta de que he cometido un error en el momento en que no es la voz, baja y suave, de Annie la que me habla desde el otro lado. Primero viene la risa estridente, incluso puedo imaginarla echando la cabeza hacia atrás. Entonces dice:
—¡Pensé que nunca ibas a pedírmelo, descerebrada!
Es Johanna.
o-o-o-o-o
Creo que los veinte minutos que dura la llamada consiguen meterse, con facilidad, en la lista de los cinco momentos más humillantes de mi vida.
Sin embargo debo reconocer que Johanna parece lo suficientemente experimentada como para resultar útil en el tema. Así que aquí estoy, en la tienda ridículamente grande que un grupo de refugiados del Ocho han montado en nuestro distrito, moviendo ganchos con piezas de encaje que parecen volverse más y más pequeñas conforme voy avanzando en las perchas.
—Ese es muy bonito, pero no parece realmente tu estilo.
La voz me sobresalta y dejo caer la pieza, una mezcla de seda y encaje de color rojo oscuro. Mi rostro se tiñe inmediatamente del mismo color que la prenda mientras me agacho para juntarla al mismo tiempo en que lo hace la mujer que acaba de hablarme.
Es una chica, no mucho mayor que yo. Tiene el cabello recogido en una coleta de rizos de un rubio muy oscuro y cálidos ojos de color marrón.
—¿Necesitas ayuda?— pregunta alegremente mientras toma la prenda de mis manos y la devuelve a su lugar— Soy Lacey— dice extendiendo una mano a la que yo me quedo mirando antes de llegar a estrecharla.
—Katniss.
—¡Se quién eres!— chilla emocionada— Katniss Everdeen. Creo que esta tienda nunca había tenido a alguien tan famoso adentro.
Tiene una forma de ser tan entusiasta que no puedo evitar pensar en Delly Cartwright.
—Entonces, ¿estás buscando ropa interior o…?
—Solo estaba viendo— digo apartándome del grupo de perchas.
—Todo lo que hay aquí lo hacemos en el taller, justo allá atrás— dice apuntando con el pulgar hacia atrás, luciendo orgullosa.
—Es ropa muy bonita— digo viendo hacia todas partes menos a su cara.
—¿Es la primera vez que compras lencería?— pregunta sin malicia.
—Uh…
—No hay nada de qué avergonzarse. Especialmente para alguien que ha usado ropa tan bonita como tú. Está bien querer lucir bien para alguien en la intimidad.
No creo que lo haga a propósito, pero su declaración hace que me atragante con mi propia saliva. Lacey no parece percatarse de mi ataque de tos, sino que sigue parloteando alegremente:
—Asumo que es al señor Mellark a quien intentamos complacer.
Abro mucho los ojos.
—¿O es para otra persona?— dice ligeramente sorprendida.
—¿Qué? No, yo no…
—Bien— dice aplaudiendo— ¿Será su primera vez?
¿De verdad acaba de preguntarme eso?
—Oh… lo siento. ¡Soy una tonta! ¡Había olvidado que habías estado esperando un…! — sus mejillas se sonrojan y yo llevo mi mano automáticamente a mi estómago. Un vientre que nunca ha albergado la vida de un niño. Fue la mentira que Peeta inventó para intentar salvarme del Vasallaje, pero la gente no sabe eso.
—No… yo solo buscaba… yo solo…
—¿Algo para avivar la llama? —pregunta con una sonrisa. Entonces toma mi mano y me arrastra a través de la tienda.
—En ese caso te recomiendo estos— dice señalando más prendas casi transparentes de diferentes colores— ¿Tenemos algún color de preferencia?
Estoy a punto de decirle que el verde, cuando entiendo que probablemente está preguntando por Peeta.
—El naranja— digo utilizando un tono tan bajo que me sorprende que me escuche.
—¿Cómo este?— pregunta sacando una prenda de un naranja chillón que me hace pensar en Effie Trinket.
Muevo vigorosamente la cabeza hacia los lados.
—Algo más apagado, como una puesta de sol.
Su rostro se ilumina ante mi declaración y chasquea los dedos en aprobación.
