Inaccrochable
Disclaimer: Haikyuu! pertenece a Furadate Haruichi
Weise
Preámbulo
Miss Stein se sentó en la cama que era un somier en el suelo y quiso ver los cuentos que tenía escritos y le gustaron salvo uno que se titulaba Allá en el Michigan.
—Es bueno —dijo—, eso no se discute. Pero es inaccrochable, no se puede colgar. Quiero decir que es como un pintor que pinta un cuadro y luego cuando hace una exposición no puede colgarlo en público y nadie se lo va a comprar porque tampoco pueden colgarlo en una habitación.
—¿Pero no piensa usted que tal vez no sea indecente, que uno pretende solo emplear las palabras que los personajes emplearían en la realidad? ¿Que hacen falta esas palabras que el cuento suene a verdadero, y no hay más remedio que emplearlas? Son necesarias.
—Es que no se trata de eso —dijo ella—. Uno no debe escribir nada que sea inaccrochable. No se saca nada con hacer eso. Es una acción mala y tonta.
Paris era una fiesta
ERNEST HEMINGWAY [1]
I.
«Ábrelo cuando me lo pidas. —Akaashi K.»
Tsukishima se dedicó a examinar por unos segundos la caligrafía del mensaje. El día anterior le llegó un paquete por correspondencia, con una nota adosada al papel de estrazas. En su momento no entendió la nota, ni tenía tiempo para entenderla: estaba en temporada de exámenes parciales, y Tsukishima aún debía estudiar geografía. Con sus dedos repasando los bordes del paquete, decidió que lo mejor sería guardarlo en el primer cajón de su escritorio, y prestarle la debida atención cuando tuviese algo más de tiempo. Descolgó la nota, la metió entre sus folios, y el resto de la noche se la dedicó a leer sus apuntes junto a un vaso de té helado.
Más o menos, así fue.
En algún momento, cuando estaba a punto de bajar a la cocina a por más refresco, recibió una llamada de Yamaguchi. Tenía una duda sobre las ecuaciones de segundo grado. Tsukishima escuchó mientras rellenaba su vaso con más té helado, y Yamaguchi terminó resolviendo él mismo sus dudas. Ese era el método de estudio entre ambos. Tsukishima siguió con geografía hasta que pensó que tenía la situación bajo control. Se fue a la cama antes de medianoche.
Al terminar el primer examen —literatura japonesa moderna—, y sacar los apuntes para comprobar una respuesta de la que se sentía dudoso, recordó la nota de Akaashi y volvió a leerla.
—Ábrelo cuando me lo pidas —susurró para sí, repasando los caracteres con la yema de sus dedos.
Akaashi se refería al envío. Tsukishima debía abrir el paquete cuando él mismo se lo pidiese a Akaashi. Una pequeña arruga apareció sobre su ceja. Akaashi no le parecía el tipo de persona que iba haciendo acertijos por la vida. Y aunque lo fuese, ellos no tenían una amistad propiamente tal como para tomarse la libertad de hacer esa clase de cosas. Llegó a la conclusión que debía tratarse de una broma estúpida —por no decir patética, o pesada—, de Kuroo o Bokuto. Quizá de ambos. Qué desgracia.
Dejó la reflexión hasta allí. El profesor Takeda, con su peinado desordenado y las mangas de su camisa arrugadas, no reparó en lo desilusionador que resulta dar a conocer el título de la próxima novela a leer, justo después de una evaluación de literatura. Un chiflado en su materia. Tomó una tiza entre sus dedos y dijo mientras rallaba sobre el pizarrón:
—He insistido en biblioteca que deberían existir más ejemplares de esta obra, pero aún no autorizan la orden de compra. De todas maneras, aunque pueda resultar un poco caro, es un excelente libro a tener y se encuentra disponible en casi todas las librerías.
