La venganza


—Los otros se han ido a hacer la compra y Bo está dormido —dice Próspero, tapándole la boca a Escipión con una mano, guiándolo hacia una de las muchas butacas rojas para sentarlo sin mucho esfuerzo.

Desde que el Señor de los ladrones ha sido desenmascarado permanentemente, se comporta más dócil que los gatitos de su hermano. No se queja de la falta de besos, de las caricias bruscas, de la forma automática con la que le baja los pantalones de una marca prominente (ya no se molesta en vestirse de modo disimulado, Próspero se pregunta qué clase de problemas habrá pasado para disfrazarse y aparecer ante ellos casi a diario) para buscar la excitación. Pero se arquea buscando más calor.

Y Próspero solo le aferra la muñeca hasta que se da cuenta de que él se muerde los labios para no protestar, como el pijo que los demás dicen que es. Como si fuera tan malo, quitando sus mentiras.

Próspero y Bo venían de una familia lo suficientemente acomodada como para haber probado algunas cosas buenas. Y buena era la pija de Escipión, por muy pijo que lo catalogaran todos y si no fuera porque no quería más problemas, bien lo hubiera invitado a huír con ellos, para que se convirtiera en algo así como la madre-sustituta de Bo.

En especial ahora, que se le antoja tan pequeño y vulnerable. Ya no pelean por ver quién tiene el control.

Próspero ya no quiere demostrarle que es mayor, ahora es solo un castigo, masturbarlo hasta que el hijo de puta se desmaye de placer y pida disculpas por correrse en su boca.


[Enero, 2010]