—Creo que tengo justo lo que necesitas.
o-o-o-o-o
El sol ya se ha ocultado cuando escucho la puerta de la entrada abriéndose. Me concentro en respirar lentamente para controlarme.
—Siento la tardanza— escucho decir a Peeta. Espío a través de la rendija de la puerta y lo veo fruncir el ceño cuando entra a la salita y encuentra la chimenea encendida.— ¿Katniss?— pregunta él alzando la voz, confundido porque no salga a su encuentro— ¿Por qué has encendido la chimenea? ¿Te encuentras mal? ¿Tienes frío?— pregunta mientras se asoma por la escalera, esperando encontrarme arriba.
Empujo la puerta y salgo a su encuentro, temblando como una hoja en el otoño.
—Ahí estás, estaba preocu…— me doy cuenta del momento exacto en que toma nota de mi inusual atuendo por la forma en que sus palabras se cortan.
Atrapo el encaje que cuelga alrededor de mis muslos con el puño. En definitiva esta es una idea malísima, terrible, pésima… levanto lentamente la cabeza, esperando encontrarlo riéndose de mí y de mis pobres intentos de seducción. Pero no lo hace.
Él abre y cierra la boca, como un pez fuera del agua. La cálida luz amarilla de la chimenea baña la estancia, tiñendo todo a su paso, transformando los colores. Los ojos de Peeta están muy abiertos y sus pupilas parecen haberse tragado sus irises, pues bajo la luz de las llamas que chisporrotean ocasionalmente, sus ojos son negros, como los de un tiburón. He dejado de ser la cazadora para convertirme en la presa.
La mirada de Peeta se desliza a través de mi cuerpo, iniciando en mis pies descalzos y subiendo, con pasmosa lentitud, a lo largo de mis piernas, tomando nota del atuendo que Lacey ha escogido para mí.
No difiere demasiado de los finos camisones que Cinna me envió en el cálido verano después de que ganara mis Juegos. Tiene delgados tirantes de seda trenzada de color naranja brillante y el color empieza a degradarse de ahí hacia abajo, hasta convertirse en un suave amarillo. Justo como una puesta de sol.
El sujetador es de una tela suave que realiza el milagro de realzar mis escasas curvas y tiene un bonito encaje que me rodea todo el torso y desciende hasta la mitad de los muslos, es casi transparente, de manera que estoy segura de que él puede ver la curva de mi cintura y mi ombligo, justo por encima de la banda elástica de las bragas, las cuales no son tan diminutas como las que estuve viendo al principio en la tienda, lo cual me ayuda a no sentirme desnuda.
Llevo el cabello suelto, con las ondas resultantes de la trenza deshecha cayendo sobre mis hombros y espalda. He pasado media hora viéndome en el espejo, tratando de decidir si todo en conjunto llegará a gustarle, pero creo que de ninguna manera podría haber anticipado una reacción como esta.
Me devano los sesos intentando recordar lo que me ha dicho Johanna, además de toda la preparación previa como la ropa y el fuego.
"Finge que no está pasando nada extraordinario"
—Hola— empiezo diciendo humedeciéndome los labios, pues la boca se me ha quedado repentinamente seca— No estaba segura de si ibas a llegar a cenar.
Mi voz parece sacarlo de su trance. Lo veo parpadear lentamente y luego frotarse la cabeza, despeinándose.
—Hmmm…— es todo lo que dice. ¡Vaya! Peeta Mellark sin palabras. ¡Eso definitivamente es nuevo!
—¿Tienes hambre?— pregunto dándome la vuelta lentamente para que aprecie la parte trasera del conjunto, con un pajarito con las alas extendidas bordado en el espacio entre mis omoplatos. No es un sinsajo, sino una golondrina, pero supongo que Peeta aprecia el detalle porque escucho como el aire entra sibilante entre sus dientes apretados.
—Sí— dice él al cabo de un momento y su voz suena curiosamente ronca.
De espaldas a él, me permito sonreír.
—Bien— le digo— Sae se ha pasado por aquí y ha cocinado un estofado de cordero— agrego caminando lentamente hacia la cocina. Siento sus ojos sobre mi cuerpo, su mirada dejando cálidos rastros sobre mi piel, como alas de mariposa rozándome con suavidad.