A diferencia de la caligrafía de Akaashi que era pequeña y apretada, la letra del profesor Takeda no daba posibilidad a dobles lecturas. Y eso no era todo. Se rescataba cierta ligereza mezclada con destreza en el modo en que Takeda dibujaba cada línea; sin perder el pulso, sin flaquear la precisión, delineaba cada trazo en el orden y sentido correcto. Tsukishima era capaz de reconocer cierta belleza en el modo en que Takeda escribía. Se preguntó si el profesor habría participado en algún club de caligrafía en su juventud. Por un momento, le dio la impresión que Takeda escribía más por placer que por necesidad. No se refería a escribir en el sentido literario de quitarse las ideas de la cabeza para transmitir una idea; se refería al hecho de escribir por escribir, por el gusto de mover el estilógrafo de un lado a otro y admirar los ideogramas una vez finalizado.
Tsukishima observó otra vez la nota de Akaashi y comparó la caligrafía con los apuntes en su cuaderno de espiras. Algo le causó picazón en la garganta. Tsukishima también tenía una letra pequeña y apretada, quizá mucho más pequeña y apretada. Tsukishima escribía por necesidad, y su letra era horrible.
Yamaguchi, sentado a su lado, se permitió comentar los pensamientos de Tsukishima.
—Quizá si Asakawa-sensei no hubiese tomado el taller de caligrafía, Takeda-sensei habría sido su titular. Aunque me cuesta imaginar Takeda-sensei en un club distinto al de vóley, ¿tú no?
Tsukishima cerró su cuaderno de espiras. Yamaguchi a veces simplemente no podía callarse. Por mucha letra bonita, el profesor Takeda tenía un dejo excéntrico que no pasaba desapercibido tras su entusiasmo nervioso. Aquellas cualidades, imposibles de juzgar como positivas, le señalaban solo una opción lógica a Tsukishima: no iba a gastar dinero un libro que Takeda recomendaba.
—Vamos a biblioteca antes de la práctica —dijo a Yamaguchi—, no quiero comprar ese libro.
En dos semanas comenzaban las vacaciones de verano y Tsukishima confiaba en su velocidad de lectura para terminar el libro y escribir su ensayo correspondiente antes que comenzara el entrenamiento tiránico. Tiránico era la palabra. Ennoshita ya no era de su simpatía.
Tsukishima cambió los apuntes de literatura por los de matemática y los ojeó rápido, solo para cerciorarse que había estudiado todo. Lo había estudiado todo. Dejó la nota de Akaashi sobre dibujos de gráficos y trató de entenderlo una vez más.
Ignorando lo evidente, Akaashi no tenía manera de conocer su dirección. Akaashi como persona no le desagradaba, lo que viniendo de Tsukishima era un gran halago. Sin embargo, aunque habían mantenido algunas conversaciones sobre esto y aquello, la amistad no daba para más, y no intercambiaron números de teléfonos cuando acabó el verano, hace ya casi un año. Quizá por ese hecho es que Tsukishima podía decir que Akaashi sí le agradaba después de todo: no era una persona necesitada de contacto. A su personalidad le venía muy bien gente así.
Bokuto y Kuroo eran otro asunto. Ellos por iniciativa propia, usurparon el móvil de Tsukishima cuando estaba cumpliendo penalizaciones, y dejaron registrada sus informaciones de contacto. Desde entonces, la información aleatoria que recibe el smartphone de Tsukishima es ridícula. Por fortuna, les iba por temporadas. Todo dependía de lo que pasaban por la televisión, el resultado de sus exámenes, y de los campeonatos universitarios de vóley.
Bokuto y Kuroo quizá podrían haber descubierto su dirección porque la red de contacto de ambos era inmensa. Quizá por medio de Sawamura, o Hinata. De seguro fue a través de Hinata; la red de contactos de Hinata era cada día más amplia. A través de Bokuto, Kuroo, o Hinata, se podía dar con cualquier persona de Japón.
Pero el descanso terminaba, comenzaba el examen de matemáticas, y Tsukishima no se permitió pensar más en la nota. Y al no permitírselo, lo olvidó. Por fortuna, el examen de matemáticas no le fue complicado, y se dio el lujo de revisar dos veces sus resultados. Entregó el suyo al final, cuando Yamaguchi también se levantaba para entregar su folio. A juzgar por su rostro, a Yamaguchi tampoco le fue mal.
