SECUESTRO I

Oscar permanecía sentada en un taburete con una copa en la mano y la vista fija en el vestido que la transformaría para asistir esa noche al baile del Palacio. Era un vestido a L'Odalisque acompañado de un vistoso abanico y un suntuoso tocado para el cabello.

De repente, sintió una punzada de arrepentimiento, ¿qué demonios pretendía? ¿Acaso Fersen cambiaría sus sentimientos de la noche a la mañana al verla ataviada así? No, era algo más que eso. Necesitaba presentarse como mujer ante él para renunciar a sus esperanzas.

Comenzó a caer la tarde y, como un vendaval, entraron la Nana, su madre y algunas criadas para el "acontecimiento del siglo", según ellas. Luego de tres horas de tortura sistemática con corset, pinzas para el pelo, zapatos de tacón y afeites varios, Oscar quedó irreconocible. Incluso André, quien pensó ue con su gran altura parecería un espantapájaros, quedó con la boca abierta ante esa visión de seda y brocado que lo observaba desde el pie de la escalera.

Al caer la noche, un elegante carruaje se detuvo en las puertas del Palacio y de él descendió una dama que nadie podía identificar. Se movía con garbo y algo de modestia y se dirigió sin mirar detenidamente a nadie hacia el interior del salón. Fue presentada como una condesa extranjera y todas las miradas se volvieron curiosas hacia ella. Hombres y mujeres lanzaron exclamaciones de admiración pero sólo uno se aproximó a ella justo cuando comenzaba el primer minué de la noche.

¿Me concederíais esta pieza, bella dama?

Por toda respuesta, ella asintió y desde el momento en que comenzaron a bailar, toda la multitud desapareción para ella y sólo estaba él, tan deseado y añorado, observándola con cierto detenimiento que la incomodaba pero a la vez le gustaba.

¿Podrías decirme de dónde sois?

Ante el silencio de Oscar, Fersen continuó:

Tengo una amiga que se parece mucho a vos; es muy hermosa y su cabello también es rubio. Es muy noble, de gran inteligencia y daría la vida por defender sus ideales. Normalmente, oculta la belleza de su cuerpo tras un uniforme militar y rechaza las miradas de los hombres con una enorme frialdad. Es mi tesoro más valioso; la mejor y más bella de mis amigas.

En ese momento, Oscar sintió sus pies volverse de lana y el corset aprisionando sus pulmones, pero justo antes de perder el paso, Fersen la tomó firmemente por la cintura y la acercó aun más a él.

Oscar, ¿Acaso sois vos?

Ya la charada había llegado demasiado lejos y Oscar sintió que si seguía adelante, ya no podría detenerse. Incapaz de seguir sosteniendo la gris mirada de Fersen, murmuró:

Por favor, dejadme ir.

Se soltó como pudo y salió corriendo del salón, con Fersen tras sus talones. La frescura del jardín logró reconfortarla pero el engorroso vestido le impedía correr y sentía los pasos de Fersen cada vez más apresurados tras ella.

¡Oscar, espera!

Siguió corriendo hasta ingresar al bosque, con la esperanza de que las sombras impidieran a Fersen dar con ella. Finalmente, llegó a un claro donde había una fuente de agua y, exhausta, se sentó en el borde a recuperar el aliento. Fersen la seguía buscando pero los árboles y las sombras de la noche parecían ocultarla muy bien.

Lágrimas silenciosas corrían por el rostro de Oscar. Lágrimas de desazón por su cobardía, por no poder seguir adelante con la farsa aunque sólo fuera por un minuto. Estaba tan inmersa en sus pensamientos que no percibió unos pasos a su espalda y cuando el hombre intentó reducirla, ya era demasiado tarde. Se trataba del Caballero Negro y, por desgracia, no venía solo, pues dos de sus secuacez lo acompañaban.

No pretendemos haceros daño. – Dijo soltándola. – Pero entregadnos todas vuestras joyas ahora mismo.

¿Pero quiénes creéis que sois? ¿Sabéis con quién estáis hablando? – Preguntó Oscar olvidándose de que no estaba portegida por su investidura militar sino que por la vulnerable delicadeza de un vestido de baile.

Estamos hablando con una aristócrata insolente que se cubre de adornos mientras el pueblo se muere de hambre. – Dicho esto, comenzaron a forcejear para arrancarle los aros, el tocado y otras joyas. Ante la resistencia de ella, el Caballero Negro la abofeteó, con tan mala suerte, que cuando Oscar cayó hacia atrás por el impacto, se golpeó la cabeza contra el borde la fuente, cayendo inconsciente de inmediato.

Los tres hombres se miraron con desconcierto y, luego de verificar que no se hubiera desnucado, al Caballero Negro se le ocurrió una brillante idea:

Llevémosla con nosotros y cuando despierte, le preguntaremos su nombre y cobraremos un rescate a su familia…

En ese momento, Fersen llegó al claro y se encontró con la escena de Oscar en brazos de un enmascarado y dos hombres más con sus joyas aún en las manos. Estaba desarmado y poco podía hacer contra tres hombres pero igual se lanzó a la carga.

¡Malditos bastardos! ¿Qué le habéis hecho? - Pero no alcanzó a repartir ni un solo golpe pues entre los tres lo redujeron y lo maniataron.

¿Así que el señorito pretendía derrotarnos desarmado? – Dijo con sorna el Caballero Negro. – Mejor aún, nos llevaremos a ambos y el rescate será doble.

Uno de los hombres subió delante de él a Oscar, mientras el otro se llevaba colgando del otro caballo a Fersen. El camino a París se hizo eterno desde la incómoda postura en que viajaba Fersen y su preocupación crecía al ver cómo el cuello de Oscar se manchaba de sangre por la herida en su cabeza.

Al llegar a París, el Caballero Negro vendó los ojos de Fersen y no hizo lo mismo con Oscar pues seguía inconsciente.

Fersen procuró conservar en su memoria los movimientos y giros, los ruidos que escuchaba y los olores pero llegó un momento en que perdió totalmente el sentido de la orientación. Sintió que entraban por un gran portón custodiado al parecer por dos hombres y luego de bajarlo a él y a Oscar de los caballos, descendían a algo así como un sótano, pero pronto el aroma a vino lo hizo comprender que se trataba de una cava. Después sintió un ruido de llaves y el sonido de un cuerpo al caer con fuerza sobre piso de piedra.

¡Malditos salvajes! – gritó con desesperación.

Uno de los hombres le cortó las ataduras de las muñecas y salió pronto de la celda, cerrándola con llave.

Fersen se quitó la venda de los ojos y rápidamente se aproximó a Oscar, que aún no despertaba y su vestido estaba lleno de salpicaduras de sangre. Sacó de su bolsillo un pañuelo y trató de restañarle la herida y quiso limpiarla pero ni siquiera tenía agua.

En el colmo de la desesperación, comenzó a gritar por la rejilla de la celda:

¡Por favor, al menos traígannos vendas y un poco de agua, la dama está malherida!

Pero su voz sólo fue recibida po el eco.