Escucho sus zapatos sobre el piso de linóleo, siguiéndome hacia la cocina y debo morderme el labio para no echarme a reír a causa de los nervios. Me estiro, en una pose estudiada, para alcanzar los platos blancos del aparador. Sus brazos rodean los míos desde atrás y él toma los platos, sin necesidad de estirarse. Los deja sobre la mesa y luego se gira y pone sus manos en mi cintura. Sus dedos recorren mis costillas, sintiendo la suave tela del camisón.
—Has hecho una elección de vestuario bastante interesante esta noche.
—¿Te gusta?— pregunto agachándome para salir por debajo de su brazo, apartándome de él para terminar de poner la mesa—. Lo compré hoy.
—Sospechaba que era nuevo— dice él tomando un puñado de servilletas y colocándolas sobre la mesa. Su voz está apenas controlada. Suena casi peligroso.
—Hummm… —digo mientras me giro para encender la hornilla, calentando el contenido de la olla.
Siento la mirada de Peeta sobre mi cuerpo. Un momento más tarde él rodea la mesa y gira el dial para volver a apagar la cocina. Mi cuerpo tiembla de expectación.
—Podemos comer más tarde— dice en mi oído antes de empezar a besarme.
Una oleada de placer, puro y sin adulterar, me recorre el cuerpo, como una bomba de adrenalina. Repentinamente soy consciente de cada una de mis terminales nerviosas, especialmente aquellas que entran en contacto con los labios de Peeta.
Primero me besa en la boca, pero luego él desciende hacia mi barbilla y sigue la línea de mi mandíbula hacia arriba, rozando mis orejas y ascendiendo en paralelo al nacimiento de mi pelo. Un gemido escapa de mi garganta y él lo toma como una invitación. Su brazo se dobla bajo mis rodillas y de repente mis pies ya no están tocando el suelo. No podría importarme menos. Rodeo su cuello con mis brazos y echo la cabeza hacia atrás mientras él continúa besándome, saboreando la victoria.
Mi espalda se apoya en algo suave y la luz parpadeante de la chimenea me indica que Peeta nos ha traído hacia el sofá. Él mueve los cojines para que yo me acomode y luego alinea su cuerpo con el mío, tendiéndose encima sin dejar de besarme. Sonrío contra su boca, segura de que lo he conseguido y entonces decido que no quiero ser un ente pasivo en esta ecuación.
Sujeto su rostro con mis manos, apartándolo levemente de mi cuerpo. Bajo la luz del fuego, veo sus ojos azules abrirse con sorpresa, solo por uno momento, antes de que sean mis labios los que empiezan a barrer la piel de su garganta.
Un sonido, mitad gruñido, mitad jadeo, sale de su interior.
Coloco mis manos planas sobre su pecho y empujo. Es mucho más fuerte y pesado que yo, pero atiende a mis deseos sin chistar, levantándose sobre sus rodillas, permitiendo que ambos estemos frente a frente sobre el sofá de la sala.
—Katniss— dice él y mi nombre en sus labios se convierte en una súplica.
Su cercanía se siente tan bien, tan correcta. Mi mente se sume en un abismo en donde puedo respirar profundamente por primera vez en años, porque en medio del frenesí soy capaz de olvidarme de todo. De mis padres, de Gale, de la guerra, de los Juegos, de Prim… Me recuerda la suave calma de la morflina.
Mis dedos se acercan temblorosos hacia el cuello de su camisa al tiempo que mis labios empiezan a dejar besos en cualquier parte de su anatomía que consigo alcanzar. Mis manos descienden por su cuello, rozando su clavícula y encuentro, al fin, el primer botón.
Entonces sus manos se aferran a mis muñecas, con delicadeza pero decisión y me apartan de su cuerpo.
Suelto un chillido de protesta y alzo los ojos sorprendida. Él está respirando con torpeza pero parece bastante más centrado que hace tan solo unos segundos.
—Creo que deberíamos parar ahora.
La frustración se alza en mi interior, con un chasquido enfadado y me encuentro a mí misma más molesta de lo que he estado en mucho tiempo.
—¿Qué? ¡No!