—Te demoraste en terminar, Tsukishima-kun.
La delegada de la clase interceptó a Tsukishima. Quería intercambiar opiniones sobre el examen.
—No puedo ahora —intentó zafarse.
—¿Cómo graficaste la segunda pregunta?
—Cóncava hacia abajo.
¿Dónde estaba Yamaguchi?
—Eso hice yo también, pero Takizawa-kun dice…
Blablablá. Yamaguchi se deslizó discretamente del lado de Tsukishima y estaba con Yachi-san, conversando. Se encaminaba hacia el gimnasio, el muy traidor.
—¿Takizawa? Takizawa no sabe nada —dijo Tsukishima.
La delegada quiso seguir comparando impresiones, Yamaguchi y Yachi-san esperaban en el recodo, la biblioteca estaba hacia el otro lado.
—La pregunta bonus estaba tramposa, ¿te diste cuenta?
Tsukihima también la había encontrado tramposa, pero se guardó el comentario.
—Luego me di cuenta que había que pasar los minutos a segundo, y así concordaban las unidades.
Yamaguchi y Yachi-san desaparecían escaleras abajo, la delegada quería comentar todo el maldito examen, y el reloj de Tsukishima seguía avanzando. No iba a volver a cometer el error de llegar tarde a una práctica regida por sargento Ennoshita.
—¡Yamaguchi! —gritó; luego se volvió a la delegada—. Tengo entrenamiento, disculpa.
Yamaguchi y Yacchi-san volvieron a aparecer en el pasillo. Yamaguchi tuvo el descaro de preguntarle qué pasaba que gritaba.
—La biblioteca ¿no te acuerdas?
Iba a ser que no. Yamaguchi siguió en su rol de descarado del año y opinó que la delegada era bien parecida, y que sacaba tan buenas notas como las de Tsukki. Yachi-san se volvió roja y no comentó nada. A Tsukishima no le gustaban ese tipo de indirectas.
—¿Por qué siempre haces eso?
—¿Hacer qué?
—Eso. Apartarte cada vez que la delegada me aborda.
—Es una chica inteligente.
—Ya lo sé.
—Y es evidente que le agradas.
Tsukishima no se molestó en mirar a Yamaguchi. Con los años, Yamaguchi cada vez se acobardaba menos y eso le picaba.
—Te juntas mucho con Kageyama y Hinata —resolvió—. Tu cerebro se está fundiendo. —Se subió los cascos y continuó su camino hasta el vestuario a pasos largos.
Tsukishima no era idiota. Yamaguchi, por algún motivo, intentaba conseguirle novia.
Así transcurrieron tres entre entrenamientos, exámenes, evadir a la delegada, y repasar los apuntes del trimestre. La nota de Akaashi quedó guardada en el primer cajón de su escritorio, junto al paquete de papel de estrazas; su vaso fue rellenado con té helado muchas veces; y Yamaguchi seguía sonriéndole como todos los días.
El último examen, era el de educación física. Flexiones, abdominales, barras, salto, y correr, más o menos. Yamaguchi guardó su uniforme en el bolso deportivo y se apoyó en las taquillas. Tsukishima comenzó a jugar con sus dedos.
¿Qué podía decir de Yamaguchi? A diferencia de él, o de Akaashi, Yamaguchi tenía una letra grande. Quizá demasiado grande, lo que otorgaba a sus apuntes un aspecto desordenado. Acostumbraba a tachar en lugar de borrar, y sus folios a ratos eran un gran manchón de tinta, especialmente aquellos días en que andaba distraído. Akiteru definió los cuadernos de Yamaguchi como «nubarrones de lluvia». Por primera vez en la vida, Akiteru dio en el clavo.
