No, nada me pertenece. Es más, es casi como si el momento tampoco. Modifiqué el final un poco, le di formato, impuse mi firma(?).
Noche de Héroe
Los Ángeles era una mierda.
Había visto más demonios en ese lugar de los que vislumbró en el Infierno. Y ya es mucho decir. Las calles eran basura, la gente era basura… cometían todo tipo de pecados, ganándose su lugar, y no era una cercano al Cielo.
Era de noche y acababa de entregarle a Ángela (que nombre oportuno) la Lanza del Destino. «Nadie debe encontrarla», dicho. Ella debía encargarse ahora de que eso se cumpliera.
Las luces de la ciudad iluminaban la noche, iluminaban también sus siluetas en la distancia, sus rostros uno frente a otro. Estaban sobre la terraza de un edificio, con la suciedad y el cansancio propios de luchadores. Murmuraban palabras vacías, órdenes, recomendaciones y alertas.
J. Constantine aún vestía su chaqueta negra y observaba los ojos marrones de Ángela, que parecían excepcionalmente cálidos a esa altura de la noche.
—¿Y ahora qué? —murmuró ella, cuando las palabras se acabaron.
John la observó dos segundos, queriendo saber qué respuesta quería, pero nunca terminaba de descifrarla del todo y tampoco es que deseara perder «su esencia».
—Tengo algunos asuntos que resolver.
Su voz salió en un susurro. Sus rostros estaban a centímetros. John se preguntó si por esa razón estaban hablando tan bajo. O si eso habían buscado cuando comenzaron a murmurar. Ángela no estaba segura de si era ella quien se acercaba por voluntad propia o porque la voz del hombre frente suyo era demasiado grave, atrayente.
O quizás fuera él.
Como en un principio, la detective Dodson sintió que John Constantine era un tipo vacío, levemente peligroso y demasiado sensual como para acercársele. Pero ahí estaba, de todos modos. Tal vez había sido la noche. Tal vez solo sus movimientos y esos murmullos.
Su boca se torció en una sonrisa.
—¿Nos volveremos a ver? —susurró, cuando sus narices casi entraban en contacto.
John guardó silencio un momento y Ángela cayó en la cuenta de que sus ojos eran de un tono tan oscuro como su cabello y el cielo allá donde la luz no alcanzaba a iluminar.
—Me gustaría.
Él se dio cuenta de que sus palabras correspondían casi a un hechizo, otro juego para llegar al final. Los ojos almendrados de Ángela brillaron cuando terminó de acercar su rostro. Los párpados se interpusieron en su visión y decidió que merecía algún deleite, ahora que no tenía los cigarrillos.
Los labios de Constantine, más allá de lo que su orgullo permitía decir, eran de otro mundo. No sabía cual, pero estaba lejos del mundo terrenal. No podía ser de ese lugar.
La caricia fue solamente eso. John separó sus bocas cuando su sentido de no-heroicidad le recordó que no era un héroe y, por ende, no merecía el beso final luego de una misión cumplida. A su pesar, Ángela le sonrió una vez más antes de alejarse y dejarlo sólo en la azotea del edificio.
Bueno, tal vez sí merecía un beso de «la chica».
Se acercó al borde para contemplar Los Ángeles.
Seguía siendo una mierda. Pero vale la pena algo de lluvia para ver el arco iris.
O algo así era.