—Katniss…
—No quiero parar— digo retorciendo mis muñecas para liberarme y aferrándome a su cuello. Su cabello, demasiado largo, hace cosquillas en las palmas de mis manos.
—No hasta que estés bien— dice él obstinadamente y yo echo la cabeza hacia atrás, frustrada y aterrorizada por sufrir combustión espontánea en cualquier momento.
Las lágrimas inundan mis ojos y bajan por mi cara, completamente traidoras.
—¿Katniss?— dice él con aprehensión mientras lleva sus manos a mi cara. Sus dedos se mojan con mis lágrimas— No llores por favor. Te juro que no lo hago para mortificarte… Yo solo…
Pero es demasiado. Es demasiado que tomar.
—¡No voy a estar bien!— suelto en un chillido— Nunca voy a estar completamente bien, Peeta. Puede que todo lo demás se arregle en algún momento. Tal vez mamá decida que ha sanado lo suficiente para volver a casa o quizá yo consiga dejar de pensar que fueron las bombas de Gale y lo perdone. Pero ¿y Prim? ¡Prim no va a regresar!
Mis sollozos se intercalan con hipidos e imagino que mi rostro, rojo y contorsionado por el llanto, debe ser un gran contraste con el atuendo que he elegido para la ocasión.
Peeta me deja llorar, limpia las lágrimas con sus dedos y, cuando finalmente lo he sacado de mi sistema, me acerca a su pecho y me acuna como si yo fuera un bebé, hasta que los sollozos dejan de sacudir mi cuerpo.
—No me refería a eso— dice cuando los débiles saltos que da mi cuerpo a causa del llanto empiezan a espaciarse lo suficiente como para que él crea que es una buena idea hablarme— Sé que nunca vas a olvidar lo que pasó. Sé que nunca vas a dejar de sentir dolor por lo de Prim. Era tu hermana y la amabas. Yo también la quería…— dice él y yo le creo, porque si alguien era capaz de ganarse tu cariño con facilidad, esa era ella—. Lo que quiero decir, Katniss, es que no quiero ser algo del momento para ti.
¿Algo del momento?
—Explícate— le ordeno.
—Ya una vez confundí lo que sentías por mí, Katniss— replica él con obediencia— Tomé lo que me dabas y en mi cabeza lo convertí en lo que yo quería que tu sintieras. Y el darme cuenta de cómo eran las cosas, que tú no sentías lo mismo, casi me destroza— dice él con tanta tristeza que debo recordarme a mí misma que eso era entonces, cuando el contexto hacía tanto ruido en mi cabeza que era incapaz de sacar en claro que era lo que sentía por el Chico del Pan— no quiero… no puedo… volver a sentirme así nunca más, Katniss.
Mis dedos rozan su mentón.
—Tú sabes— empiezo a decir—. Tú sabes lo que significas para mí. ¿Cierto?
—¿Lo sé?— dice él y el hecho de que siquiera lo dude me sienta como una patada.—Sé que soy quien queda, Katniss— dice él lentamente— ¿Cómo puedo saber que no te estás conformando conmigo?— dice mientras me empuja con suavidad para que quede sentada en el sillón, luego toma la manta que hay sobre el respaldar y me la echa encima y se separa un poco más, pegando su espalda al reposabrazos en el otro extremo. Cuando lo veo con las cejas enarcadas, él me da una sonrisa de disculpa— No puedo pensar con claridad cuando estás vestida así— explica él.
Extiendo la manta para tapar mi cuerpo semidesnudo, consciente de que llevo mucha piel al descubierto.
—Sabes que te amo— dice él— Pero también debo pensar en mí. Si quieres que seamos amigos, lo seremos…
—No quiero ser tu amiga— digo agitando la cabeza y me apresuro a rectificar cuando veo sus labios temblar— Es decir, no quiero ser solo tu amiga.
—Menos mal— dice curvando sus labios en una sonrisa— porque creo que eso podría matarme.
—Estás siendo cruel— le acuso yo mientras atraigo las rodillas hacia mi pecho.
Él estira un brazo y me acomoda el cabello detrás de la oreja.
—¿Por qué?
—Sabes que no soy igual a ti.