Si había una correspondencia entre la caligrafía y la personalidad, Tsukishima lo ignoraba. Alguna vez leyó al respecto, pero prefería no saberlo. A Tsukishima solo le gustaba observar las letras de otros y compararla con la suya, como un pasatiempo absurdo que no importaba a nadie. O casi nadie. Ya se había dado cuenta que Yamaguchi se había dado cuenta.
—Yamaguchi —llamó Tsukishima—, quizá este no seas el momento apropiado para decirlo, pero…
—¿Tsukki?
Tsukishima cambió las gafas ópticas por las deportivas. Las comisuras de sus labios temblaron.
—Pero no es necesario que insistas —soltó sin suavizar el tono de su voz y le dio la espalda.
Para Yamaguchi, se trató de un mensaje claro. ¿Que qué podía decir de Yamaguchi? Tsukishima podría decir muchas cosas, partiendo por la letra. Y aunque pudiese decir muchas cosas, lo más importante, era todo aquello que no era capaz de decir pero de lo que ambos tenían consciencia. Tsukishima cerró su taquilla y se marchó al gimnasio sin cerciorarse si las mejillas de Yamaguchi se habían coloreado o no. Tampoco importaba, sabía que estaban encendidas.
Y así empezó el examen de gimnasia.
El profesor le tenía manía a Tsukishima porque apenas se esforzaba en clases y, para ser un titular del equipo de vóley, a juicio personal y fascista, al profesor le parecía inaceptable el pobre desempeño de Tsukishima, en su sentido más dramático. Tsukishima le diría al viejo de mierda que no había mucha diferencia entre el «no puedo» y el «no quiero» y que de verdad le era imposible subir y bajar en la barra. Pero como no iba a decir tal cosa, que quería y podía pero no debía, se arremangó las mangas hasta los hombros y fue el único que no tuvo que saltar para aferrarse a la barra. Le bastó con pararse en puntas. Cálculos de Yamaguchi, ocho milímetros más para llegar al metro noventa.
—¿Cuántas? —preguntó.
—Treinta flexiones.
—¿Treinta? —su record personal eran quince.
—Para ti cuarenta —bromeó el profesor.
Educación física siempre arrastraba su promedio. Estaba rendido. Flexionó las rodillas para evitar tocar el suelo, y comenzó.
Subir y bajar, subir y bajar, no había más ciencia que eso. Subir, y bajar. Recordó a Hinata y Kageyama. Seguro que hacían las treinta zumbando. Subir y bajar. Seguro que se hacían cien en un minuto. Subir y bajar. ¿Y los brazos de Bokuto? Él debía pasarse las tardes acondicionando su físico. Pero ahora importaba subir y bajar, no Bokuto. Subir y bajar, tampoco Kuroo. Subir… Incluso Yamaguchi llegaba a las treinta. Bajar, subir, bajar, subir. ¿Por qué? ¿Desde cuándo Yamaguchi era una persona fuerte? Bajar, subir, bajar… subir.
—Vamos, vamos Tsukishima-kun —gritó el entrenador.
Tsukishima solo quería gritar que ya no podía más y rodar por el suelo.
—Quince flexiones, vamos chico. Dieciséis. Diecisiete.
Si estuviesen Kuroo y Bokuto, seguramente se estarían revolcando de la risa de las caras de limón que ponía.
—Dieciocho.
Estaba temblando entero. Se iba a descolgar.
—Una más, una más.
Podía sentir los ojos de Yamaguchi en alguna parte, apremiándole. Su voz en alguna parte, impulsándole. Pero no tenía mucho sentido. Tsukishima finalmente, estaba solo.
El último número que escuchó fue «veintiuno». Entonces cayó, y no tuvo idea quienes lo sostuvieron por la espalda. Lo arrastraron a un costado de la cancha, y dejaron su cuerpo debilucho sobre unas colchonetas. Lo único que subía y bajaba en esos momentos, era su pecho. Yamaguchi llegó al cabo con una toalla de manos y una botella de agua. Tsukishima cerró los ojos. Sintió como Yamaguchi deslizaba la goma de sus lentes deportivos hasta el cuello, y luego le limpiaba el sudor del rostro con la toalla.
—Te dije que lo harías bien.
—Se me van a salir los brazos.
Yamaguchi ayudó a Tsukishima a sentarse y le tendió el bote de agua. Les dieron quince minutos de descanso antes de iniciar el último test, 20 metros de shuttle run [2]. Quizá sí había algo peor que la barra después de todo. Tsukishima se ajustó las gafas.
Con huinchas, se delimita sobre la cancha una distancia de veinte metros y los alumnos, o víctimas en opinión de Tsukishima, esperan la señal de partida. Suena el primer silbato que da inicio al primer ciclo y las víctimas deben recorrer veinte metros hasta que suene el segundo silbato. Un medio giro para cambiar el sentido del trote, y vuelven a recorrer veinte metros hasta que oyen el siguiente silbato.
Es fácil de entender, la víctima se relaja, los intervalos entre señal y señal son holgados y a Tsukishima con sus piernas largas, le basta con caminar rápido. Entonces, el cuarto silbato da inicio a un medio ciclo, el intervalo entre los silbidos disminuye, y hay que aumentar velocidad. No mucho, es un trote tranquilo.
Cuatro silbatos anuncian el inicio del segundo ciclo, y el intervalo entre las señales vuelve a disminuir. El trote se torna firme, la frecuencia respiratoria aumenta imperceptiblemente, y las piernas comienzan a calentar.
Cuatro silbatos más, y luego cuatro más, y aquella es la señal para el tercer ciclo. El trote se asemeja a una carrera, la respiración se agita, y aparecen las primeras señales de sudor. La tortura recién empieza. Al quinto ciclo ya están corriendo y las costillas aprietan. Al sexto ciclo la respiración se descontrola. Sexto ciclo y medio. Los silbatos siguen sonando, y reverberan en la cabeza. Séptimo cicloComienza el jadeo. Las costillas apenas son capaces de contener los pulmones, y todavía faltan muchos silbatos más para el siguiente ciclo.
La calificación perfecta se logra completando diez ciclos.
Tsukishima jamás ha sobrepasado el quinto ciclo. Por lo normal, muere en el cuarto. Yamaguchi quien suele rendirse al octavo ciclo, le dice que es el día de los milagros.
—¿Por qué estás tan entusiasta hoy? —le pregunta. Yamaguchi se toma un mechón de cabello.
—No lo sé, amanecí feliz. Es el último día de exámenes. Es nuestro último examen. Y tú hiciste veintiún flexiones en la barra. A ver, muéstrame esos brazos.
Instintivamente, Tsukishima escondió sus brazos tras la espalda.
—¿Cuántos hiciste tú?
—Llegué a los cuarenta.
—Cuarenta —repitió. De pronto le interesaba la punta de sus zapatillas—. Bien.
Tsukishima sabía que el buen humor de Yamaguchi se debía a la conversación que tuvieron en los vestuarios. Y sabía que Yamaguchi sabía que él sabía. Entre ambos, no faltaban los trabalenguas, ni los juegos de palabras, ni la comunicación inadecuada.
Dejaron sus botes de agua sobre unas banquetas y se posicionaron tras la línea de partida. ¿Día de los milagros? ¡Qué cursilerías son esas! Pero casi… Tsukishima cayó al séptimo ciclo y logró aprobar educación física. Yamaguchi llegó al octavo y medio y para él fue un poco frustrante, pero también un éxito. Llegaron arrastrándose hasta las duchas, y salieron de ellas sin piernas, pero aunque no llegaron a la calificación perfecta, lo contaron como una victoria personal y secreta de todas maneras, y aprovecharon el día de los milagros para pedir el libro de Takeda a la biblioteca.
—¿Kamen no kokuhaku? —repitió la bibliotecaria con cara apenada.
Resultó que ya los había prestado todos.
—Pero es un excelente título a añadir a la biblioteca personal.