—Estoy consciente de ello— dice con una risita— sería francamente extraño que tú también fueras un chico. No juzgo a nadie, pero a mi no me van esas cosas.
Ruedo los ojos.
—Sabes que no me refería a eso.
—¿A qué te referías entonces?
Aparto la mirada de su rostro y la clavo en mis rodillas, pues resulta más sencillo hablar cuando no estoy viendo sus ojos azules.
—No es fácil para mí el decir lo que… Sabes que yo no soy la de las palabras. Soy el tipo de persona que se lanza de cabeza hacia las cosas, pero nunca he podido…
No tiene caso, inclusive ahora, mientras intento explicarle mi incapacidad para poner en palabras lo que siento, parezco una idiota, con mi lengua atorándose cada dos segundos, sin poder hilar dos ideas juntas. Suelto un bufido y hundo mi rostro en la manta, apoyando la frente sobre mis rodillas flexionadas.
Siento los dedos de Peeta moviendo mi cabello, apartándolo hacia atrás, tratando de convencerme de salir y enfrentarlo.
—Katniss— dice él junto a mi oído y su aliento envía cosquillas a través de mi piel— Katniss, tú me amas ¿real o no real?
Mi cabeza se levanta de golpe y me encuentro con los ojos azules de Peeta a una distancia tan corta que nuestros alientos se mezclan.
¿Podría ser? ¿Podría ser tan sencillo?
Así es Peeta, siempre dispuesto a darme lo que yo desee. Los segundos pasan, uno a uno. Él no desvía la mirada y yo tampoco lo hago.
Lo pienso por un momento, porque él no me está preguntando si lo quiero, sentimiento que yo ya había aceptado por completo. Me está preguntando si lo amo y las implicaciones son completamente distintas.
Cuando el mueve el pulgar para rozar mi mejilla es que me doy cuenta, al fin, que lo que necesito para sobrevivir no es el fuego de Gale, encendido por la rabia y el odio. Tengo bastante fuego en mi misma. Lo que necesito es el diente de león en la primavera. El amarillo brillante que significa renacer en vez de destrucción. La promesa de que la vida puede continuar, sin importar lo malo de nuestras pérdidas. Que puede ser buena de nuevo. Y solo Peeta puede darme eso.
Así que cuando el silencio se torna demasiado largo, yo sujeto su mano y atraigo su rostro hacia el mío. Nuestros labios se tocan, gracias a lo cerca que estamos, cuando yo le digo:
—Real.
o-o-o-o-o
Pasa una estación y luego otra más.
Empiezo a hablar con mamá de una manera un poco más estable. Ambas nos permitimos llorar por nuestro patito.
El dolor de haber perdido a Prim nunca se irá por completo y posiblemente nadie llene nunca el vacío que Gale ha dejado en mi vida, sin embargo decido que no puedo odiar a Gale más de lo que probablemente ya se odia a sí mismo y dejo ir el resentimiento que me carcome desde adentro. Pongo la foto de Prim sobre la chimenea, junto a un jarrón lleno de prímulas que me he encargado de secar entre las páginas de un libro y me permito seguir adelante.
Finalmente, un fresco día de otoño, me doy cuenta de que, al fin, he sanado lo suficiente para poder entregarme a Peeta en cada forma posible.
La noche en que nos unimos hasta convertirnos en uno solo no hay poses, ni disfraces. Solo él, mi diente de león en primavera, y yo.
Nuestra primera vez juntos no es un incendio abrasador, ni un estallido de fuegos artificiales.
Es mucho más que eso.
Algo que se extiende lento e inexorable a través de mí, derribando las bases de mi propio ser y construyéndolas de nuevo, atadas a él.
Cuando me dejo caer sobre la cama, abrazada a su cuerpo, las palabras salen a través de mi boca, sin dudas, sin titubeos. La constatación de un hecho irrefutable:
—Te amo.
Hola! Esta es la primera de tres partes. Publicaré una por día a partir de hoy. Así que… hasta mañana.
Advertencia, la historia quedó laaaarga, pero tengo la esperanza de que te guste.
Los reviews son bueno para la piel, disminuyen el acné y son un exfoliante natural.
Un abrazo, E.