La bibliotecaria también era muy amiga del profesor Takeda y compartían las mismas ideas. Tsukishima y Yamaguchi intercambiaron una mirada.
—Lo siento Tsukki, es mi culpa —se disculpó Yamaguchi—. Te conseguiré el libro.
—No importa.
—No volveré a molestarte con la delegada, lo prometo.
—Que no importa.
Su smartphone vibró en ese momento. Era Kuroo, tenía una duda puntual sobre dinosaurios. Tsukishima le mostró el mensaje a Yamaguchi, «¿Cómo se llama dino con una aleta por toda la espina?» Había sobre él una decena de mensajes similares, ninguno respondido.
—No sé por qué cree que puede preguntarme estas cosas.
—Pero te sabes la respuesta, ¿cierto?
—Sí claro —si por «aleta en la espina» Kuroo se refería a la vela dorsal de algunos dinosaurios, que se formaba por la extensión de ciertas vértebras de la espalda, entonces lo tenía claro.
—¿Y por qué no le respondes?
—Porque si lo hago se pone muy pesado.
—Respóndele —pidió con una sonrisa delgada—. Si se pone pesado, te debo un shortcake. Si no, te lo compras tú.
—Hecho.
Tsukishima escribió la respuestas «spinosaurus», y ambos miraron la pantalla esperando. Al cabo de unos segundos, apareció la señal que indicaba que Kuroo estaba escribiendo un mensaje. Pero se arrepintió a medio camino y no respondió nada. La sonrisa delgada de Yamaguchi se extendió por su rostro.
—No cantes victoria tan rápido.
—Juzgas a las personas de forma muy categórica, Tsukki.
El rostro de Kuroo apareció en la pantalla ese momento. Una llamada entrante. Tsukishima 1 Yamaguchi 0, eso es lo que quería decir la ceja levantada de Tsukishima. Hubiese preferido que Yamaguchi ganara.
—¿Qué pasa? —preguntó. Al otro lado del auricular, era todo gritos.
—¿¡Spinosaurus!? —La voz de Kuroo—. Pero había otro, como un cocodrilo.
—¡Te lo digo! ¡El dimetrodon no es un dinosaurio!—y allí la voz de Bokuto.
—¿Me tienes en altavoz? —dijo Tsukishima.
—Fue idea de Bokuto.
—Dile Tsukki, que el dimetrodon no es dinosaurio.
—Tsukishima —corrigió—. Y tiene razón.
Se escuchó un aullido explosivo que Yamaguchi llegó a oir. Habían tres cosas que hiperventilaban a Bokuto: ganar un partido de vóley, ganarle a Kuroo, y la carne. Tsukishima apartó la oreja del teléfono y tapó el parlante.
—Por favor, bajen la voz.
—¿Por qué hablas en susurros?
—Estoy en la biblioteca.
Tsukishima le explicó brevemente a Kuroo el porqué de encontrarse allí. Kuroo y Bokuto aprovecharon para mandarle saludos a Yamaguchi que Tsukishima jamás entregó, y después Bokuto tuvo una genial idea. Bokuto siempre tenía geniales ideas. De ser otra idea, Tsukishima habría rodado los ojos.
—¿Dices que ya se llevaron todos los libros de tu biblioteca? Yo conozco una biblioteca que tiene todos los libros del mundo. ¡Akaashi ven! ¡Es Tsukki…shima!
Y así empieza esta historia. Porque cuando Akaashi, quien hasta ese momento no se había pronunciado, preguntó:
—¿Qué libro necesitas?
Tsukishima supo que el libro que necesitaba estaba en el primer cajón de su escritorio, envuelto en papel de estrazas.
[1] Paris era una fiesta (1964), Ernest Hemingway. Editorial Seix Barral, Traducción Gabriel Ferrater.
[2] En japonés, 20 Mētorushatoruran. Yo lo conozco como test naveta (y lo odio).
Intentaré mantener un ritmo constante en las publicaciones, pero es una promesa floja. De realizarse, serán los días viernes (horario de Chile